Lectura heterodoxa de la tragedia boliviana

Por Mempo Giardinelli

En estos días Nuestra América, como la llamó José Martí, está conmovida y nada indica que la emergencia termine bien ni pronto. El violento golpe de estado en Bolivia que el macrismo y la derecha niegan no deja de producir testimonios, fotos y videos que exhiben la bestialidad de que es capaz el neoliberalismo, como muestran también resistencias poco esperanzadoras, ya que en la violencia siempre pierden los pueblos.

Por eso este golpe es descorazonador: porque redescubrimos que la violencia es parte de la estrategia de dominación. Son violentos para dinamitar la democracia, para sembrar odio, y para hacerse irregularmente con el poder. Y hasta es violencia la amenaza implícita sobre nuestro futuro. Pero no tiene sentido quedarnos en la mera descripción y lamentación cuando es dable pensar que quizá estamos entrando en una etapa histórica nueva, original y gravísima, que mejor haríamos en reconocer, analizar y prever antes de que vengan tiempos peores.

El poder mundial parece decidido a avanzar con provocaciones inéditas para doblegar a las fuerzas populares. Montada sobre el racismo secular de las clases oligárquicas, altas y medias, entrenadas en consumismo, ignorancia, exclusión y odio, acabamos de ver la irrupción política descarada de una fuerza novedosa: las supuestas religiones cuyas «iglesias», «asambleas» o «templos» funcionan como usinas de odio disfrazado de amor y de resentimiento en forma de plegarias que más parecen expresiones de pensamiento mágico.

Mientras las armas siguen apuntando contra los pueblos, como vimos hace poco en Ecuador y ahora en Bolivia y Chile, el poder proselitista del neoliberalismo está hoy no sólo en el absolutismo comunicacional, sino también en esos credos que se autodesignan, genéricamente, «evangélicos» o «cristianos». Su poder generador de odio es tanto o más grande que el de los sistemas periodísticos, porque lo disimulan y visten de «amor» aprovechándose de la ignorancia de gente que se cree testigo de supuestas «liberaciones» de Satanases encarnados por reformadores sociales como Evo Morales.

Quizá estemos asistiendo a un cambio estratégico extraordinario y fundamental del neoliberalismo como ideología contemporánea, que se consolida hoy en todo el mundo desde que se insinuó en guerras religiosas y étnicas provocadas en otros continentes, en los últimos años, para conquistar el petróleo. Ahora le ha tocado a Bolivia, pletórica de litio, petróleo y gas, donde el sunami neoliberal se gestó en el control religioso-ideológico de las burguesías urbanas, cuyo fanatismo estamos viendo. ¿O no fue impactante ver en estos días tantos videos viralizados de supuestos «pastores» generando odio y violencia desde la palabra «amor»?

Por eso el golpe en Bolivia no fue solamente un golpe de la derecha económica de Santa Cruz de la Sierra. La tragedia boliviana es mucho más que eso, acaso el debut de una nueva estrategia imperial de utilización de iglesias truchas que se dicen «evangélicas», y que en los Estados Unidos tienen un inmenso poder y control económico sobre vastos sectores que se consideran deificados, testigos, misioneros y otras designaciones que, partiendo de promesas de amor, acaban irracionales y fanatizados.

Al frente de ellas hemos visto estos días videos viralizados de arengas de impostores autoproclamados «pastores». De los que también hay centenares en la Argentina, muchos ya están en la política e incluso algunos son auspiciados y/o protegidos por prominentes políticos argentinos. Lo que no es extraño: así llegaron a gobernar a ese gigante que es Brasil. Y no faltan quienes sugieren que algunos pueden ser incluso testaferros de narcopoderes.

Quizás lo que derrocó a Evo también fue esto, que nadie esperaba. Creo que ni Evo ni García Lineras lo esperaban. Porque electoralmente y para la lucha de clases, económica, de poder, Evo estaba fuerte. Pero ante el fanatismo y la violencia que vimos desatarse ahora, Evo cayó en tres días.

Todo esto autorizaría a considerar que acaso el sistema de dominación planetaria ya no es multinacional. En todo caso es «a-nacional», como lo define el ex juez federal y constitucionalista cordobés Miguel Rodríguez Villafañe. Es «a-nacional» porque su objetivo es destrozar al Estado, puesto que el Estado es un concepto ordenador, que pone límites. Todas las naciones, bien o mal, regulan; todas cobran impuestos, establecen leyes de producción industrial y de competencia comercial, buenas o malas pero reglas al fin. E incluso son forzadas, aunque no las cumplen, a cada vez más estrictas normas de cuidado ambiental.

La pregunta que surge entonces, desde el punto de vista del capitalismo, es: ¿cuál sería la manera de no estar sometidos a esas limitaciones y reglas molestas? Respuesta: Un estado mundial, un mundo «a-nacional».

Por eso hace ya tiempo que esta columna al Sr. Trump lo llama «presidente del planeta» y no de los Estados Unidos. Y también por eso reiteramos el dato, no menor, de que en 1945 al terminar la 2ª guerra mundial la Tierra era habitada por 1.500 millones de habitantes. Que 75 años después han aumentado cinco veces: hoy son 7.500 millones de personas en decenas de naciones, que, de hecho, son 7.500 millones de clientes, consumidores, usuarios. O sea sujetos que todavía tienen derechos en algunos países, pero que en un mundo a-nacional podrían obstruir o molestar la concentración capitalista.

La historia de la humanidad es también la historia de la lucha por los derechos ciudadanos, que es lo que hoy están aplastando en Bolivia con el auspicio de los dueños del mundo y sus perros falderos locales. Y todo con la excusa inicial de acusar a Evo de querer «eternizarse» en el gobierno de Bolivia después de 12 años, soslayando que Angela Merkel gobierna Alemania desde hace 14, Vladimir Putin está en el poder en Rusia desde el 2000, y el súper aliado Arabia Saudita es el único país musulmán donde jamás hubo elecciones.

Mientras los grandes diarios y la tele se llenan la boca de Cuba y Venezuela pero no dicen ni mú del horror que viven millones de vecinos, el drama boliviano funge como ensayo de negación del concepto mismo de golpe de estado. Lo que replantea la idea basal de El Manifiesto Argentino desde hace muchos años: la necesidad de una nueva Constitución Nacional. Que sabemos que no es urgencia del momento, pero es una bandera que no arriamos. Y que en algún futuro flameará, para, entre otras cosas, separar al Estado de todas las iglesias y hacer el gran cambio en la Justicia que este país exige.

18/11/19 P/12