La niñera

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Emma Cline

–No hay gran cosa en casa –dijo Mary–. Lo siento.

Kayla miró alrededor, se encogió de hombros.

–No tengo mucha hambre.

Mary puso la mesa, vajilla Fiestaware en manteles individuales, junto con servilletas de tela de bordes deshilachados. Había pizzas de microondas.

–Hay que ponerle algo fresco –dijo alegremente el novio de Mary, Dennis, echando sobre la pizza un montoncito de hojas de espinacas de un envase de plástico. Pareció satisfecho con su inventiva. Kayla se comió las espinacas, dio unos bocados al borde. Mary se sirvió más agua.

Cuando Kayla pidió una cerveza, vio que Mary y Dennis cruzaban una mirada.

–Claro, cariño –dijo Mary–. Dennis, ¿tenemos alguna cerveza? ¿En la nevera del garaje, a lo mejor?

Kayla se bebió dos con la cena, y luego una tercera fuera en el porche, con las piernas recogidas dentro de la enorme sudadera que había cogido del cuarto del hijo de Mary. El patio asilvestrado hacía que todo lo que había más allá pareciese de mentira: el perfil de la ciudad más abajo, las estrellas. La cobertura era terrible, tan hundidos en el cañón. Podía intentar acercarse otra vez a la carretera, junto a la valla del vecino, pero Mary se daría cuenta y diría algo. Notaba como los dos la observaban desde la cocina, siguiendo el resplandor de la pantalla. ¿Qué iban a hacer, quitarle el móvil? Buscó el nombre de Rafe, buscó el suyo. Las cifras habían aumentado. Qué matemáticas de pesadilla, esa triplicación frenética de los resultados, y qué raro ver su nombre ahí, llenando página tras página, asomando en mitad hasta de idiomas extranjeros, sobrevolando fotos de la cara familiar de Rafe.

Hasta ese martes, apenas había constancia alguna de Kayla: una antigua web de recogida de fondos de los Estudiantes por un Tíbet Libre; el blog de una prima segunda, con fotos de una vieja reunión familiar, Kayla adolescente, la boca llena de aparatos, con un plato de papel cargado de carne a la parrilla que se le doblaba entre las manos. Su madre había llamado a esa prima y le había pedido que quitase la foto, pero para entonces ya se la había tragado el ámbar de internet.

¿Había alguna nueva? Habían desenterrado fotos de Kayla a la zaga de Rafe y Jessica, con Henry de la manita. Rafe con su camisa de vestir y sus vaqueros, rodeado de mujeres y niños. Eran las únicas fotos que Kayla tenía de Rafe y ella juntos. Era raro, ¿verdad? Se topó con una foto nueva: salía bien a secas. Ciertos vaqueros que le encantaban no eran, vio, tan favorecedores como había pensado. Guardó la foto en el móvil para ampliarla más tarde.

Kayla se obligó a cerrar los resultados de la búsqueda y luego actualizó la lista de mensajes. Medio segundo de tregua en el que creer que tal vez las fuerzas del universo se estuviesen alineando y enviando en dirección a ella algo de parte de Rafe. Supo antes de que se terminara de cargar que no habría nada.

–¿Necesitas algo, cariño?

Mary estaba de pie en la puerta del porche, nada más que una sombra oscura.

–Te encendería la luz –dijo–, pero no hay bombilla aquí, de hecho.

Mary había sido la compañera de cuarto de su madre en la universidad, ahora terapeuta especializada en drogas y alcoholismo. La madre de Kayla quería que cogiese un avión a casa –yo pago el billete, dijo, por favor–, pero entonces los fotógrafos habían invadido su casita de una planta en Colorado Springs. Esperando a Kayla. De modo que su madre llamó a Mary, su compañera de cuarto de la facultad; Mary, la testigo de su modesta boda por lo civil, una boda seguida rápidamente de divorcio. Era fácil imaginar lo que Mary pensaba de Kayla. Un fracaso, creería seguramente, con solo veinticuatro años y esto. Seguramente, pensaría Mary, no era más que el resultado de un padre ausente y una madre sobrecargada de trabajo.

Pero ¿cómo podría explicarlo Kayla? A ella aquello le parecía correcto, la escala correcta de las cosas. Kayla llevaba toda la vida esperando que le sucediese algo así.

–Estoy bien. –Kayla puso una voz excesivamente educada.

–Estamos a punto de empezar a ver un documental –dijo Mary–. Sobre una chica que fue la primera mujer halconera de Mongolia. –Hizo una pausa. Cuando vio que Kayla no respondía, siguió hablando–. Se supone que es muy bueno.

Mary, con sus camisas de lino holgadas, con sus zapatos Oxford plateados, era la clase de mujer madura a la que las chicas más jóvenes decían querer parecerse. Mary, con su gran casa en lo alto de los cañones, con toda la madera de los setenta intacta. Seguramente dejaba que su hijo adolescente la llamara por su nombre de pila. Kayla comprendía que Mary era buena persona sin acabar de creerlo; la sacaba de quicio.

–De hecho –dijo al fin–, estoy bastante cansada. Voy a ir a acostarme.

¿Quería decir algo más Mary? Casi seguro que sí.

–Gracias de nuevo por dejarme quedar –dijo Kayla–. Voy a intentar dormir.

–El placer es nuestro –dijo Mary, y vaciló, preparándose seguramente para impartir alguna solemne enseñanza, algún salmo de exyonqui. Antes de que pudiese hablar, Kayla le sonrió, una sonrisa profesional. Mary pareció desconcertada, y Kayla aprovechó el momento para coger la cerveza, el móvil, y escurrirse por su lado camino del dormitorio. El hijo de Mary tenía la puerta del cuarto envuelta en cinta de señalización, con un cartel de peligro: no pasar colgado, una pegatina con el símbolo nuclear. Sí, sí, ya lo hemos pillado, pensó Kayla, eres un capullito tóxico.

El chico había ido a pasar las vacaciones escolares con su padre, y era evidente que Mary había intentado que el cuarto resultase agradable: le dejó a Kayla una pila de toallas limpias; una pastillita de jabón de hotel en su envoltorio; Los mejores ensayos americanos, 1993, sobre la mesilla. Aun así, olía a adolescente, a efluvios de Old Spice y de loción barata para pajas, equipamiento deportivo sin lavar olvidado en el armario. Kayla se tumbó en la cama impecable. En los pósters de surf que había en todas las paredes salían hombres, bronceados y de pezones rosados, montados en tablas en mitad de olas enormes, casi traslúcidas. Los pósters eran como porno con el color azul como tema.

Todavía nada de Rafe. ¿Qué hacer, más que continuar existiendo? Una sensación de irrealidad zumbaba por debajo de cada segundo, un pánico no por completo negativo. Se descubrió ensayando la elección de palabras, imaginando cómo describiría esa sensación si Rafe llamaba. Se sintió orgullosa de la frase: Es como si me hubiesen arrancado de mi propia vida. La dijo en silencio para sí, y el corazón le latió más rápido. Dramático. Mientras durmiera, se encontraría bien, mientras hubiese la opción de borrar las cosas; le quedaban todavía algunas pastillas para dormir de las de Rafe, que le habían recetado usando otro nombre. Cogió una bolsa hermética de la mochila y la agitó para sacar un Stilnox. Mordió un trocito amargo. Era mejor racionarlas, guardar algunas para más adelante. Hundió el dedo humedecido en la bolsa para recoger cualquier residuo que quedara, y luego se rindió y se tragó la otra mitad de la pastilla con el último sorbo de cerveza.

No había nada interesante que ver en los cajones del hijo de Mary. Bóxers firmemente doblados, camisetas de campamentos de verano con temáticas cada vez más psicóticas: estrella de rock, diseño de moda. Una caja de puros llena de monedas y unos gemelos hechos con un par de teclas de máquina de escribir, un anuario en el que solo habían escrito chicas. Pasó las páginas: daba la impresión de ser la clase de colegio en el que todo el mundo aprendía a tejer en lugar de tomar anfetaminas con receta. La misiva bienintencionada de un profesor ocupaba una página entera al final. Dudaba que el chico la hubiese llegado a leer siquiera. Ella sí la leyó, sin embargo, sentada al borde de la cama doble: le pareció conmovedora, de un modo extraño, aunque igual era solo el Stilnox haciendo efecto, por la forma en que sus pensamientos adquirían un aire desvaído y la velocidad del obturador empezaba a aminorar.

Max: estoy muy orgulloso de ti y de todo lo que has logrado este curso. ¡Me muero de ganas de ver lo que harás en el mundo! Eres una persona muy especial, ¡no lo olvides nunca!

Le llegaban, desde el salón, los sonidos del documental, el crescendo de música mongola aumentando en urgencia. Apostaría cualquier cosa a que Mary estaba soltando una lágrima en ese momento, conmovida por la visión de un halcón surcando el cielo, o por el plano detalle de las manos de un anciano, el viento azotando una planicie mongola. Kayla había conocido en la universidad a una chica que habían adoptado en Mongolia. Se llamaba Dee Dee, y lo único que recordaba de ella era que tenía la costumbre de ducharse sin correr las cortinas y se petaba los granos en el espejo del lavabo, que dejaba salpicado de diminuta metralla de pus tras su paso. ¿Dónde estaría Dee Dee ahora?

Kayla empezaba a sentirse cansada. Sabía que debería levantarse y apagar la luz, quitarse las lentillas, quitarse el sujetador. No se movió.

¿Se acordaría de ella Dee Dee? ¿Se habría enterado?

Eres una persona muy especial, pensó Kayla para sí. Una persona. Muy. Especial.

Fue Dennis quien la pasó a recoger. Kayla ni siquiera tenía coche propio; usaba uno de Rafe y Jessica. Había sido uno de los atractivos del puesto, el coche, aunque ahora parecía muy absurdo; otra forma en la que su vida había quedado atada a esas personas. Kayla lo vio acercarse en el Volvo: tendría que avanzar muy despacio por entre los fotógrafos del acceso principal. Se detuvo en la puerta y esperó a que le abriesen. Llevaba una visera con el borde carcomido de viejo, un chaleco polar con el logo bordado de una marca de vitaminas. Parecía un animal triste y cansado, al cruzar por las puertas de seguridad, y Kayla sintió, por un momento, que había hecho algo horrible. Hacer venir a alguien como Dennis a un sitio así. Por motivos así. Pero no era cierto, ¿verdad?, que ella fuese horrible. La vida es muy larga, se dijo, abriendo la puerta del coche. La gente siempre decía esas cosas: la vida es muy larga.

–¿Llevas algo más? –preguntó Dennis.

–No.

Solo una maleta, la mochila. Lo había cogido todo, hasta los pendientes que Jessica le había regalado, el vestido aún con la etiqueta puesta. El contenido de incontables bolsas de regalo, perfume y maquillaje, un montón de cremas, un masajeador de microcorriente, artículos que Kayla buscaba en internet, recopilando los precios de venta exactos, haciendo números hasta que terminaba algo borracha. No se sentía culpable, todavía no. ¿Se sentiría culpable algún día? Las cámaras de seguridad la grabaron mientras entraba en el coche de Dennis. ¿Miraría Jessica las imágenes? ¿Y Rafe? Intentó mantener una leve sonrisa en la cara, por si acaso.

La primera vez que vio a Jessica fue en la entrevista, cuando la agencia le había dado ya el visto bueno. Jessica llegó tarde, se sentó a la mesa. Tenía la cabeza en otra parte: se le había enganchado el collar en el jersey.

–¿Podrías…? –señaló Jessica, y Kayla se encargó, hizo ceder el broche, sin tirones, para no deformar el jersey. Estaba encorvada muy cerca de la cara de Jessica: la piel ligeramente bronceada, el pelo casi del mismo color, todos sus rasgos tan diminutos y simétricos que Kayla apenas podía apartar la mirada, ensimismada en aquella belleza sin fisuras. Sintió una curiosa euforia: cuánto tiempo había desperdiciado tratando de ser hermosa, cuando resultaba obvio, ahora, lo imposible que era. La certeza fue casi un alivio.

–Listo. –Kayla dejó caer el collar en su sitio y alisó el jersey. Era cachemira, del color de la zarzaparrilla.

Jessica acarició la cadena distraídamente, le sonrió.

–Eres un cielo.

La última noticia era que los mensajes de texto de Rafe estaban conectados al iPad del niño, así lo había descubierto Jessica, y era fascinante imaginar de dónde salía esa información, cómo llegaban esos datos a la luz. Porque esa parte era cierta, al menos; Kayla se había vuelto descuidada escribiéndole a Rafe, hacia el final, y aunque él rara vez le respondía, Jessica habría entendido enseguida lo que estaba sucediendo.

El juego favorito de Henry en el iPad estaba ambientado en una especie de cafetería virtual en la que tenían que preparar perritos calientes y hamburguesas mientras un reloj iba contando el tiempo que quedaba. Kayla intentó jugar una vez y mojó la camisa en sudor, se puso nerviosísima. Las hamburguesas no dejaban de quemársele, la máquina de refrescos no dejaba de estropearse. Los clientes se ponían furiosos y se marchaban.

Henry le cogió el iPad de las manos con paciencia exagerada.

–Es fácil –dijo–. No cojas las monedas de golpe. Así tienes más tiempo.

–Pero ¿la clave no es conseguir un montón de dinero? –preguntó ella.

–Entonces va demasiado rápido –explicó Henry. Parecía sentir lástima por ella–. Te está engañando.

Para su octavo cumpleaños, Kayla le regaló a Henry una máquina que carbonataba el agua y un libro que le encantaba de pequeña. Se lo leyó en voz alta mientras Henry miraba el techo. Pareció gustarle el libro, pese a que el final la sorprendió: no recordaba que el viejo moría de un modo tan violento, que el huérfano se hacía mayor y no era demasiado feliz. A primera hora de la tarde, cuando se marchaba el ama de llaves y Henry estaba aún en el colegio, el aire daba la impresión de estancarse. Era raro recorrer las habitaciones, abrir los armarios. Tocar los vestidos colgados, los pantalones de Rafe, los jerséis doblados con papel de seda.

El caso es que ella era una chica lista. Había estudiado Historia del Arte. Su primera clase, cuando el profesor Hunnison apagó las luces y se quedaron todos sentados a oscuras: tenían dieciocho, la mayoría, todavía unos niños, todavía unos críos que no habían dormido nunca fuera de casa. Y entonces el runrún del proyector, y en la pantalla aparecieron portales flotantes de luz y color, recuadros de belleza. Era una especie de magia, había pensado entonces, cuando esa clase de pensamientos no resultaban vergonzosos.

Qué misterioso se le hacía a veces que en su día hubiese tenido el interés y la capacidad suficiente para terminar trabajos de clase. Giotto y su reformulación del texto de De la Vorágine en sus frescos. El desafío de Rodin a las nociones clásicas de los objetivos iconográficos establecidos, los cuerpos de Miguel Ángel en cuanto portadores de la voluntad de Dios. Era como si alguna vez hubiese dominado un idioma distinto, ya olvidado.

Antes de la comida, Henry tomaba unas gominolas de aceite de pescado en forma de estrella. A Kayla le gustaban también: una para él, dos para ella. Estaban recubiertas de azúcar, pero se suponía que tenías que ignorar esa parte y centrarte en la grasa de pescado que te cebaba el cerebro y lo volvía más brillante y rosado. Para comer, Kayla preparaba sándwiches de queso a la parrilla con pan integral y rodajas de manzana. Comían fuera, con papel de cocina a modo de platos. Al terminar, se echaban al sol en silencio. Henry todavía con sus bóxers de natación, y ella con su traje de baño de una pieza, prudentemente asexual.

Rafe había apartado una vez la braga de ese bañador a un lado para meterle dentro un dedo contundente. ¿Eso fue la segunda vez o la tercera? Kayla se imaginó ser la clase de persona que registraba esa clase de detalles en un diario. Los tenía a montones: a Rafe le gustaba echarse la siesta con un brazo sobre la cabeza. A Rafe le habían quedado cicatrices en la espalda del acné juvenil, pero le dijo que eran de un accidente de escalada. Qué raro que fuesen datos que significaran algo para otra gente también, extraños que ni siquiera lo conocían. Si buscabas a Rafe en internet, estaba todo ahí: sus alergias, su altura aproximada, fotos de él de joven. Ella fingía no haber visto nunca nada de todo aquello. Flotaba siempre entre ambos, esa ignorancia impostada.

Debió de ser la tercera vez, la vez del bañador. Las sábanas de la casa de la piscina olían a crema solar. Rafe tenía la mano encima de ella bajo la sábana, los ojos cerrados. Kayla miró su cara suave y atractiva: siempre se le hacía extraño tocarla, como tocar el recuerdo de alguien.

–¿Cómo empezaste a actuar? –le preguntó, en voz baja y drogada, ni uno ni otro despiertos del todo.

–De hecho, era bastante joven –dijo Rafe. Un actor invitado de Artes en las Escuelas vino a actuar para su clase, le contó–. Y ten presente –le dijo– que estamos hablando de Iowa, en enero.

Fue antes de que Kayla leyera todos los artículos: Rafe le contó la historia entre tantos titubeos que dio por hecho que era alguna clase de secreto, algo precioso extraído de las profundidades de su psique.

Al parecer, el actor invitado había abierto todas las ventanas de la clase, puede que para invocar el nivel apropiado de drama, con las rachas de aire helado soplando alrededor mientras él se paseaba por delante de los pupitres, recitando Hamlet.

–Me dejó alucinado –dijo Rafe–. De verdad.

–Qué mono –había dicho ella, imaginándolo de niño, conmovido por cosas adultas.

Una noche, en la cena, se le quedó un trozo de comida entre los dientes: la visión le provocó a Kayla una incomodidad casi erótica, hasta que por fin Jessica alargó la mano y se lo quitó. Eso era lo que no sabía explicar: Kayla lo odiaba y lo amaba al mismo tiempo, y en parte quizá fuese porque era un idiota.

Con el tiempo, leyó la anécdota de Hamlet casi al pie de la letra en un montón de entrevistas distintas.

Rafe estaría fuera casi un mes, rodando a ocho husos horarios de distancia, pero en cuanto Henry empezó las vacaciones de Navidad, Jessica y él cogieron un avión para ir a verlo, y Kayla fue también, con paga doble. Tenía su propia habitación en un hotel cercano al set. Por la ventana, más allá de los muros blancos del edificio, los camiones de gasolina recorrían las carreteras sin asfaltar.

Una vez allí, Rafe apenas la miraba. Pero, se dijo a sí misma, era lógico. Jessica andaba siempre por ahí, y si no algún asistente personal con walkie-talkie aparentando «invitar» a Rafe al set. La gente siempre «invitaba» a Rafe a hacer las cosas que le tocaba hacer. En una cena para el reparto, le había pellizcado los pezones, fuerte, en el pasillo trasero del restaurante; su aliento soltaba efluvios de cerveza local, aderezada con nuez de cola y ajenjo. En el momento Kayla se rió, pese a que los camareros parecieron darse cuenta, junto con al menos uno de los productores, a juzgar por su sonrisa de satisfacción. Solo estuvieron realmente solos una vez. Jessica había mandado a Kayla a su habitación a coger la crema solar para Henry. Abrió la puerta, con la tarjeta magnética de Jessica, y ahí estaba Rafe, viendo un combate de boxeo por televisión, con las cortinas echadas.

–Hola, ¿eh? –dijo ella, y fue a besarlo, pero él titubeó, y le devolvió el beso con los labios apretados. ¿Se estaba sonrojando? Fue raro. Aun así, se acostaron, rápido, ella con el vestido arremangado, las colchas apenas levemente desordenadas. Fue al baño a limpiarse, con cuidado de tirar de la cadena para hacer desaparecer el papel higiénico. Todavía iba con cuidado en aquel entonces. La crema solar estaba ahí en la encimera. Cuando volvió al dormitorio, crema en mano, Rafe estaba absorto en el televisor, la cara inexpresiva, las colchas alisadas, como si nada hubiese ocurrido.

Era el día libre de Kayla; Jessica se había llevado a Henry a uno de los pueblos de montaña a pasar la tarde. Kayla echó la siesta en el cuarto fresco, bajo esa mosquitera que hacía que todo pareciese cubierto por un velo de humo. Los primeros días se había encontrado bien, pero luego tuvo una reacción retardada a las vacunas obligatorias; el blanco de los ojos se le puso lechoso, los sueños se colaban en la vigilia. Se pasaba el día bebiendo agua embotellada, pero aun así su orina salía de un color marrón antinatural, densa y con olor a azufre.

Se despertó de la siesta mareada y caliente, con las quemaduras del sol palpitando. El médico del rodaje le había dicho que siguiese bebiendo agua, que estuviese atenta por si notaba la mente espesa. ¿Era eso mente espesa, ese espectro brillante de Bugs Bunny en el cuarto del hotel?

Eres una chica muy guapa, le dijo.

Bugs hablaba sin mover los labios. Eran pensamientos que irradiaban de su cerebro directamente al de Kayla, con una vibración en el aire entre ellos. De vez en cuando, deslizaba los pies a un lado, como un paso de claqué a cámara lenta. Todo lo que hacía era lento. Bugs Bunny. Sonrió desde la cama. A Bugs no lo esperaban en ninguna parte. No es que lo dijese explícitamente, pero ella lo entendió, el sentimiento estaba ahí, en sus grandes ojos borrosos: se quedaría con ella en ese cuarto el día entero. Si era lo que quería.

Tendría que ir a ver a Rafe, ¿no te parece?

Lo dijo, o lo pensó.

No sé. Bugs parpadeó. ¿Es eso lo que quieres?

Qué listo era Bugs.

Debería ir. Intentó arrancarle otro pensamiento a su cerebro inflamado. Voy a ir. Tengo que ver a Rafe.

Bugs se inclinó un poco: una reverencia lenta y viscosa. Si es lo que tienes que hacer.

Kayla se puso un vestido y se tomó un vodka con piña en el bar del hotel. Estaban rodando junto a los acantilados, ese día; lo bastante cerca para recorrer los diez minutos a pie por entre las dunas, llenas de mosca negra y mierda de caballo. Tenía el vestido empapado en sudor para cuando llegó al set. Encontró a todo el mundo parado. Rafe le hizo un gesto con la barbilla, pero no se acercó a saludar. Se le veía muy serio. Le habían pintado las cejas demasiado oscuras; parecían cómicas. Igual se veían bien luego en pantalla. Kayla supo que estaba irritable, hambriento, inquieto, deseando una ducha, deseando una copa. Lo percibía antes de que Rafe estornudase, antes de que se rascase la nariz. ¿Experimentaría él algún día esta sensación? ¿Este nivel de sintonización tan preciso, casi psicótico, con otra persona?

–¿Por qué están parados? –le preguntó a uno de los técnicos de luces.

Él apenas le dirigió la mirada.

–Han encontrado algo en la puerta.

–Ah, ¿en la puerta?

El tipo miró a lo lejos aguzando la vista, se encogió de hombros. ¿Era esa brusquedad imaginación suya? No. Al equipo ya no le gustaba hablar con ella. Esa tendría que haber sido la primera señal. La gente tiene un instinto animal para el poder; percibían que su utilidad llegaba a su fin.

Kayla se instaló en una de las sillas que había bajo el toldo provisional del tráiler. El sol lo bañaba todo de tal modo que parecía un esbozo, inacabado. Se notaba la piel tirante por las quemaduras del sol. Se rascó el tobillo, con suavidad. Si solo estuviese quemada, podría aguantarlo, pero tenía heridas, también, esas mordeduras rojas e hinchadas. Se frotó un tobillo con el otro. Suave, suave. No parecía estar sucediendo nada, pero todo el mundo andaba tenso. El script hacía un crucigrama en el móvil. Kayla vio como la maquilladora aparecía corriendo y le aplicaba a Rafe un pañuelo de papel en la frente. Rafe se sometió a ella con enorme paciencia. Era, a fin de cuentas, un buen actor. Kayla se despegó la tela del vestido de las axilas, pero era inútil: le iba a quedar mancha, desde luego que sí.

La zona de rodaje estaba demasiado lejos del toldo como para que Kayla alcanzase a oír nada. Vio que Rafe decía algo, vio que levantaba la vista al cielo. Retomaron la escena. ¿Qué escena era? Ojalá estuviesen rodando la secuencia inicial. El director le había dicho, en aquella cena en la que todo el mundo aún era amable con ella, cuando era obvio que se estaba acostando con Rafe, que estuviese pendiente.

–Algunos directores la ruedan nada más empezar –le dijo–, de sopetón. Pero los actores no han cuajado todavía, ¿entiendes? Y si esperas demasiado, se odian todos entre ellos y se la quieren quitar de encima rápido. Como el último curso. Hay que encajarla en un momento en el que se hayan metido ya en los personajes y sigan estando a lo que hay que estar.

Era solo la segunda película del director. El estudio le había dado muchísimo dinero. Parecía que tuviese veinte años. No dejaba de bromear con que no tenía ni idea de cómo hacer nada.

El rodaje se había parado de nuevo. Rafe iba hacia ella. Kayla se enderezó y se puso de pie.

Rafe estaba sudando, la cara roja.

–Estás sentada en mi campo visual –dijo–. No puedo rodar la escena si levanto la vista y te veo ahí todo el rato.

–No estoy en tu campo visual –respondió ella. Notaba cómo los miraba la maquilladora.

–Tú crees que no, pero es mi campo visual, ahí está la cosa –dijo Rafe–. Es lo que yo veo. No lo que ves tú. Lo que yo veo. Y te veo a ti.

–Vale.

Abrió mucho los ojos, a punto de decir algo, pero entonces pareció aplacarse.

–¿Por qué no te vas a dar un baño en la piscina del hotel? ¿Y comes algo?

–Sí –respondió ella, en un hilo de voz–. Es buena idea.

Sabía que Rafe no quería que montase una escena. Y no la iba a montar. Sonrió hacia la nada, hacia el horizonte desierto. El paisaje estaba cubierto de maleza, nada bonito, en absoluto como había imaginado. En realidad, era la primera vez que salía del país.

Llevaba tres días sin poner un pie fuera de la casa. La única vez que había ido a comprar, alguien le había hecho fotos mientras llenaba el depósito del coche de Mary a la vuelta. Kayla iba con gafas de aviador y salía triste en las fotos: los labios finos, el pelo mal teñido y apelmazado. No era tan guapa como Jessica. Esa era la obviedad que andaba diciendo todo el mundo, y no era que Kayla no fuese consciente de ello, pero no entendía por qué llevaba a la gente a enfadarse tanto con ella, a tomárselo como una ofensa tan personal. A Kayla le habían ofrecido una entrevista en televisión. Una cantidad por beber cierta marca de agua vitaminada la próxima vez que apareciese en público. Una entrevista en Playboy, también, pese a que al parecer ya no publicaban desnudos.

Mary dio unos golpecitos en el marco de la puerta.

–¿Estás bien?

Kayla se sentó.

–Sí, bien –dijo ella. Dejó el móvil en la cama, boca abajo.

–Dennis y yo vamos a casa de un amigo a cenar. Tendrías que venir.

–Ah, no pasa nada –respondió Kayla–. De verdad. Me quedaré por aquí.

–No deberías estar sola –dijo Mary–. Me sabe mal. Como si estuvieses atrapada.

–No pasa nada.

Mary arrugó la frente, frunció los labios.

–Te sentará bien. Son personas encantadoras. Ella testea recetas para libros de cocina, y él da clases en el Occidental. Será una reunión agradable.

Que accediese hizo feliz a Mary, y Dennis estaba radiante también, mientras se metían en el coche: hasta esos pequeños planes lo motivaban. Se había lavado hasta dejarse en la piel un resplandor rosado, las mangas cortas de su camiseta de golf le colgaban más abajo de los codos. Mary conducía por las carreteras estrechas que bajaban de los cañones; Dennis en el asiento del pasajero, rodeándola con un brazo. ¿Había estado casado antes, tenía hijos? Kayla no lo sabía. Parecía existir solo en la órbita de Mary, el novio que recogía limones del patio para llevarlos a la fiesta. No dejaban de echarle vistazos por el retrovisor. Ella iba sentada detrás, junto a la bolsa de la compra llena de limones, una botella de vino tinto. Llevaba puesto el vestido que Jessica le había regalado y la sudadera del hijo de Mary; el pelo recogido en una cola de caballo nada favorecedora. El vestido era de tela buena, una especie de mezcla de seda y lino, color asfalto: la palpó, distraída, por encima de las rodillas. Jessica se había portado bien con ella.

Nadie en la fiesta le prestó mucha atención. Eran todos mayores, estaban ocupados con sus propias vidas, con sus hijos, que entraban y salían como flechas, uno blandiendo un ukelele de plástico, otro berreando una canción de contar en francés. Era la primera vez que se le ocurría: pues claro que había gente en el mundo que no sabía nada o que pasaba de Rafe y Jessica. La comida estaba servida en una mesa; los invitados revoloteaban con sus platos. Kayla comió un poco de ensalada de lentejas con un tenedor de plástico y tomó un margarita aguado de una jarra, un vaso de vino blanco.

En el pasillo, se cruzó con alguien que estaba vaciando su copa en una maceta. No conocía a esa gente.

Fuera se estaba mejor. La piscina estaba quieta y despedía un espejeo de focos. No había nadie cerca. Las montañas formaban una masa oscura, salpicada de casas aquí y allá. A Kayla le llegó el olor de la tierra enfriándose, del denso chaparral que rodeaba la piscina, el sonido de una fuente que no alcanzaba a ver. Se agachó para sumergir la mano: el agua estaba a la misma temperatura que el aire. Kayla se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, el vaso sujeto en el regazo.

Abrió sus mensajes de texto. Los últimos de Jessica eran de hacía dos semanas, todos logísticos. Miró las imágenes guardadas, fotos de paparazzis, Rafe con los brazos cruzados. No se había dado cuenta hasta entonces de lo enfadado que parecía, de lo agobiado, rodeado de Jessica y Kayla, de Henry, personas que necesitaban cosas de él. Pobre Henry. Sus hombros pequeñitos, su pelo inmaculado. Su cara franca, anhelante.

Apuró el vaso de vino.

Alguien abrió la puerta. Era la hija de los anfitriones. Sophie, o Sophia.

–Hola –la saludó Kayla. Sophie se agachó sin sentarse. A Kayla le llegó el olor agrio de su aliento infantil.

–¿Tienes frío? –preguntó la niña.

–Nah –respondió ella–. Aún no.

Se quedaron calladas un buen rato. El silencio era agradable. Sophie parecía más pequeña que Henry. Tenía en las aletas de la nariz unos pueriles cercos de moco.

–¿En qué curso estás? –preguntó Kayla, al fin.

–En segundo.

–Qué guay.

Sophie se encogió de hombros, con gesto adulto, y empezó a levantarse.

–¿Adónde vas? –Kayla le tocó una rodilla a Sophie. La niña dio un respingo al notar el contacto, pero no pareció molestarle.

–A mi cuarto.

–¿Puedo ir?

Sophie se encogió otra vez de hombros.

El cuarto estaba todo desordenado; un farolito de papel en forma de estrella colgaba sobre la cama. Sophie señaló un par de Barbies, desnudas boca abajo y tapadas con un pedazo de papel de cocina; los dedos fusionados y ligeramente acanalados.

–He hecho esa casa para ellas –dijo, refiriéndose a una estantería vacía.

En uno de los estantes había una caja de tiritas junto a una Barbie tumbada de lado y vestida con un vestido ceñido y brillante.

–Esta es la sala de fiestas –dijo Sophie–, mira.

Accionó un interruptor en un llavero con una flor de plástico y este comenzó a alternar entre distintas luces de colores.

–Espera –dijo, y corrió a apagar la luz del techo. Se quedaron ambas de pie en silencio, con el ruido de la fiesta más allá, y el cuarto de Sophie virando suavemente del rojo al amarillo y al turquesa.

–Es bonito –dijo Kayla.

Sophie se mostró pragmática.

–Lo sé.

Apagó la flor de plástico y volvió a encender la luz del techo. Como Kayla no dijo nada, la niña se puso a revolver en una caja de la esquina. Sacó una mascarilla de papel y se la llevó a la cara, una de esas mascarillas quirúrgicas que tienes que ponerte para prevenir el SARS. Kayla sabía que la sostendría ahí hasta que ella dijese algo.

–¿Qué es eso? –preguntó.

–La necesito –respondió Sophie–. Porque me da claustrofobia.

–Eso no es verdad –dijo Kayla.

–Sí –gimoteó la niña a través de la máscara–. Me la tengo que poner hasta en el colegio.

–Me estás engañando. –Sophie dejó caer la máscara y sonrió–. Pero es una broma muy buena.

Kayla se sentó en el borde de la cama. Las sábanas parecían recién lavadas, un frescor irradiaba del algodón bueno. Sophie andaba moviendo las Barbies de estante en estante, susurrando entre dientes. A Kayla no le fue difícil quitarse las sandalias sacudiendo los pies. Metió las piernas desnudas bajo las sábanas y se tapó con ellas.

–¿Te vas a dormir? –preguntó Sophie.

–No, tengo frío.

–Estás enferma, y yo soy la enfermera –anunció Sophie, alegremente–. En verdad soy una princesa, pero me obligaron a hacer de enfermera.

–Mhm.

–Tú eres mi hija. Estás muy enferma.

–Podría morir. –Kayla cerró los ojos.

–A no ser que te dé la medicina. –La oyó hurgar por el cuarto, el ruido de cajas y cajones. Abrió los ojos al notar un objeto suave que presionaba contra su boca. Era una rosquilla de fieltro, salpicada de fideos también de fieltro.

–He encontrado esto en el bosque –dijo Sophie. Su voz tenía un eco tenue y siniestro–. Tienes que comértelo.

–Gracias –dijo Kayla. Abrió la boca y probó la insípida tela.

–Parece que está funcionando.

–No lo sé. Creo que debería descansar un rato.

–Muy bien, cariño –dijo Sophie, y le dio una palmadita en la mejilla. Fue agradable. Con los ojos cerrados, Kayla notó que la niña le extendía sobre la cara una servilleta de papel que se fue calentando con su propio aliento. Era reconfortante oír los movimientos de Sophie por el cuarto, oler el olor de su propia boca.

–Kayla.

Antes de abrir los ojos, imaginó que la voz del hombre era la del profesor Hunnison. ¿Por qué la calmaba eso? El profesor sabía que ella estaba ahí. Parpadeó despacio y sonrió. Había venido a verla. Le deseaba lo mejor.

–¡Kayla!

Abrió los ojos. Era Dennis. Dennis con su camisa ablusada, sus antebrazos peludos.

–Tendrías que levantarte –dijo–. Mary te ha estado buscando, estaba preocupada. Nos vamos.

Kayla miró por encima del hombro de Dennis, pero Sophie se había marchado. El cuarto estaba vacío.

–Venga, arriba –dijo Dennis. No dejaba de mirar hacia la puerta. Quería marcharse de ahí.

Kayla se sentía extraña. Había estado soñando.

–¿Dónde está Sophie?

–Es hora de irse, ¿vale?, se ha hecho tarde.

Lo miró parpadeando desde la almohada.

–Vamos, Kayla –dijo Dennis, y tiró de las sábanas. A ella se le había subido el vestido y se le veía la ropa interior–. Dios –dijo, y volvió a echarle las sábanas por encima. Se había puesto rojo.

–Lo siento –dijo Kayla, levantándose. Se bajó el vestido, buscó las sandalias.

–¿De verdad?

El tono de su voz la sorprendió; cuando lo miró, vio que tenía la vista clavada en el suelo.

Kayla fue consciente del cuarto alrededor, de la sandalia barata que sostenía en la mano.

–No me avergüenzo, si es eso lo que estás pensando.

Dennis soltó una risa, pero parecía simplemente cansado.

–Dios –dijo, frotándose los ojos–. Eres una buena chica –dijo–. Sé que eres buena persona.

La furia que sintió Kayla entonces, rozando el odio.

–Igual no lo soy.

Él tenía los ojos llorosos, dolidos.

–Claro que lo eres. Tú eres más que esto.

Dennis examinó su rostro, sus ojos, su boca, y Kayla supo que estaba viendo lo que quería ver, hallando la confirmación de cualquier relato redentor que se hubiese contado a sí mismo sobre la persona que ella era. Se le veía triste. Se le veía cansado y triste y viejo. Y el caso era que, algún día, ella también sería vieja. Su cuerpo se esfumaría. Su cara. Y entonces ¿qué? Sabía, ya ahora, que no lo llevaría bien. Era una niña tonta y vanidosa. No era buena en nada. Las cosas que había sabido un día –¡Rodin! ¡Chartres!– se habían esfumado. ¿Existía un mundo en el que regresaba a ellas? No había sido lo bastante lista, en realidad. Ni siquiera entonces. Perezosa, siempre cogiendo atajos. Su tesis pudriéndose en la biblioteca de la facultad, un centenar de páginas farragosas sobre La expulsión de Joaquín del Templo. Había estado toqueteando los márgenes y el tamaño de fuente hasta llegar por los pelos al número de páginas requerido. Profesor Hunnison, pensó, desconsolada, ¿piensa alguna vez en mí?

Dennis condujo a Kayla por entre los últimos suspiros de la fiesta camino de la puerta principal. ¿De dónde había sacado ese brownie? Se lo tendió, envuelto en una servilleta. Quizá se sentía mal. Kayla negó con la cabeza.

Dennis comenzó a decir algo, luego se contuvo. Se encogió de hombros y dio un mordisco al bizcocho, que masticó ávidamente. Echó un vistazo al móvil.

–Mary ha ido a buscar el coche –dijo–. Podemos esperar aquí.

Tenía la boca llena, haciendo caso omiso de las migas que le caían por la pechera y se le pegaban a los dientes. Cuando se dio cuenta de que Kayla lo observaba, pareció cohibirse. Se terminó el brownie de un bocado, se limpió los labios con la servilleta. Al menos había abandonado la idea de sermonearla. De convencerla de que había una lección en todo esto. El mundo no funcionaba así, y ¿no era un poco trágico que Dennis no lo supiese todavía? Kayla sonrió y metió barriga, por si acaso, porque a saber. Igual había algún fotógrafo, oculto en la oscuridad, alguien que la había estado vigilando, que la había seguido hasta aquí, alguien que había estado aguardando, pacientemente, a que apareciera.

(De: Papi, Anagrama, 2022. Traducción: Inga Pellisa)