La piscina

ZONA LITERARIA | EL TEXO DE LA SEMANA

Por Fernando García Maroto

Sostenía la taza de té con ambas manos, cerca de los labios pero sin llegar a rozarlos, concentrada en algo más allá del borde, del aroma y del calor, concentrada en esa nada detrás de sus ojos y dentro de su corazón; y las tres galletas que había cogido del paquete, solo para agradar a su madre, para que no insistiera y se callara de una vez por todas, porque en realidad apenas tenía apetito, descansaban todavía en la mesa de la cocina, huérfanas y a salvo. Había perdido la noción del tiempo y sentía que ya no estaba allí, que ya estaba en otra parte, donde quería estar: un lugar imaginario que quería convertir en su refugio; o simplemente un lugar real donde no pudiera ser dañada y que, al mismo tiempo, pudiera decorar, moldear y someter a sus deseos y anhelos inconfesables.

—Blanca, hija: date prisa. Vas a llegar tarde —dijo su madre, sacándola de la placidez de su fantasía. Le hizo caso una vez más, de nuevo para complacer y no crear polémica tan temprano, precisamente ese día. Últimamente las discusiones habían sido muy sonadas, además de poco espaciadas en el tiempo; y ninguna de las dos cedía terreno porque ambas sostenían con vehemencia sus argumentos y pretendían poseer la única verdad, la que anulaba, desprestigiaba la contraria y enaltecía el ánimo de quien la detentaba. La madre de Blanca, como cualquier otra madre, se preocupaba por su hija, pero la manera de llevar a cabo esta protección, de demostrar el interés apropiado por los asuntos de Blanca, que empezaba a hacerse mayor, medianamente independiente, no era el que la hija querría, si es que todavía quería algo de ese estilo. Porque a la distancia que siempre las había separado, esa inamovible diferencia de edad que jamás cambiaría por el vertiginoso paso de los años, venía a unirse otra lejanía, más rotunda, menos visible, al menos en apariencia: la lejanía de la falta de conexión, la lejanía de la incomunicación, de la dificultad para encontrar las palabras y los afectos adecuados, ese gesto justo y preciso capaz de resolver cualquier problema, restar importancia a todos los fracasos y aliviar las frecuentes derrotas. Pero el regreso a ese tiempo primitivo de los instintos resultaba ya imposible: Blanca no lo permitiría, y su madre no tenía los instrumentos necesarios para provocar ese retorno ni mucho menos para acceder a ella de una forma natural y convincente. Por eso las discusiones. Por eso la distancia y el silencio. Era mejor no discutir, evitar el encontronazo y callar. Blanca iba aprendiendo; estaba entrando sin condiciones ni guardaespaldas en la peligrosa zona gris de la edad adulta del cambio y la resignación. Bebió un sorbo tan largo que casi estuvo a punto de atragantarse, pero no tocó las galletas, que apartó con un ligero gesto de la mano, como disculpándose sin palabras por la desgana y también por el silencio obstinado. Su madre puso mala cara, torció el gesto y comentó lo mismo de siempre, aquello que Blanca estaba cansada de oír, y que no compartía—. Cada día estás más delgada. A ver si vas a enfermar ahora que empiezan las vacaciones.

Pero ella no estaba más delgada, ni iba a enfermar: se encontraba de maravilla, creía tener energías suficientes para revolucionar su existencia, para cambiar el rumbo de su vida entera; y como corolario de aquellas ganas, de ese empuje y de la nueva determinación, salió precipitadamente de la cocina dejando a su madre con un nuevo palmo de narices y la palabra en la boca, comprobó y aprobó su atuendo en el espejo de cuerpo entero del pasillo, dijo adiós a gritos, sin emoción alguna y sin esperar respuesta ni bendiciones, y bajó corriendo las escaleras de su bloque, poniendo camino al instituto: era el día de la entrega de notas. No quería llegar tarde, aunque tampoco le importaba mucho: los profesores jamás eran puntuales ese día, como si fuera la agónica y estéril venganza por el desinterés cínico desplegado por la mayoría de los muchachos, incluidos varios compañeros de Blanca, durante todo el curso académico; y todos ellos, los alumnos, esperaban a la entrada del triste edificio cuchicheando y bromeando, recordando e imaginando, haciendo planes para el verano y para el año próximo: disfrutando por anticipado y sin saberlo de los mejores momentos de todas las vacaciones, quién sabe si de toda la vida, que finalmente, como cada año, pasarían fugaces y resultarían cortas, convirtiéndose en un recuerdo más que añadir a la nómina e ir sobando en las largas noches de insomnio y tristeza.

Cuando Blanca llegó a la puerta principal del instituto, ya la estaban esperando desde hacia varios minutos todos sus compañeros de clase, con quienes se reunió despreocupadamente, entre risas francas y nerviosos aplausos de festejo: todos sabían ya sus respectivas notas, y solo quedaba aquel mínimo trámite de recoger el boletín con seriedad, comprobar que los aprobados, los bienes, los notables y los sobresalientes estaban en el lugar correspondiente, y que, por obra y gracia de la providencia, o eso creían ellos, alguno de los suspensos pudiese haber desaparecido misteriosamente. Pero ese no era el caso de Blanca: consciente y disciplinada, obediente y trabajadora, había terminado otro año más con las notas de costumbre, las mismas que había ido obteniendo curso tras curso en el colegio y que su paso al instituto no había modificado; esas notas tan brillantes que eran al mismo tiempo la envidia de unos pocos compañeros de clase y el orgullo de sus padres, aunque quizá no lo demostraran todas las veces que Blanca quisiera, o al menos con el entusiasmo que ella, sin confesarlo abiertamente, deseaba.

También estaba Ruth, su mejor amiga, la más íntima y en la que siempre podía confiar, a quien afortunadamente ya se le habían pasado tanto la tristeza inicial como el monumental enfado posterior cuando supo que llevaba una asignatura para septiembre, la peor de todas, esa que no podía sufrir, y que para más escarnio y cachondeo el profesor la había suspendido, porque esta vez sí que la habían suspendido, alegando con sarcasmo delante de todos que le vendría bien trabajarla un poco más en verano, que todavía la tenía muy verde, como si no tuviera ella otra cosa mejor que hacer que volver a empezar, y encima con todo el calor insufrible de la época estival. Sin embargo, Blanca había prometido echarle una mano con ese penoso trabajo y con la organización del mismo; y Ruth, emocionada y protegida por el amparo y el conocimiento de su amiga, aceptó la ayuda de Blanca: prometieron superarlo juntas, pero a partir del mes de agosto: la primera quincena de julio era sagrada, y la disfrutarían al máximo del mismo modo que habían hecho años atrás; y la segunda, cada una por su lado, viajarían con sus respectivas familias a la tan deseada y añorada playa.

—¿A qué hora vendrás? —preguntó Blanca a su amiga cuando estuvieron a solas, alejadas del resto de compañeros. Todos los demás sabían que la amistad entre ambas era especial, de esas que aspiran a ser depositarias de todos los secretos y durar toda la vida, y que cada una nombraba recíprocamente a la otra como su mejor amiga, sin dudas ni titubeos; y por eso, si las amigas querían estar un rato a solas, el resto se retiraba con discreción y respeto. Habían quedado en encontrarse por la tarde en casa de Blanca, en cuya urbanización había piscina; y ellas tenían ganas de piscina, muchas ganas—. No vengas muy tarde, y así aprovechamos todo lo que podamos.

—Cuando tú quieras —respondió Ruth—. Ya se lo he dicho a mi madre y no hay problema.

Ambas vivían bastante cerca la una de la otra, y sus familias se conocían de vista: de coincidir a la salida del colegio cuando las crías eran pequeñas, de las reuniones del instituto y demás cosas por el estilo, todas siempre relacionadas con la vida de las chicas y su órbita académica. Saber que estarían la una con la otra proporcionaba esa bendita tranquilidad a la que todos los padres del mundo aspiran cuando sus hijas no están cerca o no son ellos quienes están personalmente al cargo. Pero podían estar tranquilos porque las dos eran buenas chicas, responsables y cabales; nunca harían nada que pudieran lamentar o de lo que pudieran avergonzarse: no se les ocurriría. Como mucho, y con la coartada de la edad y de la presión del grupo de amigos, que tampoco era demasiado amplio o incontrolable, las típicas travesuras de los diecisiete o los dieciocho años, porque no dejan de ser chiquilladas, que al írseles de las manos podrían formar parte de la siguiente nómina de castigos o engrosar el saldo de los reproches, pero jamás desencadenar en sus padres las tan temidas represalias insalvables.

Quedaron en verse a la tarde, después de comer y de la siesta, que acordaron echarse a la misma hora y durante el mismo tiempo, comprometidas con la palabra de honor dada a la otra en juramento solemne y convencidas de que ninguna buscaría subterfugios, perpetraría el engaño ni manipularía las acciones, mucho menos los minutos de sus relojes. Y entonces se miraron a los ojos, diciéndoselo todo, y anticiparon la felicidad y los proyectos de la tarde, y guardaron silencio para que nadie más pudiera unírseles o las obligara a sonrojarse por rebuscar entre las posibles, repetitivas y nada convincentes excusas. Pasaron la mañana anticipando, disfrutando, imaginando y perfeccionando con atrevimiento de retaguardia aquello que tenían pensado hacer juntas por la tarde; y ni profesores ni compañeros tuvieron la suficiente capacidad, respectivamente, de amargar sus idílicas fantasías o distraer sus pensamientos más osados. Fueron encadenando situaciones en las que ellas eran las principales protagonistas, conocían al dedillo el texto de su papel y nadie les hacía sombra o de menos, sin percatarse, o quizá no queriendo hacerlo, que el peso ligero de aquellas diminutas alegrías espontáneas por esos cálculos mudos pero certeros sería inversamente proporcional al dolor por su desaparición, por su mera inexistencia. Pero aquel era el momento, y nada podría estropearlo.

Ruth llegó a la hora prevista, y en esta ocasión fue Blanca quien estuvo esperando. Entretuvo el tiempo hasta entonces probándose el bikini nuevo, buscando defectos en la prenda, que no encontró, luego en su cuerpo, que injusta y perversamente creyó descubrir, y que maldijo; y también ensayó posturas, miradas, actitudes, toda clase de sentimientos ante el espejo de su cuarto, encerrada y un poco avergonzada de su ilusión y su comportamiento inesperado, porque casi no reconocía en estas payasadas circenses a la muchacha formal y seria que ostentaba su nombre y todos los demás creían conocer. Ruth también estrenaba bikini, por suerte de diferentes color y forma que el de su amiga, y ambas admiraron sus cuerpos en el espejo, juntas, por turnos, primero una y después la otra, compitiendo por la cara más divertida o la pose más estrambótica, porque no podía decirse que las amigas hubiesen alcanzado todavía el estadio autodestructivo y contagioso de la voluptuosidad. Luego cogieron sus cosas, lo indispensable, que ciertamente era bastante y llenaba sendas mochilas, además de los refrescos y la bolsa de patatas fritas que había preparado de tapadillo la madre de Blanca, y bajaron al recinto de la piscina de la urbanización. Cuando los padres de Blanca compraron el piso, no le dieron mucha importancia a la presencia de aquel reducido pero bien aprovechado espacio donde cohabitaban una pileta de dimensiones aptas para el baño y la escasa, delimitada zona verde; pero a medida que fue pasando el tiempo y, por una razón u otra, o por varias de ellas simultáneamente, las habitaciones de la casa se revelaron incapaces de contener con solvencia entre sus delicados tabiques las ridículas discrepancias o las irreconciliables desavenencias entre los miembros de aquella típica familia de clase media, la piscina, cuando hacía buen tiempo, en los meses de verano, resultó ser un desahogo más que eficaz para la furia y la rabia: allí bajaban juntos o por separado, durante toda la mañana o unas pocas horas de la tarde, y el mundo parecía detenerse. En realidad nada cambiaba, nada mejoraba; pero todo se volvía de repente, tras esos provechosos intervalos de abandono y calor, más suave y llevadero, hasta un nuevo y más que seguro choque.

Las dos amigas no eran las primeras en llegar: sobre el césped raquítico ya descansaban lánguidas algunas toallas multicolores de estampados horteras y pretendidamente festivos. Eligieron sitio y se demoraron un poco, con finísima y estudiada crueldad, sobre todo contra ellas mismas, hasta que por fin reunieron el valor suficiente y decidieron echar un vistazo a lo que llevaban casi un año esperando volver a contemplar, sobre todo Blanca: bajo la sombrilla a rayas, alejado del tumulto pero bien visible, en una posición inmejorable por precaución y por trabajo, apareció la figura de Javier, el socorrista. Otro año más allí estaba: para protegerlos, para salvarlos a todos; para salvar a Blanca. Había sabido por su padre, y este a su vez por el presidente de la comunidad de propietarios de la urbanización, que la piscina mantendría el mismo horario que el año anterior durante todo el verano, y además, lo único y verdaderamente importante para Blanca, que Javier volvería a ser contratado como socorrista: todos los habitantes de la urbanización estaban contentos con su trabajo, que felizmente no supuso más que una vigilancia mínima y el recordatorio de unas pequeñas normas en el uso de la piscina para los críos más gamberros y sus cansados e indiferentes progenitores. Javier era un chico guapo, simpático y universitario, y se llevaba sus buenos tres años con Blanca, que también lo supo sonsacándole la información a su padre, que se hizo el despistado pero veía cómo su hija iba creciendo y los dejaba atrás, y no podía ni quería evitarlo; pero sobre todo Javier era universitario: esa palabra, para Blanca, además de imaginársela escrita en letras mayúsculas, representaba otro mundo, otros afanes y su anhelado futuro. Empleándose como socorrista, el muchacho ocupaba el verano con este trabajo temporal que le permitía tener dinero para costear sus gustos o sus vicios, según el caso y la necesidad, o unos ahorros para gozar un año de unas buenas, merecidas e hipotéticas vacaciones. Así que ahí estaba de nuevo, a la vista y al mismo tiempo al acecho. Las amigas expresaron aquel triunfo mediante recíprocas sonrisas de complicidad, y Ruth le propinó un codazo a Blanca mientras se tumbaban en las toallas, a lo que esta respondió con un cachete bien sonoro en el muslo de su amiga, que la insultó de broma y gritó de fingido dolor, sobre todo de alegría.

—¿Tú crees que se acordará de mí? —preguntó Blanca. Sabía de sobra que aquello era prácticamente imposible, que por la piscina pasaban muchas más personas, más chicas, y que Javier, al despedirse el año anterior de ella y de sus padres el último día de piscina, solo estaba siendo amable, procurándose el puesto para el próximo verano. Aun así, Blanca quería que su pregunta no sonara estúpida, que la esperanza, como muchas veces había oído sin llegar a creérselo del todo porque en aquellos momentos no necesitaba tal creencia, fuera lo último en perderse.

—Seguro que sí —contestó Ruth sin pensar dos veces. Era una verdadera amiga, y Blanca supo que mentía descaradamente, y que lo hacía por ella, y que por ese mismo motivo el engaño merecía la pena: deseaba creer en él. Ruth trató de inocular en Blanca la confianza y la tranquilidad devolviéndole la pelota de la incertidumbre para que ella misma la amasara, le diese forma y quedara suave, manejable y a su merced—. ¿Qué te juegas a que sí se acuerda? ¿Nos acercamos ya?

—No, qué dices. ¿Estás loca? —dijo Blanca, que echó mano al brazo de su amiga porque esta había iniciado el ademán de levantarse para ir directamente hacia la posición de Javier y decirle vaya dios a saber qué. Optó por la prudencia y el largo camino de la insinuación elegante en lugar de lanzarse como una descosida nada más haber llegado a la piscina—. Estamos un rato aquí, tomando el sol. Luego vamos al agua. Cuando pasemos por allí, ya veremos.

Ruth se encogió de hombros y accedió: lo harían al modo de Blanca, a pesar de estar en desacuerdo con el proceder metódico y pudoroso, tan poco espontáneo de su amiga. Ese análisis frío desbarataría el milagro, devaluando la novedad y el deseo; pero no había opción: a fin de cuentas, era Blanca quien suspiraba por Javier, lo que era bastante normal porque el chico merecía eso y mucho más; y Ruth jamás reconocería tal cosa ni osaría actuar a espaldas de su amiga, mucho menos traicionar su confianza. Así que Ruth prefirió no llevar la contraria a Blanca, quedar en un segundo plano y echarle un cable cuando lo necesitara o solicitara. Sin embargo, tuvo que morderse la lengua para no decirle que aquel no era el camino correcto, que estar sentada y esperar no podía traer nada bueno porque las cosas hay que ir a buscarlas y plantarles cara y enfrentarlas antes de que ellas te encuentren y te acobarden y te ganen por la mano. Blanca sabía mucho de los estudios y de todas esas cosas que a la larga aportan beneficios, o eso no dejaban de repetir e insinuar los mayores poniendo siempre cara de póquer, pero poco sabía de esas otras cosas: las que solo suceden en verano, porque tiene que ser así, y proporcionan reservas de felicidad para el resto del año haciendo que todo lo demás tenga sentido y no caiga en el vacío del absurdo.

Sacaron de sus mochilas unos libros que probablemente no abrirían, sus teléfonos móviles y los auriculares para escuchar música, las cremas y unas gafas de sol cuya utilidad principal consistiría en ocultar el sentido de sus miradas al sujeto de su deseo, que también ostentaba unas gafas tintadas y que del mismo modo podría estar mirando en la dirección donde se encontraban las dos amigas sin que ellas se percataran, aunque no les habría importado en absoluto. Embadurnaron sus cuerpos con las lociones solares y se tumbaron sin preocuparse de nada más, disfrutando de la música y del sol, del abandono seguro en la piscina. Cada cierto tiempo daban la vuelta intentado uniformizar las zonas de exposición al sol para obtener el perfecto bronceado, y de paso observaban con disimulo a Javier, que no hacía nada más que estar allí sentado en actitud de ídolo serio pero comprensivo, paciente y justo. Otras veces las amigas intercambiaban uno de sus auriculares para compartir enloquecidas una canción emblemática que cantaban al unísono aflautando la voz, cogiéndose de la mano, componiendo un pintoresco cuadro mitológico de sirenas urbanas con las recién nacidas rodillas levantadas, y luego sus piernas, como si quisieran hacer la bicicleta y subir al cielo pedaleando. De reojo miraban al socorrista, que ya se había percatado de su presencia pero no movía un músculo ni dejaba entrever la posibilidad de un reconocimiento de las dos chicas: supondría que vivían allí, como era lógico; si no las dos, al menos una de ellas: pero Javier era incapaz de recordar cuál, tampoco sus nombres o si las había visto antes.

Más tarde decidieron que ya era hora de ir al agua, y Blanca se levantó con decisión, sin miedo, tan solo un poco de vergüenza al imaginar que Javier podría hablarla y quitarse las gafas de sol y mirarla, reconocerla. Pero no sucedió de este modo: pasaron por su lado, y él les dio unas buenas tardes educadas, les recordó de pasada que antes de sumergirse en la pileta de la piscina tendrían que ducharse y volvió a su rutina estática de centinela. Blanca sufrió una pequeña decepción que la hizo notar aún más el calor que hacía; así que sin demora, obedeciendo las indicaciones de Javier, fue hasta la ducha, remojó su cuerpo de adolescente y se lanzó de cabeza de la mejor manera que supo, prolongando el buceo hasta más allá de la mitad de la piscina. Ruth la siguió al instante, aunque prefirió bajar por la escalerilla e ir nadando hasta donde ya estaba Blanca, que soportó con dignidad las aguadillas de su amiga, confiando que Javier la viera y admirara, aplaudiera el gesto, o que al menos les echara a las dos una pequeña bronca que aceptarían en silencio, bajando los ojos y volviendo a subirlos para encontrarse con los de él. Pero tampoco sucedió de ese modo: siguieron nadando, buceando y embromándose en el agua con su improvisada coreografía de chapoteos bajo la mirada atenta e indiferente de Javier, que desde luego sabía cumplir con sus obligaciones. Estuvieron cerca de media hora y después salieron. Permanecieron un rato en el borde de la piscina con las piernas medio sumergidas, secándose los torsos y charlando en voz baja pero en actitud de complicada naturalidad. Después volvieron a sus toallas, donde dieron cuenta, en un abrir y cerrar de ojos, de los refrescos y las patatas, sin perder de vista la ilusión mientras saciaban la sed y el hambre; esa otra sed y ese otro hambre.

Y de repente llegaron las invasiones bárbaras. Todos los presentes acusaron en mayor o menor medida la llegada de aquella pequeña horda de siete quinceañeras salvajes que conquistaron el terreno de la piscina en un intervalo de tiempo tan ridículo que Blanca, asustada y empequeñecida, estremecida, sintió cómo su corazón apenas pudo disponer de margen para la reacción: se detuvo durante unos segundos y adaptó el ritmo de sus latidos al compás ceremonioso de una marcha fúnebre de misa de réquiem. Las conocía de vista: una era vecina suya, y el resto de chicas formaban parte del grupo de amigas del instituto, un par de cursos por debajo de Blanca. Por los pasillos no se saludaban, y en la piscina ni siquiera se miraron: no era necesario evidenciar la rivalidad, la soterrada batalla del sometimiento y la humillación. Blanca percibió, como si viviera un sueño o quizá una pesadilla, que las componentes de aquella tropa desenfadada conspiraban contra ella de algún modo oculto, tomaban posiciones cerca de su objetivo, se acercaban a la silla de Javier; y entre gritos, risas artificiales, explícitos e impúdicos contoneos, incitándose sabia y mutuamente, quedaron sentadas a los pies del socorrista rodeándolo, instigándolo, acosándolo a preguntas y atrapándolo en su red. Aquellas chicas delirantes y grotescas, inalcanzables para Blanca, sellaron en unos minutos la derrota más temida, esa que sucede sin lucha ni defensa y que se parece mucho a la entrega. Blanca no podía ganar, había perdido su oportunidad, si es que en algún momento la tuvo realmente y no fue todo un producto patético de su imaginación. Se la habían adelantado, la habían ganado por la mano, y ya no era posible volver atrás ni rectificar sobre la marcha. Al socorrista se le veía encantado, complacido ante tantas atenciones, que a los dos buenas amigas se les antojaron de lo más vulgares y fanfarronas; y eso era precisamente lo peor de todo, lo más doloroso para Blanca: Javier parecía haber estado esperando durante las últimas horas, durante toda su vida un instante similar.

Ruth miró a su amiga sin decir nada: la palidez en su rostro era evidente, así como la humedad tierna de sus ojos; sobraban las palabras, como en tantas otras muchas ocasiones, siempre las más cruciales, siempre las más decisivas. Aun así, porque Blanca era su mejor amiga, porque ella habría hecho lo mismo en circunstancias parecidas, Ruth ensayó un intento de reconciliación con la existencia, una especie de delicada protección contra aquel revés demoledor cuyas consecuencias durarían un tiempo incalculable y abrirían una profunda herida de tristeza.

—Yo ya estoy seca. Si quieres, nos vamos. Si quieres —dijo Ruth. Tragó saliva y quiso añadir más: no pudo: no supo.

Eso fue todo lo que se le ocurrió, y Blanca agradeció la intención. Sin embargo, negó con la cabeza y no dijo nada. Quizá, sin ella misma saberlo, estaba empezando a comprender que la juventud reclama sentir hasta lo que calla y que la madurez exige callar incluso lo que se siente. No estaba preparada para competir en ese juego bochornoso. Su capacidad de sufrimiento enterraría el dolor aquella misma noche, cuando se entregara unas horas al llanto y el desconsuelo. Pero mañana por la tarde, a idéntica hora, volvería, radiante e inexpugnable, a la piscina.

(De: Arquitectura del miedo, 2016)