Las calabazas de la abuelita Weatherall

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Katherine Anne Porter

Libró su muñeca con elegancia de los regordetes y cuidadosos dedos del doctor Harry y se subió la sábana hasta la barbilla. Aquel mocoso debería llevar pantalones cortos. ¡Haciéndose el médico por toda la región con esas gafas que le caían en la nariz!

—Márchese ahora mismo, coja sus libros escolares y márchese. A mí no me ocurre nada.

El doctor Harry extendió su cálida manaza, como un almohadón, sobre su frente, donde una vena verde se bifurcaba, bailaba y le hacía temblar los párpados.

—Vamos, vamos, pórtese como una buena chica y dejaremos que se levante muy pronto.

—Ese no es modo de hablarle a una mujer que ronda los ochenta años sólo por estar en cama. Quisiera que respetara a sus mayores, joven.

—Bien, señorita, discúlpeme. —El doctor Harry le dio una palmadita en la mejilla—. Pero tengo que prevenirla, ¿verdad? Usted está hecha una maravilla, pero debe ser cuidadosa o no se sentirá bien y lo lamentará.

—No me diga cómo voy a sentirme. En este momento, moralmente hablando estoy de pie. Es Cornelia. Tuve que meterme en cama para librarme de ella.

Sentía los huesos sueltos, flotando dentro de la piel, y el doctor Harry también flotaba como un globo a los pies de la cama. Flotaba y se estiraba el chaleco mientras jugaba con sus gafas, que colgaban de un cordel.

—Bien, quédese donde está, sin duda eso no le hará daño alguno.

—Márchese y trátese su mareo —dijo la abuelita Weatherall—. Deje en paz a una mujer sana. Le llamaré cuando le necesite… ¿Dónde estaba usted hace cuarenta años, cuando pasé un edema y una pulmonía doble? Usted ni siquiera había nacido. ¡No se deje convencer por Cornelia! —gritó ella, pues el doctor Harry parecía flotar hacia el techo y afuera—. ¡Yo pago mis propias facturas y no gasto mi dinero en tonterías!

Quiso decirle adiós con la mano, pero le costaba demasiado moverse. Los ojos se le cerraron solos, como si hubieran echado una cortina oscura alrededor de la cama. La almohada se levantó y flotó debajo de ella, agradable como una hamaca mecida por la brisa. Oyó las hojas susurrando al otro lado de la ventana. No, alguien estaba haciendo ruido con el periódico; no, Cornelia y el doctor Harry estaban murmurando. Despertó, sobresaltada, pensando que cuchicheaban en su oído.

—¡Nunca ha estado así, nunca!

—Bien, ¿qué cabe esperar?

—Sí, ochenta años…

Bien, ¿y qué más daba? Todavía tenía oídos. Era muy propio de Cornelia murmurar tras las puertas. Siempre guardaba los secretos de esa manera tan pública. Siempre actuaba con tacto y cariño. Cornelia era sumisa; ahí radicaba su problema. Sumisa y bondadosa.

—Tan buena y sumisa —dijo la abuelita— que me gustaría darle un azote.

Se vio a sí misma dándole a Cornelia un buen azote.

—¿Qué dices, madre?

La abuelita sintió que el rostro se le inmovilizaba en tensos nudos.

—¿Ahora resulta que no se puede ni pensar?

—Creí que necesitabas algo.

—Necesito. Necesito un montón de cosas. La primera, que te marches y no andes murmurando.

Se tumbó del todo y se adormeció; en sus sueños deseó que los niños se quedaran fuera y la dejaran descansar un minuto. Había sido un día largo. No es que estuviera cansada. Siempre se agradecía disponer de un ratito de vez en cuando. Siempre había tanto que hacer… veamos: mañana…

Mañana aún estaba lejos y no había nada de que preocuparse. Las cosas se solucionarían de alguna manera en su momento; gracias a Dios, siempre había un pequeño margen para la paz, entonces una persona podía desplegar su plan de vida y ribetearlo con cuidado. Era bueno tenerlo todo limpio y guardado, con los cepillos para el pelo y los frascos de tónicos dispuestos sobre el lino blanco bordado, el día comenzaba sin alborotos, con los estantes de la despensa llenos de hileras de tarros de jalea, botes marrones y jarros de porcelana blanca pintados con arabescos y palabras azules: café, té, azúcar, jengibre, canela y especias, y con el reloj de bronce con el león encima, sin una pizca de polvo. ¡El polvo que ese león podía acumular en veinticuatro horas! La caja en el desván con todas aquellas cartas atadas; bien, tendría que ocuparse de eso al día siguiente. Todas aquellas cartas —las cartas de George, las cartas de John y las cartas que ella les había escrito a los dos—, abandonadas allí para que en cualquier momento los niños terminaran encontrándolas, la incomodaban. Sí, al día siguiente lo resolvería. No servía de nada que se enteraran de lo tonta que había sido hacía años.

Al hurgar en su mente, se topó con la muerte y la percibió viscosa y extraña. Había pasado tanto tiempo preparándose para la muerte que no había necesidad de traerla de nuevo a colación. Eso sucedería y punto. A los sesenta años se había sentido tan vieja y acabada, que no paró de viajar para despedirse de sus hijos y sus nietos, con un secreto en el alma: ¡Esta es la última vez que veis a vuestra madre, hijos! Entonces redactó su testamento y tuvo que guardar cama a causa de la fiebre. Al final no fue más que una sospecha, como tantas ideas suyas, si bien salió bien parada; de una vez por todas y durante mucho tiempo dejó de lado la idea de morir. En aquel momento ya no podía preocuparse. Esperaba ser más sensata. Su padre había vivido hasta los ciento dos años. Bebió un vasito de fuerte ponche caliente en su último cumpleaños. Le dijo a los periodistas que era una de sus costumbres diarias y la razón de su longevidad. Levantó bastante revuelo y se alegró mucho de que así fuera. Pensó en importunar un poco a Cornelia:

—¡Cornelia, Cornelia! —No hubo pasos, sino una inesperada mano sobre su mejilla—. Bendita seas, ¿dónde estabas?

—Aquí, madre.

—Bien, Cornelia, quiero un vasito de ponche caliente.

—¿Tienes frío, cariño?

—Estoy helada, Cornelia. Estar encamada dificulta la circulación. Debo de habértelo dicho más de cien veces.

Bien, ya oía a Cornelia diciéndole a su marido que su madre se estaba poniendo un poco infantil y tenían que mimarla. Lo que más le molestaba era que su hija creyera que estaba sorda, muda y ciega. A su alrededor y sobre su cabeza, miradas y fugaces e impacientes gestos casi inapreciables decían: «No hay que contrariarla, que haga lo que quiera, tiene ochenta años», y ella allí sentada como si viviera en una caja de finísimo cristal. A veces, la abuelita sentía la tentación de hacer el equipaje y regresar a su propia casa, donde nadie pudiese recordarle a cada minuto que era vieja. ¡Tú espera, Cornelia, y verás muy pronto a tus propios hijos murmurando a tus espaldas!

En su día, había mantenido una casa mejor y había trabajado más. Aún no era demasiado vieja para que Lydia condujera ciento veinte kilómetros a fin de pedirle consejo cuando uno de los niños se descarriaba o para que Jimmy se dejara caer por allí y conversara con ella: «Y ahora, mami, tú que tienes tan buena cabeza para los negocios, quiero saber qué piensas de esto…». Vieja. Cornelia ni siquiera era capaz de cambiar los muebles de lugar sin consultárselo. ¡Monísimos, monísimos! Eran tan encantadores de niños. La abuelita deseaba que volvieran los viejos tiempos, cuando sus hijos eran pequeños y estaba todo por hacer. Le había exigido mucho esfuerzo, pero ella pudo con todo. Cuando pensaba en la cantidad de comida que había cocinado, en toda la ropa que había cortado y cosido y en todos los jardines que había cuidado… Bien, sus hijos eran la prueba de todos sus esfuerzos: allí estaban, ella los había sacado adelante y nadie podía quitarle eso. A veces deseaba volver a ver a John para mostrárselos y decir: «Y bien, no lo he hecho tan mal, ¿verdad?». Pero ese encuentro tendría que esperar. Lo dejaba para el día siguiente. Solía pensar en él como en un hombre, pero sus hijos ya eran mayores que su padre, y él parecería un niño a su lado. Esa idea resultaba extraña y errónea; seguramente él no la reconocería. Una vez ella había cercado cuarenta hectáreas, cavando los agujeros para los postes y sujetando los alambres con la única ayuda de un muchacho negro. Esas experiencias cambiaban a cualquier mujer. John buscaría a una mujer joven con peineta en el pelo y abanico pintado. Cavar agujeros para postes cambiaba a cualquier mujer. Otra cosa era cabalgar por caminos rurales en invierno cuando las mujeres parían sus bebés, pasar noches en vela con caballos enfermos, con negros enfermos y niños enfermos sin perder casi nunca a ninguno. ¡John, no perdí a casi ninguno! John lo vería enseguida, John podría comprenderlo, ¡ella no tendría que explicar nada más!

Aquella imagen la hizo sentir como si se arremangara y pusiera todo en orden otra vez. Por más que Cornelia hubiese decidido estar en todas partes al mismo tiempo, había muchísimas cosas por hacer. Comenzaría al día siguiente y las haría. Era bueno tener fuerzas para todo, aun cuando todo lo que se haga se desvanezca y cambie y se escape de las manos de tal modo que, en el momento de terminar, casi haya olvidado la finalidad de su trabajo. ¿Qué era lo que me proponía hacer?, se preguntó intensamente, pero no logró recordarlo. Una niebla se levantó sobre el valle, cruzó el arroyo, se tragó los árboles y subió la colina como un ejército de fantasmas. Pronto estaría en la linde más cercana del huerto, ya era hora de entrar y encender las lámparas. Entrad, niños, no os quedéis fuera, expuestos al relente.

Encender las lámparas había sido hermoso. Los niños se apretaban contra ella y respiraban como terneros esperando en los establos en el crepúsculo. Sus ojos seguían la cerilla y observaban la llama elevarse y estabilizarse luego en una curva azul; entonces se apartaban de ella. La lámpara estaba encendida, ya no debían tener miedo ni colgarse de las faldas de su madre. Nunca, nunca, nunca más. Dios mío, por toda mi vida, te doy gracias. Sin ti, Dios mío, no hubiera podido hacerlo nunca. Ave María, llena eres de gracia.

Quiero que recojáis toda la fruta este año y que vigiléis que no se desperdicie nada. Siempre hay alguien que puede necesitarlo. No permitáis que las cosas buenas se pudran por falta de uso. Desperdiciáis vida cuando desperdiciáis buena comida. No permitáis que las cosas se pierdan. Es amargo perder cosas. Y ahora no me dejéis pensar, no cuando estoy cansada y echo una cabezada antes de cenar…

La almohada se elevó alrededor de sus hombros, le apretó la cabeza y le fue extrayendo los recuerdos: «Oh, quitadme la almohada»; alguien: «La asfixiaría si tratara de sujetarla». Soplaba una brisa tan fresca y era tan verde aquel día tranquilo, pero, de todos modos, él no se había presentado. ¿Qué hace una mujer cuando se ha puesto el velo blanco y ha preparado su tarta de novia para su hombre, y él no aparece? Trató de recordar. No, juro que él nunca me hizo daño, salvo aquella vez… Nunca me hizo daño, salvo aquella vez… ¿Y qué más daba? Aquel día, el día, pero un remolino de humo negro se levantó y cubrió todo, se deslizó e invadió el brillante campo donde habían plantado con sumo cuidado en hileras ordenadas. Aquello era el infierno, ella supo que era el infierno cuando lo vio. Durante sesenta años había rogado no recordarlo y no perder su alma en el profundo pozo del infierno, pero entonces las dos escenas estaban mezcladas en una y el recuerdo de él era una nube de humo del infierno, que avanzaba e invadía su cabeza después de haberse librado del doctor Harry y tratar de descansar un minuto. Vanidad herida, Ellen, dijo una voz aguda en lo alto de su mente. No permitas que tu vanidad herida te domine. A muchas muchachas les dan calabazas. A ti te dieron calabazas, ¿verdad? Así que supéralo. Sus párpados vacilaron y dieron paso a serpentinas de luz gris azulada como papel de seda sobre sus ojos. Debía levantarse para bajar las persianas o nunca dormiría. Otra vez se encontraba en la cama, pero las persianas no estaban bajas. ¿Cómo podía ser? Mejor volverse, esconderse de la luz, pues dormir con luz trae pesadillas. «Madre, ¿cómo te sientes ahora?», y sintió una punzante humedad en la frente. ¡Pero a mí no me gusta que me laven la cara con agua fría!

¿Hapsy? ¿George? ¿Lydia? ¿Jimmy? No, era Cornelia, y sus rasgos estaban hinchados y llenos de pequeñas charcas. «Ya vienen, querida, todos estarán aquí pronto.» Ve a lavarte la cara, niña, estás ridícula.

En vez de obedecer, Cornelia se arrodilló y puso la cabeza en la almohada. Parecía estar hablando pero no emitía sonido alguno. «Bien, ¿te han atado la lengua? ¿De quién es el cumpleaños? ¿Vas a dar una fiesta?»

La boca de Cornelia no paraba de moverse describiendo extrañas formas.

—No hagas eso, me molesta, hija.

—¡Oh, no, madre! ¡Oh, no…!

Tonterías. Era raro lo que ocurría con los niños. Te discutían cada palabra.

—¿No qué, Cornelia?

—Aquí está el doctor Harry.

—No quiero volver a ver a ese muchacho. Se ha marchado hace cinco minutos.

—Eso ha sido esta mañana, madre. Ahora es de noche. Aquí está la enfermera.

—Soy el doctor Harry, señora Weatherall. ¡Nunca la he visto tan joven y feliz!

—¡Ah! Nunca volveré a ser joven… pero sería feliz si me dejaran descansar en paz.

Creía haber hablado en voz alta, pero nadie respondió. Un cálido peso sobre su frente, un brazalete cálido en su muñeca y una brisa susurrante, tratando de decirle algo. Un movimiento de hojas en la mano eterna de Dios, Él sopló sobre ellas y bailaron y crepitaron. «Madre, no te preocupes, vamos a ponerte una pequeña inyección.» «Mira, hija, ¿cómo es que hay hormigas en esta cama? Ayer vi hormigas rojas.» ¿Habéis llamado a Hapsy también?

Era Hapsy a quien de verdad quería tener a su lado. Tuvo que hacer un largo camino de regreso a través de muchísimas habitaciones para encontrar a Hapsy de pie con un bebé en sus brazos. Sentía que ella era también Hapsy y que el bebé en brazos de Hapsy era la misma Hapsy y ella misma, todo a la vez, y aquel encuentro no le sorprendía. Entonces Hapsy se desvaneció en su interior y se volvió transparente como una gasa gris y el bebé se convirtió en una sombra en la gasa, y Hapsy se acercaba y decía: «Creía que no llegarías nunca —y mirándola inquisitivamente, añadía—: ¡No has cambiado nada!». Se inclinaban para besarse cuando Cornelia comenzó a murmurar desde muy lejos: «Oh, ¿hay algo que quieras decirme? ¿Puedo hacer algo por ti?».

Sí, transcurridos sesenta años había cambiado de idea: le gustaría ver a George. Quiero que encuentres a George. Encuéntralo y asegúrate de decirle que le he olvidado. Quiero que sepa que tuve un marido y unos hijos y mi casa, como cualquier otra mujer. Una buena casa, por cierto, y un buen marido al que amé y que me dio hermosos hijos. Aún mejor de lo que yo esperaba. Dile que me devolvieron todo lo que él me quitó y mucho más. Oh, no, oh, Dios, no; había algo además de la casa y el hombre y los niños. ¿Seguro que ellos no lo eran todo? ¿Qué era? Algo que no le devolvieron… Su aliento se agolpó bajo las costillas y creció hasta ser una monstruosa forma terrorífica con bordes filosos, se abrió paso hasta su cabeza y la agonía fue increíble: «Sí, John, llama al doctor, no hablemos más, mi hora ha llegado».

Cuando esta naciera, debía ser la última. La última. Debería haber sido la primera, porque era la que ella había deseado de verdad. Todo llegó a su tiempo. No se olvidó de nada, ni nada dejó atrás. Era fuerte, así que en tres días se habría recuperado. Incluso estaría mejor. Una mujer necesita tener leche en su seno para estar sana.

—Madre, ¿me oyes?

—Te he estado diciendo…

—Madre, el padre Connolly está aquí.

—Comulgué la semana pasada. Dile que no soy tan pecadora.

—El padre solamente quiere hablar contigo.

Podía hablar todo lo que quisiera. Era muy propio de él ir a preguntar por su alma como si fuera un bebé de meses y luego quedarse a tomar una taza de té o a jugar una partida de naipes y chismorrear. Siempre tenía alguna anécdota divertida que contar, generalmente sobre un irlandés que cometía pequeños errores y los confesaba; la gracia consistía en alguna tontería que soltaba en el confesonario, donde expresaba la lucha que sufría en su interior entre la piedad natural y el pecado original. La abuelita tenía la conciencia tranquila respecto a su alma. Cornelia, ¿qué modales son esos? Ofrécele una silla al padre Connolly. Ella se entendía muy bien en secreto con unos cuantos santos favoritos que le allanarían el camino directo hacia Dios. Tenía todo tan bien atado como los documentos de las nuevas quince hectáreas. Para siempre… herederos y cesionarios para siempre. Desde el día en que el pastel de boda no fue cortado por los novios, sino que se tiró y se desperdició. El mundo se desfondó completamente y allí estaba ella, ciega y sudando, sin nada bajo sus pies y con los muros desmoronándose. La mano de él la había sostenido por debajo del pecho, ella no había caído, estaba el suelo recién encerado con la alfombra verde, como antes. Él había maldecido como el loro de un marinero y amenazó diciendo: «Le mataré por ti». No le pongas la mano encima, por mí, déjale algo a Dios. «Ahora, Ellen, debes creer lo que te digo…»

Así que no había nada, nada más de lo que preocuparse, excepto que a veces durante la noche uno de los niños chillaba en medio de una pesadilla, haciendo que los dos se dieran prisa temblando y buscando las cerillas y gritando: «¡Espera un minuto, aquí estamos!». John, trae al doctor, era el turno de Hapsy. Pero allí estaba Hapsy de pie junto a la cama con una cofia blanca. «Cornelia, dile a Hapsy que se quite la cofia. No la veo bien.»

Sus ojos se abrieron de par en par y la habitación le pareció un cuadro que recordaba haber visto en alguna parte. Colores oscuros con las sombras elevándose hacia el techo mediante largos ángulos. La alta cómoda negra relucía sin más detalles encima que una fotografía de John, ampliación de otra pequeña, con los ojos muy negros cuando debían haber sido azules. Usted nunca le ha visto, ¿cómo sabe qué aspecto tenía? Pero el hombre insistía en que la copia era perfecta, rica en matices y elegante. Como fotografía, sí, pero no es mi marido. En la mesa junto a la cama había una colcha de lino, una vela y un crucifijo. La luz era azul porque se filtraba por las pantallas de seda de Cornelia. Eso no era luz, en absoluto, sólo perifollos. Uno tiene que vivir cuarenta años con lámparas de petróleo para poder apreciar la electricidad. Se sintió muy fuerte y vio al doctor Harry con un halo rosado alrededor.

—Parece usted un santo, doctor Harry, y juro que jamás estará tan cerca de serlo.

—Está diciendo algo.

—Te he oído, Cornelia. ¿Qué es todo ese jaleo?

—El padre Connolly dice…

La voz de Cornelia vacilaba y parecía dar batacazos como un carro por un camino accidentado. Doblaba las esquinas y regresaba y no llegaba a ninguna parte. La abuelita subió al carro ágilmente y buscó las riendas, pero había un hombre sentado junto a ella y ella le reconoció por las manos, que conducían el carro. No le miró a la cara, porque sabía sin verle; en su lugar contempló el camino, donde los árboles se inclinaban y se hacían reverencias y miles de pájaros cantaban una misa. Sintió ganas de cantar también ella, pero se llevó la mano a la pechera del vestido y sacó un rosario. El padre Connolly murmuraba algo en latín con una voz muy solemne y le hizo cosquillas en los pies. Dios mío, déjese de esa tontería. Soy una mujer casada. ¿Qué importa que él se haya ido y me haya dejado sola ante el cura? Encontré otro mundo mucho mejor. No habría cambiado a mi marido por nadie que no fuese san Miguel en persona, pueden decírselo de mi parte y además darle las gracias.
La luz estalló sobre sus párpados cerrados y un profundo rugido la sacudió. Cornelia, ¿hay relámpagos? Oigo los truenos. Va a haber tormenta. Cierra todas las ventanas. Llama a los niños… «Madre, aquí estamos, todos.» «¿Eres tú, Hapsy?» «Oh, no, soy Lydia. Hemos venido en cuanto nos ha sido posible.» Sus rostros flotaban, acercándose y alejándose de ella. El rosario cayó de sus manos y Lydia lo devolvió a su sitio. Jimmy trató de ayudar, sus manos se encontraron y la abuelita cerró dos dedos en torno del pulgar de Jimmy. No son las cuentas del rosario, debe de ser algo vivo. Estaba tan asombrada que sus pensamientos daban vueltas y vueltas. Entonces, mi querido Señor, me estoy muriendo y yo ni siquiera he pensado en la muerte. Mis hijos han venido a verme morir. Pero no puedo, todavía no ha llegado mi hora. ¡Oh, siempre he odiado las sorpresas! Quería dar a Cornelia el juego de amatistas. Cornelia, tú tendrás el juego de amatistas, pero Hapsy puede usarlo cuando quiera. Doctor Harry, cállese. Nadie le mandó llamar. ¡Oh, mi querido Señor, espera un minuto! Quería hacer algo respecto a las quince hectáreas; Jimmy no lo necesita, y con ese inútil marido suyo Lydia lo necesitará más adelante. Quería terminar el mantel del altar y enviar seis botellas de vino a la hermana Borgia para su dispepsia.
Deseo enviar seis botellas de vino a la hermana Borgia, padre Connolly, recuérdemelo.

La voz de Cornelia se desviaba bruscamente, volcaba y se estrellaba.

—¡Oh, madre, oh, madre, oh, madre…!

«No me voy, Cornelia. Me ha pillado por sorpresa. No puedo irme.»

Volverás a ver a Hapsy. ¿Qué hay de ella? «Creí que no llegarías nunca.» La abuelita hizo un largo viaje, buscando a Hapsy. ¿Y si no la encuentro? Entonces, ¿qué? Su corazón se hundía más y más, no había fondo en la muerte, no podía llegar al final. La luz azul de la pantalla de Cornelia se redujo a un minúsculo punto en el centro de su cerebro. Parpadeó y pestañeó como si fuera un ojo, serenamente vaciló y se consumió. La abuelita yacía hecha un ovillo, asombrada y alerta, con la mirada fija en el punto de luz que era ella misma; su cuerpo ya no era más que un montón de sombras más profundas en una oscuridad infinita; esa oscuridad rodearía la luz y se la tragaría. ¡Dios, dame una señal!

Por segunda vez no hubo señal. De nuevo sin novio y el cura en la casa. No podía recordar ninguna otra pena porque aquel dolor las borraba todas. Oh, no, no hay nada más cruel que eso… nunca lo perdonaré. Se estiró con un profundo suspiro y apagó la luz.

(De Cuentos completos, Lumen. Traducción de Adriana Bo, Toni Hill)