Lejos de casa

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Luis Gusmán

A la muerte se la puede encontrar en la Puna jujeña como en Malvinas. En el desierto, como en el silencio blanco del hielo o de la nieve.

En un viaje a Salta me encontré en medio de la Puna con un cementerio que estaba cercano a lo que era la mina azufrera: La casualidad. Los del lugar dicen que todavía se puede ver un delgado hilo amarillo cayendo por la ladera.

Todos los años, en el cementerio hay una tumba menos. Se la lleva el viento. Como en el verso de Pound: «No se mueva/ Dejemos hablar al viento. Es el paraíso». Aunque por la inmovilidad debería ser el purgatorio. Pero según de dónde y en qué dirección sople el viento; y si hay azufre, puede ser el mismo infierno y hasta escucharse «El trino del diablo».

Es posible que algún deudo o un pariente haya ido a visitar lo que ya no estaba. La tumba había volado. Si sos creyente o supersticioso, el alma puede volar.

Es posible que algunas tumbas se aferren al suelo desesperadamente. Vaya a saber qué raíces son las que las atan a la tierra. Quizá, solo lo saben los deudos; o no se sabe nada, porque el que está o ya no está ahí, se ha llevado el secreto con él.

A veces, como en esta historia de este viaje a Jujuy, la raíz puede ser un ancla.

La historia que voy a contar comenzó en el otro extremo del país. Lo que, en la infancia, en la edad escolar fue un punto en el mapa. Como otros, como muchos, este combatiente de apellido Samaja, y de nombre Anastasio, murió en Malvinas.

Suelo viajar y fotografiar tumbas. Siempre me pregunté qué impulsaba mis pasos. Tal vez, que mi abuela me llevara a la Chacarita a ver la tumba de Gardel. Pero de esos recorridos de la mano de mi abuela lo que más me impresionaba, ya de niño, era la tumba del soldado desconocido. Para una tumba con nombre, pero sin cuerpo. Murieron lejos de casa. Vaya a saber dónde descansa su cuerpo.

Con los años, viajo a donde un libro me llevó. Como el viento. Viajo fotografiando tumbas de escritores. La que más me impresionó fue la de Kafka en el viejo cementerio judío de Praga, que está enterrado con su madre y su padre. A veces lo que la vida separa, la muerte lo vuelve a reunir.

No visito las sepulturas de mis familiares, padre, madre, hermano, quizás porque no quiero encontrarlos ahí o porque ya no están. Los otros, los escritores, no están ahí: están en los libros.

La máquina de fotos, ante el promontorio leve, se vuelve un instrumento sacrílego; el monumento ostentoso la disimula.

Estoy ante la tumba de Samaja que murió en Malvinas. Quizás, fue un coya que murió como soldado; o mejor, dicho, como un combatiente. Poco sé, de su biografía. Solo este dato: el cuerpo no está ahí.

En la sepultura hay un barquito de cemento, no parece de mármol. Raro, un barquito en el desierto, en la Puna jujeña. Lo está esperando. Quizás, o espera para hacer su último viaje.

Esta ahí. Esperando que un día vuelva Samaja que un día murió combatiendo por las islas que los británicos llaman Falklands.

Las fotos no hablan. La fotografía es un arte solitario. Silencioso. Hoy ni siquiera tiene el sonido parecido al percutor que disparó la bala extranjera que acabó con la vida de otros combatientes.

El destino de Anastasio no fue una bala. Un hombre tan apegado a la tierra de la Pachamama (Madre tierra), absurdamente, murió en el mar porque era un tripulante del crucero General Belgrano que fue hundido por un submarino nuclear de la Armada inglesa.

Estoy ahí, desconcertado. Hay flores. Tengo una botella de agua mineral en las manos. Lentamente la derramo sobre la tumba y como un niño espero el acto mágico, o como un creyente, el milagro. Quiero hacer, de ese pequeño reguero, un mar para que el barquito se ponga en movimiento.

Pero el sol pega fuerte y ya borró el agua. Todo se secó de golpe. Muy rápido. Yo mismo temí evaporarme.

Como suele suceder ante hechos así, uno no sabe cómo irse ni tampoco cómo quedarse. En otros tiempos, en los que los sombreros cubrían la cabeza de la gente, quitárselo hubiera sido un gesto de saludo y despedida. Los sombreros han desparecido. La moda los voló como a las tumbas de La casualidad.

Pero el barquito sigue ahí en La línea de sombra conradiana. Varado en la calma chicha, sigue firme. Solo que el sol quema; bueno, el hielo también.

Lo acompaña un barquito. No podía ser ni un submarino, ni un acorazado, ni un portaviones. Sí, un barquito. El diminutivo refleja las diferencias de armamento que hubo en esa guerra, así en la tierra como en el mar.

No sé si Samaja extrañaba el cielo, pero sí podría afirmar que extrañaba la tierra. Pero se murió en el mar.

No tomé la foto. No creo que vuelva alguna vez para hacerlo. Recordé una frase del poeta: «La tumba exige de inmediato el silencio». Sí, pero no el olvido.

Solo el pudor de permanecer más tiempo del debido me dio fuerzas para alejarme; todavía ni siquiera digo para irme.

(De La guerra menos pensada, Alfaguara, 2022)