Lobos y diamantes
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Betina González
La historia era increíble pero millones de personas la compraron, la leyeron y quisieron saber más. Entonces contrataron a Avi para que fuera de sala en sala a contarlo todo otra vez: cómo a los tres años, mientras marchaba con sus padres hacia un campo de concentración, su madre la había deslizado por debajo de un alambrado y le había dicho que corriera hacia las montañas, donde la gente del campo la ayudaría hasta que sus parientes la rescataran. Pero eso no pasó. En cambio, la adoptó una loba que había perdido a sus cachorros. Avi no recordaba los detalles de ese momento, excepto el viejo calor gris, casi amarillo, de la panza de la loba y su lengua áspera limpiándole la cara.
También había un macho que las visitaba. Olía fuerte, a pis, y a ella no la quería. Le mostraba los dientes y abría los orificios de la nariz con exageración, como para que entendiera que el atractivo de su madre adoptiva no lo contendría para siempre. Una vez el lobo había sido bueno y había traído vísceras para ella, porque los animales eran inteligentes, se daban cuenta de que los dientes de Avi no servían para otra cosa. En la madriguera también había huesos que podía roer y algunas raíces, que fue todo lo que comió durante tres años, además de la leche de la loba, de la que no recordaba el sabor (Avi insistió mucho en eso, porque siempre había alguien que pedía más detalles), solo podía evocarla como una sensación, un despertar en zonas secretas del cuerpo, que a veces recuperaba, con algo de vergüenza, durante el sueño.
Un día la loba no volvió y Avi entendió que debía seguir su camino sola. Eso sí lo recordaba bien, porque ya debía tener como seis años y esa es la edad en la que un niño empieza a entender el concepto de reversibilidad; puede ver que algunas cosas que desaparecen ante sus ojos −una pelota que se desinfla o una copa que se parte en mil pedazos− no se han ido, son las mismas solo que no han sabido conservar su forma. Pero hay cosas que sí desaparecen para siempre, por más que estén entrenadas en conservarse, por más que hayan adelgazado hasta caber en muebles y sótanos o se hayan vuelto silenciosas y duras como las piedras. Eso era lo que había pasado con el resto de la familia de Avi, que tampoco había ido nunca a rescatarla.
El público hubiera preferido que esa mujer teñida de rubio, de sesenta y nueve años, vestida como si acabara de salir a trotar, tuviera menos barriga, no usara lentes de diseño o anduviera por el mundo con menos maquillaje, cualquier cosa que la hiciera un poco más especial. Después de todo ¡había sido amamantada por una loba! Era cierto que se expresaba con dificultad. En sus frases siempre convivían tres lenguas. Eso sumaba, igual que su acento. Cada vez que hablaba, algo brutal y quebradizo quedaba flotando en el aire que habían abierto sus palabras.
Seguro que eso también había sumado para la señora Olsen la primera vez que Avi le había contado la historia de su vida, once años atrás. En esos días, la empresa de cerámica en la que trabajaba ya no podía competir con los precios internacionales y estaba «dejando ir» a sus empleados, empezando por los administrativos (en ese país, los trabajadores no se echaban ni se despedían, se los «dejaba ir», como si fueran globos o barcos a los que se les soltaran las amarras). Eso pensó ella cuando el gerente vino a verla a su escritorio con esa frase: «Vamos a tener que dejarte ir, Avi», le dijo, como si todo ese tiempo él no hubiera sido más que su carcelero y ella hubiera estado peleando infructuosamente por su libertad.
−Bueno, ya va a aparecer algo −dijo esa tarde en su cocina la señora Olsen−. Y se sirvió una segunda porción del bizcochuelo que había horneado para consolarla.
Margaret Olsen era su vecina. Lo había sido durante los quince años que Avi había pasado en ese pueblo, al que se había mudado por el trabajo. Durante ese tiempo, habían cruzado saludos y algunos comentarios sobre sus jardines, sobre las nubes y las noticias, pero ninguna había pisado la casa de la otra. Hasta ese día en que Avi volvió de la oficina, estacionó mal el coche, se bajó y se desplomó sobre la tierra que había dejado lista para sembrar tulipanes. Durante ocho minutos, lo único que pudo hacer fue llorar, moviendo el cuerpo hacia atrás y hacia adelante, mientras se pasaba las manos llenas de barro por la cara (más tarde, para que no pensaran que estaba desquiciada, dijo que esa era una costumbre de Europa del Este). La señora Olsen cruzó el cerco que separaba los jardines, se arrodilló a su lado, le detuvo las manos y le limpió la cara con un delantal. Después la obligó a pararse y la acompañó hasta la casa. Pasó por alto la pila de platos para lavar que había sobre la mesada, buscó un vaso limpio, lo llenó con agua de la canilla (antes comprobó que en la casa de Avi no había filtros ni agua mineral) y le dijo que lo tomara, que eso la calmaría. Avi obedeció. Hasta ahí, todo bien. Pero esa misma tarde, la señora Olsen volvió con un bizcochuelo y con su historia de superación personal. Avi hizo lo posible por tragársela junto con el pedazo de budín que le estaba destinado y descansaba en un plato de loza cascada, sobre la mesa de fórmica verde, en la cocina de esa casa ubicada en un país donde la gente exageraba sus virtudes al punto del escándalo. Era el caso del bizcochuelo de la señora Olsen, que era horrible, pero igual lo llamaban con total impunidad «comida de ángeles». Avi pensó que el cielo debía ser un lugar bastante patético si los ángeles no podían costearse algo mejor que ese budín seco con sabor a vainilla y cartón. Pero la señora Olsen seguía hablando. Le contaba de la vez que su marido había estado sin trabajo, cómo tuvieron que arreglárselas con lo que plantaban en la huerta, que no era mucho porque ellos no eran granjeros como sus abuelos, no sabían cultivar a gran escala, para algo habían ido a la escuela. Creyeron que la educación los protegería. Pero no. Igual tuvieron que comer sopa de repollo tres días a la semana y ofrecerse para lavar coches o limpiar oficinas. Habían sido años muy duros. Hasta que llegó la guerra y los salvó, porque a la fábrica de zapatos del pueblo le tocó abastecer a todo el ejército. Gracias a la guerra, las cosas mejoraron para la señora Olsen, su marido y sus tres hijas. En realidad, para la mayoría de los vecinos, lo cual quería decir que, en épocas así, lo mejor era aguantar y seguir intentándolo hasta que todo se acomodara y volviera a ser como antes. Al decir esta última palabra, la señora Olsen sonrió, sus ojos brillaron detrás de los anteojos y le dio a Avi un golpecito en la mano con sus uñas cortas y limpias.
Avi hubiera querido preguntarle qué quería decir con «antes». «Antes» siempre marcaba un evento definitivo: la tortura, la muerte, la deshonra, no el hecho de que a tu jefe se le hubiera ocurrido «dejarte ir» de tu trabajo. «Antes» era irreversible, por lo tanto era falso que las cosas pudieran volver a ser las mismas. En cuanto al milagro de la guerra, Avi dudaba de que las que el país seguía peleando sin pausa en otros continentes tuvieran un efecto directo sobre su bienestar económico. Y si por «seguir intentándolo» la señora Olsen se refería a lo que el pueblo podía ofrecer, Avi no creía que la oficina de correos, el supermercado o la famosa fábrica de zapatos necesitaran una secretaria trilingüe de cincuenta y ocho años. Quiso decirle eso a la señora Olsen, pero cuando levantó la vista del plato la vio engullir su último pedazo de budín. Había algo impúdico en que la señora Olsen comiera delante de ella, como si se estuviera desnudando. Un par de migas le habían quedado en la comisura de los labios, que se veían secos y arrugados, satisfechos sin embargo de las palabras que acababan de pronunciar y que le habían granjeado otro merecido bocado de pastel de ángeles. Avi sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Tuvo ganas de agarrar lo poco que quedaba del bizcochuelo y aplastarlo contra la cara de la señora Olsen. En cambio, dijo:
−Yo pasé la guerra en una cueva con una loba. Tenía tres años. Era casi un bebé.
Y, dejando paso a las lágrimas, le contó la historia.
El nombre de la loba era Marie el del lobo, Daniel. No habían perdido a sus cachorros. Tenían solo uno, al que llamaban Monique, que era un poco mayor que Avi y la odiaba. La madriguera era una casa chica con jardín delantero en algún lugar de Francia, adonde los padres de Avi la habían llevado cuando ella ya tenía seis años porque esos parientes eran católicos e intachables y ahí no correría ningún peligro. Crecería feliz mientras ellos se transformaban en héroes por combatir la ocupación alemana. Pero eso no ocurrió: a su madre la agarraron cuando entregaba unos documentos ocultos en una hogaza de pan. Nunca más se supo de ella. Al padre lo torturaron en la mesa de madera de una casa de campo con lo que había más a mano: tenazas, cuerdas, bolsas de arpillera, carbones. En un par de horas, había entregado a todos sus compañeros. Lo fusilaron esa misma tarde.
Los tíos de Avi no omitieron ningún detalle del relato. Era importante que la chica supiera quiénes habían sido sus padres. Y se lo repetían cada vez que podían. Igual que Monique. También se burlaban de su forma de hablar, de su ropa, de su falta de modales. La guerra justificaba las medidas extremas en todas las casas, así que si a la hora de comer solo había un huevo, las yemas eran para Monique, las claras para sus padres y las cáscaras para Avi.
−Las cantantes de ópera las comen todos los días −le decía su prima, mientras la miraba masticarlas con cuidado junto con un pedazo de pan−. Quién te dice, por ahí se te afina tanto la voz que un día cualquiera, al despertar, estás convertida en una soprano −y cantaba una musiquita ridícula que años después Avi identificaría como un pasaje de Rigoletto.
Avi entendía perfectamente que su prima se estaba burlando, pero eso no impedía que a la hora de dormir se imaginara que de verdad al día siguiente su voz estaba transformada en maravilla y atraía a decenas de personas, que venían a escucharla desde lejos. Primero venía la gente del barrio, después algunos de los puesteros de la avenida y al final un señor del centro que la contrataba para su teatro y felicitaba a sus tíos por haber cuidado y alimentado tan bien a esa niña prodigio, capaz de romper vidrios de copas y catedrales gracias a la armoniosa voluntad de su garganta.
Avi se dormía pensando en la palabra «prodigio», practicaba en secreto la musiquita que cantaba su prima y trataba con todas sus fuerzas de ser buena. Pero no lo lograba. Porque al despertar, todo seguía igual. Y además, cantaba muy mal. Entonces gritaba, insultaba y pateaba a quien se le acercara, incluyendo al perro de la casa y a Monique. A veces la tía la castigaba. No mucho, en realidad. Más bien, se limitaba a ignorarla o a advertirle que iba a convertirse en una vieja fea y arrugada y que iba a morir sola en el fondo del bosque, igual que la chica del cuento de Perrault.
Era el cuento favorito de su tía y le encantaba leerlo en voz alta, aunque siempre le cambiaba alguna cosa. No se lo contaba a Avi. Se lo contaba a Monique, mientras las dos acomodaban la ropa en los placares o se sentaban frente al fuego. Pero lo hacía con voz alta y clara para asegurarse de que Avi la oyera desde la cocina o el altillo, que eras sus escondites favoritos.
Una mujer tenía dos hijas. Una era hermosa y buena. La otra, fea y desagradable. Un día, la buena iba a la fuente y un hada disfrazada de dama de la alta sociedad le pedía agua. Como la chica era perfecta, no solo le daba de beber de su jarro sino que también incluía dos o tres palabras amables en el gesto. Conmovida, el hada le concedía el don de que, al hablar, de su garganta brotaran perlas y diamantes. La madre mandaba entonces a su otra hija a la fuente para que la buena fortuna se repitiera. Pero esta vez el hada se disfrazaba de vieja andrajosa, así que la chica no la reconocía y le daba un poco de agua de su jarro pero de mala gana, con asco, porque ¿quién quiere compartir el vaso con un mendigo?, pensaba Avi. El hada la maldecía por su falta de generosidad y la condenaba a escupir sapos y culebras cada vez que pronunciara una palabra. Por eso nadie la quería y se escondía en el bosque, donde moría.
−Por supuesto que ya sabemos quién es quién en esta casa y cómo le va a ir a cada una en la vida −decía la tía Marie antes de cerrar el libro.
Desde su escondite, Avi apretaba los puños y pensaba que todo, incluyendo el cuento de Perrault, era una mierda. ¿Qué culpa tenía la chica si hasta las hadas la engañaban y complotaban para que las cosas le salieran mal? Pensándolo bien, cuánto mejor era que de tu boca brotaran sapos y no diamantes. Al menos los sapos estaban vivos. Además, debía ser horrible que un pedazo de piedra te raspara la garganta. A Avi le daban arcadas de solo pensarlo. En cambio, un sapo o una culebra eran suaves, resbalosos, y hasta podían hacerte compañía. Si ella fuera de verdad la chica del cuento, la pasaría bárbaro en el fondo del bosque con sus malas palabras transformadas en sofisticadas criaturas.
−Esa gente no está a tu nivel. No merece tu llanto ni tu preocupación ni tu compañía −dirían Idiota y Subnormal, los dos sapos que usaban monóculo y bebían con delicadeza el té que ella les había servido en las tacitas con las que Monique ya no jugaba pero que a ella igual le estaban prohibidas.
−Muy cierto −asentirían las culebras Burra, Gorda Vaca y Vieja Harpía, que eran todavía más sabias que los sapos y la ayudarían a diseñar un plan de escape de esa casa, en la que solo la variedad de sus insultos la mantenía con vida.
Y así también se dormía a veces Avi, con el consuelo de una venganza que, igual que las de los cuentos o las de las películas, tenía la forma de un triunfo o una desgracia definitivos. Seis años vivió así, esperando transformarse en una soprano o en una asesina. A los doce, entendió que nada de eso iba a pasar. Porque a esa edad, el aparato lógico formal de un chico termina de afianzarse. Es capaz de predecir, planear e hipotetizar sobre la realidad. Si alguien le pregunta a una chica de esa edad dónde pondría un tercer ojo si lo tuviera, no contestaría algo estúpido como que el mejor lugar sería en la frente. Diría en la palma de la mano, para poder espiar las esquinas; o en la nuca, para ver si la persiguen sus parientes desalmados; o en la coronilla, para que nadie, ni siquiera los pájaros o Dios, pueda tomarla por sorpresa.
Con la mente así de lista y la certeza de que el mundo le debía demasiado, Avi se fue una madrugada de la casa de sus tíos, llevándose todas las cosas de valor que pudo cargar. Durante una década vivió en las calles, en cuartos de pensión, en casas de amantes y amigos. Como cualquier chica, tuvo que enfrentarse a los deseos de los hombres con los que se cruzó. Y como cualquier otra, no siempre salió ilesa (después diría que había matado a un oficial alemán que había intentado violarla en una estación de tren, aunque el tipo no fuera ni siquiera un militar y ella se hubiera quedado quieta como una tabla para que todo pasara lo más rápido posible).
Avi robó, mintió y estafó toda vez que lo necesitó, pero el mundo nunca le devolvió lo suficiente. Cerca de Viena, conoció a una chica judía que se había salvado de la muerte porque su tía la había deslizado por debajo de un alambrado. Fue generosa con Avi, le enseñó a escribir a máquina y le consiguió un trabajo. A veces caminaban por la calle tomadas de la mano, compartiendo detalles de sus infancias desgraciadas. Después la chica se casó y se mudó a una ciudad más grande para tener un montón de hijos. No se volvieron a ver. Y como el mundo no le había devuelto más que una amiga pasajera (de la que se robaría hasta el nombre), Avi siguió cobrándose como pudo todo lo que la gente a la que le había ido mejor le debía.
En algún momento volvió a Francia, donde conoció a su primer y único hombre bueno, un piloto con el que cruzó el océano hasta el país que había ganado la guerra y que predicaba la religión del esfuerzo personal. Ahí vivieron felices muchos años, hasta que él murió en un accidente de moto y Avi tuvo que volver a trabajar. Así fue que llegó al pueblo de la señora Olsen, donde la gente te sonreía con amabilidad pero nunca te invitaba a su casa, a un picnic o a una comida navideña. Recién cuando una vecina veía que tu vida se había desmoronado, se apuraba a consolarte con su historia de privaciones y a servirte un pedazo de budín con gusto a vainilla y a cartón. Pero no se le ocurría ni por un segundo que comer con otra persona era un acto de suprema intimidad. Y por eso esa mujer de acento brutal y quebradizo, esa tarde, frente a la señora Olsen, había vuelto a ser una niña de seis años a la que el mundo le seguía debiendo demasiado.
La historia era increíble pero la señora Olsen se la tragó. Igual que la dueña de la editorial independiente del pueblo, que la ayudó a escribirla y a publicarla. A los cincuenta y ocho años, con una barriga prominente y una cuenta bancaria en rojo, Avi se transformó en una celebridad y reinó por más de una década como la única sobreviviente del holocausto criada por una loba. Sí, la historia era increíble. Pero si millones de personas la habían comprado y habían querido saber más, era porque ella, al fin, había sabido contarla.
(De: El amor es una catástrofe natural, Tusquets, 2018)