Los exterminadores de guerrilleros
Por Julio Carreras*
Imagen: Pabellón de la antigua Unidad Penal Nº1 (UP1), o Penintenciaría San Martín, de Córdoba.
La Unidad Penal Nº 1 de Córdoba fue ocupada por paracaidistas militares de la IV Brigada Aerotransportada luego del golpe militar de 1976. Sólo porque allí, además de los presos comunes, habían cuatro pabellones ocupados por presos y presas políticas. El propósito, como lo anunciaría el mismo jefe de la Brigada, general Juan Bautista Sasiaiñ, era «exterminarlos a todos». Antes de su «visita protocolar», nos habían ordenado desnudarnos, nos habían dado una severa paliza, con garrotes de goma, patadas, trompadas, bayonetazos, etcétera. Y así, desnudos, nos pusieron formados, contra las paredes de los pabellones, para escuchar la arenga del general. «¡Los vamos a matar a todos!», gritó. «¡Uno por uno! Tenemos todo el tiempo del mundo para hacerlo. Ahora las fuerzas armadas somos gobierno, sin plazos ni condicionamientos».
En ello -como en muchas otras cosas- los militares se equivocaron. Pronto una pequeña legión de padres, madres, hermanos, se lanzaron a contactar con los principales parlamentos del mundo, denunciando los crímenes de la dictadura militar. Con los papelitos que nosotros escribíamos y lográbamos sacar clandestinamente, a través de presos comunes que arriesgaban sus vidas para ayudarnos. Donde narrábamos minuciosamente lo que estos criminales hacían dentro de las cárceles.
Un año después, la Cruz Roja, la ONU, la OEA y casi todos los gobiernos de Europa, incluso Estados Unidos durante el gobierno de Jimmy Carter, habían aislado internacionalmente a la dictadura, por sus violaciones a los Derechos Humanos. Videla y la oligarquía argentina se vieron obligados a negociar y frenar el exterminio, para recuperar sus relaciones diplomáticas con el mundo. Todo por mérito de los familiares de presos políticos y desaparecidos, y militantes revolucionarios organizados en el exilio.
Debido a una larga conversación con el compañero Rubén Padula -con quien compartimos en 1976 aquellos llamados «Pabellones de la Muerte»-, decidí rescatar hoy un texto, escrito por mí en 2010. A raíz del fallecimiento repentino de otro de nuestros compañeros, Atilio Basso, «El Bonzo». Añado, además, el testimonio legal sobre uno de los asesinatos emblemáticos ocurridos en aquel período: el de Paco Bauducco, militante del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), obtenido de los Juicios por delitos de Lesa Humanidad efectuados en Córdoba, también durante el año 2010.
El 23 de enero de 1976 como a las siete de la mañana, me sacaron del calabozo mugriento donde me tiraban, con los ojos vendados y las manos esposadas a la espalda, durante once días, cuando descansaban de torturarme.
De la Dirección de Informaciones, donde un mes antes habían matado con la picana a un muchacho de la JP -y «gracias a ello» quienes caíamos después, recibimos un trato «más benévolo». (1) Es decir, nos torturaban hasta un cierto límite, con la asistencia de un médico, que nos auscultaba cada tanto para constatar si podía seguir resistiendo nuestro corazón.
Al llegar a la cárcel, luego de pasar otro «examen» médico, fui llevado al pabellón de los guerrilleros. Me recibieron una multitud de caras sonrientes. De ellas recuerdo particularmente cuatro: las del Bonzo, Mataco, Larguirucho y Miguel.
Trataré aquí de reconstruir algunos pasajes de ese periodo, entre enero y septiembre de 1976, en el cual compartimos con Atilio Basso -«El Bonzo»-, aquella cárcel que muy pronto se convertiría en un Campo de Concentración.
Ternura
Luego de que hube desayunado abundantemente, dialogando con los compañeros que me rodeaban, algunas horas después de mi llegada dos mujeres guardiacárceles me trajeron a mi hija. Anahí tenía seis meses, estaba con mi esposa Gloria, a quien gracias a un Hábeas Corpus presentado la misma madrugada de nuestra detención, habían trasladado al pabellón femenino de esta cárcel. En ese momento yo no sabía eso; cada hora de los once días vividos mi alma había padecido por encima de las torturas la espantosa angustia de pensar que mi compañera y mi hijita estarían pasando por iguales o peores circunstancias. Cuando la recibí en brazos, junto con el bolso de los pañales, me sentí arrobado… ¡ella estaba tranquilita, como si no hubiese ocurrido nada!… Como transportándome en un sueño, me retiré a una de las últimas camas de la inmensa celda, que compartíamos con otros treinta compañeros. Dejando el bolso a un costado, me sumí durante un largo rato en la contemplación de mi hijita. Cuando volví un poco en mí, noté que había tres compañeros que me observaban sonriendo, desde la hilera de camas de enfrente. Eran Larguirucho, Mataco y El Bonzo. Entonces Larguirucho, que era músico, trajo su guitarra para dedicarnos un tema.
-¿Cuál era tu nombre de guerra? -me preguntó Mataco, cuando se acercaron.
-Mariano, contesté.
-Bueno -dijo el Bonzo-, te lo hemos cambiado. A partir de ahora, te llamarás «Ternura».
Una escuela de cuadros
Aún dentro de las restricciones que la cárcel impone, los militantes presos disfrutaban a principios de 1976 de un estatus privilegiado. Los aproximadamente doscientos varones y cien mujeres alojados en la Unidad Penitenciaria N° 1 podíamos elegir nuestra «ranchada». De tal modo, el PRT y Montoneros -las mayores organizaciones- controlaban prácticamente áreas completas de cada pabellón. Casi como una «zona liberada», donde los empleados carcelarios entraban con prudencia, luego de solicitar autorización. Así también, nuestras celdas funcionaban como «escuelas de cuadros». Es decir, lugares donde los compañeros con mayor experiencia impartían sus conocimientos.
Por lo demás, teníamos derecho a ingresar libros, con lo cual habíamos formado una inmensa biblioteca comunitaria, a tener «visita privada» de nuestras esposas o novias, una vez por semana, y a manejar dinero, recibir paquetes, cartas, ropa de todo tipo.

Nuestro régimen interno -establecido de común acuerdo por PRT y Montoneros- era estricto: a las siete gimnasia, ocho desayuno, nueve reuniones de equipos, doce almuerzo, dos de la tarde actividades artesanales, cuatro de la tarde merienda, seis reuniones de estudio hasta las nueve de la noche, en que se cenaba. Cotidianamente se salía al patio, donde se practicaba gimnasia y los diferentes equipos disputaban rotativamente un campeonato de fútbol. Contábamos con tres pabellones, donde las decisiones colectivas se tomaban entre las conducciones del PRT y Montoneros. Ellos eran el pabellón seis (planta baja), el ocho (planta alta), y el catorce, de mujeres (dos plantas, en un sector nuevo del penal). El pabellón nueve -en ángulo recto con el ocho, y que también era de presos políticos- se había constituido con miembros de otras organizaciones de izquierda, no guerrilleras, sindicalistas o políticos, que habían pedido ser trasladados allí.
Hacia febrero de 1976 nuestras organizaciones decidieron establecer una Dirección General en la cárcel. Para ello, se seleccionaron a los compañeros que se consideraban adecuados y se solicitó a la dirección del penal su traslado a un mismo pabellón. Debido a esto el Bonzo, Larguirucho, Miguel y yo fuimos trasladados arriba, al Pabellón 8, donde se constituiría la dirección de PRT y Montoneros.
El golpe
El 24 de marzo de 1976 nos despertaron las marchas militares, desde las radios. En la cárcel disponíamos aún de libertad para dormir el tiempo que quisiéramos, pero nadie se levantaba después de las 6:00. Nuestro partido (PRT) había fijado el inicio de actividades a las 5:30 en verano, a las seis en invierno. Los montoneros solían ser más flexibles; no demasiado.
«¡Golpe!: están leyendo el comunicado de los milicos, una y otra vez». La noticia recorrió las celdas, donde se desayunaba en equipos o se practicaba gimnasia. Eran celdas colectivas, habitadas por un promedio de entre 15 o 20 presos políticos.
Una enervante desazón recorrió fugazmente los ánimos; aún estaban frescos los recuerdos de las masacres de Pinochet. Y por nuestra realidad reciente, se esperaban acciones similares aquí. El tiempo demostraría que la masacre a efectuarse en la Argentina sería diez veces peor y aún más perversa que la sufrida por los chilenos.
No ocurrió nada, en lo inmediato. Sólo dos días después nos dirían que se habían suspendido las visitas. Tampoco se podían sacar cartas: estábamos incomunicados. Al tercer día por la tarde, vinieron los guardiacárceles con presos comunes y nos quitaron lo que calificaban como «excedente»: libros, mercadería de reserva, radios, ollas y otros adminículos, dejándonos casi únicamente con lo puesto. También nos quitaron frazadas y almohadones: quedó solamente una colcha, una almohada y dos sábanas por persona.
Ante los airados reclamos, los oficiales del servicio penitenciario decían hacerlo «por orden superior». Sólo mirando furtivamente hacia los costados un guardiacárcel se atrevió a cuchichearle a un compañero: «¡Tengan cuidado: los milicos se han hecho cargo del penal… estamos rodeados de «verdes» por todos lados!»
Primeras ráfagas
Surgieron diferencias con la dirección de Montoneros. Ellos sostenían que debíamos manifestarnos «con firmeza» frente a la ocupación militar del penal, y lanzar ese mismo día una «cacerolada». Esto es, manifestarnos frente a las rejas de entrada al pabellón, golpeando cacerolas y haciendo el mayor ruido posible. Incluso se había hablado de quemar colchones. Finalmente se concedió que esto no era conveniente, pues no había ninguna garantía de recobrar los colchones una vez quemados.
Nuestro partido consideraba que esto era imprudente. Que no se debía subestimar a los militares: una manifestación podría darles una excusa para que se lanzasen sobre nosotros a asesinarnos. Los compañeros de Montoneros alegaban que hasta ahora siempre se habían obtenido resultados favorables con la manifestación. A esto respondían los directivos del PRT que la situación hoy era diferente: se habían eliminado las garantías constitucionales, estábamos prácticamente a disposición absoluta de ellos, y encima, incomunicados. Y no eran bebés de pecho: durante el periodo anterior, se había registrado un promedio de 40 a 80 muertes semanales en Córdoba, y esto bajo un gobierno constitucional. ¿Qué serían capaces de hacer los milicos con todo el poder a su disposición?…

Finalmente no se llegó a acuerdos; ellos se manifestarían y nosotros tampoco pediríamos cambio de pabellón ni mucho menos, pero nos mantendríamos silenciosos. A las tres de la tarde la organización Montoneros comenzó una ruidosa manifestación frente a las rejas de entrada, en el pabellón. Golpeaban todos los objetos metálicos de que disponían, gritaban «Aquí están, estos son, los soldados de Perón», y desfilaban cantando a voz en cuello, con la música de una marcha militar:
«No, no, no respetamos las botas
Ni, ni, ni la vamo´a respetar
Por, por, porque tenemos los fierros
y el, y el, y el,
ejercitó popular»…
La manifestación terminó como a las cinco de la tarde, sin que se percibiera la menor presencia militar. Se veía, como siempre a los «empleados», con sus uniformes grises acerados. Algunos de sus oficiales se habían acercado para ordenar volver a las celdas. Los compañeros montoneros les habían dicho que se iban a continuar las manifestaciones, todos los días, hasta que devolvieran los elementos secuestrados y se restableciera la comunicación normal con los familiares. Un compañero de nuestra dirección, el «Turco» Moukarsel, se acercó también a dialogar con los oficiales, para decirles que el PRT apoyaba los reclamos de Montoneros.
A las seis de la tarde tomábamos el mate cocido cuando entró un compañero pálido: «¡Los milicos!», dijo «¡Hay como un millón frente a la reja!… ¡Están todos armados con FAL!»… Se nos congeló la sangre. Por reflejo fui hasta la ventana: en el ancho patio, en cada esquina había un paracaidista tirado en el suelo, ante ametralladoras pesadas. Gritaron «¡Atenciooooón! ¡Todo el mundo contra la pared!»… y comenzó el infierno.
Bauducco
El primer día que entraron los militares en nuestro pabellón dejarían un muerto. A las cinco de la mañana, con griterío alucinante, ruido de botas y bayonetas, unos cien soldados, suboficiales y oficiales del Cuerpo de Paracaidistas ingresaron al pabellón ocho. Celda por celda, las iban abriendo y mientras los oficiales ordenaban que nos desnudáramos poniéndonos contra las paredes, los suboficiales y soldados nos golpeaban usando garrotes de goma con núcleo de acero. Desnudos, nos gritaban que bajáramos al patio, azuzando con las puntas de sus bayonetas a quienes se rezagaban. Para ello debíamos lanzarnos por una estrecha escalera, en cuya entrada había tres soldados que golpeaban en los testículos a los que íbamos llegando. Para evitar ese golpe me lancé hecho un ovillo hacia los escalones, e increíblemente llegué abajo, salvando el descanso y otros soldados sin un rasguño. Corrí al patio y me puse contra la pared. Tiritábamos: esa madrugada la temperatura estaba por debajo de cero. En el medio del extenso perímetro, dos soldados con ametralladoras pesadas, tirados en el suelo nos apuntaban. Allí, en la semioscuridad del amanecer, continuaban golpeándonos, gritando insultos e «interrogando» de un modo absurdo a los prisioneros, que ya habíamos llenado el largo de las paredes. De repente, se escuchó el estampido de un tiro. Y vi pasar una mancha oscura, densa, por la canaleta del desagüe bajo mis pies descalzos. Era la sangre de Paco Bauducco. Un suboficial lo había golpeado con la goma en la nuca y no se había podido levantar. Un oficial -creo que Mones Ruiz- le había dado la orden de que lo ultimara.

Miguel
A Miguel lo mataron más tarde. Por entonces ya habían empezado a fusilar compañeros sacándolos de la cárcel de madrugada. Así, fueron ejecutados Vaca Narvaja, De Breuil, Miguel Ángel Mozé, José Svagusa, Ricardo Verón, Ricardo Yung, Diana Fidelman, Marta Rosetti, María Barberis… y varios más, hasta llegar a veintinueve. (2)
Miguel era uno de los dirigentes del PRT que más éxito con las chicas tenía: moreno, de ojos verde claro, por lo demás era un Adonis. ¿Habrá sido esto uno de los factores que exacerbó la saña de los milicos? El primer factor, aparentemente, fue que durante una de esas «requisas» cotidianas, donde nos desnudaban, un oficialito descubrió cerca de su ingle una tira de cicatrices.
-¡Esto es una ráfaga de ametralladora!… -gritó.-¿Adónde te la han hecho, hijo de puta?…
Miguel, por cierto, no contestó nada y resistió heroicamente la paliza posterior. Pero el oficial fue a la alcaidía y consultando los expedientes supo que había sido capturado durante el famoso ataque a la Jefatura, donde unos cien guerrilleros del ERP habían puesto en jaque durante varias horas al principal cuerpo policial, en pleno centro.
A partir de entonces comenzaron a sacarlo mañana y tarde. Bajo la vigilancia de tres o cuatro soldados armados, otros dos, un oficial y un suboficial, lo golpeaban con las pesadas gomas -y alguna vez con bolsas de arena-, hasta quedar cansados.
Miguel iba saliendo más dificultosamente de cada paliza. Cuando volvía a la celda, su cuerpo empezaba a no soportar las curaciones improvisadas a que tratábamos de someterlo. Se iba hinchando y la piel comenzaba a caérsele por pedazos.
Entonces yo solicité una reunión urgente y propuse insurreccionarnos.
-La próxima requisa grande que entre, los primeros en salir inmovilicemos al oficial, los suboficiales y quitémosles las armas. Luego soltemos a los demás compañeros y avancemos hacia fuera. Dos compañeros armados que vayan inmediatamente a liberar a las compañeras…
Así seguía mi propuesta, surgida de la indignación. El Bonzo, Dico Assadurián y Larguirucho acordaban conmigo. Con nobleza que me conmovió profundamente, uno de los pocos que se opuso, fue el mismo Miguel.
Pese a ello, se envió la propuesta rápidamente, en papelitos, a todas las celdas del PRT y Montoneros, incluyendo las compañeras. Pero prevaleció la «prudencia»; nuestra moción fue rechazada.
Miguel murió luego de quince días de golpes brutales, punzadas de bayoneta, pisotones, trompadas. Su cuerpo hermoso se había convertido en un guiñapo sanguinolento.
Su nombre real era Carlos Alberto Sgandurra. Era tucumano, y arquitecto.
La sonrisa del Bonzo
Cada noche nos contábamos películas, rotativamente, para distraer nuestra imaginación. También rotativamente, cambiábamos de camas, pues de ese modo quienes quedaban más cerca de la puerta -y por ello recibían los primeros golpes cuando entraban los milicos-, no eran siempre los mismos.
Convivíamos unos veinticinco compañeros, en una ancha celda más o menos semejantes a las demás. Cada día, además de la gimnasia, reuniones de análisis político, escribíamos lo que iba sucediendo con Federico Bazán y Rubén Padula. Por nuestra buena letra y redacción, nos habían designado para informar lo que estaba sucediendo. En «canutos» (huecos hechos durante el período democrático), en pisos y paredes, guardábamos papeles de cigarrillos, yerba, lapiceras, azúcar. En esos papelitos de cigarrillos, enrollados y envueltos en pequeños plásticos que sellábamos con fuego de fósforos, salieron los primeros informes sobre la UP1, que los organismos de Derechos Humanos publicaron en Colombia, México y Europa luego. Los presos comunes, con quienes nos conectábamos por las noches y las madrugadas, eran los encargados de sacar nuestros textos garrapateados bajo la luz de una vela.
Entre otras actividades que organizábamos ya como resistencia, bromeábamos. Era la forma más linda de resistir. El Bonzo y Larguirucho se destacaban. Larguirucho por sus canciones, el Bonzo por su chispa cómica y su indeclinable sonrisa.
«Para vos, todos somos personajes… porque tu mundo, es de historieta», le contestó Federico Bazán a «Larguirucho», una tarde. Porque Larguirucho le había repetido «Federico… qué personaje que sos….» Días más tarde a Larguirucho lo mataron. Vinieron tres oficiales del ejército, poco después de las nueve de la noche. Él era muy alto. Sobresalía entre los militares, le ataron con una soga sus manos a la espalda. Sus manos de violonchelista. Yo lo vi. Pues me tocaba dormir frente a la puerta de la celda. Los ojos azules de un oficial brillaron bajo la franja negra que proyectaba el casco. No los olvidaré jamás.
El Bonzo estaba a mi lado cuando sacaron a Larguirucho Tramontini para matarlo. Desde el siguiente día su sonrisa y sus reflexiones, siempre sensatas, me ayudarían a soportar esta nueva pérdida.
Creo que el Bonzo era el militante perfecto. Aquél hombre nuevo que todos queríamos ser, pero la mayor parte de nosotros no alcanzábamos. Él sí.
Por eso creo que ahora mi amigo, Atilio Basso, «El Bonzo», está definitivamente en el Cielo.
(1) El peronista de derecha Bercovich Rodríguez, interventor de Córdoba, había «ordenado terminantemente» que «cesen los apremios ilegales de fuerzas policiales para combatir a la subversión. Esto debido al escándalo político suscitado por la muerte del joven Ciriani, quien indignado por las torturas salvajes a que sometían a una joven embarazada, aún con los ojos vendados y manos esposadas atrás, la había emprendido a patadas contra los policías de Investigaciones. Luego de reducirlo, se habían ensañado con él, y prácticamente lo habían destrozado. Su padre, un antiguo dirigente peronista de Río Cuarto, había conseguido que La Voz del Interior publicase las fotos del cuerpo lacerado de su hijo, y en el Senado provincial se solicitara un informe sobre las torturas a la Intervención Federal.
(2) Los militantes populares asesinados, entre abril y octubre de 1976, en la UP1, cárcel de Córdoba:
Raúl Augusto Bauducco
Eduardo Daniel Bartoli
Miguel Ángel Mozé
José Alberto Svagusa
Luis Ricardo Verón
Eduardo Alberto Hernández
Diana Beatriz Fidelman
Ricardo Alberto Yung
Carlos Alberto Sgandurra
José Ángel Pucheta
Claudio Aníbal Zorrilla
Miguel Ángel Barrera
Mirta Abdon
Esther María Barberis
Marta Rossetti de Arqueola
José Cristián Funes
José René Moukarzel
Osvaldo De Benedetti
Miguel Hugo Vaca Narvaja
Higinio Arnaldo Toranzo
Gustavo Adolfo De Breuil
Ricardo Daniel Tramontini
Liliana Páez
Florencio Esteban Díaz
Pablo Alberto Balustra
Jorge Oscar García
Oscar Hugo Hubert
Miguel Ángel Ceballos
Marta González de Baronetto
Fuente: http://fulgor.blogspirit.com

Testimonio sobre el asesinato de Raúl «Paco» Bauducco
Por Alexis Oliva
Mañana del 5 de julio de 1976. Patio 2 de la Unidad Penitenciaria 1 (UP1) de barrio San Martín en Córdoba capital. El cabo del Ejército Miguel Ángel Pérez cruza el patio y se cuadra frente a su superior, el teniente Enrique Pedro Mones Ruiz.
—Mi teniente, el prisionero no se quiere levantar.
—Ejecútelo.
—Mi teniente, lo voy a ejecutar.
El cabo Pérez da una marcial media vuelta, regresa sobre sus pasos, apunta con su pistola a la cabeza del preso político Raúl «Paco» Bauducco y cumple la orden.
Como si estuvieran viendo esta tremenda escena, quienes asistían el 11 de agosto a la audiencia 17 del juicio a Jorge Rafael Videla y otros 31 imputados, por los crímenes cometidos durante 1976 en la cárcel cordobesa de barrio San Martín, fueron transportados a aquel frío patio por el relato intenso y preciso del testigo Carlos Higinio Ríos, ex preso político y dirigente sindical, entonces del gremio de Perkins y tiempo después de recuperar la libertad del Círculo Sindical de Prensa y Comunicación.
Aquella mañana, Ríos vio y escuchó con todo detalle las circunstancias del homicidio de Bauducco, por la posición estratégica en que se ubicaba, en el primer piso del pabellón 9, trepado a una ventana en la que faltaba un pedazo de las tablas con que habían tapado las celosías y con la tranquilidad de que no podían verlo quienes estaban en el patio.
Desde allí, pudo observar junto a Marcelino Pérez –dirigente peronista, ya fallecido– cómo los militares montaban un operativo de seguridad «con soldados apostados con fusiles FAL y FAP» en el patio de la prisión, a donde hicieron salir desnudos o a medio desnudar a los presos políticos de los pabellones 6 y 8, para someterlos a «una paliza terrible y movimientos vivos».
«La requisa era una excusa. Los sacaron al patio y los molieron a palos», aseguró Ríos. Ese día la saña se concentró en Paco Bauducco, quien ya tenía lesionado un homóplato a raíz de una paliza sufrida en la D2: «El compañero tocaba la guitarra y decía: ‘Esta no me sale bien, porque desde que me quebraron el homóplato me cuesta’». «Le pegan un montón de palos y uno le pega en el homóplato. Después le pegan otro palo en la cabeza y queda tirado al lado de un canalón», narró Ríos.
Entonces, el cabo le ordenó levantarse, pero al prisionero no le quedaban fuerzas. Tras la venia del teniente, el suboficial concluyó su tarea criminal: «Le apunta y le hace señas de que se levante con la pistola. El compañero le levanta la mano así… como que no podía. Y el cabo le pega un tiro en la cabeza. Yo no quería creer lo que estaba viendo, pensé que era un simulacro de fusilamiento. Y el compañero que estaba viendo conmigo me dice: ‘No, lo mató, Negro, lo mató… Mirá las convulsiones que tiene en las piernas’».
«Al rato, el director del penal entra al patio, se acerca a donde estaba el compañero tirado y se agarra la cabeza. Lo alzan de los pies y las manos y veo que la parte de atrás de la cabeza prácticamente no existía y chorreaba sangre. Lo ponen en la camilla y se van, se lo llevan…», alcanzó a completar el testigo antes de que se le nublara la vista y la emoción lo obligara a beber un trago de agua.
Fuente: http://prensared.org.ar/
*Julio Carreras es escritor y periodista argentino. Trabajó para numerosos diarios y revistas. Entre ellos El Mundo (Buenos Aires), Posición (Córdoba), El Liberal (Santiago del Estero), Berenice (Pescara, Italia). Escribió 24 libros, entre ensayos, novelas y cuentos.
Agosto 2022