La noche de Mardon

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Kjell Askildsen

Todas las calles tenían nombre de oficios, la calle del Panadero, la calle del Hojalatero, la calle del Zapatero. Dejó la maleta en la acera mojada y sacó del bolsillo del pecho el papel doblado. Calle del Peletero, 28. Siguió andando. Tenía una pierna más larga que otra. Sentía frío en los pies y en la espalda. Preguntaré al primero que vea, pero era una mujer, y tampoco preguntó a la siguiente. Seguro que lo encontraré. Las tiendas estaban cerradas, pero aún no habían encendido las farolas. Llegó a un puente y pensó que se había pasado, pero siguió andando. Debajo de él sonó el pitido de un tren. Y yo que creía que era un río, si no hubiera venido un tren, habría pensado que acababa de cruzar un río, y nadie sabría de dónde venía yo. ¿Viene usted del otro lado del río? Míralo, viene del otro lado del río. ¿Estaba borracho hoy el barquero? ¿Había subido a su hija al mástil?

Llegó a un café, una tasca, entró, se sentó en un rincón, pidió una taza de té, dejó el sombrero encima de la maleta y se puso a esperar. No había muchos clientes; si los colocara uno encima de otro, tripa contra tripa y espalda contra espalda, no llegarían más que a mitad de camino hasta el techo. Cuando el dueño le llevó el té, le preguntó por la calle del Peletero, y el hombre contestó: Siga por el puente, pasará por delante de una casa con pinta de haberse tomado una copa de más, luego coja la primera calle a la izquierda y después la segunda a la derecha. No puede equivocarse.
Volvió sobre sus pasos, cruzó el puente, vio la casa que se había tomado una copa de más, cogió la primera calle a la izquierda, y luego la segunda a la derecha, pero no encontró ninguna placa con el nombre de la calle, ni ningún número en la hilera de casas idénticas de tres plantas. Entró en una de ellas, recorrió un oscuro pasillo con tres puertas, y una anciana de pelo blanco con un delantal azul oscuro le dijo que él vivía un piso más arriba, tiene el nombre puesto en la puerta, pero ahora no está en casa. Subió los desgastados escalones lenta y fatigosamente, llevo encima la carga de mis años. El chico no se encontraba en casa, pero la puerta no estaba cerrada con llave, y entró en una fría habitación, donde había una cama sin hacer, una mesa y dos sillas. Se sentó, apoyó la cabeza en las manos y pensó en el largo viaje —el vagón de tren donde el hijo de la viuda conjugaba el verbo follar sobre la maleta polvorienta, sesenta horas sin dormir, o casi sin dormir, el minero que daba la lata sobre las perversidades de Cristo y que tras cincuenta horas de viaje gritó: Señor, en tus manos…— … y tiró del freno de emergencia.

Oyó ruidos detrás de él procedentes de la puerta, que se había quedado entreabierta. Ah, perdone, dijo ella, pensaba que no…, usted tiene que ser Lender, él me dijo que usted vendría, pero no hoy. Soy Vera Dadalavi, vivo justo enfrente, puede esperar en mi habitación, es más caliente que esta, pero tráigase la maleta, hombre de Dios.

La siguió; la mujer tenía en las paredes dibujos de máscaras, de pies y de manos, y poemas recortados de periódicos fijados en el papel pintado gris con chinchetas verdes y amarillas. Él se quitó el abrigo y se sentó de cara a la puerta. Esa es la mano de Mardon, dijo la mujer, señalando uno de los dibujos. Le faltaba el dedo índice. ¿Tiene hambre? No tenía hambre, solo sueño. Y cansancio. Se hundió un poco más en la silla y cerró los ojos. ¿Cuándo volverá? No se sabe: esta noche, mañana, cuando se haya cansado de andar y no encuentre ningún sitio donde dormir. Las noches son cada vez más frías. Seguro que volverá.

Él miró la larga melena rubia, la estrecha espalda, los recortes de periódico —yo también tenía carteles, pero hace diez mil días, hombres con banderas rojas dando grandes zancadas de continente en continente, con una hoz en la mano—. ¿Qué significaba ese invento de las máscaras? ¿Es usted pintora? Pintora, lo que se dice pintora…, contestó. No soy muy buena. ¿Quiere una copa de vino? Es dulce. Al sonreír me recuerda usted a Mardon, cuénteme algo de él, de cuando era pequeño. Supongo que era como todos los niños, contestó él, pero no era verdad, cazaba pájaros que encerraba en su habitación con el gato, y a los once años robaba libros de las estanterías de casa para pagarse la huida a Australia. No lo conocía bien, prosiguió, no hablaba mucho, y yo estaba siempre muy ocupado. ¿Cómo está? ¿Qué hace? Ya está aquí. Ella se acercó a la puerta y la abrió. El viejo (bueno, no soy tan viejo) se levantó y se frotó las palmas de las manos en la chaqueta. Dio dos pasos hacia delante, uno corto y otro un poco más largo. Se miraron en silencio. ¡Mardon, Mardon, qué te has hecho! Luego se dieron la mano en silencio. Tengo la mano húmeda, pensó, qué puedo decir, yo no tengo voz, él no tiene dedo índice, estoy llorando, Dios mío, estoy llorando. Has llegado antes de lo previsto, dijo Mardon, pensaba que no… Se volvieron los dos a la vez y la miraron. Los ojos de la mujer estaban llenos de lágrimas. No puedo remediarlo, dijo ella, era tan…, después de todos estos años, ustedes se han vuelto muy grandes. Apartaron la vista de ella y la posaron sobre la desgastada alfombra. Digan ustedes algo, alguno de los dos, cualquier cosa. ¿Encontraste la casa? Sí, pero no tiene número. Los roban apenas los ponen nuevos. Seguramente algún tipo que quiere que la gente se equivoque de casa. ¿Que roban los letreros de los números para que la gente se equivoque? No lo sé, pero no me extrañaría. ¿Habéis estado bebiendo vino? Sí, tu amiga ha sido muy amable…, en tu habitación hacía mucho frío.

Se sentaron. Tengo que salir, pensó Mardon, tengo que salir a prepararme a que haya llegado. Pobre hombre, pobre diablo, la verruga junto a la nariz le ha crecido mucho, seguro que tiene cáncer, morirá antes de llegar a ser feliz, me da pena, si no hubiera sido mi padre, mi padre sentado solo en el banco del parque bajo la lluvia, mi padre en cuclillas detrás del sillón del salón en penumbra, creías que no te veía, mi padre encima del arcón de madera en el rincón más escondido del desván…, las manchas casi invisibles en el suelo. Tengo que salir un momento, no tardaré mucho, una media hora, me he olvidado de una cosa. Su padre estaba junto a la ventana y lo vio andar a toda prisa por la calle. Si supieras lo solo que estoy, Mardon, eres lo único que me queda. Las farolas estaban encendidas. Pobre Mardon, le dijo Vera Dadalavi. Yo también me llamo Mardon. ¿Es verdad que lo llamó así por usted? No fue culpa mía, yo no estaba en casa. ¿Cree que volverá? Naturalmente, contestó ella, poniéndole una mano en el brazo. Mi padre también se llamaba Mardon, dijo él. Comprendo, contestó ella con dulzura. Siéntese. Tómese una copa de vino. Salud. Salud. Si está deprimido es porque ha hecho un largo viaje, uno se deprime fácilmente después de un viaje tan largo, pero se le pasará. ¿Está seguro de que no tiene hambre?

Cuando volvió, las copas y la botella estaban vacías. Aquí estoy, dijo, antes de descubrir que su padre no estaba. ¿Dónde está? En el servicio. Has estado bebiendo, Mardon. Ahora viene, pórtate bien con él, Mardon, es de los que se pueden aplastar entre dos uñas. Qué baño tan raro, dijo el padre, parecía haber estado riéndose. ¿Verdad que sí?, dijo Mardon. Ven, vamos a celebrarlo, dijo, sacando una botella del bolsillo del abrigo. Nunca hemos bebido juntos, dijo el padre. Haz memoria, dijo Mardon, aquel restaurante detrás de la Plaza, ¿cómo se llamaba? Después del entierro, yo tenía frío por dentro, un restaurante pequeño con gamos en las paredes. Nos bebimos dos copas cada uno. ¿Te acuerdas? No, no me acuerdo. Supongo que tenía bastante en que pensar. He olvidado muchas cosas. ¿Gamos en las paredes, dices? Sí, estuve allí después, cuando me hice lo suficientemente mayor como para ir solo, entonces habían cambiado los animales por un papel pintado que imitaba al ladrillo, y detrás de la barra había una chica joven con los ojos más claros que he visto en mi vida —como si hubiese emergido directamente del mar—. Era inusualmente hermosa, es decir, de la barra hacia arriba, el resto del cuerpo lo tenía muerto. Estaba sentada en una banqueta alta con ruedas, y se decía que la había atropellado un vehículo oruga. ¿Qué pasa? Nada, contestó el padre, nada. ¿Tiene algo en contra de que lo dibuje?, preguntó Vera. En absoluto, adelante, pero he de encontrar un sitio para…, ¿hay un hotel por aquí cerca? Ni hablar, te quedarás en mi habitación, faltaría más. No es ninguna maravilla, nunca me he ocupado de acondicionarla, pero tengo sábanas limpias. Voy a hacer la cama, así estará hecha. No tardo nada. No quiero que te molestes…, pero Mardon ya había salido por la puerta. Desaparece con cualquier pretexto, como si yo fuera un leproso, no debería haber venido. ¿Se ha fijado usted en que casi todos los seres humanos nos parecemos a un coche?, preguntó Vera. No. Usted se parece a un Ford. Yo me parezco a un Volkswagen. Voy a ayudar a Mardon a hacer la cama, dijo él, levantándose de repente. La puerta estaba entornada y la abrió del todo. Mardon estaba tumbado en la cama mirando al techo. Me he mareado de repente, dijo. Se me pasará enseguida. Se levantó. No está mareado, se ha tumbado para matar el tiempo, no sabe cómo hacer pasar los minutos. Solo me quedaré esta noche, dijo, y Mardon preguntó: ¿Por qué? No contestó, y Mardon pensó: Sí que me da pena, ¿por qué me da pena? ¿Y por qué, si me da pena, no puedo tratarlo bien? No debería ocupar tu cama…, ¿dónde vas a dormir tú? En la habitación de Vera. Así que era eso. Abrió una puerta en la pared y sacó ropa de cama limpia. Soy su hijo, y por eso cree que tiene que quererme. Pobre maldito cojo, no se tiene un hijo impunemente. Me gustaría saber qué haría si empezara a llamarle Mardon. ¿Me ayudas con la funda del edredón, Mardon el Grande? Deja que te ayude, dijo el padre, mirando fijamente la mano de Mardon. ¿Qué te pasó en el dedo? Tuve una infección…, nada importante. Bueno, ya está. Se las puede arreglar uno perfectamente sin un dedo, y más sin el dedo índice. ¿Volvemos?

Vera se había atado la larga melena rubia con una cinta marrón. Ajá, de modo que se acuestan juntos, pensó el padre. Ella le lleva al menos diez años. Yo me he acostado con demasiadas pocas mujeres en mi vida, con casi ninguna, no me atrevía, me asustaban, yo lo llamaba tener ética, algún nombre hay que poner a las debilidades de uno, así que por qué no ética, ahora entiendo lo que quiere decir ética. ¿Cómo están los vecinos?, preguntó Mardon. ¿Martens, por ejemplo? Ha muerto, ¿no lo sabías? Gracias a Dios, dijo Mardon, y su padre dijo pero qué dices. He de confesar, dijo Mardon, que hay algunas personas a las que he deseado ver a diez pies bajo tierra…, una de esas personas es Martens, y ahora está allí. Salud. ¿Pero qué dices? ¿Qué te hizo? Se chivaba y mentía sobre mí, tú deberías saberlo… y una vez…, bueno, lo mismo da. Martens y la señora Bauske eran de la misma ralea, pero ella no ha muerto, ¿verdad que no? Murió hace medio año de cáncer. Tienes que perdonarme, pero no puedo decir que lo lamente. ¿Qué quieres decir, preguntó el padre, con que yo debería saber que Martens mentía sobre ti? No he querido decir exactamente eso, no digo que tú supieras que él mentía, pero cuando él se chivaba de mí, tú me castigabas, sin saber si era verdad lo que decía. Si eso es verdad…, dijo el padre, mirando la alfombra debajo de la silla… Mardon se levantó, le dio la espalda y pensó: No debería haberlo dicho, tengo la mala costumbre de hurgar en el pasado, no he pretendido…, si al menos hubiera sido mi intención herirle… Me desprecia, pensó el padre, si no, no me habría dicho eso. Lo ha llevado dentro todos estos años, y ahora me manda de nuevo a casa, cargando con ello. Tengo que decir algo, pensó Mardon, ¿qué puedo decir? ¿Que no le guardo rencor? Esas cosas no se dicen, yo no las digo. No creas que te guardo rencor, si hubiera sido así, no te lo habría dicho. Sé, contestó el padre, que no he sido un buen padre para ti. Por qué no dejamos, dijo Mardon, de ser padre e hijo. Por qué no podemos ser simplemente personas, así no tenemos que pensar que deberíamos ser infalibles. Si no te llamaras Mardon, te pediría permiso para llamarte por tu nombre. ¿Por qué no Mardon?, preguntó el padre. Porque eso, contestó Mardon, sería como hablarme a mí mismo. Vera se echó a reír. No es motivo de risa, Vera. Imagínate que todos fuéramos solo seres humanos, no parientes, con los que uno considera tener determinados derechos y deberes, quiero decir. Debe de ser la idea que Jesucristo tenía en mente al llamar a su madre mujer. Salud, hombre. El padre levantó la copa. Por lo menos tengo que impedir que se beba la botella entera él solo. Salud, Mardon. Qué graciosos sois, dijo Vera. No le hagas caso, dijo Mardon, solo con ver a un niño bizco se le saltan las lágrimas. El padre bajó la vista. No destaca exactamente por su tacto. Así que no le gusta llamarse como yo. Mardon Lender segundo, y Mardon Lender tercero. ¿Te has sentido alguna vez incómodo por llamarte igual que tu abuelo y que yo? Mardon lo miró. Claro que sí. Ya que lo preguntas, he de confesar que a menudo me he preguntado qué es lo que hace a los padres poner a sus hijos el nombre de su progenitor. Las dos razones más a mano son, claro está, bueno, no te lo tomes a mal, que el padre, con o sin razón, se tiene a sí mismo en muy alta estima. O que la madre tal vez no esté del todo segura de que el niño es hijo de su marido. No hables así de tu madre, dijo el padre, enderezándose en la silla. ¿Por qué no? Porque… Se levantó. Dejemos ya ese tema. No estoy… No estoy acostumbrado a beber. Si no te importa, me gustaría acostarme…, ha sido un día muy largo. Cogió la maleta y el abrigo. Claro que sí. Espero que duermas bien. Seguro. Buenas noches.

Mardon oyó los irregulares pasos de su padre por el pasillo y se miró el trozo de dedo. El padre encendió la luz y cerró la puerta tras él. Dejó el abrigo encima de la cama, soltó la maleta y se quedó mirando el cuarto desnudo y frío. ¿No te da pena?, preguntó Vera. Sí, contestó Mardon, sin dejar de mirarse el trozo de dedo índice. El padre se acercó a la ventana y bajó una persiana agujereada con el dibujo de una niña sentada en la hierba bajo un gran árbol. ¿No quieres ir a verlo?, le preguntó Vera. No contestó. El padre miró a la niña en la hierba y pensó que si su hijo supiera lo que significa tener ya casi toda la vida a las espaldas… No tengo tiempo de esperar en vano. Mardon se llenó la copa y bebió. Sabía que sería así, lo sabía. ¿Qué puedo hacer, Vera? Ve a su habitación y dile algo, algo que le haga sentirse bien, no sé qué, cualquier cosa, lo que le dirías si supieras que iba a morir esta noche, la mentira más grande que te puedas imaginar por ejemplo, así sabrás que no volverá a su casa más pobre de lo que ha venido. Mardon se volvió y la miró. El padre se acercó a la maleta, la puso encima de la mesa y la abrió. Deslizó los dedos por los dos primeros álbumes. Solo digo lo que siento, y sin embargo, tengo remordimientos. ¿Por qué, Vera? ¿Puedes explicármelo? Tú mismo has dicho, Mardon, que los remordimientos son la puerta al subconsciente, a lo olvidado. El padre sacó los álbumes de la maleta y abrió uno de ellos. Mardon, cinco años. Mardon en el jardín de la abuela. Mardon en la playa. Mardon en su primer día de colegio. Debería haber omitido el nombre. Verano de 1948. Dios mío, ahí está Martens, justo detrás de él, con una mano en mi hombro, no éramos tan buenos amigos. Mardon se levantó. Voy a ir a preguntarle si necesita algo. El padre arrancó la foto y se la metió en el bolsillo. Llamaron a la puerta. Adelante. Solo quería preguntarte si necesitas algo. Cerró la puerta tras él. ¿Qué tienes ahí? Ah, una cosa que he traído, pensé que tal vez te… Los hice al principio para mí, lo verás por lo que escribí, pero si quieres…, son tu infancia. Cerró el álbum y retrocedió un paso. Cuando pienso, pensó Vera, que Dios no existe… Claro que sí, dijo Mardon, claro que los quiero, muchísimas gracias, padre, gracias. Vera se quitó el collar de guisantes secos pintados y lo dejó en el platillo de cristal que tenía junto al gran despertador verde. No recuerdo haber visto nunca estas fotos, dijo Mardon. Si hay algunas que no te interesan, puedes quitarlas. Vera levantó la cabeza y se miró en el espejo. Oh, Dios mío. Muchas gracias, padre. Lo había llamado padre. Lo he llamado padre, no puede pedirme más. Había dicho padre. Mi chico, mi hijo. Ella se quitó la cinta marrón y sacudió la melena, separó un poco los pies, cogió el cepillo del pelo, se miró a los ojos, pasó la lengua por la parte de atrás de los dientes de arriba, levantó el cepillo, se fijó en una espinilla que tenía debajo de la comisura izquierda de los labios, dejó el cepillo, adelantó la barbilla, colocó los dedos índice a ambos lados del punto negro y apretó de tal manera que la espinilla salió serpenteándose por el poro, la cogió con una uña, oyó pasos por el pasillo, se limpió la grasa blanca en la falda, cogió la borla de los polvos, vio que la puerta se abría y que Mardon entraba con dos álbumes de fotos bajo el brazo. El padre se puso a desnudarse bajo la bombilla desnuda. Le han hecho ilusión los álbumes. Era evidente, lo que pasa es que le cuesta mucho mostrar sus sentimientos, eso lo ha heredado de mí. Así que bebimos juntos después del entierro, se me había olvidado, debió de significar mucho para él. Mardon tiró los álbumes sobre el sofá. Mi pasado, una cariñosa advertencia sin segundas intenciones, claro. Míralo. Ella lo miró. El padre se puso el pijama encima de la ropa interior, apagó la luz y se acostó. Se quedó mirando la cruz de los cristales tras la persiana un buen rato. Dentro de tres días habrá luna llena. Ahora están mirando los álbumes. No voy a poder dormir. Cada vez que abría los ojos miraba fijamente la cruz. Al menos te has ahorrado los años cortos, María, los años cortos y las noches largas. No te dio tiempo a tener miedo a la muerte, miedo no, no quiero decir miedo. Mardon… El corazón le latía más deprisa, aunque sabía que no eran más que imaginaciones suyas: nadie había susurrado su nombre. Puedo abrir los ojos cuando quiera…, también puedo encender la luz. No es necesario, basta con pensar en otra cosa. Estoy en mis cabales. Están hojeando los álbumes. O tal vez estén haciendo el amor. Yo la habría preferido un poco más llenita, no tan esbelta, cada cual tiene su gusto, no es que la hubiera rechazado, pero si hubiera sido uno de esos oficiales alemanes que tenían a las mujeres alineadas ante ellos, libres de señalar —con la fusta— a la que querían, yo habría escogido a una bajita, algo llenita y con cara de estar asustada. Habría…, no, no es verdad, uno piensa lo que uno no hace, lo que no es capaz de hacer. Si yo soy un cerdo, todos son unos cerdos. No he hecho nada de lo que me arrepienta, lo único de lo que me arrepiento es de lo que no he hecho. Podría haber tenido tanto a la señora Karm como a Charlotte, al menos a la señora Karm, ella lo quería por encima de todo, y Charlotte también. Seis o siete putas y María, eso es todo, y las putas solo cuando había bebido lo bastante como para armarme de valor. Ni siquiera recuerdo el aspecto que tenían. Solo María. Mardon… Abrió los ojos y dejó vagar la mirada desde la cruz detrás de la persiana hasta el pequeño punto luminoso de la puerta. No, claro que no. La habitación tiene que ser más grande de lo que parece, al menos cuatro metros por tres, pero ahora, en la oscuridad, parece mucho más… Podríamos haber jugado una partida de ajedrez, aunque supongo que él no juega… Podría encender la luz solo para ver cómo es en realidad el cuarto. No recuerdo que hubiera ninguna estufa, pero no puede ser, no puede uno apañárselas sin una estufa, pronto llegará el invierno. Debería tener algún cuadro en las paredes. Qué invento tan raro clavar dibujos de manos y máscaras, por lo menos tiene cien. Ah, sí, con que me parezco a un Ford. Intentó recordar qué aspecto tenía un Ford. Vera puso una manta sobre el colchón hinchable. Digas lo que digas, no puedo dejar de sentir lástima por él. Yo tampoco, a la vez que deseo que estuviera muerto. Me hace sentir alguna estúpida —cómo lo llamaría— obligación. Como si estuviera en deuda con él. Además, hay algo repulsivo en ese hombre, físicamente, quiero decir, y soy incapaz de pensar en la noche en la que fui concebido —y apuesto lo que sea a que era noche cerrada— sin que se me revuelvan las entrañas. Vera lo miró sorprendida. El padre oyó una puerta que se abría y se cerraba, y un poco más tarde descubrió que el punto luminoso ya no estaba. Escuchó, pero solo oyó su propio corazón. Late más deprisa de lo que debe. Qué extraño, dijo Vera. ¿Quiere decir eso, dijo Mardon, que eres capaz de pensar en la vida sexual de tus padres sin sentir, cómo lo expresaría, malestar? Ya lo creo. El padre se incorporó en la cama y escuchó. Es el silencio lo que lo provoca. Fueron los japoneses, ¿no?, los que construyeron cuartos insonorizados —celdas— de un formato muy especial, para volver loca a la gente. No es probable —al menos los techos tendrían que ser muy altos—. El corazón no me late muy deprisa porque tenga miedo, sino al revés —he hecho un viaje demasiado largo, no he aguantado el esfuerzo, y el miedo no es sino un resultado natural de que el corazón…—. Volvió a acostarse, mirando hacia la pared. Alargó la mano y palpó el papel pintado. Pues sí, tenía que ser una habitación de techo muy alto, por ejemplo, de dos por dos y diez metros de alto…, y sin un solo sonido. Podría escribir una nota y marcharme, explicarle que no consigo dormir, que solo quería saludarlo, que echo de menos mi casa, que sufro de insomnio, que soy mayor de lo que pensaba, él lo entenderá, en el fondo se sentirá aliviado, no me necesita, y yo no necesito a nadie que no me necesite. Podré morirme sin que nadie me llore. Podría escribir que estoy agradecido porque me recibió amablemente y que en realidad no era mi intención quedarme a dormir, pero no quise rechazar tu oferta, mas no logro dormirme y el tren sale temprano mañana por la mañana. Quería verte, y te he visto. Tengo que volver al lugar donde pertenezco, donde están mis cosas, así es hacerse viejo, así es saber que pronto estarás acabado. Cuando era joven, pensaba que la muerte parecería cada vez menos aterradora conforme te ibas haciendo mayor, simplemente porque ya estabas cansado y porque tenía que ser así para poderlo soportar, pero no es verdad, es mentira. Tal vez no lo sea para todo el mundo, para los que se han aprovechado de todo, los que nunca han dejado escapar ninguna oportunidad, de modo que si tuviera que darte un consejo, Mardon, te diría: nunca dejes escapar ninguna oportunidad, aprovecha lo que se te ofrece, incluso si se te acusara de ser desconsiderado; si eres lo que se llama un hombre considerado acabarás como un hombre de mediana edad y luego un hombre viejo en un desván. Me viste, oh, dios mío, se me había olvidado, cómo he podido olvidar algo así. Tal vez eras demasiado pequeño para entender, pero me viste aquella tarde en el desván. Retiró la mano y se incorporó otra vez, vio la cruz detrás de la persiana, notó las palpitaciones de su corazón y el rubor quemarle las mejillas y la frente, se levantó, palpó la pared en busca del interruptor de la luz, no lo encontró, pero estaba allí, o tal vez al otro lado de la puerta, no, tranquilízate, tiene que estar en alguna parte, pero no lo encontró. Se acercó a la ventana y tiró de la persiana. Primero se movió desganada, luego se le escapó de la mano enrollándose con un traqueteo que le disparó una columna de temor ardiente dentro. Por un instante se quedó como congelado y pegado al suelo, luego apoyó las manos en el alféizar de la ventana y la cabeza en el travesaño del centro. Apenas la recuerdo, dijo Mardon, aunque vivió hasta que yo cumplí quince años. No ha dejado huellas —o acaso solo huellas ocultas—. No tenía ningún poder sobre mí, si entiendes lo que quiero decir. Vaciló un poco, y dijo: Creo que aquellos que recuerdan tienen más control sobre su vida. Estas fotos no me dicen prácticamente nada. Podría hablarte de un seto con bayas blancas que estallaban cuando las apretaba, o de los polvorientos hierbajos al lado izquierdo del camino del colegio; esos son mis recuerdos. Y de mi padre, pero eso sería más adelante. Una vez lo vi masturbarse en el desván. Tuvo que ser antes de morir mi madre. Me gustaría saber cómo reaccioné entonces. Más tarde eso lo ha hecho en cierto modo más humano, dándole una nueva dimensión, si entiendes lo que quiero decir. Él no me vio, si me hubiera visto todo habría sido mucho más difícil. Y un día —lo recuerdo especialmente bien— lo vi sentado en un banco bajo la lluvia, solo. Hice como si no lo hubiera visto. ¿Por qué un hombre está sentado en un banco bajo la lluvia, a menos de trescientos metros de su casa? Ella no contestó. El padre se enderezó y se volvió hacia la habitación. Se acercó a la puerta, encontró el interruptor y lo giró. Luego volvió a la ventana y bajó la persiana, sin mirar a la niña en la hierba. Se quitó el pijama y se vistió deprisa, como si no tuviera tiempo que perder. A continuación metió el pijama en la maleta y la cerró. Luego se quedó de pie, con la mirada perdida, como si de todos modos tuviera tiempo de sobra. Mardon encendió un cigarrillo y dijo: En realidad no podemos evitar ser quienes somos, ¿verdad? Estamos completamente a merced de nuestro pasado, ¿no es así?, nunca hemos creado nuestro propio pasado. Somos flechas disparadas del vientre de nuestra madre, y aterrizamos en un cementerio. ¿Qué importancia tiene entonces —en el momento de aterrizar— si hemos volado bajo o alto? ¿O hasta dónde hemos volado o a cuántos hemos herido en el camino? Eso, dijo Vera, no puede ser toda la verdad. Entonces muéstrame el resto de ella. El padre abrió la cartera y sacó el recibo azul claro de la agencia de viajes, se sentó y se puso a escribir en el reverso, que estaba en blanco. Querido Mardon: Vuelvo a casa en el tren que sale dentro de unas horas. Tenía muchas ganas de volver a verte, y me alegro de haber venido. Pero soy más viejo de lo que pensaba, y el largo viaje me ha dejado muy cansado. Si al menos hubiera logrado dormir…, pero había olvidado el efecto que tienen en mí las habitaciones extrañas, y mi corazón no es tan fuerte como antes. Estoy seguro de que me entenderás. Que te vaya todo muy bien, chico. Con cariño, tu padre. Dejó la carta encima de la mesa, luego se acercó a la puerta, apagó la luz y abrió con cuidado. El pasillo estaba oscuro. Volvió a cerrar la puerta y encendió la luz. Tal vez no se hayan dormido. Empujó la puerta hasta abrirla del todo, de manera que la luz de la habitación iluminara la escalera. Oía un murmullo lejano y difuso. Sí, sí, da pena, lo sé. Pero entonces finge un poco de amor, aunque solo sea por un día, no solo por él, también por ti. Empezó a deslizarse por el pasillo hacia la escalera. ¿Fingir amor? Parece muy sencillo. Se agarró al pasamanos con la mano derecha. El pasillo de la planta baja estaba a oscuras. Cuando me dio los álbumes lo llamé padre. Pude ver lo feliz que se sintió, y entonces lo odié. ¿Qué me ha hecho él para que ni siquiera pueda soportar que se sienta feliz por algo que yo le diga? Andaba despacio…, cada vez estaba más oscuro. A cada paso que daba era como si dejara atrás un yugo. Iba tanteando todo el rato para encontrar el interruptor, abrió la puerta del portal, voy camino de casa. ¿O qué le has hecho tú a él?, preguntó Vera. Ella había apagado la luz y estaba tumbada en el colchón hinchable, con las manos debajo de la mejilla. ¿Qué quieres decir? Solo que suele ser el deudor el que odia a su acreedor, no al revés. Andaba sonriente por en medio de la tranquila calle, entre los portales sin número, robados, eso dicen, dentro de dos días estaré en casa, voy camino de casa. Recuerdo, dijo ella, que en una ocasión una persona me hizo un gran favor. Debería haberle dado las gracias, se las debía, eso me parecía, pero no lo hice, lo aplacé hasta que me pareció demasiado tarde, y un día me enteré de que había muerto. ¿Adivinas lo que sentí? Alivio. Pero no vine por aquí, veamos, vine por el este, más vale salir de estas callejuelas, nunca se sabe lo que puede ocurrir, un gato negro significa suerte. No soy supersticioso. Dios sabe adónde llegaré. Este lugar tiene muy mala pinta…, más vale andar por en medio de la calle. Nunca he estado aquí. ¿Por qué creo que vine por el este… y en ese caso, dónde está el este, en mitad de la noche? Bueno, tengo mucho tiempo, puedo ir hacia el oeste, pues antes o después me toparé con algo que no sean gatos negros. Dime qué puedo hacer, dijo Mardon. Ella no contestó. Estaba llorando. ¿Por qué lloras, Vera? Oyó pasos detrás de él. Echó a andar más deprisa, quería volverse, no lo hizo, subió a la acera izquierda. ¿Qué piensa este que estoy haciendo aquí tan tarde, con una maleta por en medio de la calle? Mardon se arrodilló junto al colchón hinchable. Dime por qué lloras, Vera. Le pareció que los pasos se estaban acercando. Miró hacia atrás, pero no había nadie, y cuando se detuvo, los pasos se acallaron. Dio la vuelta y volvió por el mismo camino por el que había llegado, y enseguida oyó de nuevo los pasos. Estoy acompañado por mí mismo. Mardon le acarició la mejilla húmeda. Cuéntamelo, Vera. Ella levantó la cabeza y lo miró. Soy tonta, eso es todo, dijo. Él apenas podía distinguir sus facciones. Procura que pase unos días agradables, Mardon. Sí. Puso su mejilla junto a la de ella y cerró los ojos. El padre entró en la ancha calle comercial y giró hacia la izquierda, hacia la estación de ferrocarril.

(De No soy así. Cuentos 1953-1996. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo)