Modos de matar a un niño

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Betina González

A Jorge Azcárate

Hay muchos modos de matar a un niño. Puede caerse de una silla y golpearse la cabeza, asfixiarse con una bolsa, ahogarse en su propio moco. Sobre todo si es un bebé. Los bebés son frágiles, todo el mundo lo sabe. Cualquier cosa puede pasarles. Si uno sonríe, el bebé responde. Si uno hace gestos idiotas, también. Si uno se inclina y acerca el índice a la cuna, el bebé lo agarra con todas sus fuerzas. Incluso un niño más grande tomará la mano que se le ofrece, por más que pertenezca a un hombre cualquiera, una mano que ha temblado muchas veces, y ha golpeado, cortado y machacado cientos de cosas en su vida.

Por suerte, la mayoría del tiempo, él no tiene que pensar en los modos de matar a un niño. Pero ahora sí. Son las cuatro de la mañana, acaban de recibir una llamada y no puede evitar hacerlo. Se levanta del catre donde estuvo dormitando, se pone las botas, va hacia la ambulancia. Tampoco es que vea muchos bebés en el trabajo, ni en ninguna otra parte. Tiene veintidós años. No tiene por qué pensar en eso. Piensa en motos. En chicas. En su familia, en la que siempre hay un niño nuevo, perdido o descuidado. En el rancho de los Aguirre, donde aprendió a disparar, a engañar a sus primos con falsas palabras en inglés, a decir «calcomanía». Eso fue antes. Cuando era joven. Sus compañeros se ríen de esa forma de hablar. Dicen que es demasiado serio para su edad. Que habla demasiado bien los dos idiomas (y eso nunca es algo bueno). Que se la pasa viendo cine arte. Así le dicen a veces en la estación: «Eh, cine arte, vamos a jugar al póker». A él le da igual. Son buenos hombres. La mayoría también tiene familia en los dos lados. Primos cumpliendo condenas o escapando, primas meseras, strippers, trabajadoras de las maquilas, peluqueras, sirvientas, muertas, desaparecidas. Como su tía, muerta a los veintinueve. Cirrosis. Antes, chupavergas en coches, en baños, en canchas de golf, madre de tres hijos, organizadora de las listas de navidad de la familia, bailarina en tanga y tacos altos en uno de los clubes cerca del aeropuerto. Mucho antes, en la prehistoria de sus vidas, buena jugadora de hockey, muchacha de falda plisada, ganadora de concursos de ortografía.

Sube último a la ambulancia. Le gusta revisar todo dos veces. Se pone los protectores para los oídos. Casi nunca lo hace, pero al que maneja en este turno le encanta apretar la sirena más de lo necesario.

Atraviesan la ciudad vacía. Es la mejor parte del trabajo, meterse en la noche. Andar por la autopista a toda velocidad, sin tiempo para pensar, con el viento en la cara y la sangre rápida, las estrellas tan grandes que parecen a punto de precipitarse, las montañas rojas, ocres, negras, azules.

Las casas resplandecen a la luz de los faros. La gente adorna sus porches con soles de cerámica sonrientes, con rayos como cabellos o tentáculos. Como si el sol del desierto no fuera suficiente. «Sun city», ja. Por la ventanilla ve pasar los lotes de venta de coches, los moteles, los bares cerrados. «Bebé-Inconsciente-Posible caída» es la llamada a la que responden. El resto del equipo los sigue en el camión de bomberos. Él es el más joven pero es el que decide. En esa parte del mundo, seis meses de entrenamiento extra transforman a un chico recién salido del secundario en paramédico. El sueldo es mejor. Incluye oficina propia y mayor libertad. La libertad de quedarse encerrado, viendo películas o leyendo, mientras los bomberos juegan al póker o hablan de divorcios, de pañales, de cómo los calienta el vello en los muslos de las mujeres, de suplementos y ejercicios para lograr abdominales perfectos, de cómo pararse o sentarse para que el pantalón destaque lo que tienen entre las piernas cuando se acerca un grupo de chicas.


La ambulancia sale de la autopista y sube una cuesta hacia el noreste de la ciudad. Él se da cuenta de que tiene la mano aferrada a la manija de la puerta. La suelta. Se acomoda mejor en el asiento. Pasan por el frente de su casa. Ahí están su moto, su cortadora de césped, sus novelas de Hemingway, su cocina. Todas las cosas que un chico de su edad no debería tener. Debería estar jugando pool o tomando cerveza. Debería estar en una fiesta, bailando con una chica. Todos los hombres de su familia bailan. Él también. Rancheras. Corridos. Cumbias. Rock. Su padre y sus tíos son buenos bailarines, hombres de sombrero, de botas y bigotes, de pieles enrojecidas por el trabajo, delgados, sin tiempo para la grasa. Hombres con dientes perdidos y ganados en peleas. Con un nombre acá y otro allá. Bautizados dos veces. Hombres de dos desiertos.

Hasta ahora tuvo suerte. Nunca llamadas con niños. Tuvo un dentista que golpeó a su mujer hasta dejarla inconsciente, la esposó a la bañera, abrió la canilla y se fue. Cuando ellos llegaron, el agua cubría las alfombras, los zapatos en el clóset, la balanza en el piso del dormitorio. El cuerpo de la mujer flotaba en un camisón negro como un bote en desuso. En un barrio pobre, tuvo una vieja con dolor de muelas. Dos adictos al crack. Varias peleas domésticas. Respiración boca a boca y entubación de un suicida con arma de fuego (se había volado parte de la nariz y un ojo). Sobrevivió. También le tocó un veterano de guerra al que le habían dado una paliza. Lo llevaron desmayado. Cuando se despertó, lo atacó con un cuchillo, pateó las puertas de la ambulancia y saltó a la autopista. Hubo que correrlo por los patios de las casas, después por los pastizales, mientras gritaba: «Déjenme morir, hijos de puta». Tuvo casos de juguetes sexuales atascados, obesos atrapados en sus camas, partos en coches, en centros comerciales, en escuelas, en el puente internacional, justo en el medio de los dos países. Tuvo decenas de choques y de heridas punzantes. Desmayos, abejas, golpizas. Pero niños no. Hasta ahora jamás tuvo que pensar en poner su boca sobre la de un niño.

Cuando vivía con su abuela −porque sus padres eran demasiado jóvenes para cuidarlo y querían estar del lado de las oportunidades, del lado del seguro social, del lado de la acción, de la comida chatarra, del sueño que sueña todo el mundo−, lo vestían de vaquero. Iban al rancho de la familia y jugaba con pistolas de plástico, usaba botas de cuero y espuelas de lata. Un día agarró la pistola de uno de sus tíos. La casa estaba llena de armas, nadie pensaba que fuera necesario guardarlas bajo llave. Fue hasta el corral de las ovejas. Abrió la tranquera. Los animales vinieron hacia él. Extendió una mano y acarició algunas cabezas. El corral olía a caca y a pasto seco. Eligió un borreguito con la cara tostada. Se acercó y le tocó las orejas, que eran suaves y calientes. El animal hizo el ruido que hacen los corderos cuando están contentos. Él le apoyó el cañón de la pistola entre los ojos. Disparó. El arma hizo un clic pobre, anémico. El animal pestañó y siguió mirándolo con los mismos ojos de antes. En ese momento, oyó la voz de su tío a su lado. Lo había seguido sin hacer ruido. «Esa pistola siempre se atasca», le dijo, y le palmeó la espalda. Le dio la mano y volvieron juntos a la casa. Desayunaron frijoles y tortillas con toda la familia. Esa noche lo dejaron tomar tequila. Tenía cinco años.

Ya pasaron su calle hace rato. Están en una zona que no conoce, más al este, en los barrios nuevos. La ciudad no para de crecer. Pero lo hace en espejo, como un organismo exhausto, que solo supiera replicarse. Las mismas casas, patios, terrazas y rotondas a un lado y al otro de la autopista. Las mismas tiendas. Los mismos carteles publicitarios. Las mismas cadenas de comida. Uno cierra los ojos, los vuelve a abrir y no sabe en qué parte de la ciudad está. Uno está en ninguna parte.

La casa a la que van es una de esas. Nueva, con paredes de falso adobe, tejas y un jardín cubierto de piedritas. Un jardín en el que a nadie se le ocurriría sentarse. Sin embargo, ahí está la madre, una chica muy joven, gorda, sentada en una silla plegable. Viste un conjunto deportivo color rosa con manchas de vómito en el hombro y en el pecho. Tiene los codos apoyados en las rodillas, la cabeza en las manos, el pelo tapándole la cara. Está descalza. Sus uñas color rojo oscuro se confunden con la grava del piso. El padre está adentro, sentado en el sillón del living, viendo un partido de fútbol de la liga europea. También es joven y gordo. Fuma. Señala con un brazo la puerta del dormitorio.

En la casa del dentista había una piel de oso frente a la chimenea; en la del suicida, decenas de fotos familiares enmarcadas (graduaciones, casamientos, trofeos). La vieja con dolor de muelas coleccionaba mujercitas de cerámica. Hasta los adictos habían hecho un esfuerzo mínimo por decorar su vida. Tenían posters de músicos en las paredes, almanaques, dibujos pintados por sus sobrinos. En esta casa no hay nada, excepto muebles recién comprados en Wal-Mart, ropa tirada en el piso, paquetes de pañales sin abrir, un frasco de talco sobre la mesa, olor a plástico, a leche y a cigarrillo. Al final son esos los detalles que siempre recuerda. La vida esforzada de la gente. Las casas. Pero en esta no hay nada. Nada en donde posar la vista, nada que no sea el cuerpo del niño, al costado de la cama, sobre la alfombra.

No debe tener ni un año, aunque es difícil calcular la edad de los bebés. Solo tiene puesto un pañal. No necesita tocarlo para saber que está muerto. El color de la piel es de un blanco azulado, como un queso. Pero igual hace lo que tiene que hacer. Se arrodilla a su lado y sigue el protocolo. Las treinta compresiones en el pecho. Las dos respiraciones. Acercarse a su boca no es tan difícil como había pensado. Es casi natural. Sabe a leche, y a algo agrio, como dulce de tamarindo. Sería más fácil si el niño tuviera los ojos cerrados. Pero los tiene abiertos. Son ojos grandes, negros y ciegos. Ojos con largas pestañas. Ojos de muñeco.

Aquel día, durante el desayuno en el rancho de los Aguirre, su tío les contó a todos cómo lo había visto sacar la pistola del cajón y salir de la casa muy decidido hacia el corral. Dijo que lo había seguido en silencio, unos metros más atrás, porque quería ver qué cara pondría cuando le volara los sesos a una oveja. Los hombres se rieron, evaluaron, imaginaron la escena del chico de cinco años cubierto con sangre de corderito. Algunas mujeres se escandalizaron. No mucho, solo lo suficiente como para poder seguir comiendo. Y a él le dio como una pena o un calor porque imaginó la muerte. Y porque había tomado la mano de su tío. Pero los adultos reían. Así que él también rio, sin saber por qué. Comió y tomó café, todavía vestido de vaquero. Y a la noche le dejaron tomar tequila. Eso es lo bueno de las familias numerosas, piensa ahora. Siempre hay alguien que ríe. La alegría está garantizada, siempre que la familia sea lo suficientemente grande.

Repite cinco veces las maniobras de resucitación, como manda el protocolo. No hay muchos modos de reanimar a un niño. Hay uno solo. Y él lo sigue paso por paso, aunque sea inútil. Oye a los hombres interrogando a los padres en la otra habitación. Nada oficial, todavía. De eso se encargará, por suerte, la policía. Cuando vuelve a acomodar al niño en la alfombra, comprueba que el cuello se mueve con demasiada facilidad. No puede asegurarlo, pero si tuviera que apostar, diría que el que lo sacudió hasta la muerte fue el padre, aunque no hay por qué descartar a la madre. Las madres no son necesariamente las más pacientes. La ciudad está llena de carteles para prevenir este tipo de episodios. «Los bebés lloran. Los bebés gritan. ¡Es normal! Si usted nota que está perdiendo la paciencia, deje al niño en la cuna y salga de la casa, dé un paseo, pida ayuda.» Cualquiera diría que se trata de una ciudad de padres desesperados. ¿Pero qué puede saber él? No habiendo ninguna cosa en la que posar los ojos, solo le queda imaginar cómo murió el niño en el hogar apresurado que armaron sus padres sin tiempo para el esfuerzo ni la decoración, en una casa del lado correcto de la frontera, igual a cualquier otra, una casa que nadie recordaría.

(De: El amor es una catástrofe natural, Tusquets, 2018)