La retórica reaccionaria

Por José Natanson

En su breve, totalmente actual y muy luminoso libro La retórica reaccionaria, que Capital Intelectual reeditará en marzo con nueva traducción de Teresita de Vedia y prólogo de Santiago Gerchunoff, Albert O. Hirschman identifica los tres argumentos típicos que las fuerzas reaccionarias vienen utilizando desde hace siglos para desacreditar, ridiculizar o atacar los impulsos de cambio progresista. En este libro que había permanecido injustamente olvidado, Hirschman no se enfoca en el fondo del pensamiento de derecha sino en la retórica de sus contragolpes, y llega a la conclusión de que recurren indefectiblemente a una de tres formas básicas. Lo deslumbrante del planteo es que denunciando el contorno –la tersa superficie discursiva– revela el carácter falaz de los argumentos.

Hirschman recurre a la célebre periodización de la ampliación de ciudadanía elaborada por Thomas Marshall. De acuerdo al sociólogo inglés, los derechos civiles fueron conquistados durante el siglo XVIII, los derechos políticos durante el siglo XIX y los derechos sociales durante el siglo XX, en un proceso de acumulación progresivo. Bajo la muy newtoniana idea de que a toda acción social le sigue una reacción equivalente pero en sentido contrario, Hirschman demuestra cómo las tres formas principales de retórica reaccionaria se verifican en cada uno de estos tres momentos.

La primera tesis reaccionaria es la de la perversidad: por más que los fines buscados con tal o cual reforma o nuevo derecho sean nobles, el resultado será exactamente el opuesto, de modo que una política bienintencionada genera a la larga un resultado perverso. El origen de este argumento y la eficacia que conserva hasta hoy se remontan a la Revolución Francesa, de los sueños de libertad, igualdad y fraternidad al terror del Comité de Salvación Pública y la posterior deriva bonapartista, y adquiere fuerza a partir del tratado germinal de Edmund Burke Reflexiones sobre la Revolución Francesa.

Corazón argumental del discurso contrarrevolucionario hasta nuestros días, la tesis de la perversidad se aplica a todas las revoluciones más o menos fallidas (la rusa, la cubana, la bolivariana), pero también a movimientos más graduales y reformistas: la ampliación del derecho al voto (segunda etapa de la ciudadanía de Marshall) fue resistida en su tiempo con la excusa de que llevaría a una tiranía de las masas que pondría en jaque las libertades civiles (como la conquista del sufragio universal masculino en Europa coincidió con los hallazgos de la medicina y la psicología acerca de las motivaciones no racionales del comportamiento humano y el inconsciente de Freud, los partidarios del voto censitario se preguntaban qué sentido tenía confiar el gobierno a la voluntad de individuos irracionales). La misma justificación utilizó Marco Avellaneda en los debates previos a la sanción de la Ley Sáenz Peña en Argentina, y los conservadores para defender el fraude patriótico durante la Década Infame.

La ciudadanía social –la construcción del Estado de Bienestar, la ampliación de los derechos sociales y cualquier intento de regulación de los mercados– también suele ser rechazada con arreglo a la tesis de la perversidad. Los precios máximos (o cuidados) no logran contener la inflación, sino que producen desinversión empresaria, lo que afecta la producción y redundan por lo tanto en… más inflación. En la Inglaterra victoriana, el rechazo de pensadores como Thomas Malthus a las Leyes de Pobres, primer intento sistemático por construir una red estatal de contención social, descansaba en la idea de que estimulaban la vagancia y por lo tanto generaban más pobreza, prehistórico antecedente de las canaletas del juego y la droga por las que se escurriría la Asignación Universal por Hijo, o de los embarazos de las jóvenes indolentes del Conurbano fomentados por la Asignación por Embarazo.

La segunda tesis reaccionaria es la de la futilidad, de acuerdo a la cual el intento de cambio progresista es fallido o ilusorio, cosmético en la medida en que no altera el fondo de la cuestión. El espíritu gatopardista (cambiar para que todo siga igual) de este postulado se resume en un chiste que Hirschman rescata del abundante repertorio comunista: ¿Cuál es la diferencia entre capitalismo y socialismo? Que en el capitalismo el hombre explota al hombre, mientras que en el socialismo ocurre al revés.

Pero, ¿alguien puede pensar realmente que capitalismo y socialismo son –incluso en última instancia– lo mismo? Al igual que la tesis de la perversidad, el origen de la tesis de la futilidad se remonta a la Revolución Francesa. Es, de hecho, la conclusión principal del enorme libro de Alexis de Tocqueville El Antiguo Régimen y la Revolución, en el que, después de una investigación de archivo y una reconstrucción estadística descomunal para las condiciones de la época, concluye que la Revolución Francesa… no fue para tanto (que los cambios que introdujo en verdad venían gestándose durante el Ancien Régime).

La tesis de la futilidad también fue utilizada en la discusión por los derechos políticos, bajo el supuesto de que el sufragio universal no alteraría realmente las estructuras de poder, y sociales, con la excusa de que no modifican la distribución del ingreso. La escuchamos en Argentina durante el kirchnerismo, al que sus críticos querían ver como una continuidad apenas maquillada del menemismo, y retumba en una frase sutil que circula en estos días: «Si la miramos cada diez días, Argentina es totalmente distinta; si la miramos cada diez años, es igual». Pero ocurre como con el capitalismo y el comunismo: ¿alguien piensa realmente que Argentina es la misma cada diez años? Aunque la tesis de la futilidad parece más moderada que la de la perversidad, en verdad, dice Hirschman, es más insultante, dado que sostiene que todo esfuerzo transformador es inútil, y esconde, detrás de una ridiculización más o menos sofisticada del impulso de cambio, una celebración silenciosa del statu quo.

La tercera tesis reaccionaria es la del riesgo: la reforma progresista no es mala en sí misma (puede incluso ser excelente), pero desatará una serie de acontecimientos que la harán peligrosa, inútil o simplemente indeseable. Hirschman toma del filólogo Francis. M. Cornford tres variantes de este argumento: el «principio de cuña», que postula que no hay que actuar de manera justa ahora para no generar expectativas futuras de que se seguirá actuando de la misma manera, expectativas que no se podrán satisfacer; el «principio del precedente peligroso», que sostiene que no hay que hacer algo bueno ahora para evitar que en el futuro, en una situación diferente a la actual, haya que hacer lo mismo, y el «principio del momento inoportuno», que reconoce que la idea es buena, pero que todavía no llegó su tiempo.

Es fácil encontrar ejemplos en la discusión política actual. La legalización del aborto, por citar un caso reciente, se demoró durante años bajo la sospecha de que, aunque sería muy positiva, la sociedad no estaba preparada para asumirla. Lo mismo puede decirse de la reforma impositiva, que no es que sea mala en sí misma, sino que pone en peligro la inversión. A veces, la tesis del riesgo apela al sofisma de que la transformación progresista que se discute pondrá en jaque una reforma anterior, así que mejor dejarla: el sufragio universal, se argumentó en su momento, podría amenazar las libertades civiles instaurando una tiranía de mayorías. Es, en cierto modo, el eje de la crítica a la intervención del Estado de Friedrich Hayek, que en Camino de servidumbre sostiene que la planificación económica estatal implica necesariamente la creación de un bien público que, al transformarse en un objetivo general de la sociedad, ahoga la libertad individual, es decir que el Estado de Bienestar amenaza los derechos civiles y la democracia. Más sofisticadamente, el informe de Samuel Huntington y la Comisión Trilateral de 1975 apuntaba al «exceso de demanda» tras décadas de ampliación de derechos como la causa de la creciente inestabilidad política (1).

Resulta interesante comprobar que la idea de las reformas contradictorias se aplica a otros ámbitos de la vida (el cine matará al libro, la tele al cine, el video a la tele, y así), y está ampliamente difundida en la cultura popular: el 1 de agosto de 1981, un videoclip de The Buggles, Video kill the radio star («El video mató a la estrella de la radio») fue, no casualmente, elegido para inaugurar la transmisión de una señal televisiva que haría historia: MTV. El hecho de que los directivos de MTV hayan optado por este video para lanzar su programación demuestra que la amenaza de que una creación nueva arruinará otra anterior no es una ley histórica inexorable sino muchas veces una intención: así como algunos sostienen que los derechos sociales ponen en riesgo las libertades, otros pueden argumentar que, al extender el bienestar a toda la población, ayudan a garantizar la paz social y por lo tanto fortalecen la democracia.

Economista nacido en Alemania, ex combatiente del fascismo en tres países, gran conocedor de América Latina y enorme teórico del desarrollo, Hirschman fue un heterodoxo inclasificable que no se privaba de poner en cuestión el trabajo de sus colegas. En La retórica reaccionaria llama la atención sobre la arrogancia de los cientistas sociales en la difusión de las tres tesis. En efecto, al advertir que el efecto de lo que pretenden los ingenuos progresistas es el opuesto al buscado (perversidad), que no va a producir resultado alguno (futilidad) o que involucra un peligro (riesgo), son ellos, dueños de las claves secretas para interpretar las consecuencias involuntarias de la acción social, los que saben de verdad lo que va a pasar. Como sostiene Hirschman, detrás de estos planteos se esconde una fe injustificada en la capacidad de previsión de las ciencias sociales. Yo creo que esto es particularmente cierto en los economistas.

Concluyamos con una mirada a la actualidad

Como en el pasado, las fuerzas reaccionarias recurren hoy a las tesis de Hirschman para intentar frenar los avances en materia de tolerancia, pluralidad, diversidad y multiculturalismo. Y en este sentido resulta interesante el modo en que las extremas derechas en ascenso tuercen la realidad hasta confundir las palabras con las cosas: el feminismo no busca la igualdad de las mujeres sino someter a los hombres, las minorías sexuales no pretenden libertad para vivir en paz sino que buscan imponer una «ideología de género» al resto de la sociedad, y los grupos étnicos relegados intentan consagrar un nuevo tipo de racismo invertido. En términos generales, la idea es que estas tendencias conducen a una homogenización tiránica y que la sacralización de la corrección política constituye una forma de autoritarismo que pone en peligro… la libertad y la democracia. El argumento repite la primera tesis de Hirschman: en la medida en que genera un nuevo tipo de dictadura cultural, el efecto de las reformas progresistas es el opuesto al buscado.

En realidad, y aun considerando los excesos de las políticas de la cancelación y las injusticias que van sembrando en el camino, el mundo está lejos de haber invertido los privilegios: ni las mujeres tienen más poder que los hombres, ni los negros que los blancos, ni los homosexuales que los heterosexuales. Faltan años de luchas igualitaristas para lograr sociedades más justas, y eso en el supuesto de que algún día se consiga. Por lo tanto, tres décadas después de su publicación original, la lectura de Hirschman es una forma de desmontar los argumentos de una derecha en ascenso, que ha aprendido a explotar las armas de las nuevas tecnologías y adopta un espíritu de rebeldía –un novedoso discurso anti-establishment– hasta hace poco reservado a la izquierda (2).

  1. En un giro notable y muy sincero a su investigación original Hirschman reconoce que la retórica simplista, perentoria e intransigente no es patrimonio de la derecha, y que la izquierda recurre a menudo a las mismas tesis. Por ejemplo, quienes defienden el comunismo pueden rechazar una apertura política argumentando el riesgo de que ponga en jaque los avances igualitaristas, en impecable espejo con los conservadores que alertan sobre el peligro de que el Estado de Bienestar ahogue la democracia. El supuesto común a ambas posiciones es la incompatibilidad entre libertad y democracia, por un lado, y los derechos sociales, por otro.
  2. Ver la nota de Pablo Stefanoni en esta edición, «Disfraces para la reacción», página 4.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur