Las políticas de la contrainsurgencia, del regreso de Perón al Proceso
[En la categoría Textos Recobrados publicamos textos de distintos orígenes y autores que por alguna razón (histórica, periodística, artística, académica, etc.) a nuestro criterio merecen una relectura]
Capítulo 9 de Historia de las clases populares en la Argentina desde 1880 hasta 2003.

Las políticas de la contrainsurgencia, del regreso de Perón al Proceso
La «primavera camporista» duró sólo 49 días. Pocos imaginaron que sería el propio Perón el encargado de desactivar el giro a la izquierda que venía experimentando la sociedad argentina. Desde el mismo día en que regresó al país se notaron signos de que, contrariamente a sus declaraciones de los últimos tiempos, no tenía ninguna intención de permitir que la tendencia revolucionaria de su movimiento siguiera creciendo. El 20 de junio de 1973 una multitud que se calcula en más de un millón de personas se congregó en el aeropuerto de Ezeiza para recibir al viejo líder. Se trató de la concentración más grande en la historia del país; aproximadamente la mitad de los presentes se habían movilizado detrás de las banderas de la JP y otras de la Tendencia. Pero lo que debió ser una fiesta se convirtió en una masacre. Grupos peronistas de derecha se reservaron el lugar más cercano al palco desde el que hablaría Perón. Comandados y financiados por funcionarios cercanos al propio Perón, se proponían evitar que los grupos de la Tendencia coparan el espacio más próximo al líder. Cuando estos comenzaron a aproximarse, abrieron fuego sin previo aviso, con el resultado de, al menos, 13 muertos y más de 360 heridos. Los malos presagios no terminaron allí. Cámpora pronto tuvo que renunciar y se convocaron nuevas elecciones que, el 23 de septiembre, dieron la victoria a Perón por un abrumador 62% de los votos. Su esposa, María Estela Martínez («Isabelita») lo acompañó como vicepresidente, según proponía el ala derecha de la rama política del partido, que carecía de base social pero ocupó un lugar de creciente influencia. La dirigencia de la CGT —que, irónicamente, se volvió cada vez más «verticalista» a medida que Perón se fue mostrando bien dispuesto a sacarle las dos espinas que tenía clavadas en los pies, la guerrilla y el clasismo— esta vez tuvo una participación central en la campaña. Como compartían los mismos enemigos, la burocracia sindical se acercó a los pequeños grupos de la derecha peronista, con los que comenzó a actuar coordinadamente. Por su parte, desde sus discursos Perón se ocupó de dejar en claro que era necesario generar «anticuerpos» para eliminar del movimiento a los sectores más radicalizados. A días de que asumiera la presidencia, la Policía allanó las principales librerías porteñas y secuestró libros de autores izquierdistas. También desde muy temprano y en varias oportunidades Perón hizo desplantes públicos a referentes y manifestaciones de la Tendencia, especialmente después de que en septiembre los Montoneros asesinaron a Rucci, secretario general de la CGT, uno de los jefes de la derecha peronista y estrecho colaborador del líder. Los llamados a la «purga» que lanzó entonces coincidieron con la reconciliación del general con las Fuerzas Armadas y con la formación de un nuevo grupo parapolicial, el más poderoso de todos: la Alianza Anticomunista Argentina o «Triple A», liderada por el secretario personal y ministro de Bienestar Social de Perón, José López Rega, y por Alberto Villar, designado jefe de la Policía Federal (nunca se probó que el propio Perón hubiera avalado su creación, pero hay indicios que apuntan en ese sentido). Desde fines de 1973 y durante los siguientes dos años, la Triple A asesinó a referentes de la izquierda —tanto marxistas como peronistas— en un número difícil de establecer, pero que como mínimo se sitúa en los 500, pudiendo haber superado los 1500 o incluso 2000. Además, amenazaron y forzaron a renunciar a sus cargos o a emigrar a muchos otros.
En enero de 1974 el ERP intentó el copamiento de una guarnición militar, lo que no hizo sino empeorar la disposición antiizquierdista de Perón, quien promovió la aprobación de legislación represiva como la que, desde marzo, prohibió toda actividad política en las universidades. Ese mismo mes una manifestación del Movimiento Villero Peronista fue severamente reprimida; la muerte de un villero en esa ocasión fue sucedida, en mayo, por el asesinato del cura Carlos Mugica a manos de la Triple A, un golpe del que el movimiento no pudo recuperarse. Además, Perón obligó a renunciar a varios gobernadores cercanos a la Tendencia, y a todos los diputados que respondían a ella. La ruptura con los Montoneros —que se resistían a creer que el propio líder estuviera favoreciendo la destrucción de su poderío— finalmente llegó en el acto de celebración del 1° de mayo. Ese día se explicitaron, en la guerra de cánticos, las profundas diferencias del movimiento: mientras unos coreaban «Perón, Evita la patria socialista», otros reemplazaban el final por «la patria peronista». Las columnas de la Tendencia terminaron de sacar a Perón de sus casillas cantando «Qué pasa general/ está lleno de gorilas el gobierno popular», a lo que el líder respondió tratándolos de «estúpidos» e «imberbes». Proferidos los insultos, los cerca de sesenta mil manifestantes que había aportado la Tendencia se retiraron de Plaza de Mayo, dejando expuesta la ruptura del movimiento.
El movimiento obrero y las luchas antiburocráticas
El corrimiento a la derecha y el giro represivo del gobierno de Perón no obedecía sólo a su disgusto por las acciones de las organizaciones izquierdistas. Como mar de fondo se encontraban las crecientes dificultades económicas, similares en más de un sentido a las que habían marcado el final de su segunda presidencia. En parte gracias al contexto político, Gelbard —a quien Perón mantuvo en el manejo de la economía— había conseguido inicialmente evitar que los empresarios generaran inflación para contrarrestar las subas de salarios que obtuvieron los trabajadores. El acuerdo era, sin embargo, muy endeble. En 1974 un contexto internacional desfavorable por el alza del precio del petróleo comenzó a golpear la economía argentina. Como la recesión a nivel mundial vino acompañada de inflación, los empresarios que utilizaban bienes importados redoblaron sus presiones para acabar con el congelamiento de precios. Y como el gobierno fue cediendo y autorizando subas, eso inevitablemente repercutió en mayores demandas de aumento salarial, en un círculo vicioso que fue erosionando día tras día el pacto.
El Pacto Social establecía que los salarios sólo serían revisados una vez por año únicamente de acuerdo con los incrementos en las tasas de productividad. Pero la victoria electoral dio lugar a una oleada de intensas luchas fabriles que, ahora sí, se hicieron sentir con especial fuerza en el Gran Buenos Aires. Acatando el pacto firmado, estos conflictos no reclamaron inicialmente aumentos salariales, sino solamente mejoras en las condiciones de trabajo y reincorporación de despedidos. Pero también exigieron con frecuencia la reclasificación de tareas, que en los hechos implicaba aumentos salariales. Así, aun respetando formalmente el pacto social, los obreros se las arreglaban para traducir la victoria electoral en mejoras en sus ingresos. Todo esto, claro está, de espaldas a la burocracia sindical que, fiel a Perón, se había comprometido a garantizar la clausura de la discusión salarial. Como la burocracia intentaba contener los reclamos, se multiplicaron en esta época los conflictos en los que las bases desbordaban a los dirigentes. Con frecuencia asumieron la forma conocida como «huelga salvaje»: luchas autoorganizadas, con métodos de acción directa (incluyendo la toma de rehenes o la disposición de tanques con líquidos inflamables alrededor de una fábrica como autodefensa), que desafían las leyes del Estado y las direcciones sindicales. Estas pequeñas rebeliones fabriles formaron parte de un clima de radicalización del movimiento obrero que le fue otorgando un mayor poder a los órganos de base, como las comisiones internas, cuerpos de delegados y comités de huelga. Desde estos órganos, en ocasiones consiguieron formar listas «antiburocráticas» que compitieron exitosamente en algunas elecciones gremiales. Tal como había sido el caso en Córdoba, en estas listas y órganos de base se hicieron un lugar dirigentes de izquierda, no sólo peronistas, sino también marxistas. Aunque el movimiento obrero no cuestionaba el liderazgo de Perón, estas luchas continuaban con la tendencia a trascender el horizonte político del peronismo, al menos tal como existía entonces, además de contribuir a erosionar el pacto social de manera molecular. Y no sólo eso: el clima de mayor radicalización amenazaba con ampliar el horizonte de lo posible también en otros sentidos. Desde mediados de 1974, por ejemplo, algunas luchas —como las de la Petroquímica Argentina situada en el Gran Rosario, o la Hilandería Olmos platense, o los ingenios Santa Lucía y Santa Ana en Tucumán— dieron lugar a inéditas experiencias de control obrero de la producción. En efecto, en esos casos los trabajadores decidieron tomar las plantas y continuar con el proceso productivo bajo su propia gestión, como modo de enfrentar un lock out o de cuestionar el poder de la patronal. Aunque breves y de alcances limitados, estas experiencias no dejaron de provocar preocupación en las clases dominantes. Por entonces se hizo notar también uno de los primeros reclamos por la protección de los derechos ambientales, que apuntó contra los ingenios Ledesma en Jujuy por la acumulación de montañas de residuos de caña que provocaban enfermedades respiratorias en la población adyacente.
Perón, que comprendía desde mucho antes que el poder que ganaban las bases obreras minaba el suyo propio (incluso si los obreros se declaraban peronistas leales), reaccionó ampliando las facultades de la burocracia y ayudándola de varias maneras a retener el control. Promovió así una reforma al Código Penal, aprobada en enero del 1974, para incluir como nuevos delitos la ocupación de fábricas o la «incitación a la violencia». A fines de 1973, también hizo aprobar una modificación de la Ley de Asociaciones Profesionales que, entre otras cosas, extendía los mandatos de los sindicalistas de dos a cuatro años y les otorgaba poderes ilimitados para anular cualquier medida tomada por las comisiones internas, cuerpos de delegados o regionales sindicales. Si lo deseaban podían incluso expulsar a un delegado por «inconducta gremial». Estas atribuciones fueron utilizadas dura y frecuentemente, lo que dio lugar a la intervención de varios sindicatos. La burocracia, sin embargo, no se valió tan sólo de herramientas legales. Durante 1974 fue acentuando cada vez más sus prácticas gangsteriles, empleando matones armados para amedrentar o violentar a trabajadores «díscolos» (incluso colaboró en ocasiones con los grupos parapoliciales). Así la burocracia, que desde hacía años venía desempeñando el papel de contención de la lucha obrera, asumió ahora un rol directamente represivo.
Por el momento, sin embargo, ni las atribuciones legales ni los métodos gangsteriles fueron siempre efectivos para desactivar las luchas de base. Acaso el ejemplo más notorio fue el del «Villazo» de marzo de 1974. La localidad santafesina de Villa Constitución, donde ocurrieron los hechos, era uno de los mayores polos metalúrgicos del país. Allí, la dirigencia de la Unión Obrera Metalúrgica había intervenido la regional del sindicato y pretendía expulsar a los delegados surgidos de una elección reciente que no la había favorecido. Ante esta situación, los trabajadores, reunidos en masivas asambleas, declararon la huelga, condimentada con toma de rehenes y barricadas con tanques de solvente listos para ser encendidos en caso de ataque. Pero eso no fue todo: de manera inesperada, los trabajadores de la ciudad se sumaron en solidaridad y pararon así los textiles, los portuarios, los maestros, los telefónicos, los bancarios, los municipales y los de los frigoríficos. Incluso el pequeño comercio cerró sus puertas en señal de apoyo. Las mujeres tuvieron un protagonismo muy visible, formando piquetes de huelga y organizando un fondo para sostener a los huelguistas. Finalmente la patronal y la burocracia tuvieron que ceder y el sindicato fue devuelto a los trabajadores. La victoria, que fue celebrada por más de ocho mil personas en el centro de la ciudad, ayudó también a consolidar las corrientes sindicales clasistas: los trabajadores de Villa Constitución formaron una CGT regional que quedó en manos de un dirigente de izquierda y convocaron a un encuentro nacional en el que se discutió la posibilidad de crear una Coordinadora Nacional antiburocrática (proyecto que naufragó porque la JP, que todavía no quería enfrentar a Perón, se opuso).
Pero no todas fueron victorias en estos meses. Las inéditas formas de lucha fueron pronto enfrentadas con inéditas formas de represión. No casualmente, fue en la revoltosa Córdoba donde se experimentó una salida dictatorial que presagiaba los tiempos venideros. Allí, la Unión Tranviarios Automotor había conseguido un aumento salarial del 40% que rebasaba los límites máximos establecidos en el pacto social. A raíz de ello Atilio López, dirigente de ese sindicato y vicegobernador de la provincia, fue expulsado de las 62 Organizaciones. Pero eso no fue todo. A finales de febrero de 1974 el jefe de la policía cordobesa, Domingo Navarro, encabezó un golpe de Estado en el que colaboraron grupos de choque de la burocracia sindical. Como resultado de este «Navarrazo» (así se lo conoció), el gobernador, que era cercano a la Tendencia, fue derrocado. Perón, lejos de condenar la acción y restituir al funcionario depuesto, decretó la intervención de la provincia, colocando como nuevo gobernador a un militar que puso en marcha una política de persecución y fuertemente represiva en contra del movimiento obrero. La dictadura se adueñaba así de una de las principales provincias del país.
Nada de esto alcanzaba, sin embargo, para contener la rápida erosión del pacto social. En un contexto de creciente presión inflacionaria, la gran negociación paritaria de 1974 fracasó a la hora de fijar niveles salariales que conformaran a trabajadores y empresarios. Acorralada entre dos fuegos, la CGT hacía malabares intentando obtener aumentos lo suficientemente modestos como para no poner en riesgo el pacto social, pero lo suficientemente altos como para que las bases del movimiento obrero no la sobrepasaran por completo. La situación amenazaba con salirse de control, a tal punto, que en junio Perón amenazó con renunciar. Tres semanas después, un paro cardíaco le provocaría la muerte.
El fallecimiento de Perón, el 1 de julio de 1974, a la edad de 78 años, conmovió a las clases populares como pocos acontecimientos de la historia nacional. Cientos de miles de personas se acercaron a saludar su féretro en el Congreso de la Nación. A pesar del curso que iba tomando su gobierno y de las crecientes dificultades del país, como a Evita, los más humildes lo lloraron sin consuelo.
Represión y ajuste económico
La muerte de Perón dejó al país sin el único dirigente con suficiente autoridad como para contener las explosivas tensiones sociales que venían acumulándose. Isabelita, carente de toda experiencia política, asumió la presidencia de la Nación, desde donde pronto fue blanco fácil de las presiones de la derecha y de la patronal. Los empresarios se lanzaron inmediatamente a la ofensiva (especialmente la Sociedad Rural, que forzó el abandono de todas las medidas programadas para gravar la renta de la tierra y combatir el latifundio). La CGT, por su parte, no encontró ya motivos para subordinarse al ala política del peronismo y volvió a su tradicional táctica de golpear primero para negociar después. Cuestionado por los empresarios y sin el apoyo sindical, Gelbard debió renunciar; con su alejamiento se puso fin al intento de concertación económica que había intentado Perón. El pacto social fue reemplazado por políticas que cada vez de manera más abierta favorecían al gran capital local e internacional (especialmente el financiero). Como comprobarían los trabajadores en los meses por venir, esto significaba que, con Isabelita en el poder, el partido peronista se alejaba definitivamente de su función histórica de contención pero a la vez expresión de la clase obrera, para enfrentarse ahora abiertamente contra sus intereses. Por lo pronto, las dificultades económicas, que ya eran visibles en la segunda mitad de 1974, se multiplicaron durante el año siguiente. La producción cayó abruptamente, la inflación alcanzó tasas altísimas, la balanza comercial terminó de desequilibrarse y comenzó a aumentar preocupantemente el endeudamiento externo. El salario real, que todavía en 1974 había subido, experimentó una caída del 4,1% en 1975.
Mientras todo esto sucedía, en el movimiento obrero las bases seguían ganando para sí una creciente independencia y encabezando luchas de gran radicalidad. El gobierno respondió profundizando el rumbo represivo que ya se había notado bajo Perón, mientras la Triple A intensificó sus ataques contra delegados gremiales y militantes de base. En septiembre de 1974 se aprobó una Ley de Seguridad supuestamente destinada a combatir a la guerrilla, pero utilizada para detener a dirigentes obreros como Tosco y Ongaro. El 6 de noviembre Isabelita declaró el estado de sitio por tiempo indeterminado y, a comienzos de febrero, dispuso que el Ejército se ocupara de tareas de represión interna. Las provincias del noroeste fueron puestas bajo control de los militares, que organizaron en Tucumán el llamado «Operativo Independencia» por el que pronto acabarían con el foco que el ERP había establecido allí. Pero el Ejército no se limitó a combatir a la guerrilla, sino que aprovechó para exterminar a numerosos activistas y militantes de organizaciones no armadas en varios pueblos y ciudades. Las prácticas de tortura y las detenciones en centros clandestinos se volvieron en esa zona moneda corriente, favorecidos por la complicidad de la patronal y el silencio (o el apoyo activo) de los principales medios de comunicación. Fuera de la zona militarizada la represión no escaseaba. La revancha contra los trabajadores de Villa Constitución no se hizo esperar. En marzo, un gigantesco operativo policial de casi cuatro mil agentes tomó la ciudad por asalto; la Comisión Directiva electa por los trabajadores fue destituida nuevamente y la central sindical regional fue disuelta. El operativo concluyó con más de trescientos detenidos. La patronal colaboró estrechamente con los represores: el presidente de la siderúrgica Acindar, José Alfredo Martínez de Hoz, pagó cien dólares a cada agente y permitió que en el predio de la firma funcionara un centro clandestino de detención. Pero los metalúrgicos no se dejaron amedrentar: declararon inmediatamente la huelga y tomaron Acindar para defender a sus representantes. Tras 59 días, y a pesar de la solidaridad de todo el pueblo, la huelga concluyó en un fracaso. El éxito de la estrategia represiva durante este segundo «Villazo» terminó de convencer al gobierno, a los militares y a la patronal de que ese era el camino apropiado para poner las cosas en orden.
El avance represivo no se dirigió sólo a la guerrilla y a las bases del movimiento obrero. Desde agosto de 1974 el Ministerio de Educación fue colocado en manos de derechistas. Las universidades fueron intervenidas y como Rector de la UBA se designó a un fascista declarado que promovió la expulsión de numerosos profesores y el encarcelamiento de centenares de estudiantes. La Triple A, por su parte, redobló los asesinatos de intelectuales, periodistas, políticos y abogados de izquierda. Desde el Estado hubo también medidas destinadas a controlar la revuelta juvenil, incluso en aspectos que, en apariencia, no tenían vinculación con lo político. Antes de la muerte de Perón, un decreto que llevaba su firma prohibió la venta libre de anticonceptivos y canceló todo apoyo estatal a las actividades de control de la natalidad; las mujeres fueron llamadas a retomar su «natural deber» maternal. En septiembre de 1974 el Congreso aprobó una nueva ley de estupefacientes, firmada por López Rega, con medidas más duras contra el consumo de drogas. Las razias —que desde 1973 se habían hecho más esporádicas— volvieron a asolar los recitales de rock.
Con todo, la espiral inflacionaria se iba profundizando, crispando los ánimos de los asalariados, que veían mermar sus ingresos día a día. En este contexto, el gobierno se vio forzado a adelantar la convocatoria a paritarias para marzo de 1975. Como las negociaciones abarcaron la totalidad de los convenios colectivos de trabajo, durante ese momento sirvió para aunar a la clase trabajadora como un bloque en la puja con la patronal. Los aumentos obtenidos fueron considerables, pero imprevistamente el gobierno dio un golpe de timón y se negó a homologarlos. A comienzos de junio un nuevo ministro de Economía, Celestino Rodrigo, implementó un paquete de medidas que pasó a la historia como el «Rodrigazo», que significaba un enorme perjuicio para el bienestar de la mayoría de la población. La moneda fue devaluada en un 100%, se aplicaron tarifazos a los combustibles y la electricidad y se liberaron los precios antes controlados. Las negociaciones salariales serían anuladas y postergadas hasta 1977. El objetivo del plan era generar una disminución del consumo interno, de modo de reequilibrar así la balanza comercial. Por otro lado, se buscaba bajar el déficit fiscal para poder contar con fondos para el pago de la deuda externa. En la práctica, el plan significaba una fenomenal transferencia de ingresos en desmedro de los asalariados y pequeños comerciantes y empresarios locales, a favor de los banqueros y los sectores exportadores, especialmente los agroganaderos. Era la primera vez que un gobierno peronista adoptaba una política tan marcadamente antipopular.
La respuesta de los trabajadores fue inmediata. Entre el comienzo de junio y el de julio se vivió un clima de movilización de extraordinaria vitalidad. Las huelgas y tomas de fábricas estallaron especialmente en Córdoba, Santa Fe y el Gran Buenos Aires, lideradas por los obreros de los sectores automotriz, metalmecánico, siderúrgico y naval. Una amplia gama de gremios se fue incorporando a la lucha, no sólo trabajadores manuales sino también docentes, transportistas, estatales, periodistas, médicos, trabajadores de la salud, judiciales, etc. Ante la intensa presión de las bases, la CGT se vio obligada a llamar a un paro general el 27 de junio, pero acompañado de una movilización de apoyo a la presidenta. Las bases, sin embargo, desbordaron ampliamente a la dirigencia: ese día marcharon cien mil personas a Plaza de Mayo exigiendo la ratificación de las paritarias, la renuncia de Rodrigo y también la de López Rega. Como el gobierno no cedía, una ola de movilizaciones espontáneas inundó el país. En esos días el edificio de la CGT se vio rodeado cotidianamente por manifestaciones de obreros que le exigían que se pusiera al frente de la lucha. Finalmente, la central debió ceder y convocó a un paro general de 48 horas para el 7 y 8 de julio. La huelga fue tan masiva que pararon incluso sectores que no solían hacerlo, desde el transporte y el pequeño comercio, hasta los locutores radiales y televisivos. Todo quedó paralizado; en algunas zonas se realizaron asambleas barriales para discutir la situación. Era el primer paro general que se realizaba contra un gobierno peronista; el movimiento obrero cuestionaba no sólo a la patronal, sino ahora también al gobierno. Y con tanta fuerza, que consiguió las renuncias de López Rega y Rodrigo y la derogación de la mayoría de sus recientes medidas (algo que, sin embargo, no llegó a tiempo para salvar de la ruina a miles de pequeños y medianos empresarios, comerciantes y trabajadores independientes).
En ese contexto aparecieron en el Gran Buenos Aires las Coordinadoras Interfabriles (CI), novedosas experiencias de autoorganización de base, que asumieron un papel central durante las jornadas de julio. Las CI eran plenarios regionales de delegados que asistían en representación de las comisiones internas o asambleas de trabajadores que dirigían la huelga en cada establecimiento. Las hubo en las zonas sur, norte y oeste y también en la de La Plata-Berisso-Ensenada. Entre todas agruparon a unas 129 fábricas y las seccionales de once sindicatos (un alcance modesto, considerando que en su zona de influencia había más de treinta mil establecimientos industriales). Se trataba en general de fábricas grandes y medianas, incluyendo algunas de las más importantes del país. Los trabajadores metalúrgicos y de la industria automotriz fueron sus más activos animadores. Estrechamente sujetas al control de las bases, las CI adoptaron una firme actitud antiburocrática, exigieron la democratización de los sindicatos y fueron las principales organizadoras de algunas de las movilizaciones más masivas de julio. En otras zonas del país —notablemente en Capital y en Córdoba— hubo por entonces otras experiencias de coordinación antiburocrática que desempeñaron un papel similar.
En las CI tuvieron un papel central activistas y dirigentes de base de la izquierda, tanto de la peronista como de la marxista. La corriente hegemónica fue la de la Juventud Trabajadora Peronista, ligada a Montoneros, cuya influencia sindical venía creciendo desde 1974 y que cada vez con mayor claridad planteaba la necesidad de superar el horizonte político del peronismo. Pero también hubo presencia visible de delegados que respondían al PRT-ERP y a algunos de los pequeños agrupamientos trotskistas que existían entonces. En este sentido, a pesar de sus limitados alcances, las CI fueron un importante embrión de organización política alternativa. Pero en verdad, su surgimiento fue tanto expresión de la radicalidad y de la capacidad de autoorganización de los trabajadores, como de la aguda situación de orfandad política en la que se encontraban. El peronismo, desdibujado tras la muerte de su líder, ya no parecía representarlos (al menos no el que entonces ocupaba el gobierno). La CGT actuaba ya abiertamente como freno de las luchas. Y aunque diversas opciones de izquierda iban ganando predicamento, tampoco las organizaciones existentes ofrecían una alternativa política en la que los trabajadores pudieran sentirse contenidos. Los Montoneros —que desde septiembre de 1974 habían retomado las acciones clandestinas— venían en franco crecimiento: además de los numerosísimos adherentes a las organizaciones «legales» de la Tendencia, para 1975 contaban con unos cinco mil combatientes y milicianos, organizados con rangos y estructura castrense. Pero para entonces ya se hacían sentir los efectos negativos de una excesiva tendencia a la militarización. Sus atentados y «ajusticiamientos» políticos se fueron volviendo cada vez más indiscriminados. El imperativo de fortalecer el poderío militar hacía que sus relaciones con el movimiento obrero se resintieran. Por ejemplo, los Montoneros intentaban convertir los plenarios de las CI en plataformas para la lucha armada, una vía que la gran mayoría de los trabajadores no estaba dispuesta a seguir. Por otra parte, conductas inauditas como la de condenar a muerte a uno de sus propios dirigentes, acusado de «delación», por haber dado información a la policía tras ser secuestrado y torturado, causaban a muchas personas un hondo rechazo moral. Algo similar venía sucediendo con el PRT-ERP. En 1973 había establecido un Movimiento Sindical de Base, que llegó a tener cierta inserción entre los obreros, especialmente en Córdoba. Pero su crecimiento pronto encontró un límite en su tendencia a caer en lo que en el vocabulario de la tradición marxista se llamaba el «sustituismo». En otras palabras, la idea de que una «vanguardia» organizada como partido debía encabezar las luchas de los trabajadores en el camino hacia la revolución, se extremaba a tal punto que la organización terminaba «sustituyendo» la actividad de las masas. Por ejemplo, el ERP intervino en varias luchas obreras de manera exterior e inconsulta, por caso, secuestrando a un empresario para forzar que un conflicto se resolviera a favor de los trabajadores. Esto lo hacían sin que fuera solicitado por los obreros, quienes muchas veces debían salir a repudiar la acción (aunque en ocasiones también la celebraron). Como en el caso de Montoneros, también el ERP experimentó una creciente tendencia al militarismo. La vida en la clandestinidad y las expectativas que su propia ideología alimentaba conducían a habitar en un mundo propio, alejado de la realidad cotidiana de los trabajadores comunes y poco sensible a los cambios en el escenario político. Sus acciones armadas y sus «ajusticiamientos» ignoraron cada vez más cualquier consideración de oportunidad, víctimas o consecuencias. Por su parte, los partidos de izquierda contrarios a la lucha armada tampoco podían superar sus propias limitaciones para captar el apoyo de los trabajadores. El Partido Comunista, cada vez más desorientado, seguía perdiendo terreno. Los maoístas del PCR, imbuidos de teorías conspirativas que veían complots soviéticos y norteamericanos por todas partes, apoyaban entonces al gobierno de Isabelita y se opusieron a las huelgas contra el Rodrigazo. Los pequeños grupos trotskistas tampoco lograban seducir a los trabajadores. El más importante de ellos, el PST, tenía una modesta presencia en algunas fábricas. Política Obrera (antecesor del Partido Obrero) era incluso más pequeño y, a pesar de sus esfuerzos, había hecho muy pocos avances en el sentido de remozar sus orígenes estudiantiles con aportes propiamente obreros. El sectarismo y vanguardismo propios de esta corriente la hicieron poco atractiva para la gran mayoría de los trabajadores. Por otra parte, todas las organizaciones de izquierda, incluso las peronistas, arrastraban tensiones irresueltas entre su vocación popular por un lado y, por el otro, la impronta de clase de su cultura política y de la mayoría de sus miembros (especialmente en los puestos dirigentes), que no procedía del mundo trabajador. Pero fueran cuales fueren las limitaciones propias de la izquierda, no puede omitirse el hecho de que el constante hostigamiento del Estado y de las bandas parapoliciales ponía obstáculos enormes no sólo a su actividad proselitista y organizativa, sino a la posibilidad de que pudieran discutir abiertamente y aprender de sus errores.
El avance de la dictadura
La derrota del plan pro-patronal de Rodrigo terminó de convencer al empresariado exportador y del sector financiero de la necesidad imperiosa de infligir una derrota definitiva al movimiento social, para poder así reorganizar el capitalismo argentino de acuerdo a sus necesidades. No era sólo el temor a la posibilidad de que las clases populares se decidieran por la vía revolucionaria o encontraran la manera de instaurar un gobierno socialista. Incluso si tal salida no hubiera sido un horizonte posible en el corto plazo (algo que entonces estaba lejos de ser obvio), la constante puja salarial, los límites que los trabajadores ponían a los intentos de incrementar la productividad, la facilidad con la que lograban arrancar al Estado políticas a su favor (poniendo el déficit fiscal fuera de control): todo eso ponía en jaque la estabilidad y viabilidad futura del sistema económico. Los cambios en el plano internacional agregaban una cuota de presión cada vez más intensa. En la década del setenta, el sistema capitalista mundial se embarcó en lo que luego comenzó a llamarse la «globalización». Las corporaciones internacionales exigieron cada vez con mayor fuerza el fin de la protección estatal a las economías nacionales. El problema era que buena parte de la industria argentina no estaba en condiciones de competir: si se abría la economía, muchas empresas irían inevitablemente a la quiebra. Pero eso no les importaba demasiado a los sectores financieros ni a los exportadores, que deseaban reapropiarse de los fondos que se usaban para proteger a la industria «ineficiente».
El problema era que existía un ribete político que hacía muy difícil adoptar el curso que exigían esos sectores. Desde 1945, el desarrollo industrial orientado al mercado interno y la presión del movimiento social se habían combinado para crear una de las sociedades con mejor distribución del ingreso y menos desempleo del continente. Cualquier medida económica que vulnerara los intereses de la industria «ineficiente» también afectaría los niveles de empleo y de ingreso de los trabajadores. Había una especie de coincidencia parcial de intereses entre las clases populares y los pequeños y medianos productores locales: a ambos les convenía que siguiera protegiéndose el mercado interno y poner un freno a las políticas «modernizadoras» que impulsaban el capital internacional, un sector de los grandes empresarios locales, los banqueros y los intereses agroexportadores. Tal coincidencia parcial de intereses venía dando lugar, desde entonces, a la formación de alianzas políticas defensivas que, al involucrar no sólo a un poderoso movimiento social sino también a parte de la burguesía y los sectores medios, resultaban imbatibles. En buena medida, la inestabilidad política del país en las últimas décadas se debía a ello: los grupos económicamente más poderosos sólo podían gobernar recurriendo a golpes de Estado, que a su vez no conseguían doblegar las resistencias de la sociedad civil. Pero éstas tampoco eran lo suficientemente poderosas como para derrotar a los intereses del gran capital financiero y exportador. La situación era como una especie de empate en el que nadie podía tomar firmemente las riendas de la república; el creciente espiral de violencia no era sino un síntoma de la necesidad de «desempatar» de algún modo. Así, política y economía estaban fuertemente entrelazadas: para tocar a la una había que ocuparse también de la otra. Era necesaria una reorganización profunda de los lazos sociales, forzar a los pequeños y medianos empresarios a adaptarse al nuevo escenario o perecer, disciplinar a las clases trabajadoras, quebrar los lazos de solidaridad que las unían con parte de los sectores medios, en fin, destruir las bases que nutrían su enorme vitalidad. Y estaba cada vez más claro no sólo que Isabelita no estaba a la altura de la tarea, sino que habría que quitar de en medio, al menos por un tiempo, los límites que imponían las leyes e instituciones democráticas. El horizonte de la dictadura se avizoraba inexorablemente.
En verdad, la dictadura se fue imponiendo de manera paulatina. De hecho, todavía con Perón en la presidencia, el «navarrazo» había dejado instalada una de tipo limitada sobre el territorio cordobés y, ya con Isabelita, el noroeste había quedado sumido en la misma realidad con el «Operativo Independencia». Inmediatamente después de la caída de Rodrigo los planes para la instauración de una dictadura en toda la nación se hicieron evidentes. La propia Isabelita le abrió el paso, intentando dejar en pie un último barniz de legalidad. Así, con el visto bueno de la CGT, se apoyó en las Fuerzas Armadas para garantizarse la gobernabilidad y puso el Ministerio del Interior en manos de un militar con amplios poderes. Para septiembre el Ejército ya tenía intervenidas catorce provincias y participaba cada vez más en las decisiones del gobierno. En octubre, un decreto autorizó al Ejército a «aniquilar el accionar de los elementos subversivos» en todo el territorio nacional. Que la «subversión» a aniquilar no era sólo la de los guerrilleros estaba claro. Los medios de comunicación presentaron entonces insistentemente a los militares como la mejor solución para poner también coto a la «guerrilla fabril», según la engañosa expresión que difundieron en esos días el líder de la UCR Ricardo Balbín y otras figuras.
Para febrero de 1976 el deterioro de la autoridad de Isabelita ya no tenía retorno. Como las principales entidades patronales se habían lanzado ya a fogonear un clima golpista, la presidenta realizó un último intento por retener su apoyo, designando un nuevo ministro de Economía que traía bajo el brazo un plan similar al de Rodrigo. El nuevo plan económico fue la señal de alerta para el reinicio de un ciclo ascendente de luchas sociales. Desde el 8 de marzo comenzó a reactivarse la coordinación de las resistencias, que ahora incluyeron la renuncia de Isabelita entre las consignas que más resonaban. La iniciativa esta vez estuvo sobre todo en el interior, en especial en Córdoba, Salta, Santa Fe y Mendoza.
El ascenso de la lucha, sin embargo, fue interrumpido en seco por el golpe de Estado que, el 24 de marzo de 1976, derrocó sin dificultades al gobierno. La nueva dictadura contó con el apoyo activo del sector financiero y empresarial casi sin fisuras, de los Estados Unidos y el FMI, de la Iglesia y de los principales medios de comunicación. También recibió el apoyo pasivo de buena parte de la población, que en los últimos meses se había hartado del escenario cotidiano de violencia política y crisis económica y que creía que los militares traerían el ansiado regreso al orden. Es que en las semanas anteriores, todo parecía encaminarse al caos y se venían produciendo a razón de un asesinato político cada cinco horas y un atentado con bombas cada tres. La CGT eludió todo combate contra los golpistas: su secretario general, Casildo Herrera, huyó a Montevideo, desde donde pronunció su célebre frase «Yo me borro». De todos modos unas doscientas fábricas fueron a la huelga en repudio del golpe, una muestra de dignidad y valentía condenada a ser infecunda. Los militares habían llegado para quedarse. El nombre que eligieron para el nuevo régimen —Proceso de Reorganización Nacional— era bien indicativo de sus verdaderas intenciones. Aunque irrumpieron con la excusa de la lucha contra la guerrilla (que en verdad para entonces ya estaba prácticamente desarticulada), sus objetivos eran mucho más amplios: buscaban sentar las bases para un profundo cambio en el modelo de país.
La estrategia del Proceso fue doble. Por un lado, especialmente durante el mandato del primer presidente de facto, el general Jorge Rafael Videla, los militares desataron una represión sin precedentes en la historia nacional, por la que se puso en marcha un plan sistemático de secuestro, tortura y «desaparición» de miles de personas. La cantidad total de víctimas de la desaparición forzosa todavía no ha sido determinada con exactitud. A pesar de las dificultades para el registro, ya se ha logrado documentar con nombre y apellido cerca de nueve mil casos; el movimiento por los derechos humanos calcula que el número total podría ascender a los treinta mil. Las víctimas se cuentan en todo el país, pero principalmente en las regiones en las que las luchas sociales fueron más intensas. Entre los casos documentados, un 17,9% eran empleados y un 30,2% eran obreros. La enorme mayoría eran jóvenes (el 70% tenía entre 16 y 30 años); del total, 30% fueron mujeres. Las víctimas no fueron sólo guerrilleros. Muchos delegados sindicales sufrieron igual suerte (existen indicios de que algunas empresas, como Mercedes Benz o Ingenio Ledesma, colaboraron con las autoridades entregando «listas negras» de los que eran demasiado demandantes). También fueron víctimas representantes estudiantiles, monjas y sacerdotes comprometidos con los más humildes, abogados de presos políticos, periodistas y académicos independientes, artistas contestatarios y, en general, personas que de cualquier manera participaban del vasto movimiento que se había desarrollado en los años previos. Incluso el médico que denunció las prácticas contaminantes del ingenio Ledesma fue desaparecido. Villa Jardín, por dar un ejemplo, fue foco de particular ensañamiento represivo. Los operativos en la madrugada, la destrucción de casas y el secuestro de villeros fueron moneda corriente (doce de ellos permanecen desaparecidos). En mayo de 1978, los militares sitiaron la villa durante doce días, obligando a sus habitantes a presentar documentos para entrar o salir. Todas las asociaciones y organizaciones que existían allí fueron disueltas por la fuerza, con excepción de la Sociedad de Fomento, cuyas actividades fueron vigiladas de cerca. El terror vivido entonces fue tal que veinte años después los habitantes de Villa Jardín todavía tenían miedo de hablar de esa época.
El objetivo del plan represivo era acabar con los mejores referentes sociales y paralizar al resto de la población mediante el terror, de modo de quebrar cualquier resistencia y «despolitizar» la vida nacional. Se intentó inclusive acabar con cualquier forma de aglomeración callejera. Una fiesta popular tradicional como el carnaval resultó prohibida por decreto. Es que por entonces en algunos barrios, por ejemplo en La Plata, los carnavales convocaban verdaderas multitudes y las familias de toda una cuadra acostumbraban sacar las mesas a la calle para compartir la cena. Todo eso cambió a partir de 1977, cuando incluso arrojar agua a una chica en la vía pública fue causal para la detención de adolescentes. En Córdoba, la música de cuarteto fue totalmente prohibida en las radios y en la televisión, e incluso en los bailes abundaron las razias. La represión también se propuso «limpiar» el espacio público de toda presencia plebeya: el gobernador de facto de Tucumán, por ejemplo, ordenó en 1977 meter a todos los mendigos de la capital provincial en un camión y abandonarlos en un páramo desierto, mientras que en Buenos Aires las topadoras se ocuparon de «blanquear» la ciudad, haciendo desaparecer de la vista las villas de emergencia. Los inmigrantes de países limítrofes fueron hostilizados de diversas maneras (incluyendo la deportación) y se impusieron restricciones más severas a su ingreso al país, para preservar —según informó un funcionario— la «calidad» de la población. La emancipación juvenil fue combatida sin tregua: las culturas y formas de sexualidad alternativas fueron perseguidas, mientras la publicidad oficial apuntaba a restaurar la autoridad de los padres. «¿Usted sabe lo que está haciendo su hijo en este momento?», increpaba una famosa propaganda de la época.
Mientras los militares despejaban así el camino, neoliberales fuertemente ligados a los intereses de los sectores exportadores y financieros tomaron las riendas de la economía. El programa económico del Proceso se implementó a costa del bienestar de la gran mayoría de la población. Sus puntos centrales fueron un fortísimo endeudamiento externo (especialmente a favor del FMI), la apertura irrestricta a la entrada de capitales y la desregulación de los servicios financieros, la devaluación de la moneda, una baja generalizada de los aranceles aduaneros que protegían la producción local, severos recortes en el gasto público (incluyendo el congelamiento de los salarios) y la privatización de 120 de las 433 empresas estatales que existían entonces, junto con la de importantes áreas de otras que no fueron del todo entregadas a manos privadas. Con posterioridad, una buena porción de las deudas que las grandes empresas habían contraído en el exterior fue asumida como propia por el Estado. El efecto combinado de estas políticas fue devastador. El sector industrial se redujo notoriamente por la desaparición de numerosas empresas, incapaces de competir con los productos importados que inundaron el mercado. Una enorme cantidad de pequeños establecimientos comerciales también desapareció. Por efecto de la desaparición de fuentes de trabajo y las limitaciones a la actividad sindical, el valor real de los salarios se desplomó en un 40%. La distribución del ingreso se volvió más regresiva: por tomar como ejemplo el área metropolitana de Buenos Aires, el 10% más rico de las familias, que en 1974 se quedaba con cerca del 27% del ingreso total, doce años más tarde había ampliado ese porcentaje a casi 32. En el mismo período las tasas de desocupación y subocupación —que en 1974 eran muy bajas— estuvieron cerca de duplicarse y crecieron de manera notoria el trabajo en negro y las formas precarias del cuentapropismo. Por otro lado, numerosas disposiciones gubernamentales se tradujeron en pérdidas de derechos específicos para los trabajadores. Por dar un solo ejemplo, en 1979, por presión del ingenio Ledesma, un decreto revocó otro que había sido sancionado en 1974, por el que se reconocía que la manipulación de ciertos compuestos químicos era insalubre, lo que obligaba a la empresa a disponer protecciones especiales para los operarios. El principal ministro de Economía fue el empresario José Alfredo Martínez de Hoz, en cuya persona se encarnaba la continuidad de la vinculación entre la clase dominante argentina y la violencia de Estado: pertenecía a la familia del estanciero del mismo nombre que fundó la Sociedad Rural en 1866 y recibió luego como cesión una enorme porción de la tierra incorporada tras la «Campaña del Desierto». El beneplácito de los empresarios con la nueva campaña de exterminio y las medidas económicas era tal que incluso en 1979, cuando el escándalo por las violaciones a los derechos humanos motivó cuestionamientos de la comunidad internacional, un centenar de entidades —entre las que se contaban la Bolsa de Comercio, la Sociedad Rural, la Cámara Argentina de Comercio y la Asociación de Bancos Argentinos— salieron a declarar conjuntamente su apoyo incondicional al régimen.
Las clases populares y la política durante el Proceso
A pesar del terror reinante y de la pasividad (o incluso el beneplácito) con el que parte de la población había recibido la llegada de los militares, parte de las clases populares encontró el modo de resistir la dictadura. Todavía en 1977 las acciones de las organizaciones armadas tuvieron cierta visibilidad. Pero su desconexión respecto del común de la población ya era total. Llevando la tendencia militarista al paroxismo, en 1979 la conducción de Montoneros, desde el exilio, ordenó una absurda «contraofensiva» que resultó en una enorme pérdida de vidas para los jóvenes que participaron. Para entonces ya no quedaron dudas de que la estrategia de la lucha armada había sido derrotada no sólo en el terreno militar, sino también políticamente. Por su parte, a pesar de la defección de la burocracia sindical —cuyos máximos líderes negociaron secretamente acuerdos de convivencia con los militares—, hubo en las fábricas algunas manifestaciones de resistencia activa. Los trabajadores de las automotrices, los portuarios y los metalúrgicos protagonizaron importantes huelgas durante parte de 1976, apagadas mediante una feroz represión. El panorama fue desde entonces de repliegue. Ya que el enfrentamiento abierto no era posible, los conflictos que se produjeron en 1977 se valieron de huelgas de brazos caídos, el trabajo a desgano y los sabotajes. Desde 1978 volvieron las huelgas, en general breves, y al año siguiente de mayor duración. El 27 de abril de 1979, un comité formado por algunos dirigentes cegetistas convocó una Jornada Nacional de Protesta, que alcanzó un acatamiento cercano al 40%. A partir de entonces las luchas obreras fueron en ascenso. En 1980 hubo varias tomas de fábricas, algunos paros importantes, numerosos «paros sorpresivos» de corta duración (para evitar la represión) y experiencias de coordinación clandestina de algunos gremios a nivel nacional. A mediados del año siguiente se produjo una verdadera oleada de huelgas entre los metalúrgicos, los mecánicos y los trabajadores de Luz y Fuerza, algunas de alcance nacional. La CGT, por su parte, se animó a convocar un paro nacional el 22 de julio por mejoras salariales y por la «plena vigencia del estado de derecho», que resultó de alto acatamiento. A fines de ese año los trabajadores comenzaron a ganar nuevamente las calles con manifestaciones masivas en las que no faltaban cánticos contra los militares. El 30 de marzo de 1982 la CGT convocó a los trabajadores a la Plaza de Mayo y ese día los enfrentamientos con las fuerzas de seguridad en el centro de la ciudad duraron hasta la noche. Simultáneamente, en casi todas las ciudades del interior hubo manifestaciones similares.
Entretanto, a pesar de la interrupción de toda actividad política, la estructura de «movimiento» que tenía el peronismo desde sus inicios le permitió preservarse bastante bien en las condiciones reinantes. Como su vida nunca giró en torno de un partido formalmente organizado, la prohibición del Partido Justicialista (PJ) dejó intacta buena parte de las estructuras de base. Es que, a diferencia de los comités locales de otros partidos, las Unidades Básicas (UB) que agrupaban a los militantes peronistas siempre habían funcionado con gran independencia y autonomía. Y por supuesto lo mismo vale para los sindicatos y otras entidades que conformaban el movimiento. A pesar de las apariencias, la estructura del peronismo era más parecida a la de una red laxa de agrupaciones de diverso tipo que a la de una organización piramidal y formalmente reglada. Como no las fundaba desde arriba, ni las financiaba la dirigencia partidaria (de hecho, cualquiera podía abrir una en su propia casa y ni siquiera se sabía cuántas existían), las UB podían sobrevivir y mantener sus actividades incluso si aquélla desaparecía. Un estudio reciente demostró que casi el 30% de las UB de una muestra encuestada habían desarrollado actividades clandestinas durante el Proceso. Por su parte, las estructuras de los sindicatos ofrecieron refugio a muchos referentes partidarios, que encontraron allí empleo o recursos básicos (oficinas, imprentas, etc.) para mantenerse activos. Gracias a ello el PJ renacería al final de la dictadura con la asombrosa cifra de tres millones de afiliados (más que todos los demás partidos juntos).
Las pocas aglomeraciones públicas que seguían estando autorizadas fueron escenario, en ocasiones, para la manifestación del descontento. Con la clausura de los espacios de participación política para jóvenes y estudiantes, la cultura rock proveyó algunos de los pocos canales por los que pudo manifestarse el descontento. Durante 1976 y 1977 hubo una verdadera explosión de recitales de creciente concurrencia; hacia fines de la década ganaron una masividad inédita, a pesar de la represión policial. Los cánticos «¡El que no salta es militar!» se volvieron infaltables. El fútbol fue un terreno más ambiguo. Desde tiempos de Onganía, los militares habían advertido que el «nacionalismo deportivo» podía utilizarse para reforzar la identificación de las personas con el Estado en tiempos de crisis. No sorprende entonces que el Proceso pusiera enorme atención y cuantiosos fondos en la organización del Mundial de fútbol que tuvo a la Argentina como anfitrión en 1978. Promocionado como la fiesta de «25 millones de argentinos», concluyó con la victoria de la selección nacional, lo que brindó una vidriera local e internacional en la que los militares pudieron exhibirse como gestores de un nuevo y exitoso país (el propio Videla asistió a la final). Aunque se cuidó mucho de realizar cualquier gesto de apoyo a los dictadores, la multitud que volcó su euforia espontáneamente en las calles, sin dudas, sirvió para legitimarlos. Sin embargo, no siempre tendrían la misma suerte: dos años más tarde el general Viola, sucesor de Videla, debió soportar una cerrada silbatina cuando se aventuró a la cancha de Rosario Central.
A pesar de todo el apoyo que recibieron y del silenciamiento forzoso de la población, los militares no consiguieron ordenar la economía. La crisis y la inflación fueron disolviendo rápidamente el respaldo que habían cosechado inicialmente entre vastos sectores de la población. Esperando recuperar algo de ese apoyo, en abril de 1982 el Proceso se embarcó en una absurda guerra con Gran Bretaña por las islas Malvinas. Aunque al comienzo consiguieron encender una enorme ola de nacionalismo que los benefició, el lamentable desempeño de las Fuerzas Armadas en los campos de batalla y su pronta derrota le pusieron fecha de vencimiento a la dictadura. A partir de entonces, y a pesar del terror que todavía reinaba, el descontento se manifestó de manera creciente. A fines de ese año y en marzo del siguiente se convocaron huelgas generales que tuvieron altísimo acatamiento no sólo entre los trabajadores: también se plegaron espontáneamente pequeños comerciantes y otros sectores medios. La lucha en defensa de los derechos humanos que las valientes Madres de Plaza de Mayo habían iniciado en soledad en 1977 comenzó a atraer cada vez más gente. Desde fines de 1982 se registraron asimismo varias protestas vecinales contra los aumentos de impuestos en el conurbano bonaerense. Convocadas por sociedades de fomento, amas de casa y asociaciones de comerciantes y profesionales, algunas de ellas reunieron a varios miles de personas. El «Lanusazo» de noviembre de 1982 fue la de mayor envergadura. Allí se movilizaron cerca de veinte mil personas, convocadas tanto por asociaciones representativas de las villas de emergencia y los barrios más humildes, como por las de comerciantes. Desde comienzos de 1983 estuvo cada vez más claro que el gobierno militar venía en caída libre. Habiendo perdido los apoyos internacionales y parte de los locales, los militares debieron convocar a elecciones para octubre de ese año.
Sin embargo, el Proceso fue todo un éxito desde el punto de vista de los intereses de los sectores que lo apoyaron. Cuando se levantó el telón de plomo que había caído sobre la sociedad, poco quedaba de ese poderoso movimiento social que había sido anteriormente protagonista central de la política argentina. El terror caló tan profundamente en toda la población, que logró transformar de manera duradera la cultura política y los vínculos entre las personas. Lo que quedaba de solidaridad y disposición a interesarse por los asuntos públicos fue reemplazado en buena medida por el temor al otro, la indiferencia y la desconfianza por cualquier forma de militancia, especialmente si era de izquierda. En lo económico, los cambios fueron irreversibles. Desde entonces la Argentina se volvió un país enormemente vulnerable y dependiente del sistema financiero internacional. Los mandatos y condicionamientos del FMI y de los grandes empresarios y banqueros locales impondrían en el futuro una pesada hipoteca sobre las posibilidades de volver a un modelo económico más favorable a las mayorías. Los militares se fueron humillados en 1983, pero los sectores de la élite que los impulsaron a tomar el poder en 1976 podían sentirse satisfechos.
(De: Ezequiel Adamovsky – Historia de las clases populares en la Argentina desde 1880 hasta 2003, Sudamericana, 2012)