Moneditas

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Daniel Moyano

En el boliche, tomando unos vinos, el hombre no tenía más dinero y quiso pagar con un pájaro, que sacó de un bolsillo. Un canario que apenas cantaba.

El bolichero lo miró desconfiado. Nunca había visto a ese hombre. Pagar con un pájaro era insólito, aunque pensándolo bien no parecía algo demasiado extraño y el hecho aparentemente no iba más allá de su propia significación. “Lo acepto por esta vez.” Y le sirvió otra copa, pensando que se trataba de una nueva variedad de los problemas producidos por la falta de trabajo.

El hombre terminó de beber, miró un rato su copa vacía y salió caminando como si temblara. El bolichero quiso compartir su asombro con los demás parroquianos, que entregados a sus sorbos y a sus silencios frecuentes no le dieron importancia al hecho. Entonces pensó que todos los borrachos eran iguales. El último bebedor, al salir, le dijo desde la puerta: “Y, de algo hay que vivir”. El bolichero no sabía si se refería al hombre de los pájaros o a sí mismo. Todos sus clientes eran changadores o hacían tareas más o menos insólitas.

Parece que este asunto se comentó, porque después mucha gente iba al boliche con el pretexto de tomar un vino, pero en realidad para saber si era cierto lo de los pájaros, que el dueño del negocio exhibía en una jaula. Eran clientes nuevos, personas bien vestidas que sin duda tenían trabajos fijos. El hombre de los pájaros no había vuelto desde aquella noche. La policía también anduvo husmeando por allí.

Varios días después apareció el hombre tembloroso, se apoyó contra el mostrador y preguntó en voz baja si podía pagar con pájaros. Esta vez sacó un zorzal de un bolsillo de la camisa.

—Canta bien —explicó.

—¿Tiene otros pájaros?

—Sí, claro.

—¿Se puede saber cuántos?

—Y, casi todos.

—¿De dónde los saca?

—De ninguna parte. Los crío en los bolsillos. ¿Me puede recibir otro?

Después el bolichero le preguntó si era un profeta o un santo o algo parecido, si tenía algún mensaje especial. Y él no era nada, simplemente tenía muchos pájaros en los bolsillos y no había ningún significado. Hacía frío y cayeron muchos pichones de los nidos y los crié en los bolsillos, eso es todo.

El comerciante vio que sus negocios prosperaban con la presencia del hombre, habló con gente interesada y logró que su negocio fuese incluido en las guías turísticas para que todos pudiesen ver al hombre de los pájaros.

Lástima que, cuando llegaron los turistas, los pájaros, aterrados, se fueron. Vámonos a buscar bolsillos no institucionalizados, trinaron, y el hombre se quedó solo como la golondrina de Oscar Wilde.

El comerciante especuló todavía con “el hombre que tuvo todos los pájaros”, haciéndole responder preguntas ante los turistas. Pero esta nueva forma del negocio no prosperó porque al hombre la pobreza le había agotado los recuerdos y no sabía qué decir.

Un amigo, viéndolo tan disminuido, le regaló un pájaro mecánico. El aparato, con toda la cuerda, podía cantar hasta veinte segundos y mover las alitas. Pero la cuerda no era segura, se escapaba muchas veces, y así la condición de ave aparente descendía rápido hacia la madera. Gustaba un poco al principio, después aburría con su pequeña voz engolada.

El hombre deseaba volver a su condición normal, sin pájaros ni nada (éstos después de todo habían sido un simple accidente), pero por la propaganda todo el mundo lo había identificado con el hombre que sacaba pájaros de los bolsillos; especialmente los burócratas, que sumaban miles y no podían ver otra cosa en él.

Cuando la cuerda del artefacto, herrumbrada, se cortó, el bolichero le sugirió que cantase él mismo como el pájaro mecánico. Eso entretuvo todavía algún tiempo a los turistas, que finalmente desaparecieron aburridos.

Por pudor no volvió más a ese boliche. Andaba en los boliches de los suburbios, y a la tercera copa sacaba los pedazos del pájaro mecánico tratando de imitar con su propia voz el canto de la cuerda rota.

El esfuerzo casi constante de imitar la voz de un pájaro lo llevó a adoptar sus actitudes. Y en realidad para quien observa bien, este hombre es casi un pájaro. De los costados arrugados de su camisa grasienta parecen brotar, a ciertas horas de la noche, cuando el boliche está lleno de humo y de amistad ilusoria, algunas plumas sucias bastantes convincentes.

Aquellos parroquianos cuya fraternidad dura un poco más que el efecto del alcohol le dijeron que para cantar no era necesario mostrar los pedazos del pájaro roto. Así que últimamente sólo cantaba.

Poco después, cuando el canto también envejeció, lograron que dejase de cantar y se quedara quieto simplemente, porque su aspecto era suficiente para satisfacer la curiosidad de los visitantes ocasionales.

De manera que sólo con su aspecto, sin sacrificar dignidades o resistencias últimas, el hombre obtiene algunas monedas para pagar la copa con la que pretende convocar, por lo general inútilmente, el recuerdo de sus pájaros.

(De El rescate y otros cuentos, Interzona, 2004)