Líneas de fuga

De linyeras expropiadores, crotos violentos, saqueteros, cuchilleros, éxitos, fracasos y regresos.

Por Osvaldo Baigorria

Fragmento de Anarquismo trashumante. Crónicas de crotos y linyeras

«Trabajadores del mundo: uníos y dejad de trabajar.»
(Jim Haynes, 1978)

—En la vida uno anda siempre como perdido— sentencia El Pibe Materia, revolviendo el agua donde hierven los tallarines—. Pero en la vía, de croto, uno anda como encontrado.

—Él siempre fue medio poeta— suspira mi madre, cándida como nunca, mirándolo con admiración. Supongo que se habrán enamorado mucho. Sin embargo, la imagen que ella me trasmitía de él, a lo largo de mi niñez y adolescencia, no era tan feliz. Mi viejo aparecía como un honesto y esforzado trabajador con poca fortuna y a merced de un «mal carácter» que lo hacía cambiar una y otra vez de empleo; un hombre que se peleaba con los patrones y que «no aguantaba» en ningún trabajo. Lo cual nos ocasionaba una tremenda inestabilidad. Ésta es, a grandes rasgos, la imagen que quedó grabada en mis memorias. No obstante, las anécdotas del tiempo en que él fue croto le añaden otra pincelada al cuadro.

—Yo era medio ladrón solitario en esa época —asegura El Pibe Materia—. Después me corregí.
Lógico: una gallina, una oveja ajena, una chacra medio descuidada eran presa fácil para quienes deambulaban de una cosecha a otra.

—Eran trabajadores tan dignos y con tanto sentido de la responsabilidad social —solía justificar Héctor Woollands, el hijo de «Juan Crusao»— que no trepidaban en arriesgarse a recibir algún chumbo de los cuidadores del capital y en cambio no se sometían a la bajeza y a la humillación de ir a solicitar limosna de puerta en puerta.

Exageraba, por cierto. Algunas veces mi viejo alternó el pedir de puerta en puerta con llevarse, en algún descuido, lo que se le ponía a mano.

—Una vez yo andaba haciendo la católica por el pueblo de Henderson, provincia de Buenos Aires— rememora, mientras hace fuerza para que no le tiemble el pulso al servir tres platos de fideos con salsa casera—. Resulta que yo iba a pedir a las casas particulares y a los comercios que encontraba abiertos. De repente me encontré con una armería en la que no se veía a nadie; estarían por el fondo. Entré y claro, al hacer ruido tenían que haber salido a atender. Era su obligación. Pero como no salió nadie, vi unas armas en una vitrina, abrí y saqué un revólver calibre 38. ¿Por qué? Bueno, ya que ahí no me darían nada me lo llevé. La necesidad obliga.

No le duró mucho. Mientras dormía, otro croto se lo robó, en esa época no le decíamos robar sino expropiar —corregía «El Dandy», un linyera nacido en Mar del Plata y criado en Mataderos entre guapos y orilleros—. Desde Proudhon, sabemos que la propiedad es un robo.

No conozco los detalles de la teoría, pero parece que en las discusiones de los militantes de entonces, algunos hacían diferencia entre «expropiar» y «apropiar». «Desde que se comprobó que la propiedad es un robo, no hay más ladrones aquí que los propietarios», escribía Rodolfo González Pacheco, quien además de dramaturgo fue director de La Antorcha, en un artículo titulado, precisamente, «Ladrones». «Lo único que está por verse es si los que les roban a ellos no son de la misma data, de una auténtica moral ladrona: apropiadora… ¿Cuál es el fin del que roba? Acaparar. O, cuanto menos, sacarle el cuerpo al trabajo y la esclavitud que es su derivado inmediato. Para librarse de ser esclavos se juegan la libertad».

«El Dandy» es el apodo de Germinal Cerella, un hijo de anarquistas que a su modo se libró de la esclavitud del salario: primero fue croto, después pistolero, se dedicó al contrabando y al juego clandestino, y terminó disfrutando de sus ahorros en un chalet de dos plantas en la localidad de Ituzaingó en compañía de una esposa francesa que venía en viaje hippie desde Katmandú y que conoció en las islas Canarias. Germinal murió a los noventa y dos. Su mujer tenía cuarenta y cinco años menos.

—Había mucha gente del hampa entre los crotos —informa El Pibe Materia—. Yo conocí pistoleros famosos en su época: el Chileno, Facha Bruta, Boquita. Éste el apodo se lo ganó porque tenía la jeta así —mi viejo abre las manos en un ademán que indica el tamaño posible de una boca—. Otros eran ladrones de poca monta. Como uno que se llamaba As de Basto. Cuando un grupo entraba a robar en alguna casa, él enfilaba siempre para la cocina: se llevaba ollas, sartenes, cacerolas… Tenía una obsesión con eso. El vagón en el que viajaba As de Basto parecía una batería de cocina.

Había también personajes que debían cuentas a la justicia y que se perdían entre los vagabundos para pasar desapercibidos. Cada tanto, algunos de éstos reunían una banda para dar un golpe.

El Pibe Materia también robó en compañía, aunque sin mucho éxito. El golpe mayor fue con un amigo al que llamaban «El Platense», en una tienda de ropas e indumentarias.

Mientras él simulaba que estaba eligiendo géneros, en un descuido del patrón «El Platense» echó mano del «burro» —la caja registradora—. Pero no pudo sacar ni monedas; el patrón se dio cuenta de inmediato y tuvieron que salir corriendo en distintas direcciones. El Pibe Materia enfiló hacia el descampado. Cuando perdió de vista a la gente que lo venía persiguiendo —policías incluidos—, se dirigió hacia un alambrado. Se quitó las zapatillas, retrocedió varios metros descalzo sobre las huellas que él mismo había dejado, y después se escabulló debajo de los alambres, sobre una zona de pasto bien crecido, en dirección a una zanja seca. En ella se acurrucó, en espera de las voces que se acercaban. Escuchó a pocos metros cómo sus perseguidores intentaban dilucidar el rumbo del ladronzuelo; mencionaron que mejor sería volver con unos perros. El Pibe Materia decidió que no podía moverse de su refugio; asomando la cabeza sobre los pastizales, observó incluso el Ford de la patrulla policial rastrillando el campo hasta que llegó la noche. Esperó. Ya era madrugada cuando se animó a salir, sigilosamente, para cortar camino en dirección a las vías del ferrocarril. Estaba vestido, como la mayoría de los crotos, con un pantalón y camisa azul de dril igual a las que usaban los trabajadores de la estación.

Cuando llegó a ésta, ya casi clareaba el día y podía pasar por un catango que iba a su trabajo. Miró a lo lejos unos crotos que empezaban a despertarse y hacer un fogón. Home, sweet home: la ranchada. Se unió a ellos; ya estaba fuera de peligro.

Más que masas, conglomerados o multitudes, los crotos formaban grupos de afinidad, bandas transitorias, manadas cuyos integrantes se unían para una changa o cacería, y se separaban en otro cruce de vías. Esta movilidad, como se comprende, nunca fue del agrado de la policía. Osvaldo Bayer afirma que entre vagabundos y policías siempre hubo una «latente guerra abierta».

Latente o abierta, la guerra —dirían Deleuze y Guattari— es entre máquinas sociales sedentarias y nómades. Dos polos de un delirio, advierte El Antiedipo: un polo segregativo, paranoico, fascista, que desde una posición central afirma: «soy de la clase y raza superior»; y otro polo nómada, esquizo, periférico, que sigue las líneas de fuga del deseo y dice: «no soy de los vuestros, soy de la raza inferior, soy una bestia, un negro. La gente honesta me dice que no hay que huir, que no está bien, que es ineficaz, que hay que trabajar para lograr reformas. Mas el revolucionario sabe que la huida es revolucionaria, withdrawal, freaks, con la condición de arrancar el mantel de la mesa o de hacer huir un cabo del sistema».

Crotos violentos

Mi padre conoció en 1948 a Laureano Riera Díaz, cuando este último era dirigente panadero del Gran Buenos Aires, durante una famosa huelga de veintidós días que el gremio, por cierto, terminó perdiendo. Díaz había sido un típico ejemplar del linyera que andaba de pueblo en pueblo llevando sus ideales a cuestas. Y en su libro Memorias de un luchador social aparecen estampas de ese universo trashumante. Pero su mirada sobre este río linyera que corría por las vías no incluye ninguna concesión a una supuesta «conciencia de clase» o «espíritu sindical». Al contrario, allí aparecen crotos trabajadores y ladrones, libertarios y apolíticos, solidarios y aprovechadores. La itinerancia linyera era una especie de escuela de vida para muchos activistas sindicales de aquellos años, casi como un émulo del viaje al extranjero que acostumbraban hacer los jóvenes alemanes de familias burguesas para perfeccionarse en sus estudios. Riera Díaz la definió como un «aprendizaje para la militancia social». Porque «un luchador tiene que saber, igual que un albañil o un herrero, con qué materiales tiene que trabajar y, sobre todo, conocer a su pueblo, tal como es y no como lo pintan literatos y metafísicos».

Así, Riera Díaz anduvo más de un año por las provincias de BuenosAires, Santa Fe, Entre Ríos, Santiago del Estero, Tucumán, comprobando en sus viajes, «con profunda angustia» la ausencia de ideales en muchos de aquellos marginales, librados a una cierta «brutalidad viril, compadrona y pendenciera» hacia sus propios compañeros.

Como ejemplo, relata una pelea entre crotos saqueteros (estibadores). Estos crotos trabajaban en la carga y descarga de bolsas de cereal (trigo, avena, lino, etc.), que llegaban a pesar entre setenta y ochenta kilos. Las cargas podían hacerse en vagones o buques, o en galpones para su almacenamiento. En este último caso, había que subir corriendo con la bolsa a la espalda hasta ocho o nueve metros para alcanzar la punta de la estiba (así se llamaba a la pila de bolsas). Siempre ocurrían «accidentes»; según Julio Mafud, la indemnización por un brazo o pierna rota podía llegar a $100, pero la muerte apenas cotizaba $200.

Los saqueteros se sentían diferentes al resto. Solían vestir alpargatas de tela fina, chiripá o un amplio pantalón piamontés, pañuelo, sombrero, y tenían costumbres que los distinguían de los otros linyeras, por sus bravuconadas y alardes de destreza con las pesadas bolsas de cereal. Por ejemplo, para cargar un tren, alguno soltaba las bolsas y otro las tenía que esperar, una mano en la cintura y la otra con la palma hacia arriba para amortiguar el impacto sobre sus espaldas; luego, debía correr hacia el vagón y mandar la bolsa de un envión hacia adentro.

«Largue sin miedo/ no estoy en pedo», desafiaban los veteranos desde abajo al que iba a soltar la bolsa. O «largala muerta/ pa’ tu hermana la tuerta». La bolsa «muerta» era la que venía horizontal, la que caía planchada; y una de éstas fue la que derribó a un estibador en las cercanías de Ingeniero White, en presencia de Riera Díaz: el hombre quedó retorciéndose sobre un charco de sangre. Lo llevaron a la asistencia médica. Pocas horas después murió por una hemorragia interna. Pero el trabajo debía continuar.

Riera Díaz se había acercado a la estiba, junto a algunos compañeros, en busca de un trabajito temporario. Como la salida del tren estaba retrasada, de pronto se necesitaron más manos. El anarquista se prendió en la tarea. Pronto se dieron cuenta que era novato en el oficio. Así que le largaron una bolsa desde de muy alto y girando, «con remolino», como se acostumbraba decir. Riera Díaz se agachó, la dejó pasar hasta que se estrelló contra el suelo, y sacó el revólver que tenía oculto debajo de la faja. Disparó hacia arriba. Hubo gritos, insultos, gente que corría a ocultarse de los tiros. Díaz escapó con sus compañeros antes de que llegara la policía. Jamás se enteró si ese día hubo algún muerto, pero —según él mismo asegura— «nunca derramé una gota de sangre inocente».

Entre cuchilleros

Era una ética peculiar, que combinaba elementos de la influencia ácrata con la tradición orillera que desprecia ba a la cobardía como a la autoridad. Un culto libertario al coraje, que sostenía valores como el arrojo, la destreza y la temeridad en el combate.

«El Dandy» croteaba siempre con un cuchillo en la faja. Y se entrenaba con otros compañeros, como en el arte de la esgrima, primero con las palmas de las manos, luego con las hojas envainadas. A ese entrenamiento le llamaban «canchar».

—Primero se enseña con las manos —ponía la derecha de filo y la movía como un cuchillo—. Uno pega un cachetazo y el otro pa!, devuelve, eso es canchar, es la práctica, como la esgrima. Después se sigue con palitos. Y después con los cuchillos envainados, para no lastimarse.

Aunque…

Solía mostrar con orgullo una cicatriz en el antebrazo.

—Este puntazo me lo dio un tal Artiles. Porque él me tiró una puñalada, así, de punta, y eso se considera una traición a las reglas. Estábamos practicando… Yo tenía 18 y ese muchacho 24 años. Él trabajaba en un horno de ladrillos; era de Necochea y famoso para el cuchillo. Resulta que yo cuando canchaba tenía la manía de levantar la mano, y Artiles me decía «¡baje la mano, carajo!», porque si tenés la mano levantada te pueden ganar abajo —hizo un gesto de tirar una puñalada al vientre— y entonces, chau, perdiste. De abajo siempre te va a entrar el cuchillo.

—¿Y entonces?

—Estábamos canchando y yo lo tenía a mano, lo llevé reculando hasta la mesa del horno de ladrillos y él se queda como apretado contra la mesa y cuando me ve así, me tira la puñalada. El cuchillo estaba envainado pero claro, de punta, me lo clava acá en el brazo. Entonces yo tiro la vaina al suelo y con el cuchillo pelado, le digo «peleame».

—¿Y el tipo?

—Cayó de rodillas. «Cortame, hermano, cortame», gritaba. Lloraba como un chico.

—¿Te pedía que lo cortaras?

—Sí, porque era contra las reglas lo que él hizo. Pero yo quería pelear.

—¿Y qué hiciste?

—Nada, quedamos amigos, como siempre. La amistad es una cosa sublime.

Mi padre, como es lógico, tiene su propia versión de ese training cuchillero.

—Yo nunca vi crotos con cuchillos envainados— afirma—. El cuchillo se llevaba así nomás, a la cintura.

Ahora, lo del entrenamiento es cierto. Una vez estábamos entrenando, con el vasco Macroff, y resulta que yo levanté sin darme cuenta la rodilla. Me dio un puntazo sin querer, acá en el muslo. ¿Sabés lo que hizo el vasco? Corrió a buscar una cuchara, me la puso sobre la pierna justo abajo de la herida, recogió un poco de la sangre que salía, y después puso a calentar la cuchara sobre el fogón. Cuando se calentó, me echó la sangre caliente sobre la herida. Enseguida paró de sangrar. ¿Qué cosa, no?

—¿Y quién era ese Macroff? Qué nombre raro para un vasco…

—Sería un apodo. Era un tipo muy derecho, todos lo querían en La Tablada. Andaba siempre con una boina. Al poco tiempo lo agarró un tren. Quedaron los pedacitos para engrasar las vías.

—¿Y «El Dandy»?

—Ése andaba entre los crotos sólo cuando lo buscaba la justicia. Ahí nadie lo iba a encontrar. Al final, pagó con la cárcel. Se metió con la banda del «Pibe Cabeza», lo agarraron, le habrán probado algunos hechos y estuvo no sé cuánto tiempo en la Penitenciaría de Las Heras. Vos sabés que el «Pibe Cabeza» era un defensor de los crotos. Se cuenta que al norte de la provincia de Santa Fe agarró a un sargento que maltrataba a los linyeras y lo ató con alambre fardero a la vía de un tren. Después, al «Pibe» lo mataron en Mataderos en 1937, en un tiroteo con la policía. «El Dandy», en cambio, tuvo otra suerte. Pasó de croto a bacán. Aunque se hubiera comido algunos años a la sombra. Eso es lo que se dice: que con el botín escondido, pasó toda la vida sin trabajar.

Me lo cuenta en clave de picaresca, con admiración por el sobreviviente que no ahorró medios para evitar ser perdedor y que construyó su historia de éxito en la ilegalidad. Porque un vagabundo precisa tener talento para desplegar su deseo de ser rey. Y valentía para salir de la miseria a punta de cuchillo o pistola. Pero quizás —y quizás es la única palabra que tal vez pueda decirse en este caso— necesita cierta predestinación en el derrotero de sus líneas de fuga.

De regreso

Por su parte, El Pibe Materia vagabundeó sólo unos pocos años. El retorno a la casa materna resultó tan sorpresivo como la partida: todo fue sin avisar. Cuando volvió a Mataderos, venía vestido con una bombacha como la que usaban los gauchos.

—Mi madre me miró y dijo: «¿Quién es ese campesino?». No me reconoció.

De ahí pasó a la filas del subproletariado de ciudad. Fue canillita, lustrabotas, ayudante de cocinero, peón de panadería y más tarde maestro en todas las especialidades: estibador, palero, maquinero, amasador, facturero… De croto a obrero. Sabía hacer medialunas, masas finas, todos los tipos de pan. Cuando se cortaba la corriente eléctrica, podía amasar a mano. Como era fácil conseguir changas —por un día, una semana, una quincena—, cambiaba una y otra vez de panadería; en ninguna duró más de unos pocos meses. Siguió igual después de casarse y del nacimiento de su hijo, o sea, yo. Lo máximo que permaneció en una panadería fue un año y medio, y eso fue para completar el tiempo que necesitaba para jubilarse. El cambio de lugar de trabajo fue quizá su manera de extender la trashumancia en la ciudad. Al final se jubiló con $230 por mes, durante los años en los que un peso argentino se convertía en un dólar.

—¿Y por qué dejaste de crotear, allá por los años 30? —le pregunto, a quemarropa.

—Y… Por nostalgia —responde.

—¿Nostalgia de qué?

—Nostalgia del regreso.

(De: Anarquismo trashumante. Crónicas de crotos y linyeras)