Las tiendas de color canela

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Bruno Schulz

Image: Bruno Schulz, autorretrato, 1922

En la época de los días más cortos, invernales y somnolientos, días abrazados de ambos lados, del alba y de la noche, en los bordes peludos de los ocasos, dificultosamente llamados al orden, mi padre se hallaba ya perdido, entregado, poseído por aquella esfera.

Su rostro y su cabeza se cubrían entonces de un tupido y feroz vello canoso que despuntaba irregularmente en forma de pinchos, largos pinceles que brotaban de las verrugas, las cejas, las fosas nasales, lo cual le daba a su fisonomía un aspecto de zorro viejo y enfurruñado.

Su olfato y su oído se agudizaban inconmensurablemente y por el juego de su cara silenciosa y tensa se notaba que a través de estos sentidos permanecía en contacto permanente con el mundo invisible de los recovecos oscuros, agujeros ratoniles, mugrientos espacios vacíos bajo el suelo y los conductos de las chimeneas.

Todos los crujidos, chasquidos nocturnos, la vida secreta y chirriante del suelo, tenía en él a un observador inequívoco y atento, a un espía y a un cómplice de la conjura. Eso le absorbía hasta tal punto que se sumía enteramente en esa esfera inalcanzable para nosotros y ni siquiera intentaba rendirnos cuentas de ello.

A veces, cuando los excesos de la esfera invisible devenían demasiado absurdos, sacudía los dedos y se reía de sí mismo; entonces su mirada se cruzaba con la de nuestro gato, experto en los secretos de aquel mundo, y levantaba su cara fría, cínica, atigresada, guiñando las achinadas rendijas de sus ojos, diríase por aburrimiento o indiferencia.

Ocurría durante la comida que, de repente, dejaba el cuchillo y el tenedor y, con la servilleta anudada bajo la barbilla, se levantaba con un gesto felino, se acercaba de puntillas a la puerta de la habitación vacía y, con máxima cautela, miraba por el hueco de la cerradura. Después, levemente avergonzado, regresaba a la mesa con sonrisa insegura, murmurando y susurrando algo incomprensible que pertenecía al monólogo interior en el que se sumía.

Para darle una cierta satisfacción y apartarlo de sus búsquedas enfermizas, mi madre lo llevaba de paseo al atardecer y él se prestaba callado, sin resistirse, mas también sin convicción, despistado y carente de espíritu. Una vez, incluso fuimos al teatro.

De nuevo visitábamos aquella sala enorme, mal iluminada y sucia, colmada de barullo humano y caos incontrolado. Pero cuando por fin atravesamos el gentío surgió ante nuestros ojos un gran telón azul pálido como el cielo del firmamento. Las enormes máscaras pintadas de color rosa, con sus pómulos inflados, se bañaban en ese espacioso telar. Ese cielo artificial fluía a lo largo y a lo ancho, creciendo en el enorme aliento del pathos y la grandilocuencia, en medio de la atmósfera de este mundo artificial y resplandeciente que se edificaba sobre los andamios crujientes del escenario. El escalofrío que recorría el rostro magnífico de este cielo, la respiración del telar que avivaba las máscaras, descubría lo ilusorio de ese firmamento, provocaba la vibración de esa realidad que en los instantes metafísicos sentíamos como una reverberación del misterio.

Las máscaras hacían ondular sus párpados rojos, los labios coloreados susurraban algo tácitamente y yo sabía que llegaría ese momento en el que la tensión del misterio alcanzaría el cénit y entonces el embravecido cielo del telón se rompería de veras, se levantaría y mostraría cosas inauditas y encantadoras.

Pero no me fue dado llegar a este momento porque mientras tanto mi padre empezó a manifestar cierta inquietud; se agarró a los bolsillos y concluyó diciendo que había olvidado la cartera con dinero y documentos importantes.

Tras una breve conferencia con mi madre en la que la honestidad de Adela fue sometida a una valoración apresurada y tajante, me propusieron que volviese a casa en busca de la cartera extraviada. Según mi madre faltaba aún mucho tiempo para que empezase el espectáculo y tomando en cuenta mi agilidad podría retornar a tiempo.

Salí en la noche invernal, variopinta de iluminaciones celestiales. Era una de esas noches claras en las cuales el firmamento estelar es tan amplio y ramificado que parece descompuesto y dividido en laberintos de cielos diversos que saturaban todo el mes de las noches invernales y cubrían con sus cúpulas argentas y pintadas todos los fenómenos, las aventuras y los carnavales.

Resulta una ligereza imperdonable enviar a un niño con una misión importante y urgente en una noche semejante ya que en su penumbra las calles se multiplican, se enredan, se confunden entre sí. En el fondo de la ciudad se abrían calles dobles, calles sosias, calles engañosas y falsas. La imaginación encantada y confusa creaba planos ilusorios de la ciudad supuestamente conocidos desde hacía tiempo, donde estas calles tenían su lugar y su nombre y la noche, en su fertilidad inagotable, no encontraba mejor ocupación que aportar con denuedo nuevas configuraciones imaginarias. Esas tentaciones de la noche invernal suelen empezar inocentemente con el deseo de acortar el camino, utilizar un atajo. Se crean combinaciones tentadoras, se sesga el camino complicado y seguro con un pasaje desconocido. Mas esta vez comenzó de manera diferente.

Tras dar algunos pasos me di cuenta de que no llevaba abrigo. Quería volver, pero me parecía una pérdida de tiempo porque la noche no era nada fría, al contrario, diríase vetada por corrientes de un calor extraño, vahos de una falsa primavera. La nieve se encogía en borreguillos blancos, en un vellocino dulce e inocente que olía a violetas. En borreguillos semejantes se diluía aquel cielo, en el cual la luna se duplicaba y triplicaba mostrando en esta metamorfosis todas sus fases y posiciones.

Aquel día el cielo desnudaba su construcción interior, sus preparados anatómicos que ilustraban las espirales y los nódulos de luz, las incisiones cúbicas, añiladas, de la noche, el plasma del espacio, la redecilla de sueños nocturnos.

En noche semejante es imposible andar por la calle Podwala o por cualquier otra de las calles oscuras que constituyen el reverso, el forro de las cuatro líneas de la plaza Mayor sin recordar que a esta hora tardía aún permanecen abiertas algunas de aquellas tiendas curiosas y atrayentes, que solemos olvidar los días normales. Las llamo las tiendas de color canela por los tonos oscuros de sus fachadas.

Esos verdaderos comercios nobles, abiertos en la noche tardía, fueron siempre objeto de mis sueños ardientes.

Sus interiores mal iluminados, oscuros y solemnes, olían profundamente a pintura, laca, incienso, aromas de países lejanos y extrañas materias. Allí podías hallar fuegos de bengalas, cajitas encantadas, sellos de países desaparecidos, índigos, calafonía de Malabar, huevos de insectos exóticos, papagayos, tucanes, salamandras vivas y basiliscos, raíz de Mandrágora, mecanismos de Nuremberg, homúnculos en tiestos, microscopios, catalejos, y sobre todo libros curiosos y extravagantes, viejos folios repletos de extraños dibujos e historias asombrosas.

Recuerdo a estos viejos y nobles mercaderes que atendían a los clientes con ojos bajos, en un silencio discreto, lleno de sabiduría y comprensión para sus deseos más íntimos. Mas, ante todo, había allí una librería donde en una ocasión hojeé unas láminas excitantes y prohibidas, las publicaciones de los clubs secretos que revelaban misterios apremiantes y embriagadores.

¡En tan pocas ocasiones surgía la posibilidad de visitar esas tiendas con una pequeña pero suficiente suma de dinero en los bolsillos! No podía perderme esta oportunidad pese a la importancia de la misión que me había sido encomendada.

Según mis cálculos, había que sumergirse en una callejuela lateral y cruzar dos o tres perpendiculares para alcanzar la zona de las tiendas nocturnas. Eso me alejaba de mi objetivo, pero podía recuperar mi retraso regresando por el camino de las Minas de sal.

Alado por el deseo de visitar las tiendas de color canela, doblé la esquina en la calle conocida y proseguí, mejor volando que caminando, cuidando no equivocar el camino. Así dejé atrás la tercera y cuarta perpendicular, pero la calle deseada no aparecía. Además ni tan siquiera la configuración de las calles respondía a la imagen esperada. Ni rastro de las tiendas. Iba por una calle cuyas casas no tenían portales, sólo ventanas herméticamente cerradas, cegadas con reflejos lunares. «Del otro lado de estas casas tiene que estar la calle buscada», pensé. Apresuré el paso con inquietud, renunciando en el fondo a la idea de visitar las tiendas. Me acercaba a la salida intranquilo por saber adonde me conduciría. Penetré en un camino ancho, con edificios espaciados, muy largo y recto. En seguida me envolvió el aliento del gran espacio. Allí estaban, al borde de la calle o en el fondo de los jardines, las villas alegres, las viviendas enjabelgadas de los ricos. En sus intersticios se dejaban ver parques y enredaderas de frutales. El cuadro recordaba a la lejana calle Leszniañska, en su tramo bajo, raramente visitado. La luz de la luna, diluida en mil borreguillos, en escamas plateadas sobre el cielo, era pálida y tan clara como la del día; sólo los parques y los jardines negreaban en el paisaje argento.

Al observar atentamente uno de los edificios llegué a la conclusión de que se trataba de la parte posterior jamás vista del Liceo. Precisamente me estaba acercando a la verja, la cual, para mi sorpresa, aparecía abierta y con el vestíbulo iluminado. Entré y me hallé sobre la moqueta roja del pasillo. Esperaba pasar inadvertido en el edificio y salir por la puerta principal, acortando así el camino a la perfección.

Recordé que a esta hora tardía debía tener lugar en la sala del profesor Arendt una de sus clases extras, para las cuales nos reuníamos en la temporada invernal ardiendo con esa noble pasión por el dibujo que nos había insuflado ese magnífico maestro.

Un grupito de alumnos aplicados se perdía en la gran sala oscura, sobre cuyas paredes crecían y estallaban las sombras de nuestras cabezas proyectadas por dos pequeñas velas embutidas en cuellos de botella.

A decir verdad, poco dibujábamos durante esas horas y el profesor no era muy exigente. Algunos traían cojines y, acomodados en los bancos, daban una cabezadita. Sólo los más apasionados dibujaban bajo la vela, en el cerco dorado de su resplandor.

Era costumbre que esperásemos largo tiempo al profesor aburriéndonos entre convulsiones somnolientas. Por fin se abrían las puertas de su habitación y entraba él —pequeño, con su barba magnífica, repleto de sonrisas esotéricas, discretos silencios y aromas misteriosos. Cerraba rápidamente la puerta de su gabinete en la que se apretujaban una caterva de sombras de yeso, fragmentos clásicos, Níobes dolorosas, Danais y Tantálidos, todo el Olimpo triste y yermo que desde hacía años se marchitaba en este museo de escayolas. El ocaso de este cuarto se confundía con el día y se vertía sonámbulo de sueños de yeso, miradas vacías, óvalos palidecientes y ensimismamientos que se alejaban hacia la nada. A veces nos gustaba escuchar apretados contra la puerta el silencio colmado de suspiros y susurros de estas ruinas que se derrumbaban entre las telarañas de este ocaso divino descompuesto en el aburrimiento y la monotonía.

El profesor paseaba magnánimo, plagado de unción, a lo largo de los bancos vacíos en cuyos asientos nosotros, dispersos en grupitos, dibujábamos en el resplandor de la noche invernal. El ambiente era acogedor y somnoliento.

Aquí y allá mis compañeros se acomodaban para dormir. Las velas se consumían paulatinamente en las botellas. El profesor se sumergía en una vitrina profunda, saturada de viejos folios, ilustraciones a la antigua moda, grabados impresos. Con gestos esotéricos nos enseñaba añejas litografías de paisajes nocturnos, frondosidades oscuras, las avenidas de los parques invernales negreando sobre los blancos caminos de la luna.

El tiempo corría inadvertido entre conversaciones cansinas, irregular, haciendo una suerte de nudos en la fluidez de las horas, tragando en ocasiones intervalos vacíos. Inesperadamente, nos encontrábamos ya en el camino de vuelta, sobre el sendero blanco de nieve flanqueado por una mata de arbustos negros y secos. Caminábamos a lo largo de este límite peludo de la oscuridad frotándonos contra la piel osuna de la maleza que crujía bajo nuestros pies en la clara noche sin luna de un día lácteo y ausente del calendario. Pasada la medianoche la blancura dispersa de esta luz, de la nieve, del aire pálido, de los espacios lechosos, era como un papel gris del grabado donde se enrevesaban las líneas negras azabache de vegetaciones profundas. La noche repetía esa serie de nocturnos, las ilustraciones sonámbulas del profesor Arendt, y proseguía sus fantasías.

En el espesor de antracita del parque, en la pelambre de los arbustos, en la masa de leña crujiente, se formaban a veces nichos, nidos del negror más profundo, plagados de enredos, de gestos secretos, que conversaban por medio de señas. Estos nidos eran acogedores y calurosos. Allí nos sentábamos sobre la nieve blanda y estival en nuestros abrigos peludos y comíamos los frutos que nos ofrecía esta frondosidad de avellana, aquel invierno primaveral. Los ermitaños, visones e ickeumones, peludos y husmeantes animalitos alargados que olían a leche, se escurrían silenciosamente entre las ramas. Suponíamos que entre ellos se encontraban los ejemplares del gabinete escolar que, aunque disecados y algo calvos, vaciados en su interior, oían en esta noche la voz del viejo instinto de celo y, en un corto e ilusorio revivir, regresaban a la madriguera.

Mas, poco a poco, se apagaba la fosforescencia de la nieve primaveral y llegaba la niebla espesa de hulla que preludiaba al amanecer. Algunos se dormían en la nieve cálida, otros encontraban a tientas las puertas de sus casas, entraban en sus interiores oscuros, en los sueños de sus padres y hermanos, en los epílogos del profundo roncar qué alcanzaban en sus caminos.

Esos paseos nocturnos estaban para mí repletos de un donaire misterioso; tampoco podía ahora perder la oportunidad de asomarme un instante a la clase de dibujo, decidido a quedarme tan sólo un momento. Pero, al subir las escaleras de cedro que resonaban sonoras, me di cuenta de que me hallaba en la parte ajena, jamás visitada, del edificio.

Ningún susurro, por muy sutil que fuese, interrumpía el solemne silencio. Los pasillos de esta parte eran amplios y, enmoquetados, rebosaban de distinción. Pequeñas, débiles lámparas, brillaban en sus recodos. Al traspasar una de ellas me encontré en un pasillo aún más grande y revestido de un lujo palaciego. Una de sus paredes se abría hacia la vivienda en amplias arcadas de cristal. Allí comenzaba una larga hilera de habitaciones decoradas con una magnificencia deslumbrante. Por la enfilada de entelados de seda, espejos dorados, costosos muebles y arañas de cristal corría la mirada en pos de la pulpa esponjosa de estos interiores colmados de vibraciones multicolores y arabescos reverberantes, guirnaldas intrincadas y flores que eclosionaban. El profundo silencio de los salones rebosaba los espejos de miradas misteriosas y sembraba el pánico entre los arabescos que surcaban los rizos a lo largo de las paredes y se perdían en el estucado de los blancos techos.

Sentía admiración y veneraba este lujo; me daba cuenta de que mi escapada nocturna me había conducido inesperadamente hasta el ala de su casa particular. Permanecí clavado por la curiosidad con el corazón latiendo, dispuesto a huir al menor ruido. ¿Cómo podría justificar mi espionaje nocturno, mi curiosidad atrevida? En uno de los mullidos sillones de terciopelo podía estar sentada, inadvertida y silenciosa, la hija del director quien de repente levantaría su mirada del libro para dirigir sobre mí sus ojos negros, sibilinos y tranquilos, cuya mirada nadie podía soportar.

Pero ceder a mitad de camino sin realizar el plan hubiera sido una cobardía. Además, un profundo silencio reinaba alrededor de los interiores llenos de suntuosidad, iluminados por la luz de un tiempo indefinido. A través de los arcos, en el otro extremo del enorme salón, se veía una gran puerta acristalada que conducía a la terraza. El silencio me envalentonó. No me parecía arriesgado bajar unos cuantos escalones, situarme al nivel del salón y, en unas cuantas zancadas, atravesar la alfombra grande, costosa, y alcanzar la terraza desde la cual podía llegar sin dificultad a una calle muy bien conocida.

Así lo hice. Al descender junto al parquet del salón, bajo las grandes palmeras que se disparaban desde los tiestos hasta los arabescos del techo, me percaté de que me hallaba prácticamente en suelo neutral ya que el salón carecía de pared delantera.

Era una especie de gran logia que se unía con la ayuda de escalones a la plaza de la villa. Se trataba ciertamente de una rama de esa plaza y ya los muebles se situaban en el pavimento, descendí los escalones de piedra y me encontré de nuevo en la calle.

Las constelaciones vagaban encima de mi cabeza, todas las estrellas se habían dado la vuelta, más a la luna, hundida entre los edredones de las nubes iluminadas con su presencia invisible, se le antojaba tener aún un largo camino por delante y sumergida en largos procedimientos celestiales no pensaba en el alba.

En la calle negreaban algunos simones destartalados como los inválidos y durmientes crustáceos o cucarachas. El cochero se inclinó en su asiento. Tenía una cara pequeña, roja y bondadosa. «¿Vamos, señorito?», preguntó. El coche tembló con todas las articulaciones y muñecas de su cuerpo múltiple y se movió sobre sus ligeras ruedas.

Mas ¿quién en una noche como ésta se confía al capricho de un simonero indisciplinado e indomable?

En medio del crujir de los radios, en el clapotear de la caja y el capote no conseguía ponerme de acuerdo con él respecto al fin del viaje.

Asentía descuidadamente con la cabeza a todo y canturreaba mientras cruzaba el camino de la ciudad.

Delante de una taberna, un grupo de simoneros nos saludó amistosamente con la mano. Él les respondió algo alegremente y, sin frenar el vehículo, me lanzó las riendas sobre mis rodillas, bajó del asiento y se unió al grupo de colegas. El caballo, un viejo y sabio caballo simonero, lanzó una mirada atrás y siguió adelante con su trote uniforme y simonil. A decir verdad, el caballero despertaba confianza, parecía más inteligente que el cochero. Pero yo no sabía montar y tenía que dejarse llevar. Entramos en una calle periférica trazada a ambos lados por jardines que poco a poco se convertían en parques y éstos a su vez en bosques.

Jamás olvidaré este viaje luminoso en la noche invernal más clara.

El mapa multicolor del firmamento se engrandeció en forma de una cúpula inconmensurable en la cual se amontonaban continentes fantásticos, océanos y mares trazados por las líneas de remolinos y corrientes estelares de la geografía celestial. El aire se volvió ligero y luminoso como una gasa plateada. Olía a violetas. Bajo la nieve lanosa como el astracán blanco asomaban anémonas temblorosas con una chispa de luz lunar en sus copas delicadas. Todo el bosque parecía iluminarse con miles de luces, estrellas que el firmamento de diciembre rociaba en abundancia. El aire jadeaba una primavera oculta, la pureza inefable de la nieve y las violetas. Penetramos en un terreno montañoso. Las líneas de las colinas, erizadas con las fustas desnudas de sus árboles se elevaban hacia el cielo como suspiros de placer. En estas laderas dichosas vi grupos de caminantes que recogían entre los arbustos las estrellas caídas y húmedas de la nieve. El camino se volvía abrupto, el caballo resbalaba y dificultosamente tiraba del carro que sonaba con todas sus articulaciones. Me sentía feliz. Mi pecho aspiraba esa plácida primavera del aire, el frescor de las estrellas y la nieve. En el pecho del caballo se acumulaba un muro de blanca espuma de nieve que se hacía más y más alto. Con pena surcaba el caballo su masa pura y fresca.

Descendí del simón. El caballo jadeaba duramente con la cabeza gacha. Abracé su cabeza a mi pecho; en sus grandes ojos negros brillaban las lágrimas. Entonces vi en su vientre una herida enorme y negra. «¿Por qué no me lo has dicho?», susurré entre lágrimas. «Querido es para ti», dijo él, y se volvió muy pequeño, como un caballito de madera. Lo dejé. Me sentía extrañamente ligero y feliz. Me quedé pensando si esperar el pequeño ferrocarril local que pasaba por allí o retornar a la ciudad andando. Opté por bajar la empinada serpentina del bosque, al principio con paso ligero, más tarde, cogiendo velocidad, cruzándola en una carrera uniforme y feliz que pronto se convirtió en una suerte de deslizamiento de esquiador.

Podía regular la velocidad a mi gusto y dirigir el recorrido a través de ligeros giros corporales.

Cerca de la ciudad frené esta carrera triunfal normalizando mi paso. La luna aún seguía en lo alto. Las transformaciones del cielo, las metamorfosis de sus cúpulas múltiples en configuraciones cada vez más filigraneadas, no tenían fin. El cielo, en esta noche hechizada, abría su mecanismo interno cual astrolabio de plata y mostraba las matemáticas áureas de sus ruedas en evoluciones infinitas.

En la plaza me encontré con algunas personas que disfrutaban de su paseo. Todos, encantados con el espectáculo de esta noche, tenían las cabezas levantadas y plateadas por la magia del cielo.

La preocupación por la cartera de mi padre me abandonó totalmente. Verdaderamente, mi padre, sumergido en sus rarezas, se había olvidado de la pérdida y mi madre no se preocupaba.

Tal noche, la única del año, logras pensamientos felices, inspiraciones, los proféticos toques del dedo divino. Colmado de ideas e intuiciones geniales quise dirigirme a casa cuando mis compañeros se cruzaron en mi camino con los libros debajo del brazo. Habían salido muy pronto de la escuela despertados por la claridad de la noche que no quería finalizar.

Nos fuimos todos de paseo por la calle que bajaba bruscamente, que nos traía el hálito de las violetas, inseguros de vivir en la magia argentífera de la noche que se reflejaba en la nieve o en el alba que se levantaba.

(De: Obra Completa, 1993. Traducción: Juan Carlos & Elswieta Vidal)