Montar en pelo
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
I
Sentir el calor de la piel gruesa del animal en la entrepierna, respirar el dulce olor de la bosta, ver el modo en que las orejas se mueven, atentas cuando se les habla con palabras suaves, cuando se acaricia el largo cuello, cuando se sostiene la rienda para evitar el galope que lastima el escroto al montar en pelo. Más de una/o habrá perdido la virginidad en esos trotes.
Recuerdo que en Ituzaingó, provincia de Buenos Aires, unos tíos con tres hijos que vendrían a ser mis primos tenían un petiso al que montábamos por turnos. Me enseñaron a subir por el flanco izquierdo, a revolear la pierna derecha y pegar un envión para sentarme sobre el lomo. Pero lo difícil es dar ese salto cuando no hay estribo donde apoyar el pie. «Agarrate fuerte de las crines del petiso antes de saltar» decía mi papá, que a mis ojos de diez años parecía un experto. Mi papá me llevaba a visitar a su familia cada tanto. Algún fin de semana que tenía libre, en especial cuando andaba peleado o separado de mi mamá, íbamos a esa localidad del oeste bonaerense que en la década del cincuenta era puro campo más allá de la estación. Puro campo, espacio abierto, pasto, cardos, casas pobres de material o de material pobre, no sé, pero dormíamos todos en una sola habitación si mal no recuerdo aunque sí recuerdo que en esos años una familia pobre podía ser rica en espacio y tiempo para andar a caballo petiso o gigante para los ojos de un niño.
Hoy puedo evocar esa primera relación entre petiso y chico, animal y niño para volver sobre una historia que tenía cajoneada en un viejo archivo de la computadora. Trata del cacicazgo de dos gemelos de sexo opuesto y distinto padre en la comunidad pampeana de Tren-El a mediados del siglo XIX donde se proyectó construir la capital de la Confederación de Comunidades Económicas y Estados Pampeano-Patagónicos (CCEEPP). Muchas mayúsculas pero hay que entender que, en aquella época, ese lugar sería central para el encuentro de porteños, bonaerenses, argentinos, ranqueles, tehuelches, huiliches y mapuches en torno a la orgía celebratoria del cincuenta aniversario de la Revolución de Mayo.
¿Por qué orgía y por qué revolución? Será el destino: la comunidad estaba situada en el vértice donde confluían los territorios dominados desde Buenos Aires, Paraná, Leuvucó y Salinas Grandes, de modo que por esa y otras razones sería la anfitriona ideal de un evento que reuniera a las naciones más poderosas de la época: la Confederación Argentina con sede en Paraná, el Estado separatista de Buenos Aires y la Confederación mapuche de Salinas Grandes, cuyas fronteras llegaban hasta Chile. Pero, como decía Murphy, si algo podía salir mal, saldría mal.
II
En la primera versión de esta historia, el contexto era repuesto por un profesor ítalo-argentino radicado en Vancouver que, en los años ochenta del siglo XX, conferenciaba o charlataneaba sobre relaciones inter-pampeanas del siglo anterior. «En 1860, la Argentina se encontraba ante la oportunidad más excepcional de su historia» decía, solemne, el profesor Osvaldo Fangulo. «Muchas veces se ha especulado con las razones del atraso argentino. Algunos dirán que se debe a la serie de golpes militares iniciada en 1930. Otros, que se originó en las formas de acumulación de tierra y capital de 1870-80, a las guerras civiles, al caudillismo, a la dicotomía civilización-barbarie o a las grietas entre ciudad y campo e incluso a la influencia jacobina en la Revolución de Mayo. Más allá de esas discusiones, lo evidente es que hubo un momento en el que pudo corregirse definitivamente el rumbo de un país que nació soñando con la grandeza y un día se despertó en la insignificancia».
Silencio en la sala, el músculo duerme, la ambición descansa.
«¿Cuándo, cómo y por qué empezó el proceso de errores que llevó la Argentina a la ruina?» continuaba el enfático profesor Fangulo. «Hoy podemos afirmar, gracias a la documentación que aquí presento, que la historia de ese país hubiera sido otra si hubiese triunfado el proyecto de confederación de naciones impulsado desde Tren-El, también llamado Tren-Ella, por una familia cacical indígena».
La documentación que presentaba Fangulo era un diario inédito escrito alrededor de 1859-60 por una profesora del Friuli llamada Carla Figa que había conocido en persona al cacique Ñancul, al que para beneficio de la audiencia de habla inglesa el historiador deletreaba, sobre la pantalla que tenía a su lado, como Nyan-Cool, lo cual daba la impresión de ser un nombre de vietnamita cool.
«Les recuerdo», decía el profesor Fangulo, «que el vacío dejado por el derrocamiento de un régimen populista siempre ha sido campo propicio para disputas. Después de la batalla de Caseros se instaló un poder que rivalizó con Buenos Aires desde Paraná y que fue apoyado por las trece provincias argentinas, los Trece Ranchos, según los porteños que, con su arrogancia habitual, rechazaron esa hegemonía provinciana de entrada. Y el separatismo de Buenos Aires se profundizó a partir del día en que nació el llamado Partido de la Libertad: los porteños se veían a sí mismos como modelos de civilización en suelo americano y querían lanzarse a la conquista de los territorios vecinos. De manera que entre 1859 y 61 la ciudad tuvo dos conflictos con la Confederación Argentina. Dos batallas. Primero, Cepeda. Después, Pavón. En la primera, la ciudad fue derrotada y en la segunda resultó victoriosa. La ironía es que en ambas participaron fuerzas indígenas que decidieron las victorias, una en contra y otra a favor, de los porteños. Ese período de transición favoreció el vacío de poder en las fronteras. El país era virgen, nadie se lo había cogido ni tomado en serio. Y había muchos conflictos por la tenencia de tierra. Los fortines bonaerenses, debilitados por el desgaste de las luchas civiles, no podían impedir que fuerzas ranqueles y salineras incursionaran cada vez más cerca de Buenos Aires. Las relaciones de intercambio comercial y político entre indios y cristianos aumentaron. Hubo más intercambio de cautivas o cautivos entre los distintos bandos, acuerdos de entregas periódicas de ganado y una circulación de refugiados, prófugos, libertos y colonos desde y hacia las tolderías como nunca antes se había visto. En ese contexto, la tribu de Tren-El provocó una reconfiguración del espacio político. Esta tribu, que se calculaba en unos quinientos indios de pelea y unas setecientas indias también de pelea en su época de mayor esplendor, se había formado, como tantas otras en las pampas, por mestizajes, cruzas indígenas, europeas, negras y mulatas. Había mucha endogamia. Por ello también se explica la existencia de esos dos gemelos de distinto padre: él se llamó Ñancul, que quiere decir algo parecido a Águila, y ella Mamul Nurú, que puede traducirse como Monte Celeste o Bosque Celestial.
«Mamul Nurú tuvo la suerte de ser enviada a estudiar a un colegio porteño como parte de una costumbre habitual para hijos de caciques y otros cuadros indígenas, que de esa manera aprendían los saberes de los blancos. Aunque el regreso a las tierras de origen no era tan fácil. Por la distancia, los bandidos, las guerras, esos pupilos a veces quedaban como cautivos de facto en los hogares urbanos. El retorno de Mamul Nurú sólo fue posible por la complicidad de su tutora en artes y lenguas, la profesora italiana Carla Figa. Con el pretexto de que la principessa indiana debía ver a su padre enfermo y a punto de morir en las tolderías, algo que después se demostró que era mentira, Carla hizo los preparativos para el largo viaje en el que ambas serían escoltadas por una comitiva de sirvientes y soldados. Y se fugaron de su campamento en los alrededores de Junín una noche de verano del 57 mientras toda la escolta dormía la mona gracias a un aguardiente suministrado a tiempo y en cantidad suficiente.
«Vestidas con ropas de gauchos para pasar desapercibidas, las dos mujeres montaron en pelo sus caballos para galopar hasta Tren-El, una proeza sólo comprensible desde el amor». Fangulo aquí se volvía sentimental, se emocionaba: «Sí, sí, efectivamente, Mamul Nurú y Carla Figa eran pareja. Poco sabemos del pasado de la profesoressa antes de aquella fuga novelesca. Sólo se sabe que era una intelectual del Friuli que venía huyendo de Europa de un amor desgraciado y que terminó trabajando para una familia porteña que la tomó de tutora dei bambini de la casa, entre ellos, la indiecita Mamul. Ahí fue cuando brotó l’amore tra le due. Un amor que se consolidó en el campo mientras huían al galope tierra adentro».
III
Al galope y en pelo, un palo del hueso equino en el perineo, dolor del suelo pélvico y goce del roce con el lomo, los flancos y el pescuezo de dos pieles, animal y humana. Hay muchas historias sobre huidas en pareja hacia los indios pero que yo sepa ninguna se escribió desde adentro de esa tierra adentro tan adentro como la del diario de Carla Figa.
Según Fangulo, en ese diario consta que el arribo de las fugitivas fue anunciada en Tren-El por «indios bomberos» -se supone que serían amazonas aunque también había varones en la avanzada de vigías-que las divisaron muchas leguas antes, cuando oteaban el horizonte de pie sobre los lomos de sus caballos. Las sospechas que despertaron esos dos jinetes, uno rubio y alto y el otro aindiado pero pequeño como un gauchito, hizo que siguieran observando todo el tiempo con un catalejo hasta que un vigía se dio cuenta. «¡No son jinetes! ¡Son jineteras!» avisó.
—¿Jinetas querrás decir? -preguntó la jefa de la comitiva de vigilantes.
—No, porque no llevan ningún distintivo militar.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Jinetas es como llaman los cristianos a las insignias de algunos oficiales -explicó el vigía, en un tono que a la jefa le pareció inapropiado.
—Primero fijate cómo van, si llevan las rodillas dobladas contra la barriga del animal.
—Sí.
—Entonces montan a la jineta.
—Emm, sí, eso parece.
—Eso no quiere decir que sean jineteras o jinetas. Se les puede decir «las jinetes».
—Ah, bueno.
Después de esa corrección, la jefa le sacó el catalejo para observar por su cuenta, y reconoció los rasgos cacicales en la más jovencita: era la hermana gemela del cacique volviendo a su tribu. Jefa y vigías saltaron de alegría sobre sus caballos, salieron al galope a encontrarlas y se arrojaron sobre ellas para abrazarlas, besuquear, chupetear y manotear todo lo que pudieron hasta llegar al trote a la toldería.
El diálogo anterior fue seguramente repuesto por Mamul Nurú ante la italiana después de haberlo escuchado de labios de los vigías, y no debía ser una traducción precisa del original, ya que en mapudungun, el idioma de la tierra, no existían los artículos determinados con marcación de género y en todo caso al descubrir que eran mujeres en lugar de varones habrían dicho algo así como que eran pu domo y no pu wentru, sin referencia a una función específica de jinetear un caballo. Esas distorsiones o exageraciones serían habituales en un relato oral en lengua de las pampas, escrito en italiano y luego traducido al inglés para llegar hasta aquí.
Esto se sabe: el cacique preparó un asado de bienvenida y se encerró con su hermana durante tres días y tres noches, mientras que a la italiana le asignaron un toldo individual. Sólo después de aquel largo reencuentro familiar, Mamul podría convivir con Carla bajo el mismo toldo.
La naturaleza erótica del vínculo de los gemelos no está desarrollada en el diario pero es inequívoca. Eran hijos de la misma madre -desde luego, si fueran de madres diferentes no serían gemelos-pero de distinto padre. Una excentricidad genética, ya que dos espermatozoides de distintos varones habrían fertilizado al óvulo de una mujer al mismo tiempo, en modo simultáneo -tal vez por una doble penetración-o consecutivo: un menage-a-trois fértil. Así que tuvieron roce desde la placenta, se habituaron al toqueteo, y cuando en la adolescencia Mamul Nurú fue enviada a Buenos Aires, el cacique empezó a hablar de ella como de una enamorada lejana.
—Mamul, Mamul -repetía todo el tiempo, como un idiota.
En la tribu al principio se reían del cacique pero después se acostumbraron.
El diálogo entre los gemelos durante el primer encuentro en el toldo cacical fue trasmitido por Mamul a Carla ya que esta refiere en extenso a esa conversación en su diario. De nuevo, las voces fueron registradas por Carla en italiano y luego traducidas por el Dr. Fangulo al inglés, de modo que ahora tengo que re-traducirlo, si no a un español neutro, a ese idioma de los porteños que casi dos siglos más tarde llamamos «casteshano».
—Sabés, hermano, que soñé tantas veces con este encuentro. Quisiera poder contarte qué linda está Buenos Aires.
—Ay, sí. Hablá, contame, mi Mamul, mi Bosque Celeste, mi Monte Celestial.
—Conocí a mucha gente -continuó ella, un poco molesta cuando él se ponía tan baboso-. La familia que me adoptó tenía amigos en el gobierno. Allá son casi todos liberales, viste. Pero muchos de palabra, nomás. Venían de visita comerciantes y funcionarios, hablaban de los problemas que tenían con la Confederación y discutían cómo podían aportar a la construcción del enemigo. Para hacértela corta, el clima es de discordia. Los porteños no aceptaron la derrota de Cepeda, se sienten superiores a todos, y es lógico porque la ciudad está cada vez más hermosa en comparación a lo que cuentan de Paraná y otros pueblitos.
—¿Ah, sí? ¿Cómo está? ¿En serio es tan hermosa?
—Sí, en muchas calles levantaron la tierra y pusieron piedras, ya casi no hay más barro. También se ven unos faroles con gas para iluminar de noche. Han tirado abajo varios ranchos y casas viejas, están construyendo a lo loco, hay un teatro inmenso, lujoso, todo iluminado donde un día me llevaron a ver una ópera en italiano, después te cuento cómo es eso…
—Ay sí, sí, qué lindo, Mumú, Mumita, mi Cielo Boscoso, mi bosquecito en el monte que quiero montar…
—Pará. La cuestión es que nadie sabe cómo va a terminar esto, si es una bonanza transitoria o qué. Los porteños tienen ganas pero no pueden imponerse por fuerza militar a las trece provincias de la Confederación. Tenemos que pasar a la contraofensiva.
El cacique había servido un largo trago caliente de maíz fermentado para bajar la carne salada durante las pausas que su hermana haría en el relato. Estaba relajado, tranquilo, feliz de tener a la hermanita a su lado, quizá tomándole una mano mientras ella hablaba, mirándola como embobado, probablemente desnudo o con un taparrabo mínimo porque era pleno verano y acaso ella también desnuda o con una enagua fina de cristiana cubriéndole ligeramente el cuerpo morocho y lampiño, con ese pelo negro que le gustaba recoger en una vincha para que no cayera sobre sus ojos claros, delatores de la genética maternal europea cautiva en la mirada.
—Vamos al grano, hermano. El año que viene ellos festejarán el aniversario número cincuenta de ese golpe de suerte que llamaron «revolución de mayo». Están más que orgullosos del momento en que empezaron a independizarse de España. Y ese aniversario es una ocasión, me parece, para proponerles un festejo conjunto y ganar a nuestro favor a los grupos liberales y también a algunos de los grupos federales y conservadores de la Confederación.
—Momento, no entendí bien. ¿Un festejo conjunto?
—Sí, una fiesta con todas nuestras naciones de origen. Salinas Grandes, Leuvucó, Tren-El: mirá qué trío. Puede ser una oportunidad para disipar rencores, y que vuelvan a amigarse los hermanos peleados. En Salinas Grandes nos van a apoyar, les conviene. Hace rato que tienen tratos con Buenos Aires, reciben un impuesto regular de vacas y yeguas, aunque siempre los comandantes de frontera se quedan con una parte. Nosotros somos los mediadores ideales. No me mires como si estuviera delirando.
—Pero el 25 de mayo no coincide con ningún día sagrado indígena. Y estaríamos celebrando todos juntos la fecha en que los argentinos hicieron su revolución. ¿Cómo la hacemos nuestra? Digo, más allá de todo lo que pensemos sobre la independencia de España, etcétera, sigue siendo un festejo de ellos.
—Escuchá: estamos en el punto central donde convergen todas las fronteras mapuche, ranquel, argentina y porteña. Ninguno tiene control total de esta región y por ese motivo podemos vivir acá tranquilos. Tenemos una tribu mezclada, con gente de distintos lugares, muchos lenguaraces, mujeres con vocación de diplomáticas, artistas y artesanas. Una laguna excepcional para acampar, hacer asados, guitarreadas, bailar, bañarse hasta en mayo que todavía el clima estará bueno. Podemos ofrecer música, espectáculos y proponer un gran acuerdo hacia el futuro. Porque esa fiesta tendría que ser, yo pienso, la oportunidad para anunciar el lanzamiento de una comunidad económica de naciones. Mejor que eso, una coalición de confederaciones y comunidades económicas. Comunidades y estados, para no dejar afuera la nomenclatura cristiana. ¿Qué te parece?
El cacique se quedaría un rato en silencio. ¿Cuánto rato? ¿Habrá dudado mucho de la idea de su hermana? Por la manera en que achinó los ojos podría decirse que en parte le gustó y en parte tuvo dudas. Seguramente lo consultaría primero en una invocación con el bombo pampa orientado hacia el pasado y el futuro, y luego con el consejo de ancianas y ancianos.
—Hay razones de sobra para convencer al consejo -ella le interrumpió la ensoñación-. Todos ven que hay menos vacas y caballos sueltos, que para encontrarlos hay que galopar cada vez más lejos y que crece la población por todos lados, pueblos, colonias y por supuesto, los ganaderos argentinos y bonaerenses que siempre quieren más. Insaciables. Por lo que pude ver, esto recién empieza y la presión sobre la tierra va a ser cada vez más fuerte. Ellos están preocupados por la fuga de ganado a Chile y en algún momento le van a cortar la ración a Salinas Grandes. Si no lo hacen ahora, es porque están débiles y tienen miedo de que los ataquen, de que haya nuevos malones. Esperá a que arreglen con los de Paraná y vas a ver cómo se nos vienen encima. Arman un ejército conjunto y nos caen con todo. Ahora es el momento justo, porque entre ellos están divididos. Les ofrecemos un pacto económico y político, una comunidad de naciones que gradualmente iría hacia la eliminación de fronteras para que se pueda transitar y comerciar libremente entre asociados.
—Ay, Mumú, sos una genia, un cráneo, una verdadera cabecita negra.
—La nueva coalición tendría puerto de salida al Atlántico y al Pacífico, sin límites que no sean naturales hacia el sur y fronteras amigables con el Alto Perú, una región que también podría integrarse o con la que podemos tener tratos. Sería un mercado inmenso. Una confederación de confederaciones. Una recontraconfederación.
El cacique ahí se sobresaltó.
—Pero eso es inmanejable. Un espacio gigantesco, con un montón de gente que habla diferentes idiomas. Si acá vivimos bien es porque somos pocos y tenemos la naturaleza, la caza, la pesca, algún arte doméstico, poco trabajo.
—Está bien, ya sé, pero te repito que a esto no lo vamos a poder sostener, hay enemigos poderosos ahí fuera. Si no viniese nadie más a molestar, seguiríamos de joda, con vacas, caballos, guanacos, avestruz de sobra. Pero se vienen. Yo estuve en Buenos Aires y sé de lo que hablo. Quieren poblar todo esto con europeos pobres que en sus países se cagan de hambre. Ya hay colonias detrás de los fortines, hay muchos que están bajando en este mismo momento de los barcos con una bolsa al hombro. Algunos de esos serán buena gente, como mi mujer. Pero la mayoría…
El cacique bajó la cabeza como si le pesara.
—¿Qué, estás celoso de la italiana?
—No, no es eso.
—Mirá que nos puede ayudar mucho. Sabe hablar y escribir en varios idiomas, ha leído un montón, le cae bien a todo el mundo.
—Se ve que le tenés mucha fe.
—Pero si yo te quiero más que a nadie, tontito.
Sonrisas, besitos, caídas de ojos.
—Mumita, la verdad es que me inquieta meterme en algo que no pueda sostener y que me obligue a viajar lejos. A Buenos Aires me gustaría conocerla pero en plan turista. No quisiera tener que entrevistarme con funcionarios, empresarios, ganaderos, toda gente horrible.
—Yo te ayudo -ella se exaltó-. Si la idea prende, después la gente se mueve sola. Podemos ir conversando con políticos argentinos y porteños cuando hagamos las invitaciones para la fiesta. Y ahí tiramos la idea como una bomba.
Ñancul se asustó de la palabra bomba. ¿Habrá sido una premonición o una fantasía paranoica? Se decía que a veces podía ver el futuro. Pero no, seguro que era paranoia.
—Todos van a estar medio machaditos, bebidos, bien alimentados, rodeados de afecto -ella seguía exaltada-. Mirá que se mueren por nuestras indiecitas, y muchos también por los hombres nuestros y acá va a haber para todos los gustos. Claro que va a ser como una bomba. Pero positiva.
—Está bien, ya veremos cómo hacerla -el cacique habría dado por terminada la charla golpeando tres veces con la palma el colchón de pieles de carnero donde estaba sentado, como acostumbraba-. Dale, vamos a tirarnos de nuevo un ratito.
IV
A franelear: así se daba inicio a las reuniones del consejo de doce ancianas y ancianos que para estimularse primero se dedicaban a catienizar, en referencia al catién, una bebida afrodisíaca importada de una tribu vecina. Después de una orgía rápida, ya más relajadas, apretaditas en círculo en el toldo parlamentario, las pieles blandas y arrugadas frotándose entre sí, el cacique era invitado a exponer el tema central de la sesión del día.
Sobre la fiesta en general hubo acuerdo. Aunque algunas pusieron reparos por la intrusión de tantos cristianos en la toldería, una movida peligrosa.
—La seguridad tendría que ser garantizada por nuestros propios guerreros -razonaron entre sí, todavía toqueteándose las tetas caídas sobre los vientres y los testículos colgantes, hidrocélicos-. Nunca va a haber por acá un número mayor de cristianos que el nuestro. Si va a venir gente de todas partes de la Pampa y la Patagonia podemos llegar a ser varios miles.
—¿Y cómo nos aseguramos de que los gobernantes de Buenos Aires o Paraná no traigan de custodia a una parte de sus ejércitos o policías? -preguntó una anciana pequeñísima sin dientes, a la que apenas se le entendía lo que decía.
—Se puede poner un código de vestimenta -terció uno de larga melena con canas y arrugado cuerpo de atleta-. Que todos entren a la fiesta en bolas aunque no tengan bolas. Hablo en genérico masculino, es un giro gauchesco. Ustedes me entienden: sólo con vinchas, collares, aros, pulseras, esos adornos. Las otras bolas, las boleadoras, van a tener que dejarlas afuera como al resto de la armas. Ponemos un grupo nuestro a la entrada de la toldería a custodiar las cosas que traigan de más y listo.
La mayoría aplaudió la idea. Sólo algunos, quizá más tradicionalistas, refunfuñaron, molestos. ¿Por qué había que hacer la fiesta el 25 de mayo y no el 21 de junio?
—Es una ocasión para fiestear, no más -se arrebató el cacique, trayendo a su memoria las palabras que le preparó su hermana para la reunión-. Qué nos importa la fecha, es un pretexto. Si a ellos les importa la revolución, aprovechemos. Para nosotros, revolución es lo que hace el Padre Sol dando vueltas alrededor de la Pacha Mama, o por ahí es la Pacha la que da vueltas. Qué sé yo. Lo mismo con la palabra patria. Tengo patria y quiero matria, o quiero fratria, qué más da. El asunto es encontrar una excusa para pasarla bien. Pero no sólo nosotros, que ellos también se diviertan. Y ahí los ganamos. Bailar con el enemigo, seducirlo, hacerlo que goce, que se derrita, que se enamore.
Varias cabecitas asintieron.
—Entonces no la llamemos «fiesta» ni «festejo», esos son eufemismos -se entusiasmó la anciana sin dientes-. Hablemos claro.
Pongámosle un nombre en serio: Orgía Patriótica del Cincuentenario.
Casi todos aplaudieron, aunque pocos la entendieron. Igual trasmitía entusiasmo. Muchos recordaban las impecables felaciones de aquella boca sin dientes.
—Hay que nombrar una comisión organizadora -dijo alguno y se miraron entre sí. El cacique aprovechó para tirar la carta que traía debajo de la manga (en realidad no tenía mangas, andaba semidesnudo como siempre). Dijo:
—Que participen todos los miembros del consejo que quieran. Pero para organizar una buena orgía se necesita gente joven.
Propongo que mi hermana, que conoce bien a porteños, argentinos y otros extranjeros, sea la cabecilla de la comisión preparatoria. Y como miembro externo, sin poder de voto pero en calidad de asesora, que participe mi cuñada.
—¿La tana? -a coro.
—¿Y quién otra podría ser? ¿Ustedes vieron lo que está haciendo con nuestros chicos en la escuela que montó en su toldo?
No sabían. Les contó. Los convenció enseguida.
La preparación de la orgía se había puesto en marcha.
V
Aunque era una recién llegada a la tribu, la influencia de Carla Figa sobre Mamul Nurú y en consecuencia sobre Ñancul se cocinó a fuego rápido. Algunas historiadoras habrían llamado a este período el del «Reino de los Gemelos Amantes». Historiadores que discutían con ellas sostuvieron que la correcta denominación sería «Reino de los Amantes Gemelos». Más allá de estos debates, la italiana no sólo fue crucial para la preparación de la orgía, sino que habría sido ella quien convenció a Mamul y ésta a Ñancul para que se aboliese la práctica del cautiverio, se extendiese la poliandria y se reeducase al varón indígena de modo que éste aprendiera a persuadir (le decían «levantar», por la costumbre de subirla a la grupa del caballo) a la mujer cristiana en caso de fuerza mayor, malón o guerra.
Para esos cambios ya existía un fondo cultural propicio, una tradición de vida cortesana con ciertos principios de delicadeza y amabilidad en las costumbres domésticas. Esta tradición, si bien era subalterna y sostenida sobre todo por las mujeres, funcionaba como antídoto y refugio ante el hábito de la guerra, tan común entre machos cazadores. Quizá por intuición femenina ancestral, amasada a lo largo de milenios, se introducirían cambios en forma gradual, paciente, sin forzar, dejando que la naturaleza actuara y equilibrara las fuerzas en conflicto. Carla Figa también aprendería de ellas a mover las piezas a su favor, ganándose a la mayoría con su prédica y su práctica del amor libre.
—¿Venís a cenar? -le preguntaba Mamul a veces.
—Creo que sí, esperame un poquito después del anochecer -respondía Carla tirándole un beso al aire con la palma de una mano-. Si no, te mando a avisar por alguna de las chicas o los chicos con los que estoy garchando. Pero vuelvo a dormir como siempre.
Los horarios nunca eran un problema en Tren-El, no por falta de relojes sino porque nadie tenía mucho que hacer cuando no andaban de cacería. Y los grandes rebaños de vacas y caballos silvestres estaban ahí nomás, a medio día de trote, aunque todos coincidían en que las inmensas manadas de miles de cabezas de ganado eran cosa del pasado. La tierra se había hecho tan fértil con el abono dejado por esos animales que cuando alguien quería sembrar algo, maíz, zapallo o lo que sea, tiraba la semilla y crecía solo. De ahí viene el mito de la tierra generosa. Pesca y contemplación en la laguna, algún tiro con arco y flecha a las garzas, patos, cisnes y otras aves, fogoncito, mate con catién o aguardiente si había, alguna charla sin rumbo y a refregarse unos con otras y otros hasta que llegaba la hora de dormir. Esa era la vida originaria.
La cacería ya era una operación más complicada. Mamul se anotaba en todas, siempre montando en pelo, vestida sólo con un poncho que le cubría la mitad del cuerpo: le excitaba el contacto desnudo con la piel tibia del animal, sea un padrillo con su larga verga de semental o una yegua en su ciclo estral. Salía al frente de la comitiva con los guerreros y cazadores más duchos, a veces cincuenta o sesenta. Al poco tiempo, otras mujeres empezaron a imitarla y los grupos mixtos fueron cada vez más frecuentes.
Los machos competían a lo bestia, por supuesto. A ver quién le acertaba con las boleadoras a las patas de las vacas, quién podía sostenerlas de las orejas y degollarlas de una sola estocada, quién mataba más en el rodeo. Con ayuda de las jaurías de perros que solían acompañar la comitiva, la técnica más eficaz era rodear a un grupo no demasiado grande de vacas e ir cortándoles los tendones con la puntas de la lanzas para que cayeran al suelo y quedaran ahí inmovilizadas hasta que, cuando ya se había dispersado el resto de la manada, los cazadores pudieran desmontar y degollarlas de a una.
Antes de pasarlas a degüello, Mamul se arrodillaba junto a la cabeza de la vaca paralizada por el dolor de los garrones cortados y le decía al oído una oración secreta para que reencarnase en una persona luchadora por los derechos animales. Después cortaba.
Poco a poco, el clima de las cacerías se fue haciendo más cálido gracias a su presencia. Las indias nunca habían sido amigas de esas depredaciones gauchescas que terminaban cuereando al animal en el campo y dejaban toda la carne a pudrirse al sol o como alimento de caranchos sólo para extraer la piel que podían vender en los mercados. Exigían que los cazadores volvieran con las reses enteras a la toldería, a lomo de mulas que llevaban para el cargamento, y que en todo caso se comieran en el camino solo alguna parte de la cabeza, las mejillas, la lengua que asaban sobre pilas de bosta y ramas.
Después de la matanza siempre descansaban un rato antes del regreso. Mamul ahí aprovechaba para hablar largo y tendido, gracias a su autoridad como hermana del cacique y mujer que había estudiado en Buenos Aires, sobre la necesidad de hacer alianzas políticas y sexuales. Sabía que aún no estaban dadas las condiciones para introducir el vegetarianismo, mucho menos para que se hicieran veganos, pero tiempo al tiempo.
Sentada sobre el pasto con ese ponchito rojo que solía dejar caderas y muslos a la vista, mientras los hombres comían pedazos de carne asada en la punta de los cuchillos con manchas de la matanza en las manos, en los rostros, en las piernas, Mamul hablaba y ellos escuchaban como hipnotizados. El sol fuerte del mediodía en lo alto, los perros con la lengua afuera esperando su ración, los caballos en celo montándose entre sí en medio de cadáveres de vacas. Algunos cazadores se tirarían un lance.
—Tenés mucha razón, lamién. Hay que vivir la vida, no calentarse por nada o mejor dicho calentarse pero bien calentito entre nosotros, que tenemos todo acá mismo. ¿Vamos a dormir la siesta juntos?
—Hay que volver con la carga, hermano. Nos esperan en la toldería.
—Pero tenemos tiempo para una siestita antes de que anochezca. Está lindo acá, en medio del campo, una revolcada entre los yuyos.
—Hay que reunir a las mulas que andan dispersas, cargarlas. Eso va a llevar un buen rato.
—Está bien, pero somos muchos y vos no tenés que hacer nada, hermanita, te ayudamos. ¿O es que no te gustan los hombres?
Se reían. Ella acompañaba la risa como para no cortarles el rostro.
—Sí me gustan, los quiero como hermanos. Pero terminemos la tarea que tenemos por delante y después se verá.
Ellos se orinaban de risa.
—Nos quiere como a su hermano, dice la hermana. Ja ja. Ya con lo que le deja hacer a él nos conformamos.
—Ay, qué brutos son. Después, después. Hay que cargar las mulas.
Ella siempre se las ingeniaba. La cuestión no era qué hacer ante el acoso -un concepto que desconocían-sino cómo evitar el contacto físico con alguien que a una/o no le gustaba sin que ese alguien se sintiera rechazado/a. Incluso si había que acostarse con alguien por compasión, se hacía. Los mayores tabúes de la tribu eran el desamor y el desprecio. Por suerte, también estaban siempre las mulas y los caballos para un desahogo rápido, un coito higiénico.
—Antes de hacer la fiesta del cincuentenario, me acuesto con todos los guerreros del pueblo -decía Mamul en el camino de regreso, medio riéndose y guiñándole un ojo a alguna chica que la acompañaba.
—A ver si es cierto -gritaban a coro los setenta cazadores que la seguían.
VI
Fue cierto. Dos semanas antes del aniversario se dejó coger por -o se cogió a, según desde dónde se lo mire-los quinientos guerreros de la tribu, desde una puesta de sol hasta la puesta siguiente. La maniobra fue parte de los ejercicios preparatorios de la fiesta. Entraban al toldo de a dos, tres y cuatro. Pero antes de cada cogida, Mumul se ponía un ungüento en la vagina y el ano que no sólo la protegía de las acometidas viriles y actuaba de anticonceptivo, sino que contagiaba a todos con lo que ella y Carla llamaban el «virus de la bisexualidad». Después de ese día las cosas cambiaron para siempre en Tren-El, también llamado Tren-Ella.
Un guerrero penetraba a una mujer, sentía un calorcito en torno al glande y de inmediato se volvía bisexual: eyaculaba y a continuación se daba vuelta para ser penetrado por el dedo o el puño de ella hasta eyacular de nuevo, en estado de éxtasis. Y así después seguían entre ellos. Vuelta y vuelta, meta y ponga, puje y arrempuje, frote y trote, en pelo y en pelotas.
VII
Y así también llegó el Día O, es decir, el Día de la Orgía. Un experimento que estuvo a punto de salir perfecto.
A la fiesta del cincuenta aniversario de la Revolución de Mayo fueron invitados los más altos dignatarios, jefes militares y parlamentarios de todos los gobiernos de la región y los caciques de todas las tribus que, apenas se corrió la voz, llegaron en masa a Tren-El desde puntos distantes de la Pampa, Patagonia y allende la Cordillera. Fueron miles y miles de hombres y mujeres de los cuatro o cinco puntos cardinales -contando el punto medio-, incluidos gauchos matreros y presos de fortines lejanos a los que se dio la libertad para disponer de refuerzos. Algunos soldados bonaerenses quedaron apostados en zonas boscosas de las inmediaciones a cargo de las armas que tuvieron que dejar antes de entrar a la toldería, prometiéndoles que serían reemplazados por turnos en la fiesta. Y las guardias de seguridad aborígenes obligaron a desnudarse a todo el que llegaba. Se hacían pilas con las prendas de vestir, facones, boleadoras, botas de potro y se entregaba un número grabado a yerra en un pedacito de cuero para retirar a la salida. Por supuesto que la salida de la toldería era imprecisa, estaba en medio del campo y encima muchos no sabían contar ni leer pero no importaba: los gauchos entraban felices y a los brincos a los toldos, perdiendo de inmediato su pedacito de cuero, apenas veían a tantas indias y mujeres blancas de alta sociedad desnudas y refregándose con todo el mundo.
El revoltijo fue absoluto. Dicen los descendientes de aquel enchastre que durante una semana danzaron, bebieron, comieron y fornicaron, resbalando en charcos de orín, esperma y catién, miles de indígenas, negras cuarteleras, soldados de fortín, oficiales de carrera, hijas de estancieros y los mismos estancieros mezclados entre sus antiguos enemigos. Los ancianos de la tribu se encargaban de tirar baldes de agua -y cuando se acababa el agua, meaban-a los cuerpos sudorosos que bailaban, caían, se prendían a clítoris y tetas, a pijas y pezones, a nalgas y bocas sin distinción de rango, etnia, lengua o edad.
Lo que nadie sabía -excepto los servicios de inteligencia británicos-era que en medio de ese desorden había un agitador infiltrado con una sola idea fija: la Figa. Era el responsable de aquel amor desgraciado del que Carla Figa había huido en su emigración a Sudamérica, un amor que ahora la alcanzaría con toda su desgracia. Lo llamaban Bandiera Nera, había viajado desde Italia en un vapor rumboso y luego desde el puerto de Buenos Aires hacia Tren-El en una veloz carreta de bueyes, seguido de cerca por otra carreta en la que viajaba un espía británico que tal vez recordaría ese refrán que decía que más tira un pelo de Figa que una yunta de bueyes.
El espía habría visto todo de entrada. Antes de desnudarse para ingresar a la toldería, Bandiera Nera tuvo la precaución de introducir por su ano el material necesario para fabricar una bomba casera y pasó sin ser detectado. Una vez que ubicó el toldo cacical, esperó a que entraran Carla y Mamul-Nurú para proceder. Extrajo de su recto el material explosivo que traía oculto y lo disimuló con unos pastos dentro de una zanja que había al costado. Luego ingresó a ese toldo donde fornicaban más de cincuenta personas, deslizándose y reptando por encima de los cuerpos sudorosos y pegajosos que se amontonaban sobre el piso de tierra hacia el centro de la fiesta. Casi se desmaya al ver a Carla en pleno revolcón con Mamul-Nurú y otras cinco indias.
—Tenemos que hablar -le dijo, mordiéndose el labio inferior para reprimir su ira italiana. Y la tironeó de un brazo para despegarla de las manos y piernas que la tenían enroscada. Ella aceptó charlar por un ratito, ya que él había venido de tan lejos. Terminaron en la zanja adonde la arrastró para poseerla por última vez entre el barro y los yuyos. Ella también le concedió ese polvo de despedida, pero apenas acabaron -más bien acabó él solito-se soltó y escapó a buscar más ungüento de bisexualidad, a ver si con esa crema nativa podía amansar a su ex.
Bandiera Nera se quedó a solas rumiando su plan desesperado. Aprovechando la distracción general del festejo y el estruendo de los tambores que animaban el baile, armó una bomba de esas que sabían improvisar los anarquistas, bien negra, redonda, con la mecha encendida. Y la arrojó a los pies de Mamul Nurú, que se había quedado esperando el regreso de su amada a la entrada del toldo. Por suerte no llegó a explotar: se había mojado de más, entre el viaje anal y los pastos de la zanja. Pero fue suficiente para espantar a la hermana del cacique, que corrió a refugiarse en medio de la multitud de orgiastas.
Ahí fue cuando el agente británico, que también traía oculto un explosivo en el conducto rectal, aunque mejor conservado, vio llegado el momento de actuar. Sabía que todas las sospechas caerían sobre el que lanzó la primera bomba, aunque esta hubiera fallado. Extrajo el robusto canuto de pólvora, encendió la mecha con las brasas de un fogón que había cerca y lo arrojó al interior del toldo cacical.
La explosión hizo un desparramo total. Muchos salieron corriendo, algunos con un brazo menos, otros sin piernas o a los brincos con testículos en las orejas. La sangre se unió al semen derramado para fluir en forma de arroyo hacia la laguna, que quedó teñida de un tinte rosado.
Y ahí los militares argentinos estuvieron rápidos de reflejos. Llamaron a la soldadesca de guardia en el bosque vecino, recogieron sus armas blancas y sus armas negras, sus sables y sus fusiles, prendieron fuego a los toldos y sablearon o dispararon a todo indio o india que vieran correr en medio de la noche, mientras los caciques de las distintas tribus peleaban entre sí, acusándose mutuamente del atentado. A golpes de botellas de aguardiente en las cabezas fueron quedando fuera de combate unos y otros. Los más altos funcionarios de los distintos gobiernos se dieron a la fuga, excepto Ñancul que se quedó llorando en medio de los pedacitos de su hermana gemela que pudo reunir en un charco de sangre.
En cuanto a Bandiera Nera, tras la explosión corrió a buscar de nuevo a Carla Figa pero esta lo esperaba en una esquina de la toldería en llamas junto al cuerpo de un soldado al que había logrado arrancarle un fusil y la cabeza de Mamul Nurú a sus pies. Sería una visión terrible el de esa italiana del norte armada, con el cabello rojo, las piernas y las tetas salpicadas de sangre.
—¿Esto es lo que querías, stronzo? -gritó ella antes de apuntar con el Remington a su ex y dispararle en el pecho-. Lo has arruinado todo, maledetto.
Él cayó de rodillas. Balbuceó algo, intentó explicarse.
—No fue mi intención… estaba todo bien si te acostabas con otras pero me destrozó que me hubieras abandonado -sollozaba mientras se iba muriendo, como en un spaghetti western-. L’amore libero necesita ser correspondido… y al ver que me dejabas para siempre sentí el impulso de actuar all’ uso nostro… pero yo sólo quería eliminar a la que me había robado tu corazón, no a todas esas víctimas inocentes… aparte de que este lugar está lleno de autoridades y eso tampoco podía soportarlo… no fui yo el que tiró la bomba adentro del toldo, te lo juro… tampoco estoy en contra de la orgía… sólo te pedía que después volvieses a casa… Amore… e anarchia!
Esas fueron sus últimas palabras antes de caer de frente sobre el barro ensangrentado. Carla no se conmovió: le dio un tiro de gracia en la nuca y escapó a caballo de la escena dantesca de incendio y matanza en las pampas.
Su diario fue encontrado más tarde por soldados cristianos en una toldería de indios amigos, según la nota final del Dr. Osvaldo Fangulo, quien se encargó de completar la información faltante. Lo que Carla Figa no explicitó es que el verdadero nombre que se ocultaba bajo el seudónimo de Bandiera Nera era nada menos que el del afamado teórico decadentista siciliano Marco Fangulo, autor del opúsculoDel atentado terrorista considerado como una de las bellas artes. Tampoco informó que en su último encuentro, o mejor dicho revolcón, ella había quedado preñada. Cuando se dio cuenta, trató de detener ese embarazo montando una y otra vez en pelo sobre su caballo, a todo galope, a ver si el movimiento la hacía abortar, pero se desmayó y fue encontrada por aquellos indios amigos que la cuidaron hasta el nacimiento del bebé portador del ADN de Figa y de Fangulo.
Para ella fue demasiado. Después del parto, decidió abandonar al vástago entre los amigos indios antes de perderse definitivamente en el desierto.
«Ese fue el fin del experimento. Una vez más, sólo queda decir que es terrible cómo la propia estupidez e ignorancia pueden arruinar nuestros mejores momentos y las más audaces utopías» reza la nota final del Dr. Fangulo.
Ahí le doy la razón, pero igual creo que no es bueno ser pesimista y que de ilusión también se vive.
Por eso es que en medio de esta ciudad monstruosa y en una época horrible todavía puedo permitirme el lujo de llegar al final del relato con el sueño intacto de volver a montar de nuevo en pelo en algún lugar de campo abierto como era Ituzaingó en los años cincuenta, allá donde una familia pobre podía ser rica en espacio y tiempo para andar a caballo petiso o gigante para los ojos de un niño.
(De: Indiada, Blatt & Rios, 2018)