Los poderes fácticos en Argentina y la necesidad de una nueva Constitución

Por Edgardo Mocca

Foto: CSJN.gov.ar

El fallo de la Corte Suprema «derogando» la elección del diputado Doñate para el Consejo de la Magistratura y dando lugar al reclamo del diputado Juez para ese mismo lugar institucional, corona una situación de facto en la que el tribunal se dispone a ejercer el poder político en Argentina. No es una situación nueva: tiene el «ilustre» antecedente de la tristemente célebre marcha por la constitución y la libertad (12 de octubre de 1945) en la que un conjunto de partidos políticos y sectores sociales opuestos al gobierno militar de entonces se pronunciaron a favor del traspaso del poder a la corte. Pocos días después, la célebre concentración obrera del 17 de octubre frustraba ese designio y comenzaba un proceso popular que concluiría con la elección del coronel Perón para la presidencia.

Ahora, tres personas del tribunal supremos consumaron en muy poco tiempo el asalto a una institución que tiene jerarquía constitucional: el consejo de la magistratura. Dos de esas tres personas tienen en su trayectoria el antecedente de haber aceptado su designación en la corte sin que el Congreso los eligiera, tal como exige la constitución nacional. Para apropiarse del Consejo derogaron una ley aprobada por ambas cámaras del Congreso ¡hace quince años! El argumento más notable a favor de esa histórica derogación fue que la composición del Consejo estaba inclinada ¡a favor de la política!, concepto que, según los cortesanos, incluye a los consejeros del oficialismo sumados a los de la oposición (una «unidad» que es completamente inusual en nuestra realidad). En el caso del fallo actual su sostén argumental es que la división del bloque del Frente de Todos que permitió la elección de Doñate fue un «ardid» y que los bloques deben estar representados en su composición anterior al fallo de la Corte sobre el asunto. Entre tomar una decisión así burlando de modo grotesco la división de poderes y asumir la plenitud del poder como lo exigían las «fuerzas sanas de la sociedad» en aquel histórico octubre de 1945, ¿cuál es la diferencia?

Los tres cortesanos funcionan en la práctica como un articulador superior de un vasto dispositivo de poder que incluye a un conjunto de jueces federales, los grandes medios de comunicación oligopólicos, los grupos que concentran el poder económico, y las estructuras propias de los «sótanos de la democracia» (espías a favor de esos grupos poderosos). Las estructuras partidistas dirigidas a reproducir apoyos de la población a esos intereses son los encargados de «traducir» ese poder de facto en el terreno electoral, gubernamental y parlamentario, sin poder oponerse seriamente a él. Ese es el mapa de poder real visto desde «dentro» del territorio. La embajada de Estados Unidos funciona frecuentemente como fuerza articuladora de estos sectores. Así, es ese embajador el que «ayuda a depurar la justicia argentina» (Del Prado) o alienta y contribuye a construir amplias coaliciones políticas para poner a raya al populismo (Stanley). En otras épocas, eran las fuerzas armadas las depositarias del poder oligárquico. Desde la guerra de Malvinas ese recurso fue cuestionado, no por un prurito «legalista» sino por el riesgo que suponía una corporación militar que había sido capaz de pergeñar en aras de perpetuarse en el poder nada menos que una intervención militar en un territorio controlado por el Reino Unido y, en consecuencia, por la OTAN. Fue el nacimiento de las democracias controladas o «de baja intensidad». Solamente entre los estertores de una profunda crisis política como la que nos envolvió a fines de 2001, pudo establecerse la anomalía que permitió la experiencia de los Kirchner en el gobierno.

En las cercanías de una elección crucial como la de 2023 es interesante preguntarse qué estaremos discutiendo los argentinos y argentinas en este período. Está lógicamente en juego el color político de la fuerza que gobernará; si es una fuerza nacional con un programa propio para salir del marasmo de una crisis económica que es históricamente inseparable de la experiencia del paso de la derecha por primera vez en más de cien años a través del voto popular y al frente de su propio partido político o el gobierno queda en manos de la derecha (o la ultraderecha). Es el endeudamiento provocado por Macri y su gobierno y la política del FMI que lo favoreció y lo protegió la clave de la grave circunstancia que vivimos. Lo que se está discutiendo es la soberanía nacional argentina. Y para que eso sea efectivamente así hay un mojón decisivo que serán las próximas elecciones.

¿Pero alcanza con el triunfo electoral de una coalición electoral unida por la voluntad de la recuperación de la soberanía como base material de un programa económico-social alternativo? ¿No está claro que con la actual Constitución «material», la que funciona en la realidad, no existen las condiciones para encarar un rumbo alternativo? Es muy razonable la discusión en el interior del campo popular acerca de los resultados de la iniciativa política tomada por Cristina en mayo de 2018: siempre que no se subestime la importancia cardinal de terminar con la experiencia del macrismo. Y, además, más allá de las justas críticas a la falta de decisión política del actual gobierno para encarar reformas que algunos consideran «audaces», como la de expropiar una empresa arruinada por el fraude de sus propios titulares o la de recuperar la soberanía sobre las aguas del río Paraná, hay que decir también que los condicionamientos fácticos existen hoy para este gobierno y para cualquier otro que pudiera surgir como alternativa al fatídico «segundo tiempo» macrista. Los gobiernos kirchneristas -particularmente los de Cristina- también sufrieron el peso de los poderes fácticos a los que aquí hacemos referencia. Antes de esta «reforma judicial», muchas veces anunciada y nunca concretada por este gobierno, hubo una reforma que sí consiguió los números en el Congreso, pero fue derogada «de facto» por la corte suprema con alusión a su supuesta inconstitucionalidad. Raúl Zaffaroni, entonces conjuez de la corte supo explicar en un memorable texto que él no coincidía con la iniciativa legal de la entonces presidenta, pero que de ninguna manera la consideraba inconstitucional.

Argentina no tiene solamente un problema de gobierno, tiene además y fundamentalmente un problema de régimen. Un problema de división funcional de poderes. Un problema por la existencia de oligopolios que desnaturalizan el proceso de formación de la opinión. Un problema de un «régimen judicial» que se arroga el derecho de intervenir en el funcionamiento de los poderes de la constitución y que manipula a su antojo la composición del poder judicial, invariablemente a favor de los sectores más poderosos de la economía y la sociedad. Un problema también de «dependencia de Estados Unidos y el FMI» como manifestó el presidente en oportunidad de su reunión con el presidente ruso Putin.

En definitiva, el problema a resolver en nuestro país es el de su Constitución. De una constitución cuya vigencia actual está habilitada por la ilegal anulación de la reforma de 1949 impulsada por el peronismo (realizada no según prevé la propia carta magna, sino por un bando de la dictadura de Aramburu) y por la convalidación de la actualmente vigente por el proceso de reforma llevado a la práctica en 1994. Naturalmente que no es razonable imaginar un proceso de transformación constitucional en la proximidad de una elección de la trascendencia de la próxima. Pero es necesario abrir un amplio frente de deliberación con plazos no tan inmediatos, pero tampoco imprevisibles. Un gran movimiento por una nueva constitución que abra paso a una nueva etapa de la democracia argentina en el camino de ese histórico acuerdo democrático que permitió salir de los atroces tiempos de la última dictadura.

El Destape