La primera víctima de los Corleone
Por Juan Forn
Mario Gianluigi Puzo se mudó de Nueva York a la Costa Oeste en 1967, cansado de su mala suerte. Había publicado dos novelas sobre sus orígenes italoamericanos sin pena ni gloria, su agente le aceptó a regañadientes una tercera, que logró vender por monedas a una editorial pero, inesperadamente, los estudios Paramount compraron por doce mil dólares los derechos cinematográficos del libro antes de que se publicara. En cuanto recibió la noticia, Puzo partió a Las Vegas a celebrar en las mesas de juego. Menos de dos semanas después, su novela El Padrino llegaba a librerías y casi en simultáneo a las listas de best-sellers, donde permanecería trescientas semanas seguidas, desde 1969 a 1974. Puzo se enteró de la noticia por el diario, más precisamente por un ejemplar del LA Times que compró a la salida de un casino en Las Vegas, de madrugada, con los últimos veinticinco centavos que le quedaban en el bolsillo de aquellos doce mil dólares por los que regaló su novela a la Paramount. Puzo dice que se amargó durante más o menos un segundo y medio y, a continuación, entendió que ese diario que tenía en la mano le garantizaba crédito sin límite en las mesas de juego, así que dio media vuelta y siguió dilapidando dinero en las mesas de blackjack.
Aunque Mario Puzo se había criado en el Hell’s Kitchen en Nueva York, todo lo que sabía sobre la mafia lo había aprendido en las cafeterías de Las Vegas, en conversaciones de desayuno con viejos croupiers de los tiempos dorados de la ciudad, los tiempos de Bugsy Siegel, los tiempos del Rat Pack de Sinatra, Dean Martin y Sammy Davis (de hecho, Sinatra intentó repetidas veces comprarle a la Paramount los derechos de El Padrino para poder hacer él de Vito Corleone). Es asombroso que de esas confesiones entre donuts rancios y café aguado, con el paisaje del desierto de Nevada como fondo, saliera El Padrino. Piensen en esos tipos exagerando sus recuerdos para impresionar a Mario Puzo en una cafetería de madrugada en Las Vegas, y ahora piensen que apenas dos años después los jefes de los jefes de los jefes de esos tipos copiarían su manera de hablar y hasta su lenguaje corporal de la película de Coppola.
Hasta entonces, según el gran Gay Talese, todos esos abrazos y besos en ambas mejillas y sentencias que parecían del Antiguo Testamento, para no hablar del ceremonial de besamanos al jefe, les parecían antigüedades de la vieja parentela, perimidas hacía generaciones. Puzo dice que se le ocurrió el asunto viendo una ceremonia papal en el televisor que tenía todo el tiempo encendido en su cuarto de hotel en Las Vegas, mientras escribía el libro. También dice que la frase más famosa de la novela («Le haré una propuesta que no podrá rechazar») no la inventó él sino Balzac: es de Papá Goriot. En cuanto a las palabras de Don Corleone, Puzo confesó que venían todas de su propia madre, homenajeada en su libro anterior, La Mamma, donde contaba la saga de una familia inmigrante italiana en Nueva York que resistía las penurias y tentaciones de la Depresión gracias al puño de hierro de la matriarca de la familia: «Cada vez que Don Corleone abría la boca, yo oía en mi cabeza la voz de mi madre, su despiadada sapiencia, su concepción de la lealtad y de la traición. Sin Mamma Lucia no existiría El Padrino».
A Francis Ford Coppola, el libro de Puzo le pareció una basura cuando lo leyó. Su padre Carmine y su socio George Lucas tuvieron que convencerlo para que aceptara escribir el guión y dirigir la película. «¡Yo quiero hacer arte!», gritaba Coppola. Incluso cuando se estaba vistiendo para el estreno seguía lamentándose de que «por culpa de nimiedades como esa estúpida cabeza sangrante de caballo, no me quedó lugar para decir la mitad de las cosas que quería decir». En El Padrino hay veintitrés asesinatos pero el revuelo mayor lo armó aquella cabeza de caballo: la Paramount tuvo que ir a juicio con la Sociedad Protectora de Animales para que la escena quedara en la película, y ese fue sólo uno de los mil obstáculos que hubo que sortear para llegar al estreno.
Lo que no quedó, ni en el guión ni en la película, fueron las palabras Mafia y Cosa Nostra, porque tanto la Liga ItaloAmericana de Derechos Civiles como el propio gobierno de Nixon aseguraban que nunca había existido tal cosa en Estados Unidos. La Liga era una fachada de la famiglia Profaci, liderada por el rotundo Joe Colombo, que por entonces regía la zona que iba desde Little Italy hasta Long Island, en Nueva York. Para bloquear la película, Colombo organizó una gala en el Madison Square Garden con Sinatra de maestro de ceremonias (ya malquistado con la Paramount porque no le vendían los derechos), en la que recaudaron seiscientos mil dólares para hacerle mala prensa. Esa misma noche, Colombo mandó balear los autos de los dos jefazos de la Paramount en Los Ángeles, pero la noticia no llegó a los diarios. Sí lo hizo, en cambio, la «generosa y espontánea» donación que hizo al día siguiente la Paramount al hospital que apadrinaban los Profaci en el Bronx.
Así se solucionó el asunto: con una oferta que la famiglia no pudo rechazar. Luego de los sobresaltos iniciales, Sinatra metió violín en bolsa y Colombo obedeció la orden que venía de arriba: terminó facilitándole al equipo de Coppola todo cuanto hizo falta durante el rodaje en Nueva York, desde locaciones hasta extras (el sujeto que hace el formidable papel de Luca Brasi, por ejemplo, era un guardaespaldas de Colombo).
Poco después de que la novela de Puzo entrara en las listas de best-sellers en 1969, el jefe eterno del FBI, J. Edgar Hoover, debió salir a asegurar que el crimen organizado era cosa del pasado (el verdadero enemigo, según Hoover, era la penetración comunista, ahora en las universidades). Sin embargo, el mismo día en que Coppola filmaba en Amsterdam Avenue la escena de la matanza que ordena Michael Corleone para ponerse a la cabeza de las Cinco Familias, a sólo cinco cuadras de allí, en Columbus Circle, en pleno desfile anual de la comunidad italiana, Joe Colombo cayó asesinado a balazos delante de miles de testigos y, sólo un par de horas después, el New York Post anunciaba a título catástrofe una nueva guerra en el hampa, a pesar de que el asesino de Colombo hubiese sido un joven de raza negra.
El Post, pasquín por excelencia de la ciudad, se jactaba de estar siempre mejor informado que nadie en asuntos gangsteriles, y explicó que el crimen llevaba la firma de Joey Gallo, un enemigo de Colombo y los Profaci que acababa de cumplir diez años de condena en Attica. Nomás salir de la cárcel, Joey Gallo fue a ver al capo di tutti capi, Carlo Gambino, con una propuesta que se le había ocurrido tras las rejas: armar ejércitos de negros y latinos reclutados en Harlem y el Bronx y copar con ellos la venta de droga en toda la ciudad. A cambio, pedía la zona de Joe Colombo. Gambino dio su bendición. El killer negro fue la manera en que Joey Gallo puso su firma a la ejecución.
Joey Gallo creía en el Black Power, en Sartre y Camus y Frantz Fanon (los había leído en Attica), entendía de drogas, curtía la bohemia, vivía en el Village, Bob Dylan le escribió una canción: era el gángster cool. Cuando Bobby Kennedy lo interpeló en el Congreso como cómplice de los negociados de Jimmy Hoffa, Joey inventó el uniforme que Tarantino plagiaría en Perros de la calle: apareció de traje negro, camisa blanca, corbata finita negra y RayBans oscuros, flirteó descaradamente con la secretaria de Kennedy y se pasó la audiencia repitiendo: «Declino respetuosamente contestar porque temo que mi respuesta pudiera tender a incriminarme». Los demás mafiosos hacían lo mismo, pero ninguno podía decirlo con esa soltura y sin necesidad de leerlo de un papel.
Joey Gallo hubiera amado la película de Coppola, pero no tuvo tiempo de verla ni de aplicar sus enseñanzas. Su reinado duró menos de un año. Cayó muerto sobre un plato de pasta, agujereado a balazos, justo el día en que se estrenaba El Padrino en Nueva York. Para el lanzamiento, Coppola había logrado convencer a los teatros Loew de que pasaran la película en todas sus salas con diferencia de media hora de una a otra, para que a lo largo de todo el día estuviese empezando una función en algún cine de la ciudad. De manera que los disparos que acabaron con la vida y la leyenda de Joey Gallo en el restaurante Umberto’s de Little Italy coincidieron y quedaron silenciados por los que acribillaban a los enemigos de la familia Corleone en alguna de las salas de la ciudad que en ese momento estaban pasando El Padrino y reiventando esa entidad supuestamente inexistente que algunos trasnochados croupiers de Las Vegas insistían en llamar Mafia o Cosa Nostra.
(De: Los Viernes, Tomo 3)