Lo de papá

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Claudia Piñeiro

Si hoy no fuera un día especial, Julián tomaría el juego de llaves de algún departamento de la inmobiliaria, cerraría el tablero, bajaría la persiana, apagaría las luces y saldría. Así lo hizo cada noche desde que se separó de Silvia, cinco meses atrás. Apenas con unas pocas pertenencias dentro del bolso de Estudiantes de La Plata que, miente, usa para hacer deporte. Pero hoy cumple años Tomás, su hijo mayor, y Silvia lo conminó a que, como parte del festejo, duerma con él por primera vez desde la separación. En realidad, sus dos hijos dormirán con él, Tomás y Anita. Silvia fue terminante. Él no atinó a esgrimir ninguna de las tantas excusas que puso en esos meses con la intención de no dar una dirección exacta. Hasta hacía poco había funcionado, pero ya no. Incluso parecía desvanecida la ventaja que solía tener en cualquier negociación frente a Silvia por el hecho de que era ella quien había tomado la decisión de dar por finalizado su matrimonio. Desde el día en que le dijo “quiero que te vayas”, él había quedado girando en falso sin entender qué había pasado para tener que desarmar lo que habían construido juntos durante quince años. ¿Lo habían construido juntos? ¿En qué consistía esa supuesta construcción? No podía encontrar respuesta. Aún hoy seguía sin entender y con la esperanza de que a Silvia se le pasara lo que fuera que la había llevado a echarlo de la casa. Lo que fuera, hasta otro hombre. Y ése era el motivo por el que Julián no se decidía a resolver el problema de dónde vivir, como corresponde que haga un marido que se separa: cinco meses después, no se sentía separado. Es más, había creído que el cumpleaños de Tomás lo pasarían todos juntos, él, Silvia y los chicos, en su casa, la casa de todos. Pensó que era la ocasión ideal para el reencuentro. Pero en cambio Silvia parecía haber pensado exactamente lo contrario. Fue terminante e incluso se lo dijo a los chicos antes que a él, probablemente para no dejarle alternativa. “Hoy duermen en lo de papá”. Sin sospechar que aún no había “lo de papá”. O que “lo de papá” no era un lugar fijo sino escoger una llave del tablero de la inmobiliaria para rotar de departamento en departamento y acostarse adentro de una bolsa de dormir.

El tablero lo había implementado él mismo, hacía años, al poco tiempo de entrar a trabajar en la inmobiliaria Rosetti. Cuando llegó había dos cajas, en una se tiraban todas las llaves de los departamentos en alquiler y en otra las de los departamentos en venta. Hasta ese entonces cada juego iba en un llavero de plástico trasparente, con logo de la inmobiliaria, donde se podía introducir por una ranura un pequeño papel con la dirección del inmueble en cuestión. Julián juzgó el método no sólo desprolijo sino peligroso. La desprolijidad se hacía evidente en el tiempo que le llevaba a cada empleado encontrar la llave buscada dentro de la respectiva caja, operativo que muchas veces se realizaba delante del propio cliente, fastidiado y sorprendido. Pero el argumento con el que Julián convenció al dueño de la inmobiliaria —entonces su jefe directo— fue que si alguien perdía un llavero por la calle, quien lo encontrara podría cometer con facilidad cualquier tipo de atraco. “No están los tiempos ni la calle como para perder llaves con la dirección exacta de la puerta que pueden abrir, Rosetti”, había dicho un Julián de apenas veinticinco años, bastante más arrogante y seguro de sí mismo que este hombre vacilante en que se convirtió, veinte años después, por más que el dueño se haya retirado y haya dejado en sus manos —“con confianza ciega”— el manejo de la inmobiliaria familiar. Rosetti, en aquel lejano tiempo en que apenas se conocían, aun a pesar de la mirada desconfiada y celosa del resto del personal más antiguo y experimentado que Julián, accedió a cambiar el método usado desde hacía tanto tiempo por el que proponía ese empleado recién llegado, el más joven de todos, simplemente porque tenía razón. El tablero lo diseñó y lo mandó a hacer Julián: una caja con tapa de vidrio, para amurar en forma vertical en la pared, con ganchos de donde colgar cada llavero. Los llaveros rojos correspondían a inmuebles en venta y los azules a inmuebles en alquiler. Y sobre cada llavero había un número dibujado con marcador indeleble que correspondía a la ficha donde se detallaba, además de las características de la propiedad, su dirección. De ese tablero, Julián había escogido durante los últimos cinco meses el lugar donde pasar cada noche, tratando de no dormir dos veces seguidas en el mismo lugar, ni siquiera en el mismo barrio. Para no aquerenciarse: él estaba de paso, él volvería a su casa.

Pero por ahora parece que no será así. Y aunque lo sea en un futuro, es el cumpleaños de Tomás y sus hijos dormirán con él. Así que esta noche, al dejar la oficina, no puede elegir el llavero de cualquier departamento. Él sí puede dormir en el piso de un ambiente totalmente vacío, pero los chicos no. Las opciones amuebladas son departamentos en alquiler, francamente deprimentes, puestos a las apuradas para sacarle una renta mayor a algo que no lo vale. La mayoría de los departamentos en venta están vacíos. El único departamento que se ajusta a lo que Julián necesita esta noche es el de la calle República de la India, por eso lo elige. Un departamento puesto a la venta hace tres años a un valor más alto que el de mercado, como si sus dueños en realidad no quisieran venderlo, y que contiene unos pocos muebles y objetos de buen gusto que prometieron sacar ni bien hubiera una oferta concreta. Un lugar que seguramente conserva poco de aquel hogar que fue, pero lo suficiente como para decir que es “lo de papá”.

Si hoy no fuera un día especial, George Mac Laughlin aprovecharía su visita a Buenos Aires, tal vez la última, para tomar un whisky en la barra del bar de la calle San Martín donde solía hacerlo cada tarde, hace tanto tiempo. Salía de la oficina pero antes de volver a su casa se sentaba en la barra y sin decir nada el mozo le traía su escocés con hielo. Un rito que empezó cuando era un junior del área financiera y que continuó hasta verse convertido en director general de la cerealera multinacional para la que trabajaba. Luego vino el traslado a Londres; su mujer, Sonia, no estaba convencida de acompañarlo. Su familia en Buenos Aires y él allá durante meses. Una amante. Dos, tres. Finalmente conoció a Barbra, se enamoró y, cuando ella quedó embarazada, decidió formalizar una nueva familia en Inglaterra y dejar atrás los restos de su familia argentina: una mujer con la que ya eran dos extraños y un hijo, Charlie, que se las arreglaba para estar lo más lejos posible cada vez que venía a verlo. El embarazo de Barbra no llegó al quinto mes y ya no intentaron tener más hijos, pero para entonces su nueva pareja estaba consolidada. Durante muchos años intentó mantener el vínculo con Charlie; al principio viajaba todos los meses, luego cada tres, al tiempo cada seis. Lo llevaba a Londres a pasar las vacaciones con ellos. O lo intentaba. Y por supuesto le mandaba puntualmente el dinero que correspondía, y más dinero aún si Charlie o su madre se lo pedían. Por eso todavía le cuesta entender qué fue lo que hizo tan mal para que ese vínculo nunca haya funcionado. “¿Qué? Todo hiciste mal, papá”, le respondió su hijo la última vez que lo vio, tres años atrás. Y lo corrigió: “No me llamo Charlie, sólo vos me llamás así, me llamo Carlos”. Algún intercambio posterior de reproches vía mail y por fin silencio durante ¿dos años? Hasta que recibió por correo la participación de la boda de su hijo, anunciando que se casaba en menos de un mes. Carlos Mac Laughlin, con una mujer que él nunca había oído nombrar, en una iglesia católica siendo que ellos no lo son. O no lo eran. O al menos él no lo es, aunque no puede hablar por Charlie —o Carlos—, si ya no sabe a quién le reza su hijo, de quién se enamora, de qué se ríe, por qué llora. Preguntó tímidamente si había fiesta, si podía colaborar con algo. La respuesta fue: “Hay fiesta pero no estás invitado. Si te alcanza con la ceremonia religiosa, vení”. Y luego el número de una caja de ahorro donde recibían “regalos” de boda.

Entonces vino, y acaba de estar en la iglesia. Sentado en uno de los últimos bancos, viendo cómo su hijo esperaba a la novia en el altar. Unas pocas personas lo reconocieron y se acercaron a saludarlo, con timidez, como si supieran algo que él ignoraba. Pero no conocía a la mayoría de la gente que lo rodeaba. Sonia casi no tiene familia y la poca que le queda a él, nadie muy cercano, no debió de haber sido invitada. La mayoría de los que estaban a su alrededor eran jóvenes, seguramente amigos de su hijo y de la que estaba a punto de ser su mujer. Por fin entró ella, la novia, del brazo de un hombre que debía de ser su padre, y se situó junto a Charlie. Luego las seis espaldas alineadas frente al altar: su hijo y la novia, los padres de ella, Sonia y un hombre. El hombre que lo reemplaza, el que ocupaba el lugar que debería ocupar él. No le importó si era un novio, amigo, amante o marido de Sonia, sólo que estaba junto a su hijo en el lugar donde debía haber estado su padre. Pensó que podría resistirlo, pensó que podría saludar a todos en el atrio. Había cruzado el océano para estar allí, para hacer las cosas bien por más que dolieran, por más que siempre le quedase la sensación de que no sabía cómo ser padre. Había cruzado el océano para serlo, aunque lo hubiera sido tan mal todos estos años a pesar del esfuerzo y de las ganas. “Primero siempre estás vos, siempre primero vos”, le había reprochado Sonia muchas veces. ¿Fue así? Tal vez, sí. ¿Y eso estaba mal? ¿No podía formar una nueva familia y seguir siendo un buen padre para Charlie? Ni siquiera un buen padre, un padre a secas. No había podido. Tampoco esta tarde en la iglesia. Quiso pero no pudo. Quiere pero no puede. Si ni puede llamarlo por el nombre que le pide: Carlos. Apenas Charlie le puso el anillo a la novia, se levantó y se fue. Caminó, no sabe cuánto, caminó hasta no dar más. Pasó por lugares que recordaba con precisión: la casa que compartió con Sonia, la oficina en el Bajo, la plaza donde llevaba a su hijo a patear una pelota número cinco del Manchester United que aún debe de estar en alguna parte, el consultorio del psicólogo donde siguieron intentando mejorar el vínculo intermitentemente cuando ya no vivía en Buenos Aires, el departamento que compró al poco tiempo de decidir quedarse en Londres. Quería tener un lugar propio donde estar cada vez que venía, un sitio más acogedor que un cuarto de hotel para compartir con su hijo. Se decidió por uno frente al zoológico, una zona de Buenos Aires que siempre le gustó; desde el balcón Charlie podía ver la jaula del elefante. Los primeros años lo usó con frecuencia. Luego cada vez menos. Por fin nada. Las pocas veces que volvió en los últimos tiempos, pensó que era más práctico quedarse en un hotel que entrar a un lugar deshabitado, con el aire viciado por la falta de ventilación y unos pocos muebles que apenas eran fantasmas de lo que habían sido. A Charlie terminaba viéndolo en algún restaurante, a las apuradas, su hijo siempre tratando de evitarlo, de terminar el trámite cuanto antes. Hasta que hace tres años decidió vender el departamento, ya no tenía sentido conservarlo. Entre todos sus bienes, ése era el único que le producía tristeza cada vez que sabía de él. La huella de lo que quiso ser y no fue. La huella de su fracaso. Un fracaso tan abstracto, tan inasible como la paternidad, como el amor padre-hijo. Un departamento que hacía concreta su incapacidad de ser padre.

Aunque parece que no resulta tan sencillo desprenderse de ciertas cosas. En la inmobiliaria le dicen que debería bajar el precio.

Tal vez sea hora de hacerlo. Tal vez ahora sí.

Julián compró comida en McDonald’s y una torta de chocolate. Sabe que Silvia no aprueba la comida chatarra pero Tomás y Anita sí, y está cansado de actuar como Silvia quiere. Ella quiso que se fuera de la casa, ella quiso deshacer el matrimonio, ella quiso que los chicos hoy duerman con él. ¿Y él qué es lo que quiere? Hasta ayer habría dicho: volver a casa, volver con Silvia, volver a vivir con sus hijos. Hoy, esta noche, ya no sabe, por primera vez se siente confundido. Sabe, al menos, que quiere hamburguesas con papas fritas para la cena del primer día que dormirá con sus hijos fuera de casa. De su casa. De la que fue su casa. ¿Cómo llamarla? Legalmente el cincuenta por ciento sigue siendo suyo. Aunque en los hechos ya no lo parezca. ¿Lo volverá a ser alguna vez? En eso piensa mientras Anita lo ayuda a poner las velitas en la torta. “¿Seguro que mañana vamos a poder ver el elefante, papá?” “Seguro, ahora está durmiendo.” Tomás espera que terminen de armar su torta pateando una pelota desinflada que vaya a saber qué hace ahí. Y están a punto de empezar a cantar el feliz cumpleaños cuando Julián se da cuenta de que no tiene con qué encender las velas. Va a la cocina. Busca en los cajones. Trata de encender el fuego de la hornalla pero el chisquero no funciona. Cree que va a tener que sacarles el pijama a los chicos, vestirlos y bajar a comprar fósforos. Tomás se queja, quiere quedarse ahí pateando la pelota. “Que te acompañe Anita, es mi cumpleaños, yo elijo”. El comentario de Tomás le hizo acordar a Silvia, “yo elijo”. Casi se enoja con él, pero prefiere pasarlo por alto y está por llevarse a los dos chicos así como están, en pijama y descalzos, cuando siente que alguien pone las llaves en la cerradura. Se maldice por esa costumbre tan de su oficio inmobiliario de no pasar el cerrojo, de ni siquiera dejar el llavero puesto del otro lado de la puerta. Si cuando muestra un departamento no hace falta. Pero ahora no está mostrando ese departamento, está festejando el cumpleaños de su hijo allí. Y más allá de su error no se explica cómo alguien puede estar queriendo entrar a esa hora de la noche. El dueño vive en Londres, lo vio una vez en su vida hace como tres años, cuando puso en venta el departamento. Y le dijo que lo vendía porque no pensaba volver a la Argentina. El portero tampoco tiene llave, se la quitaron después de una discusión que tuvo con Rosetti. ¿Silvia? ¿Silvia, que les quiere dar una sorpresa? Sabe que es imposible. Se siente un idiota, se maldice por pensar en Silvia en cualquier circunstancia, incluso en la más absurda e inverosímil. Sus hijos lo miran esperando que su padre haga algo, inquietos, tal vez pensando que puede ser un ladrón, o un fantasma. Julián por fin decide enfrentar la situación y va hacia la puerta en el mismo momento en que ésta se abre y del otro lado está George Mac Laughlin. Julián lo reconoce porque, tal como aquella única vez que lo vio, le hace acordar a Harrison Ford. Es él, no tiene dudas. ¿Cómo puede tener tanta mala suerte como para que un tipo que vive en Londres y dijo que no pensaba volver regrese justo el día del cumpleaños de Tomás? “Señor Mac Laughlin”, dice y no tiene ni la menor idea de qué dirá después. Mac Laughlin lo mira sin decir nada, tratando de entender qué sucede. Recorre con la vista el departamento, los niños, la pelota del Manchester que fue de su hijo. Julián intenta ayudarlo: “Yo… Soy…”. Mac Laughlin, con la vista clavada en la torta de cumpleaños, lo detiene: “Sé quién es. ¿Cómo le va?”, le dice, entra y cierra la puerta detrás de él. “¿Quién es, pa?”, pregunta Anita. Julián balbucea. Mac Laughlin contesta: “Un viejo conocido de tu papá”, y de camino patea la pelota hacia donde está Tomás, que la ataja sin dificultad. El hombre se detiene en el centro del ambiente y recorre otra vez su departamento con la mirada; lo hace en círculo, como si fuera una pantalla de trescientos sesenta grados. Por fin toma una silla y dice: “¿Puedo?” Julián contesta que sí con la cabeza. El hombre se sienta: “Estoy realmente cansado, gracias”. Tomás, sin dejar de llevar la pelota entre los pies, se acerca también a la mesa y se sienta delante de él. Los separa la torta de cumpleaños con las velas apagadas. “¿Tenés fósforos?”, dice el chico. “Algo así”, dice Mac Laughlin, y saca del bolsillo un encendedor de plata con el que enciende las seis velitas una por una.

Cuando todas las velas están encendidas, Anita empieza a cantar el feliz cumpleaños. La niña se da cuenta de que está cantando sola y levanta la voz, grita “que lo cumplas feliz”. Mira a su padre y a Mac Laughlin buscando con un gesto inequívoco que la acompañen. “Que los cumplas… ”, grita aún más alto Anita, y se le marca la tensión en el cuello. Mac Laughlin por fin la sigue. “Que los cumplas”, repiten los dos. Julián se acerca y alza a su hija. Mac Laughlin le hace un leve cabeceo, como si con ese gesto le diera permiso a Julián para que se sume a cantar con ellos. Julián llega a cantar apenas el último verso. “Que los cumplas feliz.” Todos aplauden menos Tomás, que sigue con la cabeza entre las manos, la vista clavada en las velas que arden, concentrado en decidir cuáles serán los tres deseos que pedirá este año.

(De: Quien no, Alfaguara, 2018)