La plaza

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Rubem Fonseca

Vivo solo, en un departamento con una sala y dos cuartos, cerca de la plaza. Es una de esas plazas con árboles, cuyos nombres no conozco, y mesas de cemento con cuatro bancos, también de cemento, donde cada tarde juegan cartas unos viejos gordos. Yo solo veo gente gorda caminando por la calle, hombres y mujeres de todas las edades. Leí que la obesidad es un fenómeno mundial, relacionado con una mala alimentación, la mayoría de las veces, aunque existen algunos casos de origen genético.

Me siento en el banco de la plaza durante algunos minutos, todos los días, por la mañana, para que me dé un poco el sol en la piel. Leí, en internet — hoy ya nadie vive sin internet, pero esa es otra historia—, que todas las formas de vida del planeta necesitan, directa o indirectamente, los efectos de la luz solar para poder vivir. En el caso de los humanos, además de mantener la temperatura corporal, la incidencia de los rayos solares permite procesos químicos importantes, como la producción de vitamina D, que es la responsable de la fijación del calcio en nuestro cuerpo.

Pero hay gente a la que no le gusta el sol.

Antes las mujeres salían a la calle cubiertas por una sombrilla y los hombres usaban un sombrero panamá, que en realidad está hecho de paja de Ecuador, pero esa es otra historia y la dejaré para después.

La luz solar es fundamental, además, para que las plantas de mi plaza puedan realizar la fotosíntesis, el proceso con el que los vegetales transforman el dióxido de carbono en glucosa (que absorben) y en oxígeno (que liberan en la atmósfera).

La glucosa que producen los vegetales transmitirá energía a toda la cadena alimentaria que viene a continuación, a las distintas especies animales que se alimentarán de plantas, a los animales que se alimentarán de esos animales, etcétera. Pero la glucosa puede ser un problema: si es alta, puede provocar diabetes, una enfermedad común en las personas obesas. Cuando camino por la calle, de cada diez personas que veo, hombres y mujeres, seis son obesas.

De nuevo, nosotros, los seres humanos, acabamos beneficiándonos de la luz solar, ya que también nos alimentamos de plantas o animales y obtenemos nuestra energía de ellos. El calor del sol (que surge de partes de la luz solar que son invisibles a nuestros ojos) también tiene la función de acelerar el rompimiento de las moléculas de proteínas y, en algunos casos, regula directamente la temperatura corporal de animales, como los peces, los anfibios y los reptiles.

Volviendo a los seres humanos, la parte visible de la luz solar tiene la función de regular nuestro ritmo biológico y todas sus actividades, como la liberación de hormonas durante nuestras actividades diarias y durante el sueño. Es también gracias a la ayuda de la luz solar como desarrollamos nuestra capacidad natural de visión. Sé que, a pesar de todos estos beneficios, la acción de los rayos solares sobre nuestra piel, en exceso, puede causar daños, pues provoca un desequilibrio celular y el surgimiento de enfermedades, como el cáncer de piel. Por eso es importante compensar la exposición al sol tomando precauciones, como evitar las horas en las que los rayos son más intensos (entre el mediodía y las tres de la tarde) y utilizar, siempre que sea posible, protector solar.

Cerca de la plaza hay un bar. Voy ahí todas las tardes, a tomar un cafecito. Odio el café, esa porquería me hace daño, pero es un pretexto para ver a Odete. Creo que es mulata, aunque no lo parece. A este país, y también a Colombia, muchos negros vinieron a plantar café; los dueños de las haciendas fornicaban con las negras y fueron naciendo mulatos y mulatas. Gente mestiza, a fin de cuentas; aunque eso no se nota en el color de la piel, existe en una inmensa proporción. Lo cual es bueno, la mezcla de razas es buena, en todos los sentidos.

Hoy fui al bar. Odete estaba ahí, con una falda negra, una blusa negra y un delantal negro. En el bar, que es muy pequeño, trabajan solo dos empleados: Odete y un sujeto flaquito, vestido de negro, que no usa delantal. Además de ellos, está el patrón, un portugués de cabeza canosa, un tipo amable que me saluda amistosamente cuando aparezco por ahí.

Odete vino a atenderme.

—Un café, por favor, con el edulcorante aparte.

Soy delgado, pero le tengo pavor a engordar. Mi padre era delgado, y mi madre, que era aún más delgada, solía decir: «La grasa es mortal, no comas porquerías, hijo». Murieron demasiado pronto, delgados, aunque no quiero pensar en ello.

Aquel día, en el bar, me armé de valor y, cuando Odete me trajo el café, le dije:

—Me llamo José.

Ella sonrió. Una sonrisa linda.

—Y yo, Odete —dijo.

—Así se llamaba la novia de Fernando Pessoa — comenté.

—Es mi poeta favorito —contestó Odete—. El poeta es un farsante, su fingimiento es tan completo que llega a fingir que el dolor que siente es en verdad dolor.

Mi amor por Odete aumentó tanto que mi corazón empezó a latir descontrolado, pensé que iba a morirme.

Pero no morí. Ahora, Odete y yo tomamos el sol juntos en la plaza y ella vive en mi casa.

(De Carne cruda, Tusquets, 2019. Traducción: Rebeca Fortull)