La tierra natal
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Xun Lu
Afrontando el frío inclemente regresé a mi tierra natal, de la que me separaban dos mil li de distancia y a la que había dicho adiós más de veinte años atrás. El invierno estaba avanzado y a medida que me acercaba, el clima se iba volviendo sombrío y un viento glacial entraba en la cabina del bote y aullaba sin pausa. Mirando hacia afuera por una hendija en el toldo, bajo el cielo de un amarillo verdoso se veían, aquí y allá, aldeas abandonadas y desoladoras. No había signos de vida. La pesadumbre comenzó a invadirme.
-¡Ay! ¿Era esta la tierra natal que a lo largo de esos veinte años yo había recordado una y otra vez?
Pero lo que yo recordaba no se parecía a eso. Mi tierra natal era incomparablemente mejor; sin embargo, cuando me proponía recordar su belleza y enumerar sus virtudes, no encontraba imágenes ni palabras, como si realmente fuera eso. Mi tierra natal siempre había sido así, me dije entonces; aunque no hubiera habido progreso, tampoco era suya la pesadumbre que sentía ahora. El cambio estaba en mí mismo, pues el ánimo con el que regresaba no era para nada bueno.
Había venido esta vez especialmente para despedirme. La vieja casa donde nuestra familia había vivido tantos años ya estaba vendida y debíamos entregarla antes del fin de ese año. Era necesario despedirse cuanto antes de los viejos cuartos conocidos y dejar atrás el hogar natal, para mudarnos a la tierra extranjera donde ahora me ganaba la vida.
Llegué a mi casa al amanecer del día siguiente. Tallos rotos de hierba seca temblaban al viento entre las tejas, dejando en claro por qué esta vieja casa había tenido que cambiar de dueño. Los otros miembros de la familia ya habían abandonado sus cuartos; reinaba el silencio.
Cuando llegué hasta el exterior de nuestras habitaciones, mi madre había salido a recibirme hacía rato y a continuación salió volando mi sobrino Hong’er, de ocho años.
Mi madre se veía alegre pero también guardaba mucha tristeza. Me hizo sentar, descansar, tomar té, y evitó hablar de la mudanza. Hong’er nunca antes me había visto, se quedó parado un poco lejos, observando.
Finalmente hablamos de la mudanza. Le conté que había alquilado ya un lugar y que había comprado algunos muebles; aparte de eso debía vender todos los de esta casa para comprar más cosas. Mi madre estuvo de acuerdo y agregó que el equipaje ya estaba casi listo. Como era muy complicado llevarse los muebles, la mitad los había vendido, sólo que no era fácil cobrar el dinero.
-Descansa un par de días, ve a visitar a los parientes, y ya podremos irnos -dijo mi madre.
-Sí.
-También está Runtu. Cada vez que viene pregunta por ti, le gustaría mucho verte. Le avisé que llegabas por esta fecha. Tal vez venga.
En este momento en mi cabeza relampagueó de golpe una imagen llena de magia: en el cielo azul pendía una luna redonda y dorada, debajo estaba la arena junto al mar, todo plantado hasta el horizonte con sandías de un verde oscuro, y ahí en el medio un muchacho de unos doce años, con un collar de plata alrededor del cuello y una horquilla de acero en la mano, tratando de ensartar una especie de tejón. Pero el tejón torcía el cuerpo y se escabullía entre sus piernas.
Este muchacho era Runtu. No debía tener más de diez años cuando lo conocí, unos treinta años atrás. Por entonces mi padre aún vivía, la familia estaba en una buena posición y yo era un pequeño amo. Ese año le tocaba a mi familia organizar la ceremonia de culto a los ancestros1. Esto ocurría cada tres décadas, se trataba de una gran responsabilidad. El primer mes se hacían las ofrendas a las imágenes de los ancestros; eran abundantes e involucraban diversos y numerosos utensilios. También los visitantes eran numerosos y había que evitar que alguno se robara algo. Mi familia sólo tenía un «mensual» (aquí los trabajadores se dividían en tres clases: los «permanentes», que trabajaban todo el año para una familia; los jornaleros, que trabajaban por día; y los que tenían su tierra pero en la época de año nuevo o de alguna fiesta o al recolectar el alquiler venían a hacer trabajos para una familia. A estos se los llamaba «mensuales»). Como no iba a poder dar abasto le preguntó a mi padre si podía llamar a su hijo Runtu para cuidar de los utensilios.
Mi padre accedió y yo me puse muy contento, porque hacía tiempo que había escuchado hablar de él y sabía que éramos de la misma edad. Por alguna razón relacionada con su horóscopo natal, a su combinación de elementos le faltaba tierra y su padre, para compensar esa falta, lo había llamado Runtu, con el carácter «tu» de tierra. Runtu, entre otras cosas, sabía hacer trampas para atrapar pequeños pájaros.
Así que día tras día yo esperaba la llegada del año nuevo, que traería también a Runtu. La espera fue dura. Luego un día mi madre me dijo que Runtu había llegado y salí corriendo a buscarlo. Estaba en la cocina, la cara redonda y colorada, un pequeño gorro de fieltro sobre la cabeza y un aro de plata brillante alrededor del cuello. Esto quería decir que su padre lo quería mucho y que, temiendo su muerte, había pedido un deseo a un dios o al Buda y le había rodeado el cuello con ese aro. Era extremadamente tímido, sólo que no conmigo, y cuando no había gente alrededor se ponía en seguida a hablar, de manera que antes del mediodía ya nos habíamos hecho amigos.
No sé de qué hablamos entonces, sólo recuerdo que Runtu estaba contento; había visto muchas cosas nuevas en la ciudad, decía.
Al día siguiente le pedí que atrapáramos un pájaro. Él dijo:
-No se puede. Tiene que haber nevado mucho. Hacemos un claro en la arena luego de la nevada; levantamos una cesta de bambú con un palito, esparcimos algunos granos y esperamos que los pájaros se acerquen a comer. Entonces, desde lejos tiro apenas de la cuerda y el pájaro queda dentro de la cesta. Hay de todo: gallinetas, faisanes, torcazas, pitas de lomo azul.
Así que yo deseaba con todas mis fuerzas que nevara.
Runtu me dijo también:
-Ahora hace demasiado frío. En verano debes venir a donde vivimos nosotros. Durante el día vamos a la playa a buscar caracoles, rojos, verdes, de todo hay, todo tipo de caracoles rarísimos. A la noche voy con mi padre a cuidar las sandías. Tú vendrás también.
-¿Las cuidan de los ladrones?
-No. Si algún viajero sediento agarra al pasar una sandía, no nos importa. Hay que cuidarlas de las comadrejas, los puercoespines, los turones… Bajo la luna, de repente escuchas un susurro, es el turón mordisqueando las sandías. Entonces agarras la horquilla y avanzas suavemente…
En ese tiempo yo no sabía qué cosa era este «turón», incluso hoy todavía no lo sé. Sólo intuía, no sé por qué, que debía ser como un pequeño perro, y muy feroz.
-¿No muerde?
-Tienes la horquilla… Avanzas, ves al turón y ahí mismo lo ensartas. Este animal es muy astuto, corre hacia ti y se te escabulle entre las piernas. Su pelaje es resbaladizo como aceite…
No sabía que el mundo contenía tantas cosas: que en la playa había caracoles de muchos colores y las sandías podían ser parte de toda una aventura (antes sólo sabía que se vendían en las fruterías).
-En la arena, cuando la marea viene, hay peces que saltan sin parar; tienen dos patas como las ranas…
¡Ah! Runtu guardaba en su interior una cantidad sin fin de maravillas, cosas que mis amigos habituales no conocían. Eran muchas las cosas que no sabíamos, pues mientras Runtu estaba en la costa, nosotros sólo podíamos mirar el cielo cuadrado sobre las altas paredes de los patios.
Lástima que el mes pasó y Runtu debía volver a su casa. Yo lloraba, angustiado. Él se había escondido en la cocina. Lloraba y se negaba a salir, hasta que el padre por fin logró llevárselo. Más tarde incluso me envió a través suyo una bolsa de caracoles y unas plumas hermosas de pájaro. Yo también le hice regalos, un par de veces, pero luego no volvimos a vernos.
Ahora mi madre acababa de mencionarlo, y de golpe este recuerdo infantil resucitó entero en mi cabeza, como un relámpago. Me pareció ver mi hermosa tierra natal. Respondí:
-¡Qué bueno! ¿Cómo está él?
-¿Él? Su situación no es la mejor… -dijo mi madre, y miró hacia afuera.
-Esas personas han vuelto. Dicen que es para comprar muebles pero se llevan lo que encuentran a su paso. Debo ir a ver.
Mi madre se puso de pie y salió. Afuera se escuchaban voces de mujeres. Le indiqué a Hong’er que se acercara y empezamos a charlar de cualquier cosa: le pregunté si ya sabía escribir y si tenía ganas de viajar.
-¿Iremos en tren?
-Iremos en tren.
-¿En Barco?
-El barco primero.
-Ja! ¡Qué aspecto! ¡Qué bigote! -una extraña voz chillona comenzó a gritar detrás de mí.
Sorprendido, levanté la cabeza y me encontré con una mujer de unos cincuenta años, pómulos salientes, labios delgados. Estaba parada enfrente de mí, las manos sobre las caderas, la falda abierta, las piernas bien separadas, como un compás con sus pequeños pies.
Me quedé paralizado.
-¿No me reconoces? ¡Te tuve entre mis brazos!
Mi estupefacción iba en aumento. Por suerte entonces entró mi madre y, desde un costado, dijo:
-Hace demasiados años que se fue, se ha olvidado de todo. Deberías acordarte -dijo entonces dirigiéndose a mí.
-Esta es la señora Yang, la que tenía el negocio de toufu enfrente de nosotros, en diagonal.
Entonces me acordé. Cuando era chico, había una señora Yang sentada el día entero en el negocio de toufu enfrente de casa. Todo el mundo la llamaba «La beldad del toufu». Pero por entonces los pómulos, cubiertos de maquillaje, no eran tan salientes, ni los labios tan finos, y todo el día estaba sentada. Nunca le había visto esta postura de compás. En esa época la gente decía que era debido a ella que a esa tienda le iba tan bien. Pero tal vez por una cuestión de edad no me había dejado una impresión y la había olvidado casi por completo. El compás, sin embargo, parecía muy ofendido y miró con una expresión despectiva, como si se riera de un francés que no conociera a Napoleón o de un norteamericano que no conociera a Washington, y me dijo con sarcasmo:
-¿Te has olvidado de mí? Claro, somos muy poca cosa para ti…
-De ninguna manera… Yo… -dije, aterrado, poniéndome de pie.
-Entonces, déjame decirte. Hermano Xun, tienes dinero, y mudar las cosas es un problema. ¿Para qué quieres estos vejestorios de madera? Déjame que me los lleve. Nosotros somos una familia humilde, nos viene bien.
-No tengo dinero. Tengo que vender estas cosas, además…
-Ay, ay, ay, ¿tienes un puesto de funcionario y dices que no eres rico? Seguro tienes tres concubinas y cada vez que sales de tu casa te haces llevar en palanquín por ocho personas. ¿Insistes con que no eres rico? No puedes ocultarme nada.
Sabía que era inútil decir cualquier cosa, así que cerré la boca y me quedé ahí, en silencio.
-Ay, ay, ay, es así, cuanto más dinero tienen menos quieren soltar. Cuanto menos quieren soltar, más dinero tienen.
El compás dio la vuelta, enojado, y continuó murmurando mientras se dirigía lentamente hacia afuera. Al pasar agarró unos guantes de mi madre, que se metió en el bolsillo, y salió.
Después también hubo parientes cercanos y lejanos que vinieron a visitarme. Yo tenía que hacer de anfitrión y encontrar a la vez el tiempo para armar nuestro equipaje. Así pasaron tres o cuatro días.
Un tarde muy fría, después del almuerzo, estaba sentado tomando té cuando me pareció que alguien entraba y me di vuelta para ver. Sorprendido, me levanté en el acto y me adelanté para recibirlo. Era Runtu. Lo había reconocido inmediatamente, pero a la vez no era el mismo de mi memoria. Era el doble de tamaño, y el rostro redondo y colorado se había vuelto de un color de ceniza amarilla y mostraba ahora unas arrugas profundas. También teníalos ojos hinchados igual que su padre, algo típico, yo sabía, de quienes cultivan la tierra junto al mar, donde todo el día sopla el viento marino. Sobre la cabeza tenía un gorro de fieltro; llevaba puesta ropa de algodón muy delgada y le temblaba todo el cuerpo; tenía en la mano un paquete y una larga pipa. Esa mano no era la mano viva y regordeta que yo recordaba sino una mano gruesa, tosca y rajada, como corteza de pino.
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Estaba muy excitado pero no sabía qué hacer, así que dije apenas:
-¡Ah! Hermano Runtu, ¿viniste?….
Torcaza, pez saltarín, caracoles, turón: una cadena sin fin de palabras brotó en ese momento de mi pecho, pero algo las trababa, las palabras se arremolinaban en mi cabeza sin encontrar salida.
Se quedó parado y en su rostro apareció una mezcla de placer y tristeza. Movió los labios pero la voz no salió. Su postura, finalmente, se hizo respetuosa y exclamó:
-Señor…
Me atravesó como un escalofrío. Entendí de golpe que entre nosotros se había levantado un triste y grueso muro. Yo tampoco supe qué decir.
Volteó la cabeza y dijo:
-Shuisheng, hazle una reverencia al señor -y arrastró a un niño que se ocultaba detrás de él. Era como el Runtu de veinte años atrás, sólo que más amarillo y flaco, y sin el collar de plata en el cuello-. Este es mi quinto hijo, casi no ha salido de casa, es algo asustadizo.
Mi madre y Hong’er bajaron, tal vez habían escuchado las voces.
-Señora, recibí la carta hace tiempo. Me puso contento saber que el señor volvía… -dijo Runtu.
-Ah, ¿a qué viene tanta formalidad? ¿Acaso no se trataban mutuamente de hermanos? Como antes, hermano Xun -dijo mi madre jovialmente
-Ah, la señora realmente… Hay que respetar las normas. En ese entonces éramos chicos, no entendíamos… -mientras decía esto, Runtu llamaba a Shuisheng para que viniera a saludar, pero el niño se mantenía tímidamente pegado a su espalda.
-¿Es Shuisheng? ¿El quinto? Somos desconocidos para él, es normal que tenga miedo. Que vaya a pasear con Hong’er -dijo mi madre.
Al escuchar esto, Hong’er llamó a Shuisheng, que se fue con él tranquilamente. Mi madre le pidió a Runtu que se sentara, este dudó un segundo y al fin se sentó, apoyó la pipa en un costado de la mesa y entregó el paquete, diciendo:
-En invierno no hay mucho. Estos porotos han sido secados en casa. Por favor, señor…
Le pregunté acerca de su situación. Él se limitó a sacudir la cabeza.
-Muy difícil. El sexto hijo también ayuda a veces, pero nunca alcanza para comer… Y además, no es justo… De todos lados piden dinero, no hay reglas… La cosecha encima ha sido mala. Si uno cosecha algo y quiere venderlo, siempre tiene que pagar tributo varias veces, termina perdiendo plata; si no vende, la cosecha se pudre…
Sacudía sin parar la cabeza. Las arrugas que le cruzaban el rostro estaban fijas, como las de una estatua. Tal vez lo que sentía era amargura, pero no encontraba las palabras. Se calló un instante, y en seguida agarró la pipa y se puso a fumar silenciosamente.
Mi madre le hizo algunas preguntas. Supimos que en su casa estaban con mucho trabajo y debía volver al día siguiente; además, no había comido. Le dijo que se preparara algo en la cocina.
Salió, y mi madre y yo nos quedamos suspirando acerca de su situación. Muchos hijos, hambre, impuestos gravosos, soldados, bandidaje, funcionarios, terratenientes: en medio de esas condiciones tan duras, él era como una marioneta. Mi madre me dijo: todo lo que no nos llevemos podemos ofrecérselo a él. Que él decida si lo quiere o no.
A la tarde eligió algunas cosas: dos mesas largas, cuatro sillas, un incensario y un candelera, además de una balanza. También quiso la ceniza, pues la costumbre en nuestra zona era quemar los tallos de la planta para cocinar el arroz, y la ceniza se podía usar de abono. Se la llevaría en un bote luego de nuestra partida.
Por la noche seguimos conversando un poco de todo, cosas sin importancia; a la mañana siguiente se fue, llevándose a Shuisheng.
Pasaron nueve días, llegó la fecha de la partida. Runtu vino temprano a la mañana, sin Shuisheng, sólo con una niña de cinco años que cuidaba el bote. Estuvimos atareados a lo largo de todo el día, y ya no hubo tiempo para hablar. Los visitantes eran numerosos: estaban quienes venían a despedirse, quienes a llevarse a cosas, quienes a despedirse y a llevarse cosas. Hacia el anochecer, cuando subimos al barco, la vieja casa había sido vaciada de todo objeto, pequeño y grande.
A medida que nuestro barco avanzaba, en el crepúsculo, las montañas verdes a ambos lados del río se alejaban detrás nuestro, cubiertas por un manto negro. Hong’er y yo estábamos junto a la ventana, mirando el paisaje borroso. De repente dijo:
-¿Cuándo volveremos, tío?
-¿Volver? ¿Todavía no te has ido y ya piensas en volver?
-Es que Shuisheng me ha invitado a ir a su casa a jugar -sus grandes ojos negros se abrieron aún más, soñadores.
Con una sensación de impotencia, mi madre y yo hablamos nuevamente de Runtu. Mi madre dijo que la señora Yang había venido todos los días desde que el equipaje estuvo listo. Dos días antes, había encontrado una decena de platos debajo de la pila de ceniza, y luego de una discusión aseguró que Runtu los había enterrado ahí para llevárselos junto con la ceniza. Orgullosa de su descubrimiento, agarró el comedor de gallinas y salió corriendo (este era un artefacto que usábamos en nuestra aldea para criar las gallinas, con una reja sobre un disco de madera, cargado con grano, de manera que la gallina puede meter el cuello a través de la reja y picotear, pero el perro no puede). Era sorprendente lo rápido que corría con esos pies tan pequeños.
La vieja casa se alejaba cada vez más de mí. El paisaje natal también iba quedando atrás poco a poco, pero yo no sentía nostalgia. Sólo sentía que a mi alrededor había, a mis cuatro costados, un muro invisible que me aislaba y me producía una sensación de ahogo; la silueta de ese pequeño héroe con su collar de plata sobre un campo de sandías, antiguamente tan nítida, se me había vuelto borrosa de golpe, y esto también me entristecía.
Mi madre y Hong’er se durmieron.
Me acosté escuchando el chapoteo del agua bajo el bote, y supe que estaba siguiendo mi camino. Pensé: Runtu y yo finalmente hemos quedado separados por un abismo, pero nuestros hijos todavía están unidos. ¿Acaso Hong’er no extraña de verdad a Shuisheng? Ojalá que ellos no sean como yo, que no terminen separados así… Pero tampoco deseo que, por estar juntos, tengan una vida amarga y a la deriva como la mía, ni una vida dura y embrutecida como Runtu; y tampoco deseo que tengan una vida dura y egoísta como otros. Deben tener una vida diferente, una vida no experimentada por nosotros.
Al pensar en la esperanza, de repente tuve miedo. Cuando Runtu había querido el incensario y el candelero, en mi fuero interno me reí de él, pensé que siempre necesitaba venerar algún ídolo, en ningún momento se olvidaba de hacerlo. ¿Pero mi esperanza no era como un ídolo que yo había fabricado con mis propias manos? La única diferencia era que, mientras lo que él deseaba era algo concreto, mi esperanza estaba puesta en algo lejano y sin contornos.
En la oscuridad se desplegó frente a mis ojos una playa verde junto al mar, con una luna redonda y dorada en el cielo azul. Pensé: de la esperanza no puede decirse que existe ni que no existe. Es como los caminos en la tierra; al principio no hay camino, pero luego, al andar muchas personas, el camino aparece.
Enero, 1921.
(De: Kong Yiji y otros cuentos. Selección y Traducción de Miguel Ángel Petrecca)