Lo de Marta

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por María Teresa Andruetto

Una amiga que vive en Buenos Aires salió de su casa una mañana, caminó un par de cuadras y se encontró con una joven que le pidió algo de dinero para regresar a la suya. La joven le contó que tenía cinco hijos, que había ido desde el conurbano a la capital a trabajar cuatro horas y que le iban a pagar doscientos pesos. Que la dueña de casa tenía un evento esa noche y, a la hora de pagarle, le dijo que regresara el lunes. La joven le respondió a la señora que no tenía dinero para regresar a su casa, la señora le contestó que a su marido le pagaban con cheques los lunes y que era una irresponsabilidad viajar desde tan lejos sin dinero para el pasaje. Contando esto, la mujer se largó a llorar. Mi amiga le pidió que le pasara su número de celular, pero la mujer no tenía celular, se lo habían robado. Mi amiga quiso darle su número, no encontraba birome, pero en el bolsillo de la campera tenía una tiza blanca y la mujer tenía un papel, así que escribió el número blanco sobre blanco. Mi amiga piensa, tiza en mano, en las luchas docentes y en que tal vez eligió ese trabajo porque, al menos, le permite escuchar, en la esperanza de que escuchar signifique algo para alguien.

Después de eso, mi amiga alzó la cabeza al cielo y, por no encontrar mejor cosa que decir, le dijo a la mujer que era un lindo día y que tal vez al llegar a su casa podría ir a la plaza con sus hijos. Se abrazaron las dos, la mujer se llevó el papel con el número de celular marcado en tiza sobre papel blanco y el dinero para el pasaje, y mi amiga se sintió una perfecta imbécil por la magra ayuda que había proporcionado.

Todo esto me recordó una escena de mi propia vida: Trelew, año 1976, poco después del golpe de Estado, veintiún años, lejos de la familia y de los amigos, en el contexto tremendo de ese tiempo, recibiendo aquí y allá las noticias más oscuras. Alquilaba una cama en Lo de Marta, convivíamos en ese conventillo todas las especies. Muchos hombres ya no tan jóvenes, trabajadores precarios, tal vez también refugiados, camuflados, y varias mujeres, todas mayores que yo, todas trabajadoras en prostitución de bajo costo, en un hotelucho cercano, llamado Hotel Marina. Recuerdo especialmente a una de las mujeres, muy alta y muy delgada, que se llamaba Marta, como la dueña de casa. Yo compartía mi habitación con una profesora de Plástica y las dos éramos las únicas que no trabajábamos como prostitutas. Leía/releía los pocos libros que había llevado conmigo, la por entonces obra completa de Borges y dos del Centro Editor de América Latina: Las ciudades invisibles, de Italo Calvino (un ejemplar rayado, despegado y vuelto a pegar que todavía tengo y en el que en un momento de aquel mes anoté: “No tiene abriles este marzo del 76”), y otro libro extraño, muy experimental, para lectores avezados: Quer pasticciaccio brutto de la Via Merulana, de Carlo Emilio Gadda. Si digo esto es para conectarlo con aquello de mi amiga, que se sintió una tonta sugiriéndole a la mujer que lloraba en la calle porque no tenía dinero que fuera a la plaza con sus hijos porque era un hermoso día de sol.

Lo de Marta estaba en las afueras de Trelew y, caminando esa mañana hacia el centro, me encontré con una mujer que lloraba sin consuelo, una mujer unos diez años mayor que yo; no recuerdo qué le pasaba, no exactamente, pero tenía que ver con el dinero y con la violencia del marido. Yo me detuve, intenté escucharla, nos abrazamos (que es lo que una hace cuando no sabe qué hacer) y… entonces sucedió eso que hasta hoy me avergüenza, eso que todas las veces que lo recuerdo me hace sentir una perfecta imbécil. Yo quería darle algo a la mujer, algo material, me parecía que hacerle un regalo la consolaría un poco, pero no tenía nada, ni una moneda, solo el libro de Gadda, ese zafarrancho de la calle Merulana… y se lo di. Recuerdo que ella (¡por cierto, bastante más sensata que yo!) me decía que no y que no…, pero yo insistí, me parecía que su no era por no quitarme el libro en lugar de entender que ese no quería decir no me sirve…, este zafarrancho no me sirve. A mí me gustaba tanto ese libro que sentía que desprenderme de él era hacerle un regalo… Seguramente la mujer no lo leyó, quizás lo haya dejado en alguna esquina, en el alféizar de una ventana… y, de quedárselo, ni siquiera sé si era lectora, es probable que no, incluso tampoco sé si estaría alfabetizada, qué pudo haberle dicho a ella un libro como ese, para qué habría podido servirle su lectura. Pero yo… tenía veintiún años y un corazón universitario, acababa de egresar de Letras. No entendía —en los diez años que siguieron, la vida se encargaría de enseñarme— y, como no entendía, poco podía ayudar.

No es suficiente la generosidad, tampoco siquiera la empatía para tender una mano al otro; hace falta, además y sobre todo, un poco de sentido común, que es, como suele decirse, el menos común de los sentidos.

(De: Extraño oficio)