Mengele

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Lucius Shepard

Durante la guerra del Vietnam estuve sirviendo en las patrullas aéreas, pilotando un Cessna de un solo motor a baja altura por encima de las junglas, localizando blancos para los F-16. No era ni con mucho tan peligroso como parece al explicarlo: los vietcong preferían correr el leve riesgo de ser detectados antes que delatar sus posiciones derribándome, y la mayor parte de mis vuelos se realizaron en una atmósfera de relativa paz y tranquilidad. Siempre había sido un solitario, quizá incluso algo misántropo, y después de haber terminado mi servicio militar, en cuanto hube vuelto a Estados Unidos, descubrí que aquellas actitudes anteriores se habían endurecido. La guerra había alterado mis percepciones o quizá hubiese hecho caer las escamas de mis ojos, pues me parecía ver las señales de la disolución por todas partes, sin importar adonde iba. En las zonas de combate y las galerías de tiro, en los distritos pobres de las ciudades, medio ruinosos, que parecían haber sido bombardeados, en la música violenta y en las urbes repletas de ruinas humanas y niños quemados por dentro, vi reflejadas las energías que había creado Vietnam; y se me ocurrió pensar que en nuestra cultura la guerra y la paz tenían virtualmente los mismos efectos. Parecía que Occidente había entrado realmente en decadencia. Simpatizaba menos con quienes predicaban la reforma social que con los evangelistas callejeros de ojos enloquecidos que proclamaban la llegada de los últimos días y el triunfo del mal. Sin embargo, el mal me parecía un término demasiado emocional y poco sofisticado, algo que sugería enjambres de diablos y plagas medievales, y yo prefería considerar lo que estaba pasando como una enfermedad espiritual. Pese a todo, no me importaba la etiqueta que se le diera al problema; no quería verme involucrado en todo aquello. Acabé considerando que mis experiencias bélicas, con el limpio minimalismo de mis vuelos solitarios, eran algo casi idílico, y esa fue la razón de que acabara metiéndome en el negocio de llevar a su destino aeroplanos de poco tamaño (el Pherry Aéreo de Phelan, le llamé, hasta que decidí tomarme las cosas un poco más en serio).

Mi disposición hacia ese negocio era similar a la de alguien que se ve enfrentado a la perspectiva de cruzar un charco demasiado ancho para saltarlo; debe trazar un curso que vaya por los sitios menos profundos y luego ir saltando de puntillas, aterrizando en cada uno de esos puntos con tanta ligereza como le sea posible para evitar un chapoteo que le contaminaría. Tenía la intención de mantenerme por encima de la podredumbre, tocando el suelo solamente en aquellos sitios donde aún no se hubiera ensuciado. Algunos de los aeroplanos que piloté llevaban cargas que no inspeccionaba demasiado rigurosamente; otros de mis vuelos tenían como objetivo entregarle el aparato a sus propietarios, por muy lejos que pudieran estar sus hogares. Pensaba que cuanto más lejos, mejor. Creo que debí pasarme unos quince meses metido en aeroplanos de hélice, volando por encima del agua, y una buena parte de ese tiempo transcurrió en el Atlántico Norte; así que cuando me ofrecieron unos sustanciosos honorarios por pilotar un Beechcraft de dos motores desde Miami hasta Asunción, la capital del Paraguay, el viaje no me planteaba ningún desafío excesivo.

Pero ya desde el principio mi viaje resultó ser cualquier cosa salvo sencillo y carente de problemas y desafíos: el Beechcraft era un desastre. El ala derecha tenía tendencia a oscilar, el interior de la cabina traqueteaba igual que un camión viejo y la radio perdía continuamente el contacto, pérdida que se hizo total y absoluta en cuanto entré en el espacio aéreo paraguayo. Tuve que posarme en Guayaquil para hacer reparaciones en el sistema eléctrico y después, cuando volaba sobre el Gran Chaco, el inmenso bosque que se extiende a través del oeste de Paraguay (una tierra salvaje repleta de rugosas colinas verde oscuro), los motores dejaron de funcionar.

Esos primeros segundos de puro silencio que sentí antes de que el peso del mundo tirara de mí hacia abajo y el viento empezase a rugir junto al fuselaje fueron momentos en los que experimenté un gran júbilo, una seguridad irracional de que Dios había escogido hacer una excepción conmigo, anulando la ley de la gravedad, de que iría flotando el resto del trayecto hasta Asunción. Pero cuando el morro del aeroplano se inclinó hacia el suelo y un escalofrío helado invadió mi cuerpo, partiendo de la ingle, me olvidé de esa idea y empecé a luchar por mi vida. Un río (el Pilcomayo), relucía como un hilo de plata por entre las colinas varios kilómetros a mi izquierda; me metí en una corriente de aire y me dirigí hacia él. Bajo condiciones normales habría tenido tiempo suficiente para escoger un trozo de su curso donde fuera fácil posarse, pero el Beechcraft era aún peor como planeador que como aeroplano, y tuve que conformarme con el primer punto algo aceptable: una parte bastante rectilínea encerrada por dos abruptas laderas cubiertas de pinos. Mientras avanzaba velozmente por entre ellas vi los techos negros de varias cabañas a lo largo de la orilla y una casa mucho más grande alzándose sobre una loma. Un instante después toqué el agua, rebotando igual que una piedra a lo largo de lo que por lo menos fueron cien metros. Sentí levantarse la cola y todo se convirtió en un torbellino de luz y verdor oscuro, y la dura luz plateada del río saltó hacia mí y destrozó el parabrisas.

Debí recobrar la conciencia poco después del choque, pues recuerdo un rostro que me observaba. En el rostro había algo deforme, algún error de colorido y forma, pero estaba demasiado aturdido para verlo con claridad. Intenté hablar, logré emitir un graznido y bastó con ese leve esfuerzo para hacerme perder nuevamente el sentido. Lo siguiente que recuerdo es que desperté en una habitación de techo bastante alto cuyo tamaño me indujo a creer que me encontraba dentro de la gran casa que había visto en lo alto de la loma. Tenía un terrible dolor de cabeza, y cuando me llevé una mano a la frente descubrí que estaba vendada. Tan pronto como el dolor hubo disminuido un poco, me senté y miré a mi alrededor. El decorado de la habitación poseía una severa austeridad que habría resultado adecuada en un mausoleo. Las paredes y los suelos eran de mármol gris en el que se distinguían vetas de un gris más oscuro; la puerta, un liso rectángulo de ébano, estaba flanqueada por dos sillas de madera negra; la cama estaba cubierta por una colcha de seda negra. Di por sentado que las cortinas de la ventana también serían negras, pero una inspección más atenta me descubrió que estaban hechas de una tela que era capaz de mostrar varias tonalidades oscuras según cual fuese la intensidad de la luz que daba en ella. Esos eran los únicos muebles de la habitación. Fui cautelosamente hacia la ventana, pues aún me sentía mareado, y aparté las cortinas. Dispersas por entre los pinos de abajo había una docena de techumbres negras cubiertas con tejas de pizarra, y en los senderos que había entre ellos podía verse a un puñado de personas. En sus movimientos había una lenta y terrible torpeza que devolvió a mi mente el rostro deforme que había visto antes, y un escalofrío recorrió los músculos de mis hombros. Al final de la pendiente los pinos se hacían más abundantes, ocultando los restos del avión, aunque por entre las ramas se veían brillar retazos de agua.

Oí un chasquido a mi espalda y al volverme vi a un anciano en el umbral. Se apoyaba en un bastón y vestía una holgada camisa gris abotonada hasta el cuello, así como pantalones oscuros, aparentemente hechos con la misma tela que las cortinas; estaba tan encorvado que le costó mucho levantar la mirada del suelo (deformidad que, según me contó después, le había llevado a interesarse por la entomología). Era calvo, con el cuero cabelludo moteado igual que el huevo de un pájaro, y cuando hablaba su voz cascada no lograba ocultar un potente acento alemán.

—Me alegra verle levantado, señor Phelan —dijo, haciéndome una seña para indicarme que tomara asiento en la cama.

—Supongo que debo darle las gracias por esto —dije yo, señalando mi vendaje—. Le estoy muy agradecido, señor…

—Puede llamarme doctor Mengele. —Vino hacia mí, moviéndose tan despacio como un caracol—. Naturalmente, he descubierto su nombre gracias a sus documentos. En seguida se le devolverán.
El nombre de Mengele, con su apagado sonar de campana repicando, me resultaba familiar; pero yo no era judío ni aficionado a la historia, y sólo después de que me hubiera examinado, declarándome capaz de estar levantado, empecé a sumar dos y dos, uniendo el nombre a hechos como su edad, su acento y su presencia en aquella remota aldea de Paraguay. Entonces recordé una foto que había visto de niño: un hombre sonriente y más bien obeso, con el cabello oscuro cortado justo por encima de las orejas, en pie junto a una mesa de operaciones sobre la que yacía una mujer bastante joven, su torso cubierto por una sábana; la mujer tenía las piernas al descubierto y le habían arrancado toda la carne desde las pantorrillas hasta abajo, dejando el esqueleto para que asomara de los ensangrentados estuches de sus piernas. Josef Mengele en su sala de operaciones de Auschwitz decía el pie de la foto. Esa foto tuvo un efecto considerable sobre mí, debido a su horripilante detallismo y también porque no había logrado comprender qué propósito científico podía haber sido satisfecho con tal clase de mutilación. Contemplé al anciano, queriendo comparar su cara con aquella otra, carnosa y sonriente, en un intento por sentir la emanación del mal; pero se había encogido y cubierto de arrugas hasta llegar prácticamente al anonimato, y la única impresión que recibí de él fue la de una enorme vitalidad, una poderosa irradiación física como la que podría haber despedido un joven perfectamente sano.

—Mengele —dije—. No será…

—¡Sí, sí! —dijo él con impaciencia—. Ese Mengele. El doctor loco del Tercer Reich. El monstruo, el sádico.

Sentí una aguda repugnancia y, sin embargo, no sentí el horror y la ofensa personales que podría haber experimentado si hubiese sido judío. Había nacido en 1948 y los terrores de la Segunda Guerra Mundial, los campos de concentración, los horribles experimentos seudocientíficos de Mengele, todo eso era para mí tan real como una película de vampiros. Y también experimenté una intensa curiosidad, parecida a la que siente un niño fascinado ante el lento arrastrarse de un caracol que ha hallado al levantar una piedra: siente la inclinación de aplastarlo, pero es más probable que se limite a observar cómo se marcha dejando un rastro de baba.

—Venga conmigo —dijo Mengele, yendo lentamente hacia la puerta—. Puedo ofrecerle algo de cenar, pero me temo que después deberá marcharse. Aquí sólo tenemos una ley, y es que ningún forastero puede pasar la noche dentro de nuestro poblado. —No había observado ningún camino que partiera de la aldea y cuando le pregunté si podía usar alguna radio Mengele se rio—. No tenemos ninguna comunicación con el mundo exterior. Aquí somos autosuficientes. Los aldeanos jamás salen de este lugar y raramente tenemos visitas. Tendrá que arreglárselas como pueda.

—¿Está diciéndome que deberé ir a pie? —le pregunté.

—No tiene elección. Si va hacia el sur, siguiendo el río durante unos veinte o veinticinco kilómetros, llegará a otra aldea y allí encontrará una radio.

La perspectiva de verme expulsado al Gran Chaco me hizo sentir aún menos deseos de gozar de su compañía, pero si iba a recorrer veinticinco kilómetros necesitaba comer. Mengele iba tan despacio que nuestro trayecto hasta el comedor acabó convirtiéndose en una visita turística a la casa. Mientras caminábamos Mengele fue hablando conmigo, narrándome (y eso me sorprendió bastante), su conversión al nazismo (nacionalismo, le llamaba él) y su trabajo en los campos de concentración. Cada vez que le hacía una pregunta se paraba, su rostro se volvía opaco e inexpresivo y, un instante después, me daba una respuesta altamente complicada. Se me ocurrió la idea de que sus respuestas estaban ensayadas de antemano, que había previsto desde hacía mucho tiempo todas y cada una de las preguntas posibles y que durante aquellas pausas lo que hacía era buscar en un archivo. Lo cierto es que sólo le escuché a medias, pues la casa me había sorprendido enormemente. Parecía no tanto una casa como un árido paisaje mental, y aunque iba acompañado por el hombre cuya mente debía reflejar, me sentí en peligro, fuera de mi elemento. Cruzamos una habitación tras otra de mármol gris y mobiliario negro idéntico al que ya había visto, pero con alguna variante ocasional: un pedestal que no sostenía nada salvo una superficie de obsidiana; una estantería conteniendo hileras de volúmenes negros y una alfombra de un negro tan profundo y carente de brillo que parecía ser una abertura hacia alguna dimensión negativa. El silencio hizo aumentar mi sensación de hallarme en peligro, y cuando entramos en el comedor, una inmensa recámara de mármol distinguida de las otras habitaciones por una larga mesa de ébano y una lámpara de hierro, me obligué a prestarle atención con la esperanza de que el sonido de su voz calmaría mis nervios. Me di cuenta de que había estado contándome su huida de Alemania.

—Apenas si me pareció una huida —dijo—. Recordaba más bien a unas vacaciones. Hacer las maletas, despedidas apresuradas… Tan pronto como llegué a Italia y me reuní con mi contacto del Vaticano, todo acabó haciéndose francamente encantador. Buena comida, excelentes vinos, y por fin, un cómodo viaje por mar. —Tomó asiento a un extremo de la mesa e hizo sonar una campanilla negra: debía de estar recubierta con algo que amortiguaba el sonido, pues apenas si produjo una leve nota musical—. Me temo que pasarán unos cuantos minutos antes de que le sirvan —dijo—. No sabía cuándo se encontraría lo bastante recuperado para comer.

Tomé asiento al otro extremo de la mesa. Lo extraño de aquel ambiente, conocer a Mengele, y ahora sus recuerdos, todo ello después de mi accidente… Estaba aturdido. Tuve la misma sensación que si mi cuerpo existiera a intervalos, apareciendo y desapareciendo; en un momento dado me encontraba despierto y alerta, concentrado en sus palabras, y al siguiente mi mente se llenaba de vacío y me encontraba mirando a las paredes. Las vetas de mármol parecían retorcerse, trazando mensajes en una escritura arcaica.

—Esta casa… —dije de repente, interrumpiéndole—. ¿Por qué es así? No parece un sitio en el que un hombre pueda querer vivir… ni tan siquiera un hombre con su historia.

Una vez más aquella momentánea inexpresividad.

—Señor Phelan, tengo la impresión de que quizá usted sea un alma gemela —dijo, y sonrió—. Sólo hay otra persona que me haya hecho esa misma pregunta, y aunque al principio no comprendió mi respuesta, acabó entendiéndola, como quizá usted también lo haga algún día. —Carraspeó—. Verá, varios años después de haberme instalado en el Paraguay sufrí una crisis de conciencia. No es que sintiera remordimientos por los actos que cometí durante la guerra. Oh, tenía pesadillas de vez en cuando, pero no más graves de las que puede padecer un hombre común y corriente. No, yo tenía fe en mi trabajo, a pesar de que había sido calificado de maligno y, como acabó resultando, dicho trabajo demostró ser la base para descubrimientos de gran importancia. Pero yo pensaba que quizá sí era maligno. Si tal era el caso, admito que lo había realizado de buena gana… y, sin embargo, jamás me había tenido por un hombre malvado sino, meramente, como un hombre que había adquirido un compromiso y desempeñado una labor. Y ahora el foco de mi compromiso, el nacionalismo, había fracasado. Sin embargo, me parecía inconcebible que sus principios básicos hubieran fracasado también, y llegué a la conclusión de que el desastre probablemente debía atribuirse a una mala comprensión de tales principios. Las cosas fueron demasiado rápidas. Siempre tuvimos que actuar con prisas, abrumados por las necesidades del país; habíamos estado sometidos a una presión excesiva y no pudimos actuar coherentemente, con lo que el movimiento se convirtió no tanto en una religión como en una Iglesia. El ritual pomposo y vacío había ocupado el lugar de la acción meditada. Pero ahora yo no estaba sometido a presiones y tenía todo el tiempo del mundo, así que me dediqué a intentar comprender la naturaleza del mal.

Suspiró, golpeando suavemente la mesa con la punta de los dedos.

—Fue un proceso lento —continuó—. Años de estudio, leyendo filosofía, historia natural y obras cabalísticas, cualquier cosa que pudiera tener relación con el tema… Y cuando finalmente logré comprenderlo me asombró no haberlo conseguido antes. ¡Era obvio! El mal no era la herramienta del caos, tal y como se lo había descrito durante siglos. La fuerza caótica era la creación. Oh, usted mismo puede percibir esta verdad en todos los mecanismos del mundo natural, en las nubes de polen, los enjambres de moscas, las migraciones de las aves… Todos esos acontecimientos poseen cierta precisión pero, aun así, resultan caóticos. Su precisión es la que nace de la superabundancia, con un millón de proyectiles disparados y sólo varias docenas dando en el blanco. No, el mal no era caótico. Era la sencillez, un sistema; era el golpe de un cuchillo que corta y separa. Y, por encima de todo, era inevitable. La resolución entrópica del bien, la simplificación total de lo creativo. Hitler siempre lo supo, y el nacionalismo siempre fue la encarnación de tal verdad. ¿Qué eran la guerra relámpago y los campos de concentración sino expresiones tácticas de aquella sencillez? ¿Qué puede ser esta casa sino su utilización estética? —Mengele sonrió, aparentemente divertido ante algo que vio escrito en mi rostro—. Esta comprensión mía quizá no le parezca una gran revelación pero, en cuanto entendí, todo lo que había estado haciendo y todas mis investigaciones empezaron a cosechar éxitos allí donde antes habían fracasado. Por entender, naturalmente, no quiero decir que me limitara a reconocer ese principio. Lo absorbí, me disolví en él. Dejé que me gobernara igual que si fuera una potencia mágica. ¡Comprendí!

No estoy muy seguro de qué podría haber dicho (estaba asqueado por la profundidad de su locura y su iniquidad), pero en ese instante Mengele se volvió hacia la puerta y dijo: «¡Ah! Su cena». Un hombre vestido igual que Mengele cruzó lentamente la habitación llevando una bandeja. Apenas si le miré, concentrado en mi anfitrión. El hombre se puso detrás de mi silla, se inclinó sobre mi hombro y empezó a disponer los platos y la cubertería. Entonces me fijé en su mano. La piel era gris ceniza; los dedos, nudosos y de una longitud antinatural, los de un demonio, y las uñas medias lunas de un blanco muerto. Sobresaltado, alcé la mirada hacia él.

Ya casi había terminado de colocar mi servicio de mesa y dudo de que estuviese mirándole más de unos pocos segundos, pero aquellos segundos transcurrieron tan lentamente como gotas de agua que caen de un grifo defectuoso. Su rostro poseía una horrenda simplicidad que recordaba el decorado de la casa. Su boca era una hendidura sin labios; sus ojos, dos angostos óvalos negros; su nariz, una leve hinchazón perforada por dos agujeros de contornos muy precisos; era calvo y su cráneo más alargado de lo normal, y cada vez que inclinaba la cabeza pude ver una cresta ósea que atravesaba el cuero cabelludo igual que la espina dorsal de un lagarto. Todos sus movimientos poseían aquella espantosa lentitud que había observado en la gente de la aldea. Sentí deseos de apartarme de la mesa y salir corriendo, pero mantuve el dominio de mí mismo y esperé a que se hubiera marchado antes de hablar.

—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Qué le ha ocurrido?

Mengele frunció los labios en una mueca de desaprobación.

—Los deformes y los lisiados siempre estarán con nosotros, señor Phelan. Estoy seguro de que habrá visto cosas peores.

—Sí, pero…

—Deme un ejemplo.

Se inclinó hacia adelante, esperando ansiosamente mis palabras.

Sentí una gran perplejidad, pero le conté que una noche estaba caminando por el East Village de Nueva York, donde vivo, cuando un hombre vino hacia mí desde la esquina a la que me acercaba; llevaba el cuello subido y la mandíbula medio escondida dentro de este, con lo que la mayor parte de su rostro quedaba oscurecido; pero cuando pasó junto a mí la luz del farol reveló una boca colocada verticalmente justo debajo de su pómulo, con dientes en miniatura incluidos, una boca abierta en una mueca inmóvil. Me fue imposible distinguir si también tenía una boca normal, y a lo largo de los años había acabado por no estar muy seguro de si aquello fue una alucinación o no. Mengele se mostró encantado y pidió que le diera más detalles, como si planeara añadir aquello a su archivo.

—Pero su sirviente… —dije yo—. ¿Qué le ha ocurrido?

—No es más que un adorno —dijo él—. Una criatura diseñada por mí. La aldea y los bosques están repletos de seres semejantes. No me cabe duda de que encontrará a un buen muestrario de ellos durante su paseo a lo largo del Pilcomayo.

—¡Diseñada por usted! —Me enfurecí—. ¿Usted le convirtió en eso?

—No puede esperar que mi trabajo tenga un carácter angélico, ¿verdad? —Mengele se quedó callado durante un par de segundos, pensativo—. Debe comprender que cuanto ve aquí, los aldeanos, la casa…, todo es un monumento que conmemora mi obra. Posee la realidad de una de esas baratijas de cristal que contienen escenas del invierno rural y que, cuando se agitan, producen tempestades de nieve. Las mismas acciones son repetidas una y otra vez y producen los mismos efectos. No debe preocuparse. La gente de este lugar es feliz sirviéndome de esta manera. Ellos comprenden.

Señaló los platos que había ante mí.

—Coma, señor Phelan. El tiempo apremia.

Bajé la vista hacia los platos. Eran de cerámica negra. Uno contenía ensalada y el otro filetes de buey casi nadando en sangre. Siempre me ha gustado el buey poco hecho pero en aquel lugar me pareció una obscenidad. Pese a todo, tenía hambre, y comí. Y mientras lo hacía, mientras Mengele me hablaba de su trabajo con la genética, un trabajo que había creado monstruosidades como su sirviente, decidí matarle. Él y yo éramos enemigos naturales, pues aunque no tenía ninguna ofensa personal que cobrarme, Mengele gozaba con la disolución que yo había estado intentando rehuir durante la mayor parte de mi existencia posterior a la guerra. Pensé que ya había llegado el momento de hacer algo más que huir. Decidí coger el cuchillo con el que estaba cortando mi filete y rebanarle el cuello. Quizá Mengele apreciara aquella sencillez.

—Naturalmente —dijo—, la creación de seres grotescos no fue la cima de mis logros. Esa cima fue alcanzada hace nueve años, cuando descubrí un método químico para afectar los mecanismos que controlan la regulación genética, y en especial los que controlan el deterioro y la reconstrucción de las células.

Como yo no soy un científico, no estaba demasiado seguro de a qué se refería.

—¿Deterioro celular? —pregunté—. ¿Quiere decir que…?

—Para expresarlo con sencillez —dijo—, aprendí a invertir el proceso de envejecimiento. Quizá haya descubierto el secreto de la inmortalidad; aunque todavía no está muy claro la cantidad de tratamientos que el organismo puede aceptar.

—Si todo eso es cierto, ¿por qué no se lo ha aplicado a usted mismo?

—Cierto —dijo él con una risita—. ¿Por qué no?

No me cabía duda de que todo aquello de su gran triunfo era una mentira, y esta mentira, que colocaba bajo una perspectiva aún más oscura la malignidad de su obra, mostrando que carecía de propósito, que no servía a ningún otro fin que no fuera el satisfacer la vileza de su ego, hizo aún más firme mi decisión de matarle. Cogí el cuchillo y empecé a apartar mi silla de la mesa; pero entonces una idea inquietante cruzó por mi cerebro.

—¿Por qué me ha revelado su identidad? —le pregunté—. Debe saber que acabaré hablando de todo esto con alguien, ¿no?

—En primer lugar, señor Phelan, quizá nunca tenga oportunidad de repetírselo a nadie; un recorrido de veinticinco kilómetros a lo largo del Pilcomayo no es ningún paseo dominical. Y en segundo lugar, ¿a quién puede contárselo? El gobierno de este país es mi colaborador y asociado.

—¿Qué hay de los israelíes? Si conocieran la existencia de este lugar caerían sobre usted como buitres.

—¡Los israelíes! —Mengele emitió un leve bufido de disgusto—. No lograrían encontrarme.

Cuénteselo, si lo desea. Le daré una prueba. —Abrió un cajón situado al final de la mesa y sacó de él un frasco de tinta y una hoja de papel; derramó unas cuantas gotas de tinta sobre el papel y pasado un momento apretó su pulgar sobre ellas para dejar marca da su huella; después sopló encima del papel y lo deslizó hacia mí—. Enséñele eso a los israelíes y dígales que sus represalias no me dan miedo. Mi trabajo perdurará y seguirá adelante.

Recogí la hoja de papel.

—Supongo que ha alterado sus huellas dactilares y con eso no conseguiré nada salvo que los israelíes me tomen por loco, ¿verdad?

—Esas huellas dactilares no han sido alteradas.

—Bien.

Doblé la hoja de papel y la guardé en el bolsillo de mi camisa. Me puse en pie, cuchillo en mano, y fui hacia él. Estoy seguro de que conocía mis intenciones, pero mantuvo su misma expresión absorta de costumbre; y cuando estuve a su lado me miró fijamente a los ojos. Yo quería decir algo, pronunciar una maldición que le llevara al infierno; pero su tranquila mirada hizo que me faltara el valor para ello. Puse mi mano izquierda detrás de su cuello para inmovilizarle y me preparé a pasar la hoja del cuchillo por su yugular. Pero, mientras hacía esto, él me aferró la muñeca en una potente presa, e hizo que me fuera imposible moverme. Le golpeé en la frente con mi mano izquierda y su cabeza apenas si osciló bajo la fuerza del golpe. Aterrado, intenté soltarme y logré retroceder unos cuantos pasos, tambaleándome y arrastrándole conmigo.

No me atacó; se limitó a reír y a mantener su presa. Volví a golpearle, una y otra vez, le arañé la cara y el cuello y, al hacerlo, le arranqué los botones de la camisa. La tela se abrió bruscamente y lo que vi me arrancó un grito.

Me arrojó al suelo y se quitó la destrozada camisa con un encogimiento de hombros. Yo estaba paralizado por el estupor. Aunque seguía encorvado, su torso tenía la piel lisa y una potente musculatura, el torso de un joven sobre el que había brotado un cuello marchito y lleno de arrugas; también sus brazos estaban repletos de músculos y terminaban en manos deformadas, con la piel moteada por las manchas que produce el hígado al envejecer. No había ninguna huella de cicatrices quirúrgicas; la piel pasaba de la juventud a la vejez igual que un tributario cambia de color al mezclarse con la corriente principal. «¿Por qué no?», me había contestado cuando le pregunté por qué no utilizaba sus tratamientos en él mismo. Lo había hecho, naturalmente, y, para no apartarse de lo que le dictaba su retorcida sensibilidad, se había transformado en un monstruo. Ver aquel rostro arrugado sobre un cuerpo joven bastó para despojarme de mi última brizna de cordura. Inflamado por el miedo, logré ponerme en pie y salí corriendo de la habitación, atravesando la puerta principal y precipitándome por la pendiente cubierta de pinos, con la risa de Mengele despertando ecos a mi espalda.

Había anochecido, con una luna brillando en el cielo a la que sólo le faltaba un cuarto para estar llena, y mientras corría por el sendero que llevaba al río, los rayos de luz plateada que atravesaban el ramaje me permitieron ver a los aldeanos, inmóviles ante la puerta de sus chozas. Algunos intentaron seguirme, extendiendo sus brazos… no pude saber si en un ademán de súplica o para agredirme. No me detuve a percibir cuáles eran sus deformidades, pero tuve fugaces atisbos de cabezas aplastadas, manos extrañamente configuradas, grandes ojos hinchados que parecían retazos de terciopelo cosidos a sus pieles más que órganos con capilares y fluidos. El aliento chirrió en mi garganta mientras pasaba entre ellos, corriendo en zigzag, eludiendo sus lentos y torpes intentos de agarrarme. Y un instante después me encontré chapoteando en el agua de la orilla, dejando atrás los restos de mi avión y aquellas malditas laderas, aterrado, cayendo, arrastrándome, haciendo saltar por el aire chorros de agua plateada que eran como gritos, puras expresiones de mi temor.

Veinticinco kilómetros a lo largo del río Pilcomayo. Doce horas. No conozco ninguna unidad de medida que pueda abarcar los terrores de aquel trayecto. Cierto, las criaturas de Mengele llenaban la zona. En una ocasión, mientras recuperaba el aliento, vi a un búho en una rama que colgaba sobre las aguas; un búho negro como el azabache, cuyos ojos relucían con una débil claridad anaranjada. Hubo otro momento en el que una masa colosal surgió de las aguas, dejándome ver sólo el lomo de la criatura, una enorme extensión de lisa piel oscura: debía de tener por lo menos nueve metros de largo. Otra vez, en un punto donde el Pilcomayo entraba por una cañada, obligándome a desviarme tierra adentro, algo pesado me persiguió por entre los arbustos y por fin, temiendo más a esa cosa que a los rápidos, me lancé al río; arrastrado por la corriente, vi su gigantesca y deforme cabeza inclinándose sobre el risco, silueteada contra las estrellas. Rodeándome por todas partes oí gritos que no creí pudieran salir de ninguna garganta terrestre. Graznidos burbujeantes, rugidos que parecían chirridos, extraños silbidos que me recordaron el agudo siseo producido por los obuses de artillería al aproximarse. Cuando llegué a la aldea de la que me había hablado Mengele me encontraba en pleno delirio y recordaba muy poco del vuelo que me había llevado hasta Asunción.

Las autoridades me interrogaron sobre mi accidente. Les dije que mi compás se había averiado, que no tenía ni idea de dónde me había estrellado. Me daba miedo mencionar a Mengele. Aquellos hombres eran sus cómplices y, además, si sus criaturas cubrían las orillas del Pilcomayo, ¿no era posible que también hubiese alguna por aquí? ¿Qué me había dicho? «Los deformes y los lisiados siempre estarán con nosotros, señor Phelan». Cierto, pero desde mis experiencias en su casa parecía haberme vuelto especialmente sensible a su presencia. Podía distinguirlos entre las muchedumbres, me los encontraba en las esquinas de cada calle, veía el potencial de la deformidad en cada rostro normal. Incluso después de volver a Nueva York, cada trayecto en el metro, cada paseo, cada comida fuera de casa me hacía entrar en contacto con hombres y mujeres que ocultaban sus rostros, rostros que poseían siempre la gris palidez ciudadana, pero que aun así no lograba ocultar del todo alguna grotesca desfiguración. Sufría pesadillas; imaginaba que me observaban. Finalmente, con la esperanza de exorcizar tales temores, fui a ver a un viejo judío, un colega de Simón Wiesenthal, el famoso cazador de nazis.

Su oficina de la calle Setenta Este era la viva imagen del desorden, con montones de documentos y hojas suspendidas en precario equilibrio sobre su mesa, desbordando de sus archivadores. Era tan viejo como había parecido serlo Mengele, con la frente surcada por varios niveles de arrugas, mejillas cadavéricas y unos llorosos ojos marrones. Tomé asiento ante su mesa y le entregué la hoja de papel sobre la que Mengele había dejado la huella de su pulgar.

—Me gustaría que examinara esto —dije—. Creo que pertenece a Josef Mengele.

Contempló la hoja durante un momento y después se dirigió con paso vacilante hasta un archivador y empezó a hurgar entre los papeles. Después de varios minutos chasqueó la lengua contra los dientes y volvió a la mesa.

—¿Dónde ha conseguido esto? —me preguntó, con voz algo apremiante.

—¿Encaja?

Vaciló durante un breve momento.

—Sí, encaja. Y ahora, ¿dónde la ha conseguido?

Le conté mi historia mientras él se reclinaba en su asiento, cerraba los ojos y asentía pensativamente, interrumpiéndome de vez en cuando para hacerme alguna pregunta.

—Bien —dije cuando hube terminado—. ¿Qué piensa hacer?

—No lo sé. Quizá no pueda hacer nada.

—¿Qué quiere decir con eso? —le pregunté, perplejo—. Puedo darle la posición exacta de esa aldea. ¡Diablos, incluso puedo llevarle hasta allí!

Dejó escapar un suspiro lleno de cansancio.

—Esto… —golpeó suavemente el papel con los dedos—, no es la huella del pulgar de Mengele.

—Tiene que haberla alterado —dije yo, desesperado, queriendo probar que tenía razón—. ¡Mengele está allí! ¡Lo juro! Bastaría con que… —Y entonces me acordé de algo—. Pero usted dijo que encajaba con sus huellas, ¿no?

El rostro del viejo parecía haberse vuelto aún más arrugado.

—Hace seis años un hombre vino a esta oficina y me contó la misma historia que me ha contado usted, casi palabra por palabra. Pensé que estaba loco y le eché de aquí, pero antes de marcharse me arrojó un papel a la cara, un papel en el que había una huella dactilar. Esa huella encaja con esta, pero no pertenecen a Mengele.

—¡Entonces es una prueba! —dije yo, excitado—. ¿No lo ve? Puede que la haya alterado pero esto demuestra que existe, así como la existencia de la aldea donde vive.

—¿Viven allí? —me preguntó—. Temo que existe otra posibilidad.

Al principio no estuve muy seguro de a qué se refería; después recordé la descripción de la aldea hecha por Mengele. «… Cuanto ve aquí, los aldeanos, la casa… todo es un monumento que conmemora mi obra. Posee la realidad de una de esas baratijas de cristal que contienen escenas del invierno rural y que, cuando se agitan, producen tempestades de nieve». La palabra clave era «todo». Su forma de guardar silencio durante unos instantes antes de darme respuestas me había recordado el acto de buscar algo en un archivo pero, probablemente, sería más exacto decir que había estado recordando una biografía aprendida de memoria. La persona con quien me había encontrado era un doble, un joven convertido en anciano, o a la inversa. Mengele llevaba muchos años ausente de la aldea, pues había partido hacia sólo Dios sabe dónde y con sólo Dios sabe qué apariencia para continuar con su trabajo. Quizá ahora volvía a ser el hombre sonriente y algo obeso cuya fotografía había visto de niño.

El anciano y yo no teníamos mucho más que decirnos el uno al otro. Deseaba librarse de mi presencia; después de todo, yo había arrojado una triste luz sobre sus cuarenta años de vengativa labor. Le pregunté si tenía una dirección donde pudiese encontrar al otro hombre que le había hablado de la aldea; pensaba que tan sólo él sería capaz de aliviar mis temores y pesadillas. El anciano me dio la dirección, un edificio situado en la calle Veinte Oeste, y prometió iniciar una investigación sobre la aldea; pero creo que ambos sabíamos que Mengele había ganado, que era su principio, y no el nuestro, el que estaba más de acuerdo con la época. Me sentía como aturdido por un golpe físico, desesperado, y al salir de la oficina fui consciente de la victoria de Mengele de una forma aún más aguda.

Hacía una tarde fea y gris, con algunos copos de nieve girando por entre las sucias fachadas de los edificios; las ventanas relucían con un brillo negro, reflejando diagonales opacas de cielo. Los bordillos de las aceras estaban cubiertos de basura que se derramaba sobre estas, y cuñas de nieve mugrienta colgaban de los parachoques de los coches. Los peatones pasaban rápidamente, encorvados contra el viento, con los cuellos de sus abrigos tapándoles las caras. Lo poco que podía ver de sus expresiones mostraba odio, ira o preocupación. Era un perfecto día mengeliano, con todos los cimientos básicos visibles, con todo limpiado hasta dejar al descubierto el hueso de lo corriente; y mientras iba caminando me pregunté qué parte de todo aquello era responsabilidad directa suya. Oh, sí, estaba en alguna parte, fabricando sus seres grotescos y realizando sus hechizos científicos, pero dudaba de que sus esfuerzos fueran una contribución esencial al principio grisáceo que subyacía bajo aquella atmósfera de fábrica, el principio que adoraba y del cual era gran sacerdote. Mengele estaba en lo cierto. Lo bueno se erosionaba convirtiéndose en malo, lo brillante se volvía oscuro, la abundancia se trocaba en uniformidad. Vi esa verdad reflejada por todas partes. En las formas sencillas y los colores primarios de los coches, en los ojos enloquecidos de las viejas vagabundas cargadas con bolsas de papel, en el cielo opaco, en las fanáticas miradas de los hombres de negocios… Todos sufrimos una reducción a formas más sencillas, una pérdida de espíritu y vitalidad.

Caminé sin rumbo fijo, pero no me sorprendió acabar descubriendo que me encontraba ante un edificio de apartamentos de la calle Veinte Oeste; y tampoco me sorprendió el ver poco después a un hombre de apariencia particularmente anodina y piel grisácea bajando los peldaños, su rostro medio oculto por una bufanda y una gorra de lana calada hasta las cejas. Vino hacia mí lentamente, mientras se quitaba la bufanda. Fui consciente de que su deformidad me horrorizaría y sin embargo estaba dispuesto a aceptarle, a escuchar, a enterarme de qué consuelos proporcionaba la deformidad; porque, aunque no comprendía el principio de Mengele, aunque no me había disuelto en él y no había permitido que me gobernara, lo había reconocido y percibía su inevitabilidad. Y casi pude detectar las lentas vibraciones de su repicar marcando los cambios del mundo, como las sílabas del nombre de Mengele, el timbre apagado y sin melodía de una campana recubierta de tela.

(De: El cazador de jaguares, 1987. Traducción de Albert Solé)