La pared
ZONALITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Ricardo Piglia
Terminaron hace una semana, más o menos. Hoy a la mañana uno de los viejos hizo como un hoyo entre dos ladrillos, pero no alcanzó a ver el otro lado. Hurgueteó con el dedo y después con una rama que cortó del sauce; afuera el cemento se había secado, parece, porque estuvo media hora dale y dale, para nada.
Poder mirar la calle es una gran cosa. La gente cruza haciendo gestos y se ríe y a veces lo saludan a uno y cada tanto pasan camiones y colectivos y una vez pasó un jockey en un alazán que era un lujo. Yo vi muchos jinetes en mi vida pero ninguno como ése: con la chaquetilla de colores y la gorra, alzado en el estribo corto, apilado sobre un pura sangre que cruzó al trote, como si fuera un apronte antes de largar. No hay ningún hipódromo por aquí y en los campos de Turdera se corrían cuadreras pero hace años, aparte que un caballo así, imposible verlo en la calle, sobre el asfalto. Qué haría el jockey por esta zona nunca lo supe. Iba tranquilo, al trote, y al mirar me sonrió, como si me conociera, y me dijo algo que no entendí. No me puedo acordar si yo estaba solo y tampoco me acuerdo de dónde salió el caballo. Enseguida pasó un camión de propaganda, con altoparlantes en el techo, quizás el caballo era una manera de hacer publicidad, pero no sé. Pienso en el jockey, chiquito como un mono, en lo cambiado que estaba el camión que había sido un Ford 28, con una especie de torre con un cartel donde se anunciaba un remate. Pienso en eso y en los ojos del caballo que miraba, espantado y como perdido entre la gente.
Pero a veces se me da por pensar que el jockey nunca pasó y que yo lo soñé, como cada dos por tres sueño que vuelvo a manejar la 239, una máquina nueva que ahora debe estar toda oxidada, enterrada en algún galpón en Escalada, vaya a saber.
Lo que quiero decir es que sentado aquí mirando pasar la gente o los camiones o el viento que levanta los papeles, el día se va rápido; cuando uno se quiere acordar ya es de noche y no queda tiempo para andar pensando en nada. Porque eso es lo mejor, digo yo, no pensar, ver lo que pasa y nada más.
Mientras estuvo el cerco de ligustro, la gente, los camiones y hasta el jockey si hubiera pasado en ese entonces, eran bultos, nada más que bultos, y uno se aburría de mirarlos, todos iguales. Para poder ver algo había que plantificarse allí, medio inclinado, mirando a través de las ramas un pedazo de calle del tamaño de una baldosa. Además, nadie aguantaba mucho tiempo parado con la cara lastimada por las ramas y el dolor en la cintura.
Hasta que llegaron los albañiles y empezaron a voltear el cerco. No lo podía creer: acá nunca hacen lo que uno necesita. Los albañiles cavaron un pozo a lo largo del tejido, una especie de zanja que rodeaba todo el Asilo. Después el cerco se vino abajo y apareció la calle: se alcanzaba a ver casi media cuadra. Desde la esquina hasta la mitad de una casa verde, de dos pisos, que tiene una especie de jardín, dos por uno cuando mucho, con un pino que parece que la casa la hubieran hecho debajo.
En esa casa vive un tipo que debe tener un trabajo raro. Sale casi de noche, a esta hora más o menos, y yo lo he visto volver a la mañana. Lo he visto, dos o tres veces, a eso de las seis cuando me levanto antes que suenen los timbres. Porque yo no aguanto la cama cuando estoy despierto; prefiero levantarme aunque falte una hora para el timbre, y el patio y los corredores estén vacíos y oscuros. Los otros se pelean por quedarse un rato más, parecen chicos. Se hacen los dormidos y protestan cada vez que los llaman. Yo durante más de treinta años me levanté a las cuatro para llegar a Escalada antes de las seis. Y si uno se levanta todos los días a la misma hora se acostumbra y no se puede dormir, por más que dé vueltas y vueltas en la cama. Por eso, cuando me despierto me cuesta entender dónde estoy, y a veces me parece que tengo que levantarme y salir disparado para alcanzar el tren de las 4.40 y los muchachos ya están en el taller tomando mate, mientras se calientan las calderas. A veces escucho el ruido de las máquinas y una vez vino el inglés y me dijo que podía seguir trabajando; entonces yo andaba de nuevo con la 239, meta y ponga, como si no la hubiera escoñado toda, contra aquel tren carguero de porquería, en el cuarenta y dos.
Sin embargo eso me parece que lo soñé. Como lo del jockey.
Pero ahora que me acuerdo, yo estaba contando de los albañiles. Trabajaban dale y dale hasta que oscurecía. Y era como si no fueran a terminar nunca.
Yo me quedaba parado al lado de la zanja, conversando. Porque uno, a veces, siente como la necesidad de hablar y con estos viejos no se puede. Se pasan el día quietos, inmóviles, medio dormidos, buscando el sol y hablan siempre de lo mismo. Por eso me pasaba las tardes charlando con los albañiles; les explicaba cómo funciona una 239, una 442. Les contaba lo que se siente arriba de una máquina largada a todo lo que da, meta tocar pito, con la caldera echando chispas, y tan atorada de carbón que a uno le parece que los vagones se van a escapar de las vías para disparar por el medio del campo. Una tarde les conté el choque de la 239, lo del carguero y todo el lío con los ingleses, cuando empezaron a decir que yo andaba mal de la vista, que yo no había visto las señales, que esto y lo otro, y por fin me jubilaron. Los albañiles se reían como si yo les contara un chiste y seguían trabajando y les gritaban cosas a las mujeres. Yo también les decía cosas a las chicas que cruzaban por la calle con las polleritas por las rodillas y la blusa ajustada. Yo las miraba, decía «está buena», para que me escucharan los albañiles, pero la verdad que no sentía nada.
El asunto es que al final se fueron, y me quedé sin nadie con quien hablar. Solo como una momia, mirando a los viejos que se la pasan dando vueltas al patio como si no supieran dónde ir. Pero sea como sea aquí se está mejor que en la casa de mi hijo. Aquí uno puede quedarse sentado el tiempo que quiera, de la mañana a la noche, sin que le den vueltas alrededor y cuchicheen y lo hagan mover de un lado a otro como si uno fuera un mueble. Por eso me vine. A mí las cosas no hay que mandármelas a decir, y mi hijo es un flojo y la mujer de mi hijo es una arpía. Por eso junté las cosas, guardé todo en el baúl y me vine acá, para el Asilo. Toqué el timbre. Todavía estaba el cerco de ligustro: «Mi hijo se fue de viaje, quiero estar una temporada», le empecé a explicar al que me atendió, pero el tipo parecía sordo y no hacía otra cosa que señas con la mano y adentro tuve que repetir lo mismo al encargado, que estaba tomando mate. Una temporada, no como estos que se quedan aquí hasta que se mueren. Yo quiero andar un poco mejor, que las manos me dejen de temblar, para poder agarrar algún trabajo. Qué sé yo, cualquier cosa. Sería lindo poner un quiosco. Un quiosco de chapa, en una esquina, pintado de amarillo…
Para todo eso me ayudaba mucho mirar la calle. Entre mirar una cosa y otra, entre vigilar los colectivos y mirar a la gente, cuando uno menos se lo espera pasan los pibes de la escuela haciendo bochinche y suenan las campanas de la iglesia que casi no se oyen mezcladas con el ruido de la calle. Por eso me jode lo que hicieron. Sobre todo después, a la noche, cuando estoy solo en la oscuridad y tengo la cabeza vacía porque en todo el santo día no pasó nada. Entonces me viene el miedo de dormir. Me quedo quieto, quieto, con los ojos abiertos y escucho a los viejos que respiran y se quejan y a veces se oye un tren lejos y no quiero cerrar los ojos porque si me duermo no me voy a despertar más…
Este miedo me da ahora, sobre todo. Antes, a veces, me acordaba de la curva y del bulto negro del carguero que se venía encima, me acordaba del choque y me despertaba todo transpirado, entonces me ponía a pensar en lo que había visto durante el día, me acordaba de todas las cosas, una por una, y era como estar viéndolas en ese momento, hasta que de repente, sin darme cuenta, me quedaba dormido. Pero ahora no tengo nada en que pensar y debe ser por eso que cada tanto se me aparece la vieja toda vestida de verde, igualita al día que la conocí; me acuerdo de cada cosa que da risa: ella llevaba una cinta en el pelo que estaba medio desanudada y le colgaba en un costado, yo estuve toda la tarde por decirle: «Se te desarregló el moño», pero no me animé. Seguro que si ella viviera diría que no, que era otro día o que era un sombrero y no un moño o cualquier invento con tal de llevarme la contra. Porque para llevar la contra era como mandada a hacer. Seguro que si ella estuviera y yo le contara que empecé a acordarme de ella cada vez más, no me hubiera creído. Pero es así. Ahora, desde que los albañiles se fueron, me acuerdo cada vez más de la vieja, y de todas las cosas que hice antes. Debe ser porque aquí adentro no pasa nada y entonces uno no tiene nada que hacer. Al principio, mal que mal, si me paraba en puntas de pie, alcanzaba a ver el techo de los colectivos, el alero de las casas, pero una mañana crucé el patio, me senté aquí como todos los días y cuando los miré poner la última fila de ladrillos me pareció mentira, como si enseguida fueran a tirar todo abajo y me dijeran: «Vio viejo que era un chiste»… Pero terminaron el revoque, limpiaron hasta la última mancha del piso, juntaron las herramientas y se fueron. Entonces se me empezó a dar por acordarme de todas las cosas, de la tarde que entré a trabajar al ferrocarril, del día que me casé y llovía como la gran puta y la vieja para saltar los charcos se levantaba la pollera con una mano y con la otra se sostenía el sombrero, un sombrero negro, con plumas, que daba risa. Y no me gusta. No me gusta porque es como si a uno ya no le quedara nada por hacer más que pensar en las cosas que hizo. No le quedara nada por hacer más que quedarse sentado aquí, en este banco, quieto como una momia, sin nada que se mueva alrededor, salvo las hojas de los árboles arriba cuando hay viento, y los viejos que dan vueltas de un lado a otro, siguiendo al sol. Pasarse los días sin hacer nada mirando la pared que ya la conozco de memoria, la zanja entre los ladrillos y todos los pocitos y esa raya que sube allí toda torcida y parece una vía vista desde muy lejos, cuando uno viene en la máquina meta y ponga y las dos vías se juntan y parecen una sola, una raya larga que sube y sube, toda torcida…
(De: La invasión, 1967)