Melodía del mundo real
Por Ricardo Ragendorfer
(Extraído de Patricia: De la lucha armada a la Seguridad, Planeta, 2019)
I

A las ocho de la mañana del 14 de septiembre de 1976 un Rastrojero color celeste que había avanzado con lentitud por la calle Paraná, de Olivos, frenó al lado de un kiosco de diarios, a 30 metros de la avenida Maipú. Sus dos ocupantes no se movieron de la cabina.
El que iba al volante, un hombre casi cuarentón, con bigote tupido, pelo ondulado y mejillas rellenas, no sacaba los ojos del espejo retrovisor. El otro, un muchacho de rasgos afilados, consumía un Parisiennes con pitadas rápidas y profundas. Cada tanto miraba su reloj.
Ambos portaban pistolas Browning; además, en la caja de la camioneta, bajo unas mantas, había una ametralladora Halcón y un FAL.
Eran militantes de la organización Montoneros.
Y aquel lugar era el punto de encuentro fijado para una acción armada. Su blanco: un ejecutivo norteamericano de la multinacional Sudamtex; el tipo proveía listas de obreros díscolos a las patotas de la dictadura.
Al minuto emergió por atrás un Peugeot 504 color verde que redujo la velocidad a la altura del Rastrojero, antes de detenerse en la esquina, sobre la vereda opuesta. Sus tripulantes, los dos muy jóvenes, tampoco se movieron de la cabina. Debía llegar alguien más.
La calle estaba desierta. Demasiado desierta. Y el silencio enrarecía tal quietud. Así transcurrieron otros dos o tres minutos.
Hasta que, de pronto, se desató el infierno: desde las esquinas, desde los árboles, desde los autos estacionados, incontables siluetas empezaron a gatillar al unísono. Los cuatro murieron atravesados por los primeros disparos.
Aquella cita estaba cantada.
La sinfonía de balazos llegó con nitidez a sus oídos. Ella se encontraba escondida en el jardín de una casa, detrás de un ligustro, a una cuadra y media del sitio de la matanza. Era la persona que faltaba. Y temblaba como una hoja.
Había bajado de un colectivo en la avenida Maipú poco antes de la hora establecida. Vestía el uniforme de un colegio privado.
Pero la suya no era allí la única presencia disfrazada. Enseguida reparó en un verdulero junto a su carrito de ventas en la ochava con la calle Moreno; ese sujeto tenía el cabello cortado al ras y un bulto en el sobaco. También le llamó la atención un Renault R4 de la compañía Segba con tres operarios no menos ilusorios.
Por último advirtió un Chevrolet 400 con otros tres agentes; estos, en cambio, no hacían ningún esfuerzo por disimular su profesión.
El que estaba sentado atrás se sacó los lentes espejados para observarla mejor. Ella, sin darse por aludida, no alteró el ritmo de su andar. Pero en cada paso su pánico aumentaba. Era un pánico que podía estallar como una bomba.
Así llegó a la esquina de Paraná. Entonces dobló por dicha calle hacia la izquierda. Allí no había un alma. Y tras caminar unos metros quedó fuera del campo visual de los represores. En aquel instante, de golpe, echó a correr. Sus piernas nunca fueron tan veloces. Esa desaforada carrera la llevó en segundos al cruce con la calle Tucumán. Finalmente saltó la cerca del primer chalet de la cuadra para zambullirse en el pasto.
Al rato, a lo lejos, sonaron los disparos.
Ella crispó los párpados. Y el temblor se apoderó de su cuerpo. Luego oyó sirenas y voces de mando.
Su permanencia en ese refugio se prolongó por una hora.
Recién a las 9:45 llegó a la cita de control en un bowling aledaño a la avenida Panamericana.
De las doce pistas del local solo una estaba ocupada. Ahí fingían jugar dos parejas. Pero no pasaban desapercibidas. Especialmente uno de los hombres, cuyo pelo rubio lucía impregnado de brillantina.
Era el responsable militar de la Columna Norte, la estructura montonera a cargo de la fallida operación. Su nombre: Rodolfo Galimberti.
Al ver el rostro desencajado de la recién llegada, dejó la bola que estaba por lanzar para ir con premura a su encuentro. Ella rompió en llanto.
La situación —por motivos de seguridad— era algo embarazosa. Los otros tres presuntos jugadores miraban como él la sacudía por los hombros.
Con frases entrecortadas e incompletas afloró lo sucedido: el dispositivo de la emboscada, su huida y los tiros.
El remate fue: «No pude avisar a los compañeros. ¡Era imposible! ¡Lo juro!».
Repitió una y otra vez las dos últimas palabras, como anticipándose a un posible reproche. Galimberti la observaba en silencio.
Recién entonces «Cali» dejó de llorar.
Así le decían en la «Orga» a Patricia Bullrich.
Esa etapa de su vida había empezado hacía más de cuatro años a raíz de una azarosa constelación de circunstancias.
II
Transcurría una radiante mañana del verano madrileño de 1972 cuando en la célebre quinta de Puerta de Hierro, bajo la sombra del porche, Juan Domingo Perón disfrutaba de un aperitivo con un visitante de porte distinguido y barbita en candado. Diego Muniz Barreto se sentía muy a gusto en ese lugar.
Por el momento ambos hablaban de trivialidades.
—¡Cómo se indignó Lopecito con este muchacho! —dijo el ex presidente, con tono casual, antes de soltar una risa breve y ahogada.
«Lopecito», desde luego, era José López Rega; el «muchacho», Rodolfo Galimberti, y el motivo del escándalo, la despampanante Cristina Suriani, una actriz rosarina de módica fama en la televisión española, de quien el militante juvenil estaba enamorado. La cuestión es que él la había llevado allí la tarde anterior para presentarle a Perón. Un atrevimiento que ofuscó sobremanera al astrólogo porque suponía que se trataba de una vulgar amante.
Aquella impresión era en realidad infundada. Galimberti le arrastraba el ala pero aún no le había tocado un pelo. También existía otro pretendiente: el cantante Joan Manuel Serrat. Sin embargo —y pese a salir de paseo con ellos por separado—, ambos galanes eran rechazados por la dama a instancias de la madre, una señora muy conservadora que ambicionaba algo más seguro para su futuro. Hasta tenía el candidato ideal: un gerente de Iberia.

Así se lo hizo saber Muniz Barreto a Perón. Y agregó:
—Vea, General, este tema lo tiene a Rodolfo muy alicaído.
Su preocupación era genuina.
Ese hombre de 38 años era un personaje pintoresco. Descendiente de los fundadores portugueses de la ciudad brasileña de Bahía e hijo de don Antonio Zacarías Muniz Barreto —un magnate que atesoraba la más fabulosa colección de arte colonial existente en la Argentina—, Diego —el tercero de cinco hermanos— creció en un caserón de las Barrancas de Belgrano con mayordomos polacos e institutrices inglesas. En sus años mozos se embarcó en un periplo ideológico desde el nacionalismo ultracatólico —con una escala en los comandos civiles de la Libertadora— hasta anclar en los círculos revolucionarios de la década del sesenta, especialmente del peronismo. Ya disponía entonces de su herencia: compañías mineras, pesqueras y agropecuarias, inmuebles a granel, un campo de siete mil hectáreas en el sur de Córdoba y acciones en el Banco Tornquist. Un patrimonio al que no tenía el menor interés de administrar. Y que puso al servicio de sus epopeyas políticas. Claro que su hobby favorito era el ejercicio de la conspiración. El tipo era refinado, corajudo y generoso. Pero además, un descubridor de talentos.
Un día le anunció a un abogado de su confianza:
—Encontré un tanito con inquietudes. Un pibe muy rápido. A todo le pone el slogan de «emancipación nacional». Está con otros muchachos. Tienen buenos sentimientos pero no saben un carajo de nada; son unos zaparrastrosos. Tenemos que darles contenido.
Se refería a Galimberti y sus compañeros de la Juventud Argentina para la Emancipación Nacional (JAEN), una agrupación pequeña aunque ruidosa.
Ese hallazgo de Muniz Barreto coincidió con el desplome del gobierno de facto encabezado por Juan Carlos Onganía, en crisis insalvable a raíz de la ejecución del ex presidente provisional, Pedro Eugenio Aramburu.
Semanas después el «Loco» —como todos llamaban a Galimberti— logró establecer contacto con el ignoto y aún misterioso grupo que había ajusticiado al general fusilador. Y a la vez quería conocer a Perón.
Ambas cosas le interesaban a Muniz Barreto en demasía. De modo que se convirtió en una mezcla de mecenas y Pigmalión de su carrera política. Eso incluía un pasaje a Madrid.
El viejo caudillo recibió a Galimberti a comienzos de 1971, después de que su amigo, el empresario Jorge Antonio, le dijera.
—No es montonero. Pero trae una carta de Montoneros.
Aquella misiva fue la primera comunicación de la «Orga» con él.
A Perón también le cayó en gracia el mensajero.
—Los hijos de la clase media gorila se están incorporando al peronismo, General —le soltó este de entrada, mientras recorrían el jardín de la residencia.
Perón sonrió mientras Galimberti añadía:
—Pero solo el uno por ciento está organizado.
Perón entonces ensanchó la sonrisa. Y su réplica fue:
—Usted tiene que organizar el 99 por ciento que falta.
Galimberti, a los 23 años, sintió que tocaba el cielo con las manos. Así, con tamaña euforia, regresó a Buenos Aires.
Desde entonces la criatura cincelada por Muniz Barreto fue adquiriendo una dimensión que excedía todo cálculo previo. En solo quince meses sus logros fueron portentosos: el General lo había nombrado Delegado de la Juventud en el Consejo Superior Justicialista, la junta consultiva del Partido, un cargo que supo ejercer sin renunciar a la JAEN; también organizó todos los grupos de la juventud peronista en una estructura nacional, sin sumar a los dirigentes que no le simpatizaban; fue además un artífice del lanzamiento en todo el país de la JP Regionales —el brazo de Montoneros en la superficie—, convirtiéndose así en la cara visible de la «Orga», sin desatender su protagonismo en el Operativo Retorno. Pero su máxima hazaña fue que Perón se encariñara con él.
En junio viajó nuevamente a Madrid, esta vez con Muniz Barreto.
Al mes y medio continuaban allí. Puerta de Hierro era por aquellos días el centro neurálgico de la política argentina. En semejante contexto ocurrió la desdichada (no) relación de Galimberti con la indecisa Suriani.
Ahora, bajo el alero de la residencia, su mentor insistía:
—Rodolfo anda llorando por los rincones a causa de esa tilinga.
Perón enarcó las cejas. Y tras dejar correr unos segundos, reflexionó:
—Ni el hombre más plantado está a salvo de tener un corazón otario.
Muniz Barreto asintió con un leve cabeceo.
Y ya con una expresión cargada de sabiduría, Perón agregó:
—Pero el problema del chico es otro. El apellido, Diego, el apellido de sardinero que porta. ¿Nunca notó usted su complejo de inferioridad social?
Fue Muniz Barreto quien entonces enarcó las cejas, mientras el General profundizaba la hipótesis:
—Esa patología tiene dos curas posibles: entrar al Ejército o casarse con una señorita de prosapia. Y él ya está grande para el Colegio Militar.
Seguidamente, con un dejo de picardía, completó:
—Usted debería presentarle con fines serios alguna dama de su círculo.
Por toda respuesta, a Muniz Barreto le brillaron los ojos.
Al regresar con Galimberti a Buenos Aires se abocó al asunto. De modo que días después le pidió que lo acompañara a tomar el té en lo de una amiga. Esa amiga —le susurró al oído— solía recibirlo en su alcoba.
El evento era en un elegantísimo petit hotel de la calle Mansilla, entre Larrea y la avenida Pueyrredón. Una mucama de uniforme los condujo por un pasillo hasta el vestíbulo. La dueña de casa les dio allí la bienvenida.
A los 44 años, esa mujer recientemente separada del marido era aún de buen ver. Además derrochaba simpatía y exhibía un talante descontracturado, sin ocultar su beneplácito por recibir a un líder de la JP bendecido por Perón y que —como figura pública de Montoneros— salía todo el tiempo en la tele.
Ya en la sala de estar, un sitio equipado con muebles de estilo francés y telas auténticas de pintores argentinos, ella —sentada junto a Muniz Barreto, a quien cada tanto tomaba de la mano— primero se ufanó de haber sido amiga en la infancia del cura tercermundista Carlos Mugica —cuyo apellido completo era Mugica Echagüe Llobet—; luego admitió estar «contaminada» —esa es la palabra que usó— de «ideales peronistas», pese a la tradición radical de sus ancestros. Y finalmente, bajando la voz, como para así subrayar la confidencialidad de sus dichos, reconoció renegar de su clase por repulsión a sus vicios e hipocresías.
Galimberti la oía con deferencia. Su actitud era caballerosa. Y todos sus movimientos y reacciones —desde la forma de llevarse la taza de té hacia los labios hasta el grato asombro que fingía ante las excentricidades ideológicas de la señora— estaban empapadas de una calculada distinción. Lo cierto es que su personalidad hechizaba a la gente de abolengo.
En tanto, Muniz Barreto elevaba los ojos una y otra vez, con disimulo, hacia un reloj de pie. Era como si esperara algo.
Aquel clima ameno, casi abúlico, se mantuvo exactamente hasta las seis en punto de la tarde. Entonces todo cambió.
El signo inicial de tal ruptura fue, a lo lejos, la resonancia del portón de entrada al abrirse y cerrarse. Y unos pasos, mezclados con voces risueñas, que se aproximaban hacia el salón.
Súbitamente, la anfitriona se puso de pie. Muniz Barreto, también. Y el Loco los imitó. Las dos chicas que irrumpieron allí lucían los trajecitos verdes del Colegio Bayard. La presencia de Galimberti las sorprendió.
Seguidamente, doña Julieta Estela Luro Pueyrredón presentó a sus hijas: Julieta y Patricia Bullrich.
Entonces Galimberti se inclinó ligeramente ante ellas para incurrir en el aristocrático rito del besamanos. Parecía una escena de otro siglo.
Luego, con suma discreción, las estudió de soslayo.
Una tenía casi 18 años; la otra ya había cumplido 16. La mayor exhibía una belleza excepcional. Y el atractivo de la menor —una adolescente retacona y enrulada— estaba depositada en su simpatía.
«Julie» —tal como la llamaban en familia— tomó asiento en un brazo del sillón situado frente al de Galimberti, y se cruzó de piernas.
Patus —aún le decían así— había pasado a un segundo plano.
El ilustre invitado solo tenía ojos para la primera. Y recibía a cambio gestos sutiles e insinuantes.
Aquella conexión entre ellos fue tan explícita que doña Julieta Estela se aproximó a la oreja de Galimberti para soplarle, muy bajito, cuatro palabras:
—Ni se te ocurra.
Una advertencia infructuosa: el flechazo ya había dado en el blanco. Su efecto fue inmediato y absoluto. Un impacto imposible de revertir.
Desde ese preciso instante Julieta y Rodolfo fueron inseparables.
Semejante triunfo del amor también propició el despertar político de las hermanas Bullrich. Ambas se volcaron sin demora a la militancia.
Y en aquel universo Patricia pasaría a llamarse Cali.
Mientras tanto, Muniz Barreto se regocijaba para sus adentros.
…