Lo peor

Néstor Kirchner, el hombre que cambió la Argentina

Por Luis Bruschtein

Tres escenas que creía imposibles de presenciar en mi vida pero que vi, presencié, disfruté y festejé en los primeros días de la presidencia de Néstor: El discurso del 25 de mayo, cuando dijo que formaba parte de una generación diezmada, el discurso de Fidel en las escalinatas de la Facultad de Derecho y la anulación de las leyes de impunidad.

Yo era escéptico. Algunos conocidos me llamaban por teléfono para preguntarme por quién iba a votar y yo respondía “por el único que le puede ganar a Menem”. “¿Pero quién? Y yo, en toda esa confusión, les contestaba que no lo iba a decir porque no iba a a hacer campaña por nadie, porque “fuimos incapaces de construir una propuesta del campo popular”, que era lo que planteaba la CTA y no había podido concretar.

Así voté por Néstor, con muchas dudas después de tanto menemismo. Y el 25 fui a Plaza del Congreso para la asunción. Fui con mi compañera y mi primo Pablo, a quien había sacado de la cárcel el 20 de diciembre de 2001. Pablo había visto por la tele que estaban reprimiendo a las Madres en la Plaza, agarró una bandera argentina y se fue para allá. Y lo metieron preso.

Yo lo fui a sacar, pero PáginaI12 no tenía buena prensa en esa comisaría, así que salió último. El 25 de mayo de 2003, cuando asumió Néstor, estábamos los dos en la Plaza de los dos Congresos. Trataba de escuchar el discurso por los altoparlantes que estaban sobre los postes de luz y charlábamos de política.

Néstor no era un gran orador y el sonido no era bueno. Entre algunos párrafos que no entendí, escuché: “Formo parte de una generación diezmada, castigada con dolorosas ausencias; me sumé a las luchas políticas creyendo en valores y convicciones a las que no pienso dejar en la puerta de entrada de la Casa Rosada». Y también: «Les vengo a proponer que recordemos los sueños de nuestros patriotas fundadores y de nuestros abuelos inmigrantes y pioneros, de nuestra generación que puso todo y dejó todo pensando en un país de iguales». Me corrió un escalofrío. Cualquiera podía decir cualquier cosa, pero estas frases tenía un costo en este país. Decirla implicaba delimitar campos y ganarse enemigos poderosos. “¡Mierda! –le dije a mi primo– con esto amorticé el voto”.

Cubrí la asunción. Esa noche, en el Four Seasons hubo un ágape y apareció Fidel Castro. Habría que recordar que en los ’90, bajo la pesada hegemonía del neoliberalismo en un mundo unipolar regido por Estados Unidos, Cuba y Fidel estaban muy aislados. Entre algunos progresistas quedaba bien pegarle a Cuba y a Venezuela. Por eso, la invitación a Fidel era un cachetazo a lo políticamente correcto y significaba un enorme gesto de solidaridad.

Lo más increíble estaba a punto de ocurrir. Fidel podría visitar un país, pero parecía una locura que hiciera un acto público de masas en este país que transitaba la pacatería política propia del miedo heredado de un terrorismo de Estado impune.

En realidad, estaba pensado como un encuentro con intelectuales en el aula magna de la Facultad de Derecho de la UBA, que tenía capacidad para unas 800 personas. Fui a cubrirlo para el diario. Era un acontecimiento histórico. Nunca hubo menos de dos o tres mil personas. Los asistentes estaban tan apiñados que no se podía respirar. Hubo desmayos y en un momento circuló la versión de que se suspendería.

Alguien habló por teléfono con las nuevas autoridades. “¿Por qué no lo hacen en las escalinatas?” Rápidamente pusieron un atril y la multitud empezó a acomodarse. Estaban los canales de televisión. Mucha gente veía que el acto se haría al aire libre y empezaron a llegar miles en los colectivos de línea. No había seguridad, no había policía ni vallas. Fidel, el ser mítico que había hecho una revolución en la puerta del imperio y que había esquivado decenas de intentos de asesinato, hablaría allí a los argentinos como si estuviera en el jardín de su casa.

Tenía que empezar a las 7 de la tarde pero Fidel apareció casi a las 9 y ya había alrededor de 30 mil personas que habían aparecido de la nada. Y los que estaban adelante empezaron a gritar “¿Qué tiene Fidel, que el imperialismo no puede con él?” y el barbudo levantó la cabeza y dijo: “Los tenemos a ustedes”. Cayó un rayo, o me pareció. Sobre el pucho, se lo escuchó hablar totalmente emocionado: “He vivido algunos años, pero nunca, siquiera, imaginé un acto tan azaroso y tan increíblemente emocionante como este. Yo tendría que hacerle una crítica a nuestros compañeros y decirles: ‘ustedes subestimaron al pueblo argentino’… Jamás olvidaré lo que ustedes hicieron esta noche”.

Habló más de dos horas con esa destreza de domador de las palabras y las ideas mientras los colectivos de línea llegaban atestados por Figueroa Alcorta y se vaciaban en las paradas. Ya había 50 mil personas y los que no estaban allí, de izquierda o de derecha, estaban prendidos a los televisores para escuchar a ese enorme personaje de la historia moderna.

Esa invitación, con tanta libertad, fue un extraordinario acto de valentía de Néstor. Y perfilaba la estrategia de Patria Grande con Cuba adentro que impulsó durante su gobierno y continuó Cristina Kirchner.

En esos cuatro años de gobierno se hicieron muchas cosas, se negoció una quita del 75 por ciento de la deuda –la quita más grande en la historia mundial de la deuda–, se sacó al FMI del país y la economía creció con índices chinos, bajó la desocupación y los salarios pasaron a ser los más altos de la región, en dólares. Y además embestía a la Corte corrupta de la mayoría automática y logró conformar una Corte independiente y con prestigio. Cada vez que parecía arrinconado, sacaba un as de la manga y doblaba la apuesta. La derecha lo detestó y a poco de empezar lo boicoteó, lo amenazó y llovieron las acusaciones de corrupción.

La frase que me había impactado el 25 de mayo comenzó a mostrarse en los hechos, así como cuando en otro discurso dijo: «somos los hijos de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo». El bloque de diputados del PJ tenía varios duhaldistas y menemistas muy condicionados por el poder mediático y el económico. No les gustó cuando Néstor les ordenó que anularan las leyes de impunidad. Retrasaron la decisión todo lo que pudieron. Néstor los presionó y pidieron tiempo para presentar un proyecto propio. Néstor les dió un plazo y cuando se venció, en agosto, les ordenó que votaran el proyecto de la izquierda que había presentado Patricia Walsh. Y lo tuvieron que votar. El radicalismo se abstuvo en Diputados y votó en contra en el Senado.

La gente venía muy golpeada por la era menemista y por las promesas incumplidas de la Alianza, había mucho escepticismo. No eran pocos los que creían ver trampas por todos lados. En mi caso y en ese momento, lo tenía más claro que cuando lo voté. La noche que se debatió la anulación de las leyes de impunidad, se hacía un acto en la puerta del Congreso, y los organismos de derechos humanos me pidieron que fuera uno de los oradores.

Obviamente, dije que había que apoyar. A muchos, que después se hicieron fervientes kirchneristas, no les gustó. Pero cuando se aprobó la ley, hubo más que no pudieron contener las lágrimas. Hubo gritos y abrazos, pero sobre todo, una sensación profunda, desbordante e inesperada de que se terminaba la Argentina del miedo y se juzgaría a los genocidas. “Juicio y castigo” era una consigna permanente, no negociable, pero pocos creían que llegarían a verlo. Y se hizo. Y fue por eso que el genocida Videla afirmó que “los Kirchner fueron lo peor que nos podía pasar”.

25/05/23 P/12