Roberto
Godofredo Cristophersen Arlt (1900-1942) nació en Buenos Aires el 26 de abril de
1900, hijo de Karl Arlt, prusiano de Posen (hoy Poznan, en Polonia), y de
Ekatherine Iobstraibitzer, natural de Trieste y de lengua italiana. El carácter
de su padre, un soplador de vidrio también capaz de confeccionar tarjetas
postales art nouveau, no facilitó su inserción en el hogar de la familia, que
abandonó en 1916. Aunque hasta esa fecha había asistido a varias escuelas,
aprendió sobre todo en las calles del barrio porteño de Flores, donde
transcurrió buena parte de su infancia y adolescencia. La necesidad lo haría
pintor de brocha gorda, ayudante en una librería, aprendiz de hojalatero, peón
en una fábrica de ladrillos y estudiante fracasado de la Escuela de Mecánica de
la Armada, por recordar algunas de las ocupaciones que llenaron sus días. Un
matasellos y una máquina de prensar ladrillos le dieron las primeras y tempranas
ocasiones de comprobar la escasa atención que iba a merecer su persistente
carrera de inventor, pasión que había de encontrar un eco notable en su obra
literaria.
En 1916 inició su trabajo de periodista, tarea con la que intentaría resolver
sus problemas económicos y que le permitió relacionarse con los círculos
literarios porteños. En esa fecha dio a conocer su primer cuento, «Jehová», con
el que comenzó una carrera de escritor que se consolidaría desde que en 1926 dio
a conocer El juguete rabioso, novela sobre un adolescente que se inicia como
delincuente y termina como traidor a los suyos. En un tiempo de aparente
prosperidad para el país, esa obra parecía hablar de la crisis de los proyectos
modernizadores del siglo XIX, que habían convertido a Buenos Aires en una
babélica ciudad de inmigrantes, moradores de inquilinatos y conventillos cuya
única realidad era la de las calles en que se desenvolvía su lucha por la vida.
Eran la cara oculta de una Argentina agitada por conflictos ideológicos y de
clase, amenazada por una crisis económica inminente, observada por los militares
que dominarían la escena política a partir de 1930. La excepcional lucidez de
Arlt haría de esta primera obra, interpretable como la voz de los postergados
por el sistema social vigente, el punto de partida de la novela argentina
contemporánea.
La valoración de
esas aportaciones se vio afectada durante mucho tiempo por las polémicas que
agitaron la vanguardia porteña de los años veinte. Su capítulo más recordado es
el de las diferencias reales o aparentes que enfrentaron a los grupos de Florida
y Boedo. Aunque mantuvo relaciones con los escritores adscritos al primero (por
algún tiempo fue secretario de Ricardo Güiraldes, a quien dedicó El juguete
rabioso, y colaboró en la revista Proa), Arlt no dejó de sufrir el desdén de los
martinfierristas, representantes de un arte minoritario y europeizado, jóvenes
cultos que parecían detentar los derechos a la tradición literaria y a la
renovación. Ese rechazo lo llevaría a ocultar sus lecturas y alardear de sus
deficiencias de estilo, despreciando a quienes escribían bien y eran
exclusivamente leídos por correctos miembros de su propia familia. En esa
tesitura, inevitablemente había de ser relacionado con el otro bando: con
quienes desde el barrio popular de Boedo defendían un arte comprometido con los
problemas del hombre, preferían el cuento y la novela a la poesía, y veían en la
literatura una posibilidad de contribuir a la transformación de la sociedad.
Pero tampoco era ése su lugar. Las empresas colectivas
no parecían interesarle, ni siquiera cuando iban encaminadas a mejorar las
condiciones de vida de los desheredados. Las razones de su acusado
individualismo pueden encontrarse en sus experiencias personales, que
determinaron en alguna medida la visión negativa de la institución familiar y de
la mujer que ofrecen sus personajes, su temor de la miseria, la fascinación ante
quienes mostraran poseer la fortaleza necesaria para sobrevivir solos en un
medio social hostil. El juguete rabioso se alimentaba en buena medida de ese
material autobiográfico, y descubría vidas difíciles en un Buenos Aires hasta
entonces prácticamente ignorado. Las novelas Los siete locos (1929) y Los
lanzallamas (1931) ampliaron después esa indagación con un tratamiento alegórico
que la convertía en una reflexión sobre la sociedad argentina e incluso sobre la
condición humana. Los apodos simbólicos de algunos miembros de una sociedad
secreta, financiada mediante la explotación de los prostíbulos y destinada a
provocar una conflagración universal, son el indicio más evidente de la
condición expresionista de esos relatos, que convierten la realidad en una
fantasmagoría donde se dibujan con nitidez los perfiles de un mundo que se
desmorona. La voz burlona o cínica del narrador se encarga de parodiar ese drama
hasta convertirlo en una mascarada, desde la perspectiva de quien conoce la
falsedad de los valores, la inutilidad de los esfuerzos, lo insensato de las
ilusiones, el fracaso inevitable de los proyectos y lo terrible del fin. De
paso, es posible percibir las consecuencias de una modernidad tecnológica tan
fascinante como amenazadora, de unas prácticas revolucionarias tan
esperanzadoras como grotescas, de la alineación social y psicológica que padece
el hombre contemporáneo. La única salida (falsa también) se concreta en la
transgresión, en la degradación que permite una absurda apariencia de ser, en la
perversidad que al menos permite la certeza de existir en el mal. En El amor
brujo (1932), sin duda su novela menos comentada, Arlt insistiría aún en la
presentación de personajes obsesionados por la felicidad y a los que la fantasía
permite evadirse de una existencia gris.
La factura realista
fue la dominante en los nueve relatos reunidos en el volumen El jorobadito
(1933), próximos a las inquietudes características de las novelas citadas. Eso
no impidió que algunos mostraran una proclividad hacia lo fantástico que había
de acentuarse progresivamente. Aparentemente ajena a la literatura argentina, la
obra de Arlt encontraría en esa dimensión la posibilidad de afirmarse en una
tradición que en el Río de la Plata contaba ya con notables manifestaciones de
ese signo. Arlt insistió en ella tras visitar España y Marruecos en los últimos
meses de 1935 y los primeros de 1936. Fruto de ese viaje fueron los cuentos que
en 1941 reunió en El criador de gorilas: aunque también estaban presentes el
África negra y algunos escenarios asiáticos de cultura islámica, las referencias
geográficas remitían sobre todo a Marruecos, con preferencia por Tánger, cuyo
estatuto internacional favorecía la actividad de los Servicios Secretos de
distintas potencias, y por los territorios entonces sometidos al control de
España. Allí fue donde Arlt se sintió fascinado por un mundo seductor y
repulsivo, conjunción violenta de medioevo y modernidad, fiesta de colorido
determinada por la diversidad de los tipos humanos, primitivos y refinados,
generosos y crueles. Crímenes, venganzas, pasiones y otros ingredientes daban a
las historias una atmósfera oriental, cuyo encanto resultaba corregido por el
cinismo que una vez más solía caracterizar a los narradores, y que daba una
dimensión paródica a la pretensión moralizadora o ejemplar que adoptaban en
ocasiones. También afectaba a la crítica social (del fanatismo, del abuso de
poder, de la avaricia) que permitían deducir
26 de abril, aniversario del
nacimiento de Roberto Arlt. Producción Agencia Télam
Los relatos de El
criador de gorilas alejaban a Arlt del ámbito de Buenos Aires, y parecían
también ajenos a las preocupaciones metafísicas que antes eran ingrediente
fundamental en las complicadas psicologías de sus personajes. Con ese nuevo
espíritu guarda relación Un viaje terrible, una «nouvelle» derivada de la
estancia del escritor en Chile, en 1940, y publicada cuando regresó a Argentina
en 1941. Aquella experiencia le permitiría imaginar un viaje hacia Panamá
iniciado en el puerto de Antofagasta, y que estuvo a punto de concluir
trágicamente para el narrador cuando el barco navegaba frente a la costa del
norte de Perú. El relato reitera intereses manifiestos en la vida y en la
literatura de Arlt. Ya en 1920, en su breve ensayo «Las ciencias ocultas en la
ciudad de Buenos Aires», había mostrado esa mezcla de fascinación y sarcasmo con
que se refería ahora a las artes adivinatorias o a la carta astral que parecían
determinar los destinos de sus estrafalarios personajes. También se encuentran
ecos de sus inquietudes científicas del momento, ocupado como estaba en llevar a
buen término el proceso de gomificación de las medias de señora del que esperaba
la fama y la riqueza. La voz divertida y sarcástica del narrador, que ha
emprendido esa «Travesía del Terror» forzado por sus últimas estafas, da un tono
de farsa a la aventura y a sus protagonistas, cuyos deméritos y fracasos no
entrañan concesión alguna al patetismo.
Un viaje terrible
confirma la impresión de que Arlt optaba por indagar en territorios de
imaginación que a veces parecían rondar la literatura fantástica. Curiosamente,
estos relatos que completan su obra narrativa recuerdan sus principios:
responden a los gustos declarados en El juguete rabioso por Silvio Astier,
cuando a la edad de catorce años se abandonaba a los deleites de la literatura
bandoleresca y anhelaba inmortalizarse como un delincuente de alta escuela.
Quizá las creaciones de Arlt pueden verse como una búsqueda de salida o de
sublimación personal por medio de los sueños o la literatura, o eso es lo que
indica su producción teatral, también relevante. Si se deja al margen el
fragmento de Los siete locos que el Teatro del Pueblo escenificó en 1932 con el
título de El humillado, esa producción se inicia con 300 millones, obra
representada en julio de ese mismo año por el conjunto de Leónidas Barletta.
Arlt abordaba allí el análisis de las razones que llevan a una muchacha a
suicidarse, y para ello recurría a la concreción teatral de las fantasías que la
habían ayudado a sobrevivir por algún tiempo: en escena aparecen Rocambole, la
Reina Bizantina, el Galán, el Demonio o la Muerte, creando un clima de farsa
ajeno a cualquier pretensión realista y emparentable con la factura
expresionista que sus narraciones alguna vez habían conseguido. Por otra parte,
esa corporización de los sueños permitía entrever la capacidad de las ficciones
para subsistir
por sí mismas. Saverio el cruel y El fabricante de fantasmas, piezas estrenadas
en 1836, le permitirían mostrar con precisión las relaciones entre esos
fantasmas y la creación literaria. Si 300 millones hablaba de la imaginación
como una posibilidad de supervivencia, sublimando las frustraciones de una
existencia mediocre, El fabricante de fantasmas dio vida a los que atormentaban
a un dramaturgo, ahora hasta llevarlo al suicidio. Como esos fantasmas eran a la
vez el fruto de la imaginación y de los remordimientos de un escritor, la
literatura se mostraba capaz de revelar las dimensiones profundas de la
personalidad, a la vez que el juego entre la imaginación y la realidad convertía
al autor y a sus personajes en una sucesión de máscaras sin identidad precisa.
En esa idea insistiría Saverio el cruel, apelando al recurso pirandelliano del
teatro dentro del teatro para conjugar una broma canallesca con la reflexión
sobre la farsa de las relaciones y las ilusiones humanas y el análisis de los
mecanismos del poder, hasta dar al conjunto una dimensión trágica.
Arlt estrenó La isla desierta en 1937, África en 1938, y La fiesta del hierro en
1940. A esas obras hay que sumar Prueba de amor, «boceto teatral irrepresentable
ante personas honestas» que se editó en 1932, las «burlerías» La juerga de los
polichinelas y Un hombre sensible publicadas en 1934, y El desierto entra en la
ciudad, una farsa dramática que Arlt concluyó poco antes de morir en Buenos
Aires, el 26 de julio de 1942. De esas obras, que dan a su autor un lugar de
notable relieve en la vanguardia teatral argentina, merece especial atención
África, cuyos cinco actos van precedidos de un exordio en el que Baba el Ciego,
un «jefe de conversación», declara su intención de narrar las historias que
luego conforman la obra. África se propone así como una ficción dramática que a
su vez genera otras, y afirma su relación con la práctica oral del relato que
Arlt había observado en el norte de África y que también inspiró los cuentos de
El criador de gorilas.
Arlt había escrito para el diario El Mundo, donde empezó a trabajar en 1928, las
Aguafuertes porteñas que reunió parcialmente en un volumen publicado con ese
título en 1933. El mismo periódico lo envió a España y Marruecos en 1935-1936, y
antes y después a Uruguay y Brasil, en 1930, y a Chile, en 1940. Entre las
crónicas de viaje escritas a raíz de esas experiencias, sobresale la selección y
publicación en 1936 de sus Aguafuertes españolas (1ª parte. Impresiones), además
de los artículos en que dejó constancia de los rudos trabajos de las campesinas
marroquíes, de su visión crítica de determinadas costumbres árabes, y de la
fascinación que también llevaría a sus relatos y a su teatro. Las aguafuertes de
El Mundo constituyen la parte de mayor interés literario en una producción
periodística que incluyó también las notas redactadas en 1926 para la revista
Don Goyo, así como las crónicas policiales escritas en 1927 y 1928 para el
diario Crítica. Esa producción permite comprobar la gran capacidad de su autor
para adentrarse en los problemas sociales y políticos de su tiempo, y para
exponerlos con imaginación y rigor: no sólo los que afectaron a la Argentina de
su época, sino también los que pudo observar en los países por los que viajó y
los que determinaban la atmósfera internacional cada vez más enrarecida que
llevó a la segunda guerra mundial.
Texto de Teodosio Fernández (Universidad Autónoma de Madrid). Ilustración:
El Tomi.
Nota: La obra de
Roberto Arlt es de dominio público en los países donde la duración es de 70 años
después de la muerte del autor.
¿Arlt? Fue el modernizador literario por 1930 y más; era un lunfa.
José Gobello
Ilustración Andrés Cascioli.
El escritor Roberto Arlt, que viviera entre 1900 y 1943, inicialmente sería
reconocido por el gran público por sus 'Aguafuertes Porteñas' que publicara
durante años en el diario El Mundo de Buenos Aires, desde la década del treinta
hasta su muerte en 1943, aunque su trayectoria fuera ya considerada revulsiva y
novedosa desde el años 1926 por su primera novela 'El Juguete Rabioso' y más
tarde 'Los siete Locos'. Su obra más reconocida y polémica por su tratamiento
narrativo desenfadado y considerado desprolijo entonces por la crítica aún
teñida de prejuicio al tratamiento que Arlt instituyera
con sus 'desprolijidades'. Que con frecuencia y al delinear una situación o
personaje, derivaba en la misma parrafada de lo ficcional a lo ensayístico o lo
periodístico a un cierre literario, sin previo aviso. Una 'desprolijidad' que
sin vuelta y gracias a él, resultaría la modernización de la narrativa de los
argentinos que sin rebuscamientos, de la producción de Arlt en adelante sería
diferente. Y en las instancias históricas donde el Arlt escritor exhibe sus
variados personajes suceden a fin de los años veinte en un contexto de fermentos
sociales novedosos; incipiente nazismo, fascismo y otras sordas luchas de
dominación nada desatendibles en nuestros pagos.
Este escritor que naciera en el barrio de Flores, en Buenos Aires, perteneció a
una familia donde se hablaba 'y pensaba' en alemán, y él recordaría que al menor
desajuste de conducta su padre le decía 'mañana te voy a castigar', promesa de
cargado sadismo que su padre siempre cumplía y luego incidencia que Arlt
recrearía por 1926 en su primera novela 'El juguete rabioso' y luego rozaría
como periodista en el diario El Mundo, donde editaría sus famosas 'Aguafuertes
Porteños'. Aquella masiva y recordable columna entre los lectores de mayor
exigencia que también frecuentaban el ambiente teatral independiente de Buenos
Aires, como lo era entonces el Teatro del Pueblo dirigido por Leónidas Barletta.
Ambito pródigo en representaciones de corte literario que abordaban desde la
alienación ciudadana a la humillación humana más escondida, que el mismo Arlt
solía detallar con la reiteración o el desdoblamiento escénico en sus escritos.
Y a pesar de algún fortuito fracaso en el circuito comercial, después de su
muerte en 1942, dos de sus obras 'Saverio el cruel' y 'Trescientos millones',
recibirían un redoblado reconocimiento no sólo del ambiente teatral sino de gran
parte del ámbito cultural; y su autor Arlt pasaría a ser estimado ya no como un
precursor del teatro social argentino, sino también y además según fuera el
recordable comentarista de alguna moda posterior, como el 'existencialismo', por
ejemplo. Y más bien por esas cosas que se creyeron apartadas de su respiración
porteña en cada uno de sus renglones, no es temerario decir que Roberto Arlt en
su extensa obra no representó la imagen triunfalista de lo 'argentino', que por
décadas asumieran las figuras más nombradas de 'nuestra la literatura nacional',
signadas por los atávicos suplementos literarios del día domingo en Argentina.
¡Pero bué, son esas cosas…
Eduardo Romano - Literatura y
cultura popular en la infame década de 1930 -
Tramas - Oscar Bosetti
Arlt y el
Lunfardo
Por lo dicho y para bien valorar su calidad narrativa, -con frecuencia
descalificada por escasa lectura- bastaría releer el copete de cualquier
capítulo de 'Los siete Locos', donde en dos o tres líneas Arlt ubica situación,
clima y personajes sin repetir una palabra. Y a esa aplicación natural de su
condición periodística, a eso mismo él le sumaría certeza en cada descripción de
sus tipos de Buenos Aires, con su manejo coloquial de las voces lunfardas que
por bien asumirlas, sabía ubicarlas con propiedad y sin el rebuscamiento de un
reciénvenido. En cuanto para él como aconteciera con los
en verdad serios conocedores, -con José Gobello al frente y toda la Academia
Porteña del Lunfardo y ya lejos de ser el idioma del delito- el lunfardo dejaría
de ser una caprichosa recolección de 'términos-acertijos', y ser en sí mismo
además de un recurso, con la inflexión y clima propios al habla coloquial de los
argentinos. Que usado con el sobre abundamiento habitual entre los
'reciénvenidos' al juego suele empobrecer todo con una frase…
Y este rumbo vale recordar el breve libro 'El Informe de Brodie' de Jorge Luis
Borges, sorpresivamente publicado en 1970 y Arlt había muerto en 1943, y
tardìamente 'el gran contradictor' sentenciaría que Roberto Arlt desconocía el
'lunfardo', - 'ese código entre dos para que no se entere un tercero'- decimos
nosotros. Y sin previo aviso y mucho tiempo antes, Arlt le había respondido a
Borges sin nombrarlo con un texto muy extenso que abreviaremos: 'Last Reason,
Félix Lima, Fray Mocho y otros influyeron mucho más en nuestro idioma que todos
los macaneos filológicos y gramaticales de esa pandilla polvorienta y
malhumorada de los Académicos y ratones de biblioteca, que lo único que hacen es
revolver archivos y escribir memorias que nadie se ocupa en leer porque tan
aburridas son. Porque este fenómeno de la 'lunfardía' nos demuestra hasta la
saciedad lo absurdo que es pretender enchalecar en una gramática
canónica las ideas siempre cambiantes y nuevas de los pueblos'. Eso ya justifica
reproducir algunos de su textos: en 'El juguete rabioso' su primer libro, dice
algunas frases: 'rajemos, la cana. Es demasiado cerca y la yuta tiene olfato'.
'Y me hice el que esperaba el bondi'. 'Sabés, lo amuré al turco Salomón'. 'Minga
de alegrías, minga de fiestas; esto ya esgunfia'. Y por ahí alguien canta en un
patio 'tengo un bulín más shofica que da las once antes de hora, y que yo se lo
alquilé para que afile ella sola'. Esto bien valdría para acallar no solamente a
Borges, más en 'Los siete locos' Haffner, el rufián melancólico le dice a
Erdosaín: 'el mundo está lleno de turros y de infelices. Entonces me háre
cafishio. Es una merza de ladrones, que le dicen su sus mujeres 'a tal fioca no
debés saludarlo' o 'la yiranta desprecia a la jermu del prostíbulo'. Y el
boticario Ergueta cuando Erdosain le pide dinero le contesta '¿Vos te crées que
porque yo leo la Biblia soy un otario?'. Y este mismo personaje, Ergueta, en
'Los lanzallamas' despacha su sermón célebre y resonante: '¿Saben a qué vino
Jesús a la tierra? A salvar a los turros, a los chorros, a los fiocas. El vino
porque tuvo lástima de toda esa merza que perdía su alma entre copetín y
copetín. ¿Saben ustedes quien era el profeta Pablo? Un tira, un perro, como los
de Orden Social. Y yo les hablo en este idioma canero porque me gusta como
chamuyan los pobres, los humildes, los que yugan. A Jesús también le daban
lástima las reos. ¿Quién era Magdalena? Una yiranta, nada más. ¿Pero que
importan las palabras, lo que interesa es el contenido, el alma triste de las
palabras, reos'. Una categórica impresión que conlleva además de la expresión de
un personaje literario, una clara definición que el escriba impusiera en el
texto sobre su propio lenguajes, y al fin lo resumiera sin alargamientos
innecesarios, como frecuentes y tentadores.
Roberto Arlt por ser uno de los grandes sigue vigente según un infaltable
referente de nuestra literatura. En verdad y acaso gracias a su 'desprolijidad'
él se convertiría en el gran modernizador de los hábitos narrativos y acaso el
escritor de ficción más leído entre nosotros. Que por ahora, es apenas eso.
(Dic, 1013).
Yo siempre que me ocupo de cartas de lectores, suelo admitir que se me hacen
algunos elogios. Pues bien, hoy he recibido una carta en la que no se me elogia.
Su autora, que debe ser una respetable anciana, me dice:
"Usted era muy pibe cuando yo conocía a sus padres, y ya sé quién es usted a
través de su Arlt".
Es decir, que supone que yo no soy Roberto Arlt. Cosa que me está alarmando, o
haciendo pensar en la necesidad de buscar un pseudónimo, pues ya el otro día
recibí una carta de un lector de Martínez, que me preguntaba:
"Dígame, ¿usted no es el señor
Roberto Giusti, el concejal del Partido Socialista Independiente?"
Ahora bien, con el debido respeto por el concejal independiente, manifiesto que
no; que yo no soy ni puedo ser Roberto Giusti, a lo más soy su tocayo, y más
aún: si yo fuera concejal de un partido, de ningún modo escribiría notas, sino
que me dedicaría a dormir truculentas siestas y a "acomodarme" con todos los que
tuvieran necesidad de un voto para hacer aprobar una ordenanza que les diera
millones.
Y otras personas también ya me han preguntado: "¿Dígame, ese Arlt no es
pseudónimo?".
Y ustedes comprenden que no es cosa agradable andar demostrándole a la gente que
una vocal y tres consonantes pueden ser un apellido.
Yo no tengo la culpa que un señor ancestral, nacido vaya a saber en qué remota
aldea de Germanía o Prusia, se llamara Arlt. No, yo no tengo la culpa.
Tampoco puedo argüir que soy pariente de William Hart, como me preguntaba una
lectora que le daba por la fotogenia y sus astros; mas tampoco me agrada que le
pongan sambenitos a mi apellido, y le anden buscando tres pies. ¿No es, acaso,
un apellido elegante, sustancioso, digno de un conde o de un barón? ¿No es un
apellido digno de figurar en chapita de bronce en una locomotora o en una de
esas máquinas raras, que ostentan el agregado de "Máquina polifacética de Arlt"?
Bien: me agradaría a mí llamarme
Ramón González o Justo Pérez. Nadie dudaría, entonces, de mi origen humano. Y no
me preguntarían si soy Roberto Giusti, o ninguna lectora me escribiría, con
mefistofélica sonrisa de máquina de escribir: "Ya sé quién es usted a través de
su Arlt". Ya en la escuela, donde para dicha mía me expulsaban a cada momento,
mi apellido comenzaba por darle dolor de cabeza a las directoras y maestras.
Cuando mi madre me llevaba a inscribir a un grado, la directora, torciendo la
nariz, levantaba la cabeza, y decía:
-¿Cómo se escribe "eso"?
Mi madre, sin indignarse, volvía a dictar mi apellido. Entonces la directora,
humanizándose, pues se encontraba ante un enigma, exclamaba:
-¡Qué apellido más raro! ¿De qué país es? -Alemán.
Cena con motivo del primer aniversario de la inauguración
de los talleres gráficos de la Editorial Claridad, en la calle San José de la
ciudad de Buenos Aires (1925). En la fila de los sentados, el primero de la
izquierda es el editor Antonio Zamora; el tercero de la izquierda, Roberto Arlt;
y el último,
Elías Castelnuovo.
-¡Ah! Muy bien, muy bien. Yo soy
gran admiradora del kaiser -agregaba la señorita. (¿Por qué todas las directoras
serán "señoritas"?) En el grado comenzaba nuevamente el vía crucis. El maestro,
examinándome, de mal talante, al llegar en la lista a mi nombre, decía: -Oiga
usted, ¿cómo se pronuncia "eso"? ("Eso" era mi apellido.) Entonces, satisfecho
de ponerlo en un apuro al pedagogo, le dictaba:
-Arlt, cargando la voz en la ele.
Y mi apellido, una vez aprendido, tuvo la virtud de quedarse en la memoria de
todos los que lo pronunciaron, porque no ocurría barbaridad en el grado que
inmediatamente no dijera el maestro:
-Debe ser Arlt.
Como ven ustedes, le había gustado el apellido y su musicalidad.
Y a consecuencia de la musicalidad y poesía de mi apellido, me echaban de los
grados con una frecuencia alarmante. Y si mi madre iba a reclamar, antes de
hablar, el director le decía:
-Usted es la madre de Arlt. No; no señora. Su chico es insoportable.
Y yo no era insoportable. Lo juro. El insoportable era el apellido. Y a
consecuencia de él, mi progenitor me zurró numerosas veces la badana.
Está escrito en la Cábala: "Tanto es arriba como abajo". Y yo creo que los
cabalistas tuvieron razón. Tanto es antes como ahora. Y los líos que suscitaba
mi apellido, cuando yo era un párvulo angelical, se producen ahora que tengo
barbas y "veintiocho septiembres", como dice la que sabe quién soy yo "a través
de su Arlt".
Y a mí, me revienta esto.
Me revienta porque tengo el mal gusto de estar encantadísimo con ser Roberto
Arlt. Cierto es que preferiría llamarme Pierpont Morgan o Henry Ford o Edison o
cualquier otro "eso", de esos; pero en la material imposibilidad de
transformarme a mi gusto, opto por acostumbrarme a mi apellido y cavilar, a
veces, quién fue el primer Arlt de una aldea de Germanía o de Prusia, y me digo:
¡Qué barbaridad habrá hecho ese antepasado ancestral para que lo llamaran Arlt!
O, ¿quién fue el ciudadano, burgomaestre, alcalde o portaestandarte de una
corporación burguesa, que se le ocurrió designarlo con estas inexpresivas cuatro
letras a un señor que debía gastar barbas hasta la cintura y un rostro surcado
de arrugas gruesas como culebras?
Mas en la imposibilidad de aclarar estos misterios, he acabado por resignarme y
aceptar que yo soy Arlt, de aquí hasta que me muera; cosa desagradable, pero
irremediable. Y siendo Arlt no puedo ser Roberto Giusti, como me preguntaba un
lector de Martínez, ni tampoco un anciano, como supone la simpática lectora que
a los veinte años conoció a mis padres, cuando yo "era muy pibe". Esto me tienta
a decirle: "Dios le dé cien años más, señora; pero yo no soy el que usted
supone".
En cuanto a llamarme así, insisto: Yo no tengo la culpa.
CAUSA Y SINRAZON DE LOS CELOS
Hay buenos muchachitos, con
metejones de primera agua, que le amargan la vida a sus respectivas novias
promoviendo tempestades de celos, que son realmente tormentas en vasos de agua,
con lluvias de lágrimas y truenos de recriminaciones.
Generalmente las mujeres son menos celosas que los hombres. Y si son
inteligentes, aun cuando sean celosas, se cuidan muy bien de descubrir tal
sentimiento, porque saben que la exposición de semejante debilidad las entrega
atadas de pies y manos al fulano que les sorbió el seso. De cualquier manera; el
sentimiento de los celos es digno de estudio, no por los disgustos que provoca,
sino por lo que revela en cuanto a psicología individual.
Puede establecerse esta regla:
Cuanto menos mujeres ha tratado un individuo, más celoso es.
La novedad del sentimiento amoroso conturba, casi asusta, y trastorna la vida de
un individuo poco acostumbrado a tales descargas y cargas de emoción. La mujer
llega a constituir para este sujeto un fenómeno divino, exclusivo. Se imagina
que la suma de felicidad que ella suscita en él, puede proporcionársela a otro
hombre; y entonces Fulano se toma la cabeza, espantado al pensar que toda "su"
felicidad, está depositada en esa mujer, igual que en un banco. Ahora bien, en
tiempos de crisis, ustedes saben perfectamente que los señores y señoras que
tienen depósitos en instituciones bancarias, se precipitan a retirar sus
depósitos, poseídos de la locura del pánico. Algo igual ocurre en el celoso. Con
la diferencia que él piensa que si su "banco" quiebra, no podrá depositar su
felicidad ya en ninguna parte. Siempre ocurre esta catástrofe mental con los
pequeños financieros sin cancha y los pequeños enamorados sin experiencia.
Frecuentemente, también, el hombre es celoso de la mujer cuyo mecanismo
psicológico no conoce. Ahora bien: para conocer el mecanismo psicológico de la
mujer, hay que tratar a muchas, y no elegir precisamente a las ingenuas para
enamorarse, sino a las "vivas", las astutas y las desvergonzadas, porque ellas
son fuente de enseñanzas maravillosas para un hombre sin experiencia, y le
enseñan (involuntariamente, por supuesto) los mil resortes y engranajes de que
"puede" componerse el alma femenina. (Conste que digo "de que puede componerse",
no de que se compone.)
Los pequeños enamorados, como los pequeños financistas, tienen en su capital de
amor una sensibilidad tan prodigiosa, que hay mujeres que se desesperan de
encontrarse frente a un hombre a quien quieren, pero que les atormenta la vida
con sus estupideces infundadas.
Los celos constituyen un sentimiento inferior, bajuno. El hombre, cela casi
siempre a la mujer que no conoce, que no ha estudiado, y que casi siempre es
superior intelectualmente a él. En síntesis, el celo es la envidia al revés.
Lo más grave en la demostración de
los celos es que el individuo, involuntariamente, se pone a merced de la mujer.
La mujer en ese caso, puede hacer de él lo que se le antoja. Lo maneja a su
voluntad. El celo (miedo de que ella lo abandone o prefiera a otro) pone de
manifiesto la débil naturaleza del celoso, su pasión extrema, y su falta de
discernimiento. Y un hombre inteligente, jamás le demuestra celos a una mujer,
ni cuando es celoso. Se guarda prudentemente sus sentimientos; y ese acto de
voluntad repetido continuamente en las relaciones con el ser que ama, termina
por colocarle en un plano superior al de ella, hasta que al llegar a determinado
punto de control interior, el individuo "llega a saber que puede prescindir de
esa mujer el día que ella no proceda con él como es debido".
A su vez la mujer, que es sagaz e intuitiva, termina por darse cuenta de que con
una naturaleza tan sólidamente plantada no se puede jugar, y entonces las
relaciones entre ambos sexos se desarrollan con una normalidad que raras veces
deja algo que desear, o terminan para mejor tranquilidad de ambos.
Claro está que para saber ocultar diestramente los sentimientos subterráneos que
nos sacuden, es menester un entrenamiento largo, una educación de práctica de la
voluntad. Esta educación "práctica de la voluntad" es frecuentísima entre las
mujeres. Todos los días nos encontramos con muchachas que han educado su
voluntad y sus intereses de tal manera que envejecen a la espera de marido, en
celibato rigurosamente mantenido. Se dicen: "Algún día llegará". Y en algunos
casos llega, efectivamente, el individuo que se las llevará contento y bailando
para el Registro Civil, que debía denominarse "Registro de la Propiedad
Femenina".
Sólo las mujeres muy ignorantes y muy brutas son celosas. El resto, clase media,
superior, por excepción alberga semejante sentimiento. Durante el noviazgo
muchas mujeres aparentan ser celosas; algunas también lo son, efectivamente.
Pero en aquellas que aparentan celos, descubrimos que el celo es un sentimiento
cuya finalidad es demostrar amor intenso inexistente, hacia un_ bobalicón que
sólo cree en el amor cuando el amor va acompañado de celos. Ciertamente, hay
individuos que no creen en el afecto, si el cariño no va acompañado de
comedietas vulgares, como son, en realidad, las que constituyen los celos, pues
jamás resuelven nada serio.
Las señoras casadas, al cabo de media docena de años de matrimonio (algunas
antes), pierden por completo los celos. Algunas, cuando barruntan que los
esposos tienen aventurillas de géneros dudosos, dicen, en círculos de amigas:
-Los hombres son como los chicos grandes. Hay que dejar que se distraigan.
También una no los va a tener todo el día pegados a las faldas...
Y los "chicos grandes" se divierten. Más aún, se olvidan de que un día fueron
celosos...
Pero este es tema para otra oportunidad.
SOLILOQUIO
DEL SOLTERON
Me miro el dedo gordo del pie, y
gozo.
Gozo porque nadie me molesta. Igual que una tortuga, a la mañana, saco la cabeza
debajo la caparazón de mis colchas y me digo, sabrosamente, moviendo el dedo
gordo del pie:
-Nadie me molesta. Vivo solo, tranquilo y gordo como un archipreste glotón.
Mi camita es honesta, de una plaza y gracias. Podría usarla sin reparo ninguno
el Papa o el arzobispo.
A las ocho de la mañana entra a mi cuarto la patrona de la pensión, una señora
gorda, sosegada y maternal. Me da dos palmaditas en la espalda y me pone junto
al velador la taza de café con leche y pan con manteca. Mi patrona me respeta y
considera. Mi patrona tiene un loro que dice: "¡Ajuá! ¿Te fuiste? Que te vaya
bien", y el loro y la patrona me consuelan de que la vida sea ingrata para
otros, que tienen mujer y, además de mujer, una caterva de hijos.
Soy dulcemente egoísta y no me parece mal.
Trabajo lo indispensable para vivir, sin tener que gorrear a nadie, y soy
pacífico, tímido y solitario. No creo en los hombres, y menos en las mujeres,
mas esta convicción no me impide buscar a veces el trato de ellas, porque la
experiencia se afina en su roce, y además no hay mujer, por mala que sea, que no
nos haga indirectamente algún bien.
Me gustan las muchachitas que se ganan la vida. Son las únicas mujeres que
provocan en mí un respeto extraordinario, a pesar de que no siempre son un
encanto. Pero me gustan porque afirman un sentimiento de independencia, que es
el sentido interior que rige mi vida.
Más me gustan todavía las mujeres que no se pintan. Las que se lavan la cara, y
con el cabello húmedo, salen a la calle, causando una sensación de limpieza
interior y exterior que haría que uno, sin escrúpulos de ninguna clase, les
besara encantado los pies.
No me gustan los chicos, sino excepcionalmente. En todo chiquillo, casi siempre
se descubren fisonómicamente los rastros de las pillerías de los padres, de
manera que sólo me agradan a la distancia y cuando pienso artificialmente con el
pensamiento de los demás que coinciden en decir: "¡Qué chicos, son un encanto!",
aunque es mentira.
Me baño todos los días en invierno y verano. Tener el cuerpo limpio me parece
que es el comienzo de la higiene mental.
Creo en el amor cuando estoy triste, cuando estoy contento miro a ciertas
mujeres como si fueran mis hermanas, y me agradaría tener el poder de hacerlas
felices, aunque no se me oculta que tal pensamiento es un disparate, pues si es
imposible que un hombre haga feliz a una sola mujer, menos todavía a todas.
He tenido varias novias, y en ellas descubrí únicamente el interés de casarse,
cierto es que dijeron quererme, pero luego quisieron también a otros, lo cual
demuestra que la naturaleza humana es sumamente inestable, aunque sus actos
quieran inspirarse en sentimientos eternos. Y por eso no me casé con ninguna.
Personas que me conocen poco dicen que soy un cínico; en verdad, soy un hombre
tímido y tranquilo, que en vez de atenerse a las apariencias busca la verdad,
porque la verdad puede ser la única guía del vivir honrado.
Mucha gente ha tratado de convencerme de que formara un hogar; al final descubrí
que ellos serían muy felices si pudieran no tener hogar.
Soy servicial en la medida de lo posible y cuando mi egoísmo no se resiente
mucho, aunque me he dado cuenta que el alma de los hombres está constituida de
tal manera, que más pronto olvidan el bien que se les ha hecho que el mal que no
se les causó.
Como todos los seres. humanos he localizado muchas mezquindades en mí y más me
agradaría no tener ninguna, mas al final me he convencido que un hombre sin
defectos sería inaguantable, porque jamás le daría motivo a sus prójimos para
hablar mal de él, y lo único que nunca se le perdona a un hombre, es su
perfección.
Hay días que me despierto con un sentimiento de dulzura floreciendo en mi
corazón. Entonces me hago escrupulosamente el nudo de la corbata y salgo a la
calle, y miro amorosamente las curvas de las mujeres. Y doy las gracias a Dios
por haber fabricado un bicho tan lindo, que con su sola presencia nos enternece
los sentidos y nos hace olvidar todo lo que hemos aprendido a costa del dolor.
Si estoy de buen humor, compro un diario y me entero de lo que pasa en el mundo,
y siempre me convenzo de que es inútil que progrese la ciencia de los hombres si
continúan manteniendo duro y agrio su corazón como era el corazón de los seres
humanos hace mil años.
Al anochecer vuelvo a mi cuartujo de cenobita, y mientras espero que la
sirvienta -una chica muy bruta y muy irritable- ponga la mesa, "sotto voce"
canturreo Una furtiva lágrima, o sino Addio del passato o Bei giorni ridenti...
Y mi corazón se anega de una paz maravillosa, y no me arrepiento de haber
nacido.
No tengo parientes, y como respeto la belleza y detesto la descomposición, me he
inscripto en la sociedad de cremaciones para que el día que yo muera el fuego me
consuma y quede de mí, como único rastro de mi limpio paso sobre la tierra, unas
puras cenizas.
EL
ORIGEN DE ALGUNAS PALABRAS DE NUESTRO LEXICO POPULAR
Ilustración: El Tomi
Ensalzaré con esmero el benemérito "fiacún".
Yo, cronista meditabundo y aburrido, dedicaré todas mis energías a hacer el
elogio del "fiacún", a establecer el origen de la "fiaca", y a dejar
determinados de modo matemático y preciso los alcances del término. Los futuros
académicos argentinos me lo agradecerán, y yo habré tenido el placer de haberme
muerto sabiendo que trescientos sesenta y un años después me levantarán una
estatua.
No hay porteño, desde la Boca a Núñez, y desde Núñez a Corrales, que no haya
dicho alguna vez:
-Hoy estoy con "flaca".
O que se haya sentado en el escritorio de su oficina y mirando al jefe, no
dijera:
-¡Tengo una "fiaca"!
De ello deducirán seguramente mis asiduos y entusiastas lectores que la "fiaca"
expresa la intención de "tirarse a muerto", pero ello es un grave error.
Confundir la "fiaca" con el acto de tirarse a muerto es lo mismo que confundir
un asno con una cebra o un burro con un caballo. Exactamente lo mismo.
Y sin embargo a primera vista parece 'que no. Pero es así. Sí, señores, es así.
Y lo probaré amplia y rotundamente, de tal modo que no quedará duda alguna
respecto a mis profundos conocimientos de filología lunfarda.
Y no quedarán, porque esta palabra es auténticamente genovesa, es decir, una
expresión corriente en el dialecto de la ciudad que tanto detestó el señor Dante
Alighieri.
La "fiaca" en el dialecto genovés expresa esto: "Desgano físico originado por la
falta de alimentación momentánea". Deseo de no hacer nada. Languidez. Sopor.
Ganas de acostarse en una hamaca paraguaya durante un siglo. Deseos de dormir
como los durmientes de Efeso durante ciento y pico de años.
Sí, todas estas tentaciones son las que expresa la palabreja mencionada. Y
algunas más.
Comunicábame un distinguido erudito en estas materias, que los genoveses de la
Boca cuando observaban que un párvulo bostezaba, decían: "Tiene la 'fiaca'
encima, tiene". Y de inmediato le recomendaban que comiera, que se alimentara.
En la actualidad el gremio de almaceneros está compuesto en su mayoría por
comerciantes ibéricos, pero hace quince y veinte años, la profesión de
almacenero en Corrales, la Boca, Barracas, era desempeñada por italianos y casi
todos ellos oriundos de Génova. En los mercados se observaba el mismo fenómeno.
Todos los puesteros, carniceros, verduleros y otros mercaderes provenían de la
"bella Italia" y sus dependientes eran muchachos argentinos, pero hijos de
italianos. Y el término trascendió. Cruzó la tierra nativa, es decir, la Boca, y
fue desparramándose con los repartos por todos los barrios. Lo mismo sucedió con
la palabra "manyar" que es la derivación de la perfectamente italiana "mangiar
la lollia", o sea "darse cuenta".
Curioso es el fenómeno pero auténtico. Tan auténtico que más tarde prosperó este
otro término que vale un Perú, y es el siguiente: "Hacer el rosto".
¿A que no se imaginan ustedes lo que quiere decir "hacer el rosto"? Pues hacer
el rosto, en genovés, expresa preparar la salsa con que se condimentarán los
tallarines. Nuestros ladrones la han adoptado, y la aplican cuando después de
cometer un robo hablan de algo que quedó afuera de la venta por sus condiciones
inmejorables. Eso, lo que no pueden vender o utilizar momentáneamente, se llama
el "rosto", es decir, la salsa, que equivale a manifestar: lo mejor para
después, para cuando haya pasado el peligro.
Volvamos con esmero al benemérito "fiacún".
Establecido el valor del término, pasaremos a estudiar el sujeto a quien se
aplica. Ustedes recordarán haber visto, y sobre todo cuando eran muchachos, a
esos robustos ganapanes de quince años, dos metros de altura, cara colorada como
una manzana reineta, pantalones que dejaban descubierta una media tricolor, y
medio zonzos y brutos.
Esos muchachos eran los que en todo juego intervenían para amargar la fiesta,
hasta que un "chico", algún pibe bravo, los sopapeaba de lo lindo eliminándoles
de la función. Bueno, esos grandotes que no hacían nada, que siempre cruzaban la
calle mordiendo un pan y con un gesto huido, estos "largos" que se pasaban la
mañana sentados en una esquina. o en el umbral del despacho de bebidas de un
almacén, fueron los primitivos "fiacunes". A ellos se aplicó con singular
acierto el término.
Pero la fuerza de la costumbre lo hizo correr, y en pocos años el "fiacún" dejó
de ser el muchacho grandote que termina por trabajar de carrero, para entrar
como calificativo de la situación de todo individuo que se siente con pereza.
Y, hoy, el "fiacún" es el hombre que momentáneamente no tiene ganas de trabajar.
La palabra no encuadra una actitud definitiva como la de "squenun", sino que
tiene una proyección transitoria, y relacionada con este otro acto. En toda
oficina pública o privada, donde hay gente respetuosa de nuestro idioma, y un
empleado ve que su compañero bosteza, inmediatamente le pregunta:
-¿Estás con "fiaca"?
Aclaración. No debe confundirse este término con el de "tirarse a muerto", pues
tirarse a muerto supone premeditación de no hacer algo, mientras que la "fiaca"
excluye toda premeditación, elemento constituyente de la alevosía según los
juristas. De modo que el "fiacún" al negarse a trabajar no obra con
premeditación, sino instintivamente, lo cual lo hace digno de todo respeto.
Aguafuertes Porteñas, de Roberto Arlt
Por Mario Goloboff
Heredero no siempre involuntario del español Mariano José de Larra, y de
nuestros Fray Mocho y Roberto J. Payró, Roberto Arlt traza un cuadro de
costumbres, de trabajos, de hábitos, de defectos y de psicologías que convierte
sus textos en testimonios imprescindibles para quien quiera adentrarse en la
Buenos Aires que tuvimos hacia los 30-40, la ciudad que precedió al peronismo.
Ellos no sólo representan las pinceladas de un impecable dibujo ciudadano; son,
también (y no es poco), el generoso borrador de sus grandes obras: allí están,
en ciernes, los tipos, las cataduras, los conflictos, y hasta los delirios y los
fantasmas de uno de los escritores más importantes del siglo XX. Allí están los
pibes, los trabajos de la adolescencia y los pequeños malandrines de El juguete
rabioso (una de las primeras novelas de la ciudad latinoamericana), allí los
alucinados de la gran obra Los siete locos-Los lanzallamas, los raros y deformes
de los cuentos de El jorobadito, las mujeres, los dobles, las fantasías y las
audacias de sus novedosas piezas teatrales (Saverio el cruel, El fabricante de
fantasmas, La isla desierta, y tantas otras).
Entrado el año ’28, Roberto Arlt abandonó el mítico diario Crítica, donde había
trabajado fundamentalmente como cronista policial, e ingresó al diario El Mundo,
por iniciativa de su director, don Alberto Gerchunoff. Comenzó allí una
prolífica y enriquecedora tarea que cumpliría con el entusiasmo y la energía
literaria que siempre lo impulsaron, y durante varios años (años que constituyen
una verdadera bisagra en la historia argentina) publicó unas mil quinientas
estampas de la ciudad que tanto lo conmovía. Con un humor agudo y muchas veces
ácido, hiriente, examinó los caracteres ciudadanos, los radiografió, los
desnudó; fue componiendo un fresco de idiosincrasias, picardías, maldades y
bondades populares, donde cada uno hablaba su lenguaje, y la ciudad, poco a
poco, pero tenaz y abarcadoramente, se extrovertía.
Por las “Aguafuertes” de Arlt se pasea la mirada descriptiva (“Molinos de viento
en Flores”, “Amor en el Parque Rivadavia”, “El espíritu de la calle Corrientes
no cambiará con el ensanche”), la nota costumbrista (“Taller de compostura de
muñecas”, “Los tomadores de sol en el Botánico”, “Persianas metálicas y chapas
de doctor”), la crítica social (“Aristocracia de barrio”, “Padres negreros”,
“Hospital Rawson”, “Por fin un hospital limpio”) y, como no podía ser menos en
alguien para quien la literatura fue su pasión y su sino, la reflexión
lingüística y literaria (“El origen de algunas palabras de nuestro léxico
popular”, “El idioma de los argentinos”, “La inutilidad de los libros”, “Hacen
falta libros baratos”).
Siendo el fundador de la novela urbana en el Río de la Plata, y el audaz
defensor de una lengua literaria sin solemnidades ni acartonamientos, encuentra
al “squenum” en Donato Alvarez y Rivadavia, en Boedo, en Triunvirato y Canning;
al “fiacún” desde la Boca a Núñez; al “turco que juega y sueña” en Junín y
Sarmiento o en Cuenca y Gaona, y al que “se tira a muerto” en cualquier “feca”
de Flores o en “Ambos Mundos”, allí donde están alrededor de la misma mesa,
“jugando a los naipes o al dominó, volteando dados o una moneda”, el negro
Cipriano, Guillermito el Ladrón, Uña de Oro, el Relojero y el Pibe Repollo.
¿Existe? ¿Existió, en algún lugar y en algún tiempo, esa ciudad? O, acaso,
caminada una y otra vez por todos los barrios, es más que nada la nostalgia de
un espacio celeste donde Erdosain, el Astrólogo, el Rufián Melancólico e
Hipólita juegan su farsa contra un orden social y un orden moral, lanzándoles
dolorosas llamas de renovación.
Télam
DIVERTIDO ORIGEN DE LA PALABRA
"SQUENUN"
En nuestro amplio y pintoresco idioma porteño se ha puesto de moda la palabra
"squenun".
¿Qué virtud misteriosa revela dicha palabra? ¿Sinónimo de qué cualidades
psicológicas es el mencionado adjetivo? Helo aquí:
En el puro idioma del Dante, cuando se dice "squena dritta" se expresa lo
siguiente: Espalda derecha o recta, es decir, qué a la persona a quien se hace
el homenaje de esta poética frase se le dice que tiene la espalda derecha; más
ampliamente, que sus espaldas no están agobiadas por trabajo alguno sino que se
mantienen tiesas debido a una laudable y persistente voluntad de no hacer nada;
más sintéticamente, la expresión "squena dritta" se aplica a todos los
individuos holgazanes, tranquilamente holgazanes.
Nosotros, es decir el pueblo, ha asimilado la clasificación, pero encontrándola
excesivamente larga, la redujo a la clara, resonante y breve palabra de
"squenun".
El "un" final, es onomatopéyico, redondea la palabra de modo sonoro, le da
categoría de adjetivo definitivo, y el modo grave "squena dritta" se convierte
en esta antítesis, en un jovial "squenun", que expresando la misma haraganería
la endulza de jovialidad particular.
En la bella península itálica, la frase "squena dritta" la utilizan los padres
de familia cuando se dirigen a sus párvulos, en quienes descubren una incipiente
tendencia a la vagancia, es decir, la palabra se aplica a menores de edad que
oscilan entre los catorce y diecisiete años.
En nuestro país, en nuestra ciudad mejor dicho, la palabra "squenun" se aplica a
los poltrones mayores de edad, pero sin tendencia a ser compadritos, es decir,
tiene su exacta aplicación cuando se refiere a un filósofo de azotea, a uno de
esos perdularios grandotes, estoicos, que arrastran las alpargatas para ir al
almacén a comprar un atado de cigarrillos, , y vuelven luego a su casa para
subir a la azotea donde se quedarán tomando baños de sol hasta la hora de
almorzar, indiferentes a los rezongos del "viejo", un viejo que siempre está
podando la viña casera y que gasta sombrero negro, grasiento como el eje de un
carro.
En toda familia dueña de una casita, se presenta el caso del "squenun", del
poltrón filosófico, que ha reducido la existencia a un mínimo de necesidades, y
que lee los tratados sociológicos de la Biblioteca Roja y de la Casa Sempere.
Y las madres, las buenas viejas que protestan cuando el grandulón les pide para
un atado de cigarrillos, tienen una extraña debilidad por este hijo "squenun".
Lo defienden del ataque del padre que a veces se amostaza en serio, lo defienden
de las murmuraciones de los hermanos que trabajan como Dios manda, y las pobres
ancianas, mientras zurcen el talón de una media, piensan consternadas ¿por qué
ese "muchacho tan inteligente" no quiere trabajar a la par de los otros?
El "squenun" no se aflige por nada. Toma la vida con una serenidad tan
extraordinaria que no hay madre en el barrio que no le tenga odio... ese odio
que las madres ajenas tienen por esos poltrones que pueden enamorarle algún día
a la hija. Odio instintivo y que se justifica, porque a su vez las muchachas
sienten curiosidad por esos "squenunes" que les dirigen miradas tranquilas,
llenas de una sabiduría inquietante.
Con estos datos tan sabiamente acumulados, creemos poner en evidencia que el
"squenun" no es un producto de la familia modesta porteña, ni tampoco de la
española, sino de la auténticamente italiana, mejor dicho, genovesa o lombarda.
Los "squenunes" lombardos son más refractarios al trabajo que los "squenunes"
genoveses.
Y la importancia social del "squenun" es extraordinaria en nuestras parroquias.
Se le encuentra en la esquina de Donato Alvarez y Rivadavia, en Boedo, en
Triunvirato y Canning, en todos los barrios ricos en casitas de propietarios
itálicos.
El "squenun" con tendencias filosóficas es el que organizará la Biblioteca
"Florencio Sánchez" o "Almafuerte"; el "squenun" es quien en la mesa del café,
entre los otros que trabajan, dictará cátedras de comunismo y "de que el que no
trabaja no come"; él que no ha hecho absolutamente nada en todo el día, como no
sea tomar baños de sol, asombrará a los otros con sus conocimientos del libre
albedrío y del determinismo; en fin, el "squenun" es el maestro de sociología
del café del barrio, donde recitará versos anarquistas y las Evangélicas del
latero de Almafuerte.
El "squenun" es un fenómeno social. Queremos decir, un fenómeno de cansancio
social.
Hijo de padres que toda la vida trabajaron infatigablemente para amontonar los
ladrillos de una "casita", parece que trae en su constitución la ansiedad de
descanso y de fiestas que jamás pudieron gozar los "viejos".
Entre todos los de la familia que son activos y que se buscan la vida de mil
maneras, él es el único indiferente a la riqueza, al ahorro, al porvenir. No le
interesa ni importa nada. Lo único que pide es que no lo molesten, y lo único
que desea son los cuarenta centavos diarios, veinte para los cigarrillos y otros
veinte para tomar el café en el bar donde una orquesta típica le hace soñar
horas y horas atornillado a la mesa.
Con ese presupuesto se conforma. Y que trabajen los otros, como si él trajera a
cuestas un cansancio enorme ya antes de nacer, como si todo el deseo que el
padre y la madre tuvieron de un domingo perenne, estuviera arraigado en sus
huesos derechos de "squena dritta", es decir, de hombre que jamás será agobiado
por el peso de ningún fardo.
LA
TRISTEZA DEL SABADO INGLES
¿Será acaso, porque me paso vagabundeando toda la semana, que el sábado y el
domingo se me antojan los días más aburridos de la vida? Creo que el domingo es
aburrido de puro viejo y que el sábado inglés es un día triste, con la tristeza
que caracteriza a la raza que le ha puesto su nombre.
El sábado inglés es un día sin color y sin sabor; un día que "no corta ni
pincha" en la rutina de las gentes. Un día híbrido, sin carácter, sin gestos.
Es día en que prosperan las reyertas conyugales y en el cual las borracheras son
más lúgubres que un "de profundis" en el crepúsculo de un día nublado. Un
silencio de tumba pesa sobre la ciudad. En Inglaterra, o en países puritanos, se
entiende. Allí hace falta el sol, que es, sin duda alguna, la fuente natural de
toda alegría. Y como llueve o nieva, no hay adonde ir; ni a las carreras,
siquiera. Entonces la gente se queda en sus casas, al lado del fuego, y ya
cansada de leer Punch, hojea la Biblia.
Pero para nosotros el sábado inglés es un regalo modernísimo que no nos
convence. Ya teníamos de sobra con los domingos. Sin plata, sin tener adonde ir
y sin ganas de ir a ninguna parte, ¿para qué queríamos el domingo? El domingo
era una institución sin la cual vivía muy cómodamente la humanidad.
Tata Dios descansó en día domingo, porque estaba cansado de haber hecho esta
cosa tan complicada que se llama mundo. Pero ¿qué han hecho, durante los seis
días, todos esos gandules que por ahí andan, para descansar el domingo? Además,
nadie tenía derecho a imponernos un día más de holganza. ¿Quién lo pidió? ¿Para
qué sirve?
La humanidad tenía que aguantarse un día por semana sin hacer nada. Y la
humanidad se aburría. Un día de "flaca" era suficiente. Vienen los señores
ingleses y, ¡qué bonita idea!, nos endilgan otro más, el sábado.
Por más que trabaje, con un día de descanso por semana es más que suficiente.
Dos son insoportables, en cualquier ciudad del mundo. Soy, como verán ustedes,
un enemigo declarado e irreconciliable del sábado inglés.
Corbata que toda la semana permanece embaulada. Traje que ostensiblemente tiene
la rigidez de las prendas bien guardadas. Botines que crujían. Lentes con
armadura de oro, para los días sábado y domingo. Y tal aspecto de satisfacción
de sí mismo, que daban ganas de matarlo. Parecía un novio, uno de esos novios
que compran una casa por mensualidades. Uno de esos novios que dan un beso a
plazo fijo.
Tan cuidadosamente lustrados tenía los botines que cuando salí del coche no me
olvidé de pisarle un pie. Si no hay gente el hombre me asesina.
Después de este papanatas, hay otro hombre del sábado, el hombre triste, el
hombre que cada vez que lo veo me apena profundamente.
Lo he visto numerosas veces, y siempre me ha causado la misma y dolorosa
impresión.
Caminaba yo un sábado por una acera en la sombra, por la calle Alsina -la calle
más lúgubre de Buenos Aires- cuando por la vereda opuesta, por la vereda del
sol, vi a un empleado, de espaldas encorvadas, que caminaba despacio, llevando
de la mano una criatura de tres años.
La criatura exhibía, inocentemente, uno de esos sombreritos con cintajos, que
sin ser viejos son deplorables. Un vestidito rosa recién planchado. Unos
zapatitos para los días de fiesta. Caminaba despacio la nena, y más despacio
aún, el padre. Y de pronto tuve la visión de la sala de una casa de inquilinato,
y la madre de la criatura, urea mujer joven y arrugada- por las penurias,
planchando los cintajos del sombrero de la nena.
El hombre caminaba despacio. Triste. Aburrido. Yo vi en él el producto de veinte
años de garita con catorce horas de trabaja y un sueldo de hambre, veinte años
de privaciones, de. sacrificios estúpidos y del sagrado terror de que lo echen a
la calle. Vi en él a Santana, el personaje de Roberto Mariani.
Y en el centro, la tarde del sábado es horrible. Es cuando el comercio se
muestra en su desnudez espantosa. Las cortinas metálicas tienen rigideces
agresivas.
Los sótanos de las casas importadoras vomitan hedores de brea, de benzol y de
artículos de ultramar. Las tiendas apestan a goma. Las ferreterías a pintura. El
cielo parece, de tan azul, que está iluminando una factoría perdida en el
África. Las tabernas para corredores de bolsa permanecen solitarias y lúgubres.
Algún portero juega al mus con un lavapisos a la orilla de una mesa. Chicos que
parecen haber nacido por generación espontánea de entre los musgos de las
casas-bancas, aparecen a la puerta de "entrada para empleados" de los depósitos
de dinero. Y se experimenta el terror, el espantoso terror de pensar que a estas
mismas horas en varios países las gentes se ven obligadas a no hacer nada,
aunque tengan ganas de trabajar o de morirse.
No, sin vuelta de hoja; no hay día más triste que el sábado inglés ni que el
empleado que en un sábado de éstos está buscando aún, a las doce de la noche, en
una empresa que tiene siete millones de capital, ¡un error de dos centavos en el
balance de fin de mes!
LA
MUCHACHA DEL ATADO
Todos los días, a las cinco de la tarde, tropiezo con muchachas que vienen de
buscar costura.
Flacas, angustiosas, sufridas. El polvo de arroz no alcanza a cubrir las
gargantas donde se marcan los tendones; y todas caminan con el cuerpo inclinado
a un costado: la costumbre de llevar el atado siempre del brazo opuesto:
Y los bultos son macizos, pesados: dan la sensación de contener plomo: de tal
manera tensionan la mano.
No se trata de hacer sentimentalismo barato. No. Pero más de una vez me he
quedado pensando en estas vidas, casi absolutamente dedicadas al trabajo. Y si
no, veamos.
Cuando estas muchachas cumplieron ocho o nueve años, tuvieron que cargar un
hermanito en los brazos. Usted, como yo, debe haber visto en el arrabal estas
mocosas que cargan un pebetito en el brazo y que ce pasean por la vereda
rabiando contra el mocoso, y vigiladas por la madre que salpicaba agua en la
batea.
Así hasta los catorce años. Luego, el trabajo de ir a buscar costuras; las
mañanas y las tardes inclinadas sobre la Neumann o la Singer, haciendo pasar
todos los días metros y más metros de tela y terminando a las cuatro de la
tarde, para cambiarse, ponerse el vestido de percal, preparar el paquete y
salir; salir cargadas y volver lo mismo, con otro bulto que hay que "pasarlo a
la máquina". La madre siempre lava la ropa; la ropa de los hijos, la ropa del
padre. Y ésas son las muchachas que los sábados a la tarde escuchan la voz del
hermano, que grita:
-Che, Angelita: apurate a plancharme la camisa, que tengo que salir.
Y Angelita, María o Juana, la tarde del sábado trabajan para los hermanos. Y
planchan cantando un tango que aprendieron de memoria en El Alma que Canta; que
esto, las novelas por entregas y alguna sección de biógrafo, es la única fiesta
de las muchachas de que hablo.
Digo que estas muchachas me dan lástima. Un buen día se ponen de novias, y no
por eso dejan de trabajar, sino que el novio (también un muchacho que la yuga
todo el día) cae a la noche a la casa a hacerle el amor.
Y como el amor no sirve para pagar la libreta del almacén, trabajan hasta tres
días antes de casarse, y el casamiento no es un cambio de vida para la mujer de
nuestro ambiente pobre, no; al contrario, es un aumento de trabajo, y a la
semana de casados se puede ver a estas mujercitas sobre la máquina. Han vuelto a
la costura, y al año hay un pibe en la cuna, y esa muchacha ya está arrugada y
escéptica, ahora tiene que trabajar para el hijo, para el marido, para la
casa... Cada año un nuevo hijo y siempre más preocupaciones y siempre la misma
pobreza; la misma escasez, la misma medida del dinero, el igual problema que
existía en la casa de sus padres, se repite en la suya, pero mayor y más arduo.
Y ahora las ve usted a estas mujeres cansadas, flacas, feas, nerviosas,
estridentes.
Y todo ello ha sido originado por la miseria, por el trabajo; y de pronto usted
asocia los años de vida, hasta la madurez y con asombro, casi mezclado de
espanto, se pregunta uno:
-En tantos años de vida, ¿cuántos minutos dé felicidad han tenido estas mujeres?
Y usted, con terror, siente que desde adentro le contesta una voz que estas
mujeres no fueron nunca felices. ¡Nunca! Nacieron bajo el signo del trabajo y
desde los siete o nueve años hasta el día en que se mueren, no han hecho nada
más que producir, producir costura e hijos, eso y lo otro, y nada más.
Cansadas o enfermas, trabajaron siempre. ¿Que el marido estaba sin' trabajo?
¿Que un hijo se enfermó y había que pagar deudas? ¿Que murieron los viejos y
hubo que empeñarse para el entierro? Ya ve usted; nada más que un problema: el
dinero, la escasez de dinero. Y junto a esto una espalda encorvada, unos ojos
que cada vez van siendo menos brillosos, un rostro que año tras año se va
arrugando un poquito más, una voz que pierde a medida que pasa el tiempo todas
las inflexiones de su primitiva dulzura, una boca que sólo se abre para
pronunciar estas palabras:
-Hay que hacer economía. No se puede gastar.
Si uste no ha leído El sueño de Makar, de Vladimiro Korolenko, trate de leerlo.
El asunto es éste. Un campesino que va a ser juzgado por Dios. Pero Dios, que
lleva una cuenta de todas las barrabasadas que hacemos nosotros los mortales, le
dice al campesino:
-Has sido un pillete. Has mentido. Te has emborrachado. Le has pegado a tu
mujer. Le has robado y levantado falso testimonio a tu vecino. -Y la balanza
cargada de las culpas de Makar se inclina cada vez más hacia el infierno, y
Makar trata de hacerle trampa a Dios pisando el platillo adverso; pero aquél lo
descubre, y entonces insiste-: ¿Ves como tengo razón? Eres un tramposo, además.
Tratas de engañarme a mí, que soy Dios.
Pero, de pronto, ocurre algo extraño. Makar, el bruto, siente que una
indignación se despierta en su pecho, y entonces, olvidándose que está en
presencia de Dios, se enoja, y comienza a hablar; cuenta sus sacrificios, sus
penas, sus privaciones. Cierto es que le pegaba a su mujer, pero le pegaba
porque estaba triste; cierto es que mentía, pero otros que tenían mucho más que
él también mentían y robaban. Y Dios se va apiadando de Makar, comprende que
Makar ha sido, sobre la tierra, como la organización social lo había moldeado, y
súbitamente, las puertas del Paraíso se abren para él, para Makar.
Me acordé del sueño de Makar, pensando que alguien in mente diría que no conocía
yo los defectos de la gente que vive siempre en la penuria y en la pena. Ahora
sabe usted el porqué de la cita, y lo que quiere decir el "sueño de Makar".
El
26 de julio de 1942 murió Roberto Arlt, a los 41 años. Después de concurrir a un
ensayo en el Teatro del Pueblo, sufrió un paro cardíaco. Ese mismo día había
votado en las elecciones del Círculo de la Prensa, donde fue velado. Roberto
Godofredo Christophersen Arlt era hijo de inmigrantes (su padre era polaco y su
madre, tirolesa), no llegó a tercer grado (toda su vida escribió con faltas de
ortografía). Pero algo muy adentro suyo lo llevó a ser periodista y a
convertirse en uno de los más importantes e influyentes autores de la narrativa
argentina.
Desempeñó desde chico un sinfín de oficios: hojalatero, librero, mecánico,
corredor de comercio. En los ratos libres, concurría a las bibliotecas barriales
a leer, sobre todo folletines. A los 16 años abandonó su casa familiar y cuatro
años después se casó con Carmen Antinucci, con quien tuvo una hija, Mirta.
Buscando editor para El juguete rabioso, Arlt se acercó al ambiente literario,
por aquel entonces dividido entre los grupos de Florida y Boedo. Ricardo
Güiraldes fue el encargado de corregir su original y relacionarlo con la
Editorial Latina, que en 1926 publicó el libro.
Arlt comenzó su carrera periodística en Don Goyo, una revista humorística
dirigida por su amigo Conrado Nalé Roxlo. Fue cronista en la sección Policial
del diario Crítica de los Botana. Y corresponsal en España del diario El Mundo,
donde además publicó sus célebres “Aguafuertes porteñas”.En 1929 apareció su
segunda novela, Los siete locos, con la que obtuvo el tercer premio municipal.
En 1931 publicó Los lanzallamas y un año después El amor brujo, su última
novela. Más tarde se editaron dos libros de cuentos: El jorobadito (1933) y El
criador de gorilas (1941). Su contacto con
Leónidas Barletta
y el Teatro del Pueblo lo impulsaron a escribir importantes obras dramáticas:
300 millones, La isla desierta, Saverio el cruel, El fabricante de fantasmas y
La fiesta del hierro.
LA TRAGEDIA DE UN HOMBRE HONRADO
Todos los días asisto a la tragedia de un hombre honrado. Este hombre honrado
tiene un café que bien puede estar evaluado en treinta mil pesos o algo más.
Bueno: este hombre honrado tiene una esposa honrada.
A esta esposa honrada la ha colocado a cuidar la victrola. Dicho procedimiento
le ahorra los ochenta pesos mensuales que tendría que pagarle a una victrolista.
Mediante este sistema, mi hombre honrado economiza, al fin del año, la
respetable suma de novecientos sesenta pesos sin contar los intereses
capitalizados. Al cabo de diez años tendrá ahorrados...
Pero mi hombre honrado es celoso. ¡Vaya si he comprendido que es celoso!
Levantando la guardia tras la caja, vigila, no sólo la consumición que hacen sus
parroquianos, sino también las miradas de éstos para su mujer. Y sufre. Sufre
honradamente. A veces se pone pálido, a veces le fulguran los ojos. ¿Por qué?
Porque alguno se embota más de lo debido con las regordetas pantorrillas de su
cónyuge. En estas circunstancias, el hombre honrado mira para arriba, para
cerciorarse si su mujer corresponde a las inflamadas ojeadas del cliente, o si
se entretiene en leer una revista. Sufre. Yo veo que sufre, que sufre
honradamente; que sufre olvidando en ese instante que su mujer le aporta una
economía diaria de dos pesos sesenta y cinco centavos; que su legitima esposa
aporta a la caja de ahorros novecientos sesenta pesos anuales. Sí, sufre. Su
honrado corazón de hombre prudente en lo que atañe al dinero, se conturba y
olvida de los intereses cuando algún carnicero, o cuidador de ómnibus, estudia
la anatomía topográfica de su también honrada cónyuge. Pero más sufre aún
cuando, el que se deleita contemplando los encantos de su esposa, es algún
mozalbete robusto, con bigotitos insolentes y espaldas lo suficientemente
poderosas como para poder soportar cualquier trabajo extraordinario. Entonces mi
hombre honrado mira desesperadamente para arriba. Los celos que los divinos
griegos inmortalizaron, le desencuadernan la economía, le tiran abajo la
quietud, le socavan la alegría de ahorrarse dos pesos sesenta y cinco centavos
por día; y desesperado hace rechinar los dientes y mira a su cliente como si
quisiera darle tremendos mordiscones en los riñones.
Yo comprendo, sin haber hablado una sola palabra con este hombre, el problema
que está encarando su alma honrada. Lo comprendo, lo interpreto, lo "manyo".
Este hombre se encuentra ante un dilema hamletiano, ante el problema de la burra
Balaam, ante... ¡ante el horrible problema de ahorrarse ochenta mangos
mensuales! Son ochenta pesos. ¿Saben ustedes los bultos, las canastas, las
jornadas de dieciocho horas que éste trabajó para ganar ochenta pesos mensuales?
No; nadie se lo imagina.
De allí que lo comprendo. Al mismo tiempo quiere a su mujer. ¡Cómo no la va a
querer! Pero no puede menos de hacerla trabajar, como el famoso tacaño de
Anatole France no pudo menos de cortarle unas rebarbas a las monedas de oro qué
le ofrecía a la Virgen: seguía fiel a su costumbre.
Y ochenta pesos son ocho billetes de a diez pesos, dieciséis de a cinco y...
dieciséis billetes de a cinco pesos, son plata... son plata...
Y la prueba de que nuestro hombre es honrado, es que sufre en cuanto empiezan a
mirarle a la cónyuge. Sufre visiblemente. ¿Qué hacer? ¿Renunciar a los ochenta
pesos, o resignarse a una posible desilusión conyugal?
Si este hombre no fuera honrado, no le importaría que le cortejaran a su propia
esposa. Más aún, se dedicaría como el célebre señor Bergeret, a soportar
estoicamente su desgracia.
No; mi cafetero no tiene pasta de marido extremadamente complaciente. En él
todavía late el Cid, don Juan, Calderón de la Barca y toda la honra de la raza,
mezclada a la terribilísima avaricia de la gente del terruño.
Son ochenta pesos mensuales. ¡Ochenta! Nadie renuncia a ochenta pesos mensuales
porque sí. El ama a su mujer; pero su amor no es incompatible con los ochenta
pesos.
También ama su frente limpia de todo adorno, y también ama su comercio, la
economía bien organizada, la boleta de depósito en el banco, la libreta de
cheques. ¡Cómo ama el dinero este hombre honradísimo, malditamente honrado!
A veces voy a su café y me quedo una hora, dos, tres. El cree que cuando le miro
a la mujer estoy pensando en ella, y está equivocado. En quien pienso es en
Lenin... en Stalin... en Trotzky... Pienso con una alegría profunda y
endemoniada en la cara que este hombre pondría si mañana un régimen
revolucionario le dijera:
-Todo su dinero es papel mojado.
LOS TOMADORES DE SOL EN EL BOTANICO
La tarde de ayer lunes fue espléndida. Sobre todo para la gente que nada tenía
que hacer. Y más aún para los tomadores de sol consuetudinarios.
Gente de principios higiénicas y naturistas, ya que se resignan a tener los
botines rotos antes que perder su bañito de sol. Y después hay ciudadanos que se
lamentan de que no haya hombres de principios.. Y estudiosos. Individuos que
sacrifican su bienestar personal para estudiar botánica y sus derivados,
aceptando ir con el traje hecho pedazos antes de perder tan preciosos
conocimientos.
Examinando la gente que pulula por el Jardín Botánico, uno termina por
plantearse este problema:
¿Por qué las ciencias naturales poseen tanta aceptación entre sujetos que tienen
catadura de vagos? ¿Par qué la gente bien vestida no se dedica, con tanto
frenesí, a un estudio semejante, saludable para el cuerpo y para el espíritu?
Porque esto es indiscutible: el estudio de la botánica engorda. No he visto a un
bebedor de sol que no tenga la piel lustrosa, y un cuerpazo bien nutrido y mejor
descansado.
¡Qué aspecto, que bonhomía! ¡Qué edificación ejemplar para un señor que tenga
tendencias al misticismo! Porque, no dejarán de reconocer ustedes, que una
ciencia tan infusa como la botánica debe tener virtudes esenciales para engordar
a sujetos que calzan botines rotos.
De otro modo no se explicaría. Cierto es que el reposo debe contribuir en algo,
pero en este asunto obra o influye algún factor extraño y fundamental. Hasta los
jardineros tienden a la obesidad. El portero -los porteros están bien saciados-,
los subjardineros ya han adquirido ese aspecto de satisfacción íntima que
producen las canonjías municipales, y hasta los gatos que viven en las alturas
de los pinos impresionan favorablemente por su inesperado grosor y lustroso
pelaje.
Yo creo haber aclarado el misterio. La gente que frecuenta el Jardín Botánico
está gorda por la influencia del latín.
En efecto, todos los letreros de los árboles están redactados en el idioma
melifluo de Virgilio. Al que no está acostumbrado, se le embarulla el cráneo.
Pero los asiduos visitantes de este jardín, deben estar ya acostumbrados y
sufrir los beneficios de este idioma, porque he observado lo siguiente:
Como decía, fui hasta allá ayer por la tarde. Me senté en un banco y, de pronto,
observé a dos jardineros. Con un rastrillo en la mano miraban el letrero de un
árbol. Luego se miraban entre sí y volvían a mirar el letrero. Para no
interrumpir sus meditaciones mantenían el rastrillo completamente inmóvil, de
modo que no cabía duda alguna de que esa gente ilustraba sus magníficos
espíritus con el letrero escrito en el idioma del latoso Virgilio. Y el éxtasis
que tal lectura parecía producirles, debía ser infinito, ya que los dos
individuos, completamente quietos como otros tantos Budas a la sombra del árbol
de la sabiduría, no movían el rastrillo ni por broma. Tal hecho me llamó
sumamente la atención y decidí continuar mi observación. Pero, pasó una hora y
yo me aburrí. El deliquio de esos pelafustanes frente al letrero era inmenso. El
rastrillo permanecía junto a ellos como si no existiera.
¿Se dan cuenta ustedes ahora de la influencia del botánico latín sobre los
espíritus superiores? Estos hombres en vez de rastrillar la tierra, como era su
deber, permanecían de brazos cruzados en honor a la ciencia, a la naturaleza y
al latín. Cuando me fui, di vuelta la cabeza. Continuaban meditando. Los
rastrillos olvidados. No me extrañó de que engordaran.
Y vi numerosa gente entregada a la santa paz de lo verde. Todos meditando en los
letreros latinos que se ofrecen con profusión a la vista del público. Todos
tranquilitos, imperturbables, adormecidos, soleándose como lagartos o cocodrilos
y encantados de la vida, a pesar de que sus aspectos no denuncian millones ni
mucho menos. Pero el Señor, bondadoso con los hombres de buena voluntad, les
dispensa lo que a nosotros nos ha negado: la felicidad. En cambio, esos
individuos que podrían tomarse por solemnes vagos, y que puede ser que lo sean,
a la sombra de los árboles empollaban su haraganería y florecían en meditaciones
de manera envidiable.
En muchos bancos, estos poltrones, hacen circulo. Y recuerdan a los sapos del
campo. Porque los sapos del campo, cuando se prende la luz y se la deja
abandonada, se reúnen en torno de ella en círculo, y permanecen como
conferenciando horas enteras.
Pues en el Botánico ocurre lo mismo. Se ven círculos de vagos cosmopolitas y
silenciosos, mirándose a la cara, en las posiciones más variadas, y sin decir
esta boca es mía.
Naturalmente, a la gente le da grima esta vagancia semiorganizada; pero para los
que conocen el misterio de las actitudes humanas, esto no asombra. Esa gente
aprende idiomas, se interesa por las llamadas lenguas muertas y se regocija
contemplando los cartelitos de los árboles.
¿Dónde se reúnen ahora los enamorados? ¿Han perdido el romanticismo? El caso es
que en el Botánico lo que más escasean son las parejas amorosas. Sólo se ve
algún matrimonio proyecto que recrea sus ojos sin perjudicar sus rentas, ya que
para distraerse recorren los senderos solitarios, separados uno de otro medio
metro.
En definitiva, no sé si porque era lunes, o porque la gente ha encontrado otros
lugares de distracción, el caso es que el Jardín Botánico ofrece un aspecto de
desolación que espanta. Y lo único noble, son los árboles... los árboles que
envejecen apartándose de los hombres para recoger el cielo entre sus brazos.
APUNTES FILOSOFICOS ACERCA DEL HOMBRE QUE "SE TIRA A
MUERTO"
Antes de iniciar nuestro grandioso y bello estudio acerca del "hombre que se
tira a muerto", es necesario que nosotros, humildes mortales, ensalcemos a
Marcelo de Courteline, el magnífico y nunca bien ponderado autor de Los señores
chupatintas, y el que más amplia y jovialmente ha tratado de cerca al gremio
nefasto de los "que se tiran a muerto", gremio parásito e imperturbable, que
tiene puntos de contacto con el "squenun", gremio de sujetos que tienen caras de
otarios y que son más despabilados que linces. Y cumplido ya nuestro deber con
el señor de Courteline, entramos de lleno en nuestra simpática apología.
Hay una rueda de amigos en un café. Hace una hora que "le dan a los copetines",
y de pronto llega el ineludible y fatal momento de pagar. Unos se miran a los
otros, todos esperan que el compañero saque la cartera, y de pronto el más
descarado o el más filósofo da fin a la cuestión con estas palabras:
-Me tiro a muerto.
El sujeto que anunció tal determinación, acabadas de pronunciar las palabras de
referencia, se queda tan tranquilo como si nada hubiera ocurrido; los otros lo
miran, pero no dicen oste ni moste, el hombre acaba de anticipar la última
determinación admitida en el lenguaje porteño: Se tira a muerto.
¿Quiere ello decir que se suicidará? No, ello significa que nuestro personaje no
contribuirá con un solo centavo a la suma que se necesita para pagar los
copetines de marras.
Y como esta intención está apoyada por el rotundo y fatídico anuncio de "me tiro
a muerto", nadie protesta.
Con meridiana claridad que nos envidiaría un académico o un confeccionador de
diccionarios, acabamos de establecer la diferencia fundamental que establece el
acto de "tirarse a muerto", con aquel otro adjetivo de "squenun".
Hacemos esta aclaración para colaborar en el porvenir del léxico argentino, para
evitar confusiones de idioma tan caras a la academia de los fósiles y para que
nuestros devotos lectores comprendan definitivamente la distancia que media
entre el "squenun" y el "hombre que se tira a muerto".
El "squenun" no trabaja. El "hombre que se tira a muerto" hace como que trabaja.
El primero es el cínico de la holgazanería; el segundo, el hipócrita del dolce
far riente. El primero no oculta su tendencia a la; vagancia, sino que por el
contrario la fomenta con sendos baños de sol; el segundo acude a su trabajo, no
trabaja, pero hace como que trabaja, cuando lo puede ver el jefe, y luego "se
tira a muerto" dejando que sus; compañeros de deslomen trabajando.
¿El que "se tira a muerto" es un hombre que después de tantas cavilaciones llegó
a la conclusión de que no vale la pena trabajar? No. No se "tira a muerto" el
que quiere, sino el que puede, lo cual es muy distinto.
El que "se tira a muerto", ya ha nacido con tal tendencia. En la escuela era el
último en levantar la mano para poder pasar a dar la lección, o si le conocía
las mañas al maestro, levantaba el brazo siempre que éste no lo iba a llamar,
creyendo que sabía la lección.
Cuando más infante, se hacía llevar en brazos por la madre, y si lo querían
hacer caminar, lloraba como si estuviera muy cansado, porque en su rudimentario
entendimiento era más cómodo ser llevado que llevarse a sí mismo.
Luego ingresó a una oficina, descubrió con su instinto de parásito cuál era el
hombre más activo, y se apegó a él, de modo que teniendo que hacer entre los dos
un mismo trabajo, en realidad éste lo hiciera, porque tan lleno de errores
estaba el trabajo del que "se tira a muerto".
Y los jefes acabaron por acostumbrarse al hombre que "se tira a muerto". Primero
protestaron contra "ese inútil", luego, hartos, le dejaron hacer, y el hombre
que "se tira a muerto" florece en todas las oficinas, en todas nuestras
reparticiones nacionales, aun en las empresas donde es sagrada ley chuparle la
sangre al que aún la tiene.
La naturaleza con su sabia previsión de los acontecimientos sociales y
naturales, y para que jamás le faltara tema a los caballeros que se dedican a
hacer notas, ha dispuesto que haya numerosas variedades del ejemplar del hombre
que "se tira a muerto".
Así, hay el hombre que no se puede "tirar espontáneamente a muerto". Lo atrae el
dolce far niente, pero este placer debe ir acompañado de otro deleite: la
simulación de que trabaja.
Le veréis frente a la máquina de escribir, grave el gesto, taciturna la
expresión, borrascosa la frente. Parece un genio, el que le mira se dice:
-¡Qué cosas formidables debe pensar ese hombre! ¡Qué trabajo importantísimo debe
de estar realizando!
Inclinémonos ante la sabiduría del Todopoderoso. El, que provee de alimentos al
microbio y al elefante a un mismo tiempo; él, que lo reparte todo, la lluvia y
el sol, ha hecho que por cada diez hombres que "se tiran a muertos", haya veinte
que quieran hacer méritos, de modo. que por sabia y trascendental compensación,
si en una oficina hay dos sujetos que todo lo abandonan en manos del destino, en
esa misma oficina hay siempre cuatro que trabajan por ocho, de modo que nada se
pierde ni nada se gana. Y veinte restantes hacen sebo de modo razonable.
SILLA EN LA VEREDA
Llegaron las noches de las sillas en la vereda; de las familias estancadas en
las puertas de sus casas; llegaron, las noches del amor sentimental de "buenas
noches, vecina", el político e insinuante "¿cómo le va, don Pascual?". Y don
Pascual sonrie .y se atusa los "baffi", que bien sabe por qué el mocito le
pregunta cómo le va. Llegaron las noches...
Yo no sé qué tienen estos barrios porteños tan tristes en el día bajo el sol, y
tan lindos cuando la luna los recorre oblicuamente. Yo no sé qué tienen; que
reos o inteligentes, vagos o activos, todos queremos este barrio con su jardín
(sitio para la futura sala) y sus pebetas siempre iguales y siempre distintas, y
sus viejos, siempre iguales y siempre distintos también. Encanto mafioso,
dulzura mistonga, ilusión baratieri, ¡qué sé yo qué tienen todos estos barrios!;
estos barrios porteños, largos, todos cortados con la misma tijera, todos
semejantes con sus casitas atorrantas, sus jardines con la palmera al centro y
unos yuyos semiflorecidos que aroman como si la noche reventara por ellos el
apasionamiento que encierran las almas de la ciudad; almas que sólo saben el
ritmo del tango y del "te quiero". Fulería poética, eso y algo más.
Algunos purretes que pelotean en el centro de la calle; media docena de vagos en
la esquina; una vieja cabrera en una puerta; una menor que soslaya la esquina,
donde está la media docena de vagos; tres propietarios que gambetean cifras en
diálogo estadístico frente al boliche de la esquina; un piano que larga un vals
antiguo; un perro que, atacado repentinamente de epilepsia, circula, se
extermina a tarascones una colonia de pulgas que tiene junto a las vértebras de
la cola; una pareja en la ventana oscura de una sala: las hermanas en la puerta
y el hermano complementando la media docena de vagos que turrean en la esquina.
Esto es todo y nada más. Fulería poética, encanto misho, el estudio- de Bach o
de Beethoven junto a un tango de Filiberto o de Mattos Rodríguez.
Esto es el barrio porteño, barrio profundamente nuestro; barrio que todos, reos
o inteligentes, llevamos metido en el tuétano como una brujería de encanto que
no muere, que no morirá jamás.
Y junto a una puerta, una silla. Silla donde reposa la vieja, silla donde reposa
el "jovie". Silla simbólica, silla que se corre treinta centímetros más hacia un
costado cuando llega una visita que merece consideración, mientras que la madre
o el padre dice:
-Nena; traete otra silla.
Silla cordial de la puerta de calle, de la vereda; silla de amistad, silla donde
se consolida un prestigio de urbanidad ciudadana; silla que se le ofrece al
"propietario de al lado"; silla que se ofrece al "joven" que es candidato para
ennoviar; silla que la "nena" sonriendo y con modales de dueña de casa ofrece,
para demostrar que es muy señorita; silla donde la noche del verano se estanca
en una voluptuosa "linuya", en una charla agradable, mientras "estrila la
d'enfrente" o murmura "la de la esquina".
Silla donde se eterniza el cansancio del verano; silla que hace rueda con otras;
silla que obliga al transeúnte a bajar a la calle, mientras que la señora
exclama: "¡Pero, hija! ocupás toda la vereda".
Bajo un techo de estrellas, diez de la noche, la silla del barrio porteño afirma
una modalidad ciudadana.
En el respiro de las fatigas, soportadas durante el día, es la trampa donde
muchos quieren caer; silla engrupidora, atrapadora, sirena de nuestros barrios.
Porque si usted pasaba, pasaba para verla, nada más; pero se detuvo. ¿Quién no
se para a saludar? ¿Cómo ser tan descortés? Y se queda un rato charlando. ¿Qué
mal hay en hablar? Y, de pronto, le ofrecen una silla. Usted dice: "No, no se
molesten". Pero, ¿qué? ya fue volando la "nena" a traerle la silla. Y una vez la
silla allí, usted se sienta y sigue charlando.
Silla engrupidora, silla atrapadora.
Usted se sentó y siguió charlando. ¿Y sabe, amigo, dónde terminan a veces esas
conversaciones? En el Registro Civil.
Tenga cuidado con esa silla. Es agarradora, fina. Usted se sienta, y se está
bien sentado, sobre todo si al lado se tiene una pebeta. ¡Y usted que pasaba
para saludar! Tenga cuidado_ Por ahí se empieza.
Está, después, la otra silla, silla conventillera, silla de "jovies" tanos y
galaicos; silla esterillada de paja gruesa, silla donde hacen filosofía barata
ex barrenderos y peones municipales, todos en mangas de camiseta, todos cachimbo
en boca. La luna para arriba sobre los testuces rapados. Un bandoneón rezonga
broncas carcelarias en algún patio.
En un quicio de puerta, puerta encalada como la de un convento, él y ella. El,
del Escuadrón de Seguridad; ella planchadora o percalera.
Los "jovies", funcionarios públicos del carro, la pala y el escobillón, dan la
lata sobre "eregoyenisme". Algún mozo matrero reflexiona en un umbral. Alguna
criollaza gorda, piensa amarguras. Y este es otro pedazo del barrio nuestro.
Esté sonando Cuando llora la milonga o la Patética, importa poco. Los corazones
son los mismos, las pasiones las mismas, los odios los mismos, las esperanzas
las mismas.
¡Pero tenga cuidado con la silla, socio! Importa poco que sea de Viena o que
esté esterillada con paja brava del Delta: los corazones son los mismos...
MOTIVOS DE LA GIMNASIA SUECA
Yo no sé si ustedes se han fijado el calor brutal que hacía ayer. ¿No? Era una
temperatura como para refugiarse en un "bungalow" y buscar media docena de
bayaderas para que con plumeros le hicieran fresco a uno. Y sin embargo vi a un
hombre que se envolvía en franela. Les parecerá absurdo, pero vean cómo fue.
Terminaba a las seis de la tarde de hacer gimnasia en la Yumen (Y.M.C.A.) y
estaba en el salón de armarios, cuando un tío enormemente grande comienza a
desvestirse a mi lado.
No fue nada eso, sino lo que hizo una vez desvestido. De un paquete que traía
sacó una pieza de franela, ¡qué sé yo cuántas varas serían!, y con ellas comenzó
a liarse el estómago y el vientre como un contrabandista de seda.
Usted hubiera abierto los ojos como platos, aunque fuera indiscreto, ¿no? Pues
yo hice lo mismo. Lo miraba al gigante con los ojos y la boca abiertos. Lo
miraba, y el "goliat" de marras, sin hacerme caso, seguía enfardándose el
estómago con la franela.
Al fin no pude contenerme y le dije, sonriendo:
-¿No tendrá usted calor al hacer ejercicios con esa franela? -Es para
enflaquecer -contestóme el otro con vozarrón de bronce. Y acto seguido, sobre
ese colchón de franela que le envolvía el estómago y vientre, mi gigante se
endilgó un camisetón de lana, exclusivamente útil para ir al polo; pues en otra
región lo haría sudar a un esquimal. Y acto seguido se explicó-: Los que no
enflaquecen son los que no quieren.
Luego, olímpicamente, me volvió la espalda y se dirigió a la cancha a hacerse
una buena media hora de descoyuntamiento al trote.
Y un señor que había escuchado todo lo que conversamos y que sabía quién era yo,
me dijo:
-Vea, aquí en la Asociación no hay uno que no haga gimnasia sueca por algún
motivo. El hombre es de por sí haragán, y cuando se resuelve a hacer un esfuerzo
al que no está acostumbrado, es porque algo grave le pasa en el interior. Usted,
por ejemplo, ¿por qué hace gimnasia?
-Me lo recomendó un médico. Estaba excesivamente nervioso.
-Ha visto. Yo, en cambio, le voy a contar una historia. Usted será discreto, es
decir que no dirá que he sido yo quien se la ha contado.
-Encantado, cuéntemelo que quiera. Puedo hacer una nota con su historia.
-Sí, y allá va.
He aquí el relato del compañero de gimnasia:
-Tenía una novia con la cual corté relaciones bruscamente. Nos dirigimos cartas
atroces. Lo grave es que yo la quería tanto, que una vez que hube cortado
comprendí que me iba a ocurrir algo terrible, Enloquecía o hacía un disparate.
Eso no hubiera sido nada si una noche, mirándome en un espejo, no observo que
estaba aviejándome por horas. Y de pronto se me ocurrió esta idea:
"Dentro de un año el sufrimiento me habrá convertido en una cáscara de hombre.
Estaré flaco, agobiado y roto. Y de pronto me vi así, pero en el futuro y en la
calle. El destino me había colocado frente a mi ex novia, pero mi ex novia iba
ahora acompañada por un magnífico buen mozo, y me miraba irónicamente, como
diciendo: `Qué poca cosa estás hecho. ¿Es posible que haya sido tan estúpida en
quererte?
"Bueno, cuando yo pensé o mejor dicho tuve la visión de mi futuro, créame, salí
a la calle, pero enloquecido. Necesitaba salvarme, salvarme de la catástrofe que
tenía en puerta con el agotamiento que me sobrevendría debido a mi exceso de
sensibilidad. Caminé toda la noche pensando en lo que podría hacer, de pronto me
acordé de la gimnasia sueca, de la salvación física por medio del ejercicio, y
créame, he pasado unos minutos de deslumbramiento maravilloso, de una alegría
como la que debieron experimentar los místicos cuando comprendían que habían
encontrado la entrada del Paraíso.
"Excuso decirle que yo era un perezoso como los que usted pinta en sus notas. Y
algo peor todavía. Indolente hasta decir basta. Pues no dormí esa noche; fíjese,
no tenía dinero, empeñé todo lo que tenía para pagar los derechos de entrada a
la Yumen y dos días después estaba haciendo gimnasia.
"Usted que comienza a hacer ejercicio ahora, se dará cuenta de los efectos de la
gimnasia en un individuo físicamente agotado, espiritualmente desmoralizado. Más
de una vez estuve tentado de abandonarlo todo, pero en momentos en que iba a
dejar la fila se me aparecía el. fantasma de esa muchacha, en compañía del otro,
del otro que algún día la acompañaría por la calle. De esos dos fantasmas sólo`
veía yo dos ojos burlones, los de ella, diciendo: “qué poca cosa sos”, y
entonces, créame, aunque estaba adolorido, con los músculos tensos, casi
quemando, hacia un esfuerzo, apretaba los dientes y rabioso persistía en el
ejercicio, en la ejecución perfecta de los movimientos. Y qué alegría, amigo,
cuando hacemos vencer a la voluntad. Y así ya ve, de un hombre físicamente
insignificante que era me he convertido en una máquina casi perfecta."
Mientras mi compañero hablaba yo sonreía. Pensaba en los recovecos que tiene el
orgullo humano. Realmente, el hombre es un animal extraordinario. Tiene
posibilidades fantásticas. Y mi camarada termina:
-¿Se da cuenta? El sufrimiento que a otro lo hubiera hundido a mí me salvó. Si
hace la nota recomiéndele a los que quieran suicidarse por angustias de amor,
que hagan gimnasia sueca.
No pude retener la pregunta: -Y a ella ¿nunca la vio?
-No, pero algún día nos encontraremos. ¿Y se da cuenta la sorpresa que
experimentará? En vez de encontrarse con un individuo roto por la vida como el
que ella conoció, se encontrará con un hombre maravillosamente reconstituido
fuerte y más interesante que el que fue.
Indudablemente, el hombre es un animal extraordinario, que cuando tiene
condiciones, encuentra tangentes inesperadas para convertirse siempre en mejor y
mejor. Y quizá la verdadera vida sea eso: constante superación de sí mismo.
VENTANAS ILUMINADAS
La otra noche me decía el amigo Feilberg, que es el coleccionista de las
historias más raras que conozco:
-¿Usted no se ha fijado en las ventanas iluminadas a las tres de la mañana? Vea,
allí tiene argumento para una nota curiosa.
Y de inmediato se internó en los recovecos de una historia que no hubiera
despreciado Villiers de L'Isle Adam o Barbey de Aurevilly o el barbudo de
Horacio Quiroga. Una historia magnífica relacionada con una ventana iluminada a
las tres de la: mañana.
Naturalmente, pensando después en las palabras de este amigo, llegué a la
conclusión de que tenía razón, y no me extrañaría que don Ramón Gómez de la
Serna hubiera utilizado este argumento para una de sus geniales greguerías.
Ciertamente, no hay nada más llamativo en el cubo negro de la no-1 che que ese
rectángulo de luz amarilla, situado en una altura, entre el prodigio de las
chimeneas bizcas y las nubes que van pasando por encima de la ciudad, barridas
como por un viento de maleficio.
¿Qué es lo que ocurre allí? ¿Cuántos crímenes se hubieran evitado si en ese
momento en que la ventana se ilumina, hubiera subido a espiar ; un hombre?
¿Quiénes están allí adentro? ¿Jugadores, ladrones, suicidas, enfermos? ¿Nace o
muere alguien en ese lugar?
En el cubo negro de la noche, la ventana iluminada, como un ojo, vigila las
azoteas y hace levantar la cabeza de los trasnochadores que de pronto se quedan
mirando aquello con una curiosidad más poderosa que el cansancio.
Porque ya es la ventana de una buhardilla, una de esas ventanas de madera
deshechas por el sol, ya es una ventana de hierro, cubierta de cortinados, y que
entre los visillos y las persianas deja entrever unas rayas de luz. Y luego la
sombra, el vigilante Ve se pasea abajo, los hombres que pasan de mal talante
pensando en los líos que tendrán que solventar con sus respetables esposas,
mientras que la ventana iluminada, falsa como mula bichoca, ofrece un refugio
temporal, insinúa un escondite contra el aguacero de estupidez que se descarga
sobre la ciudad en los tranvías retardados y crujientes.
Frecuentemente, esas piezas son parte integral de una casa de pensión, y no se
reúnen en ellas ni asesinos ni suicidas, sino buenos muchachos que pasan el
tiempo conversando mientras se calienta el agua para tomar mate.
Porque es curioso. Todo hombre que ha traspuesto la una de la madrugada,
considera la noche tan perdida, que ya es preferible pasarla de pie, conversando
con un buen amigo. Es después del café; de las rondas por los cafetines turbios.
Y juntos se encaminan para la pieza, donde, fatalmente, el que no la ocupa se
recostará sobre la cama del amigo, mientras que el otro, cachazudamente, le
prende fuego al calentador para preparar el agua para el mate.
Y mientras que sorben, charlan. Son las charlas interminables de las tres de la
madrugada, las charlas de los hombres que, sintiendo cansado el cuerpo, analizan
los hechos del día con esa especie de fiebre lúcida y sin temperatura, que en la
vigilia deja en las ideas una lucidez de delirio.
Y el silencio que sube desde la calle, hace más lentas, más profundas, más
deseadas las palabras.
Esa es la ventana cordial, que desde la calle mira el agente de la esquina,
sabiendo que los que la ocupan son dos estudiantes eternos resolviendo un
problema de metafísica del amor o recordando en confidencia hechos que no se
pueden embuchar toda la noche.
Hay otra ventana que es tan cordial como ésta, y es la ventana del paisaje del
bar tirolés.
En todos los bares "imitación Munich" un pintor humorista y genial ha pintado
unas escenas de burgos tiroleses o suizos. En todas estas escenas aparecen
ciudades con tejados y torres y vigas, con calles torcidas, con faroles cuyos
pedestales se retuercen como una culebra, y abrazados a ellos, fantásticos
tudescos con medias verdes de turistas y un sombrerito jovial, con la
indispensable pluma. Estos borrachos simpáticos, de cuyos bolsillos escapan
golletes de botellas, miran con mirada lacrimosa a una señora obesa, apoyada en
la ventana, cubierta de un extraordinario camisón, con cofia blanca, y que
enarbola un tremendo garrote desde la altura.
La obesa señora de la ventana de las tres de la madrugada, tiene el semblante de
un carnicero, mientras que su cónyuge, con las piernas de alambre retorcido en
torno del farol, trata de dulcificar a la poco amable "frau".
Pero la "frau" es inexorable como un beduino. Le dará una paliza a su marido.
La ventana triste de las tres de la madrugada, es la ventana del pobre, la
ventana de esos conventillos de tres pisos, y que, de pronto, al iluminarse
bruscamente, lanza su resplandor en la noche como un quejido de angustia, un
llamado de socorro. Sin saber por qué se adivina, tras el súbito encendimiento,
a un hombre que salta de la cama despavorido, a una madre que se inclina
atormentada de sueño sobre una cuna; se adivina ese inesperado dolor de muelas
que ha estallado en medio del sueño y que trastornará a un pobre diablo hasta el
amanecer tras de las cortinas raídas de tanto usadas.
Ventana iluminada de las tres de la madrugada. Si se pudiera escribir todo lo
que se oculta tras de tus vidrios biselados o rotos, se escribiría el más
angustioso poema que conoce la humanidad. Inventores, rateros, poetas,
jugadores, moribundos, triunfadores que no pueden dormir de alegría. Cada
ventana iluminada en la noche crecida, es una historia que aún no se ha escrito.
DIALOGO DE LECHERIA
Días pasados, tabique por medio, en un lechería con pretensiones de "reservado
para familias", escuché un diálogo que se me quedó pegado en el oído, por lo
pelafustanesco que resultaba. Indudablemente, el individuo era un divertido,
porque las cosas que decía movían a risa. He aquí lo que más o menos retuve:
El Tipo. -Decime, yo no te juré amor eterno. ¿Vos podés afirmar bajo testimonio
de escribano público que te juré amor eterno? ¿Me juraste vos amor eterno? No.
¿Y entonces...?
Ella. -Ni falta hacía que te jurara, porque bien sabés que te quiero...
El Tipo. -Un... Eso es harina de otro costal. Ahora hablemos del amor eterno. Si
yo no te juré amor eterno, ¿por qué me hacés cuestión y me querellás?...
Ella. -¡Monstruo! Te sacaría los ojos...
El Tipo. -Y ahora me amenazás en mi seguridad personal. ¿Te das cuenta? ¿Querés
privarme de mi libertad de albedrío?
Ella. -¡Qué disparates estás diciendo!...
El Tipo. -Es claro. Vos no me querés dejar tranquilo. Pretendés que como un
manso cabrito me pase la vida adorándote...
Ella.- ¿Manso cabrito vos?... Buena pieza..., desvergonzado hasta decir basta...
El Tipo. -No satisfecha con amenazarme en mi seguridad personal, me injuriás de
palabra.
Ella. -Si no me juraste amor eterno, en cambio me dijiste que me querías...
El Tipo. -Eso es harina de otro costal. Una cosa es querer... y otra cosa,
querer siempre. Cuando yo te dije que te quería, te quería. Ahora...
Ella (amenazadora). -Ahora, ¿qué?
El Tipo (tranquilamente).- Ahora no te quiero como antes.
Ella. -¿Y cómo me querés, entonces?
El Tipo (con mucha dulzura).- Te quiero... ver lejos...
Ella. -Un descarado como vos no he conocido nunca.
El Tipo. -Por eso siempre te recomendé que viajaras. Viajando se instruye uno.
Pero no vayas a viajar en ómnibus, ni en tranvía. Tomá un vapor grande,
grandote, y andate... andate lejos.
Ella (furiosa). -¿Y por qué me besabas, entonces?
El Tipo. -Ejem... Eso es harina de otro costal...
Ella. -Parecés panadero.
El Tipo. -Yo te besaba, porque si no te besaba vos ibas a decir con tus amigas:
"Ven qué hombre más zonzo; ni me besa"...
Ella (resoplando). -¡Yo no sé como no te mato! ¿Así que vos me besabas por gusto
de besarme?
El Tipo. -No exageremos. Algo también me gustaba... Pero no tanto como vos
creés...
Ella. -Se puede saber, decime, ¿dónde te has criado? Porque vos no tenés
vergüenza. No la has tenido nunca. Ignorás lo que es la vergüenza.
El Tipo. -Sin embargo, yo soy muy tímido... Ya ves cuánto cavilo antes de
mandarte al diablo... No, al diablo, no, querida; no te disgustés... es una
forma de decir.
Ella (agarrándose al tema). -De modo que vos me besabas a mí...
El Tipo. -¡Dios mío! Si uno tuviera que dar cuenta de los besos que ha dado,
tendría que estar en presidio quinientos años. Vos parecés norteamericana.
Ella. -¡Norteamericana! ¿Por qué?
El Tipo. -Porque allá le pegás un beso a un palo de escoba y izas! la única
indemnización tolerada es el casamiento... de modo que a los besos no les des
importancia. Ahora, si yo hubiera echado a perder tu inocencia, sería otra
cosa...
Ella. -Yo no soy inocente. Inocentes son los locos y los bobos...
El Tipo. -Convengamos que decís una verdad grande como una casa. Y luego me
reprochás de ser injusto. Te doy la razón, querida. Sí, te la doy ampliamente.
¿Qué pecado me reprochás, entonces? ¿El que te haya dado unos besos?
Ella. -¿Unos besos? Si fueron como cuarenta.
El Tipo. -No... Estás mal, o tengo que suponer que vos no entendés de
matemáticas. Pongamos que son diez besos... Y estaremos en la cuenta. Y tampoco
llegan a diez. Además no valen porque son ósculos paternales... Y ahora, después
de enojarte que te haya besado, te enojás porque no quiero seguir besándote.
¿Quién las entiende a ustedes las mujeres?
Ella. -Me enojo porque me querés abandonar infamemente.
El Tipo. -Yo no te di más que unos besos para que vos no les dijeras a tus
amigas que yo era un tipo zonzo. No tengo otro pecado sobre mi conciencia. ¿Qué
me recriminás? ¿Se puede saber? A mí no me gusta hacer comedias. Vos te aburrís
en tu casa, te encontrás conmigo y te me pegoteás como si yo fuera tu padre. Y
yo no quiero ser tu padre. Yo no quiero tener responsabilidades. Soy un hombre
virtuoso, tímido y tranquilo. Me gusta abrir la boca como un papanatas frente a
un pillo que vende grasa de serpiente o cacerolas inoxidables. Vos, en cambio,
te empeñás en que te jure amor eterno. Y yo no quiero jurarte amor eterno ni
transitorio. Quiero andar atorranteando tranquilamente solo, sin una tía a la
cola que me cuenta historias pueriles y manidas... y que porque me des un beso
de morondanga me hacés pleitos que si me hubieras prestado a interés compuesto
los tesoros de Rotschild.
Ella. -Pero vos sos imposible...
El Tipo. -Soy un auténtico hombre honrado.
EL QUE SIEMPRE DA LA RAZON
Hay un tipo de hombre que no tiene color definido, siempre le da a usted la
razón, siempre sonríe, siempre está dispuesto a condolerse con su dolor y a
sonreír con su alegría, y ni por broma contradice a nadie, ni tampoco habla mal
de sus prójimos, y todos son buenos para él, y, aunque se le diga en la propia
cara: "¡Usted es un hipócrita!" es imposible hacerle abandonar su estudiada
posición de ecuanimidad.
Incluso cuando habla parece llenarse de satisfacción, y da palmaditas en las
espaldas de los que escuchan como si quisiera hacerse perdonar la alegría con
que los agasaja.
Esta efigie de hombre me produce una sensación de monstruo gelatinoso, enorme,
con más profundidades que el mismo mar.
No por lo que dice, sino por lo que oculta.
Obsérvelo.
Siempre busca algo con que halagar la vanidad de sus prójimos. Es especialista
en descubrir debilidades, no para vituperarlas o corregirlas, sino para
elogiarlas y echarles aceite como a la ensalada.
Es usted haragán. Pues el tipo le dirá:
-¡Qué macanudo "fiacún" es usted! Lo envidio, Jefe...
En cambio, usted tiene la pretensión de ser buen mozo. El fulano lo encuentra,
y, parándolo, le pone las dos manos en las coyunturas de los brazos, lo mira
dulcemente y exclama:
-¡Qué elegante está usted hoy! ¡Qué bien! ¿Dónde compró esa magnífica corbata?
Hombre dichoso.
Usted camina preocupado de encontrarse enfermo. Mi monstruo localiza su obsesión
y exclama, casi indignado:
-¿Enfermo usted? No chacotee. ¡Qué va a estar enfermo! Enfermo estoy yo.
E ipso facto desembucha tal colección de enfermedades, que usted casi lo mira
con terror... y contento de hallarse doliente de una sola enfermedad.
Se me dirá: "Son características de individuo enfermo, débil".
Más que hombre mi individuo es una enredadera, lenta, inexorable, avanzadora.
Puede cortarle todos los retoños que quiera, puede ofender a esta enredadera,
del mejor modo que le dé la gana. Es inútil. El monstruo no reaccionará.
Crece con lentitud aterradora. Clava las raíces y crece. Inútil que el medio le
sea adverso, que nadie quiera ayudarlo, que lo desprecien, que le den a entender
que lo peor puede esperarse de él. Tiempo perdido. La enredadera, a cambio de
injurias, le devolverá flores, perfume, caricias. Usted lo despreció y él se
detendrá un día asombrado ante usted, exclamando:
-¿Quién es su sastre? ¡Qué magnífico traje le ha cortado! Sinvergüenza, no hay
derecho a ser tan elegante.
Usted dice un mal chiste; el hombre se ríe, lo "lomea" y después de ser casi
víctima de una congestión por exceso de risa, dice:
-¡Qué gracioso es usted!... ¡Qué bárbaro!...
Y nuevamente vuelve a ser víctima de un ataque de risa, que le sube desde el
vientre hasta la nuca.
Está bien con todos. Algunos lo desprecian, otros lo compadecen, rarísimos lo
estiman, y a la mayoría le es indiferente. El, más que nadie, tiene perfecto
conocimiento de la repulsión interna que suscita, y avanza
con más precauciones que una araña sobre la red que extrae de su estómago.
Está bien con todos. Puede usted comunicarle un secreto, en la seguridad que él
lo embuchará más celosamente que una caja de hierro.
Puede usted hacerle una barrabasada. Antes de que tenga tiempo de disculparse,
él le dirá:
-Comprendo. Olvidemos. Somos hombres. Todos fallamos. ¡Ja, ja! ¡Qué rico tipo!
Imperceptiblemente sus gajos van prendiendo. Enroscándose a las defensas fijas.
No es necesario verle a él, para comprender dónde se encuentra. Más aceitoso que
una biela, se corre de un punto a otro con tal eficacia de elasticidad, que allí
donde haya alguien a quien festejar o adular allí tropezaréis con su sonrisa
amplia, ojos encandilados y sonrientes, y manos beatíficamente cruzadas sobre el
pecho.
No le sorprenderán en ninguna contradicción; salvo las contradicciones
inteligentes en que él mismo incurre para darle razón a su adversario y dejarlo
más satisfecho de su poder intelectual.
Otros se quejan. Hablan mal de la gente, del destino, de los jefes, de los
amigos. El, de la única persona de quien habla mal es de sí mismo. Los demás,
para los demás, exuda no sé de qué zona de su cuerpo tal extensión de aceite,
que en cuanto alguien encrespa una palabra él ahoga la tempestad del vaso de
agua con un barril de grasa.
Dije que este hombre era un monstruo, y que me infundía terror, terror físico,
igual que una pesadilla, porque adivinaba en él más profundidades que las que
tiene el mar.
Efectivamente: ¿se lo imaginan ustedes a este bicharraco enojado? ¿O tramando
una venganza?
"La procesión va por dentro." Exteriormente sonríe como un ídolo chino,
eternamente.
¿Qué es lo que desenvuelve dentro de él? ¿Qué tormentas? No me lo imagino...
puede estar usted seguro que en la soledad, en ese semblante que siempre sonríe,
debe dibujarse una tal fealdad taciturna, que al mismo diablo se le pondrá la
piel fría y mirará con prevención a su esperpento sobre la tierra: el hipócrita.
LA SEÑORA DEL MEDICO
Teléfono. -Grinnn... grinnn... grin...
Notero. -¡Al diablo con el teléfono!
Teléfono. -Grinnn... grinn... grin...
Notero. -¡Hola!... Sí: con Arlt... Hable no más...
Desconocido. -Señor Arlt, perdone que lo moleste. Entre romperle la cabeza de un
palo a mi mujer o contarle lo que me pasa, he optado por esto último... Deseo
que le haga una nota a mi mujer...
Notero. -¿A su señora?...
Desconocido. -Sí; a mi legítima esposa. Permítame que me presente. Soy médico.
Notero. -Tanto gusto.
Médico. -Soy médico... y no se ría, señor Arlt; acaba de ocurrirme con mi mujer,
el suceso más estrafalario que pueda presentársele a un profesional. Tan
estrafalario, que ya le he dicho: entre romperle la cabeza
a mi esposa de un palo, o confiarme a usted, opto por lo último. Asegúrese al
aparato, no se vaya a caer de espaldas.
Notero. -Ya estoy hecho a noticias bombas, de manera que no me sorprenderá.
Hable.
Médico. -Bueno; en estos momentos, mi señora está terminando de vestirse para ir
a consultar a un curandero.
Notero. -¡Qué formidable! Usted es médico y ella...
Médico. -Y ella está terminado su "toilette" en compañía de una amiga, para ir a
lo de un desvergonzado, que se las da de naturalista, con el objeto de que le
adivine qué enfermedad padece, la cual, entre paréntesis, consiste en unas
eczemas, naturalmente duras de curar, debido a que es diabética.
Lo maravilloso del caso, es que el tipo ese dice diagnosticar las enfermedades
por la forma de la letra y el nombre de los pacientes, y mi mujer es tan simple
que se lo cree, y no sólo se lo cree, sino que, además, me hace un drama para
que le permita visitar a ese tremendo pillete, que vive en Villa Domínico, y no
cobra la consulta, pero receta yuyitos que un cómplice suyo, en la herboristería
de la esquina, vende a peso de oro.
Notero. -Realmente es divertido su problema.
Médico. -Usted comprende que uno no ha cursado los seis años de escuela primaria
y otros seis de bachillerato, más otros siete de Universidad, para terminar
fracturándole el cráneo a su legítima esposa. Es incompatible con la profesión;
de manera que le agradecería profundísimamente se molestara en escribir una nota
sobre este caso, demostrativo de que hasta las mujeres de los médicos tienen
aserrín en el cerebro.
Notero. -Encantado, señor. Precisamente estaba rumiando un poco de bilis, de
manera que usted quedará complacido, porque creo que me va a salir una nota
chisposa de bronca.
Las necias se mueren por los charlatanes. Como las necias abundan, el problema
del hombre inteligente es mucho más grave de lo que puede suponerse. Los
charlatanes son los únicos individuos que acaparan la atención de las frívolas y
mentecatas. El autor de estas líneas no sabe a qué anomalía atribuir semejante
fenómeno. ¿Se debe a la mentalidad casi infantil de las damnificadas? ¿O a su
poca facilidad para concentrarse en los temas serios?
Una mujer duda del marido, del novio, del hermano y del padre, pero tropieza en
su camino con un desvergonzado locuaz, pirotecnia pura, gestos melodramáticos,
apostura estudiada, teatralidad estilo novela de esa pavota llamada Delly, y
padre, novio o marido, quedan anulados por el charlatán.
No hay nada que hacer. El charlatán ataca directamente la imagina-
un poco de salame a mediodía, donde los tomaba la hora, y luego marchaban,
marchaban infatigablemente hasta el oscurecer, en que se recogían.
Después pasaron muchos meses. No volví a verlos, hasta que un año después
apareció el viejo, pero tan ancianizado que parecía una momia. El hijo no lo
acompañaba. Se había muerto de enfermedad larga. Todas las economías se fueron
al diablo. Estaba tan enormemente triste, que de pronto le dijo a mi madre:
-Yo ya no boner esberanza en trabajo. Jugar lotería ahora. Mi no bolber a
Turquía.
El turco es soñador por naturaleza. De allí que sea jugador. Y a ello se une su
vida: una vida de trabajo que es desmoralizadora en su más alto grado, y para la
cual se requieren una serie de fuerzas que pronto se acaban.
Y para dejar de trabajar de una vez, trabaja y juega. Trabaja para poder jugar.
Se juega semana por semana, jugada por jugada, hasta el último centavo de
ganancia que le ha quedado.
Y luego empieza otra vez. ¿No ha sido ahora? ¡Será mañana ¿Quién lo sabe? El
azar de los números sólo Dios lo conoce...
Por eso juega. No es sólo la emoción, como en el jugador histérico, para quien
el juego es un placer nervioso puramente, sino que para el turco es una
posibilidad de enriquecimiento súbito. Cuando gane no jugará más, y esto es lo
que lo diferencia del jugador criollo que, gane o pierda, se jugaría hasta el
alma si se la acepta el quinielero o el banquero.
De allí que en las tardes de verano, cuando el sol raja la tierra, y los
caballos adormecen a la sombra de los árboles, insensibles al sol y a las nubes
de polvo, avanza el turco con su carga y su fatiga que le cubre de agua el
semblante. No le importa. Aguanta y avanza, pensando en un número, en un número
que le permita volver rico a esa Turquía que en mi imaginación infantil era una
ciudad redonda, rodeada de agua azul, y con muchas iglesias doradas...
EL PLACER DE VAGABUNDEAR
Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales
condiciones de soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio Fernández: "No toda es
vigilia la de los ojos abiertos".
Digo esto porque hay vagos, y vagos. Entendámonos. Entre el "crosta" de botines
destartalados, pelambre mugrientosa y enjundia con más grasa que un carro de
matarife, y el vagabundo bien vestido, soñador y escéptico, hay más distancia
que entre la Luna y la Tierra. Salvo que ese vagabundo se llame Máximo Gorki, o
Jack London, o Richepin.
Ante todo, para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios y luego
ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen la mirada de
hambre y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse, se
alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad, una respetable distancia.
Claro está que nuestra ciudad no es de las más apropiadas para el atorrantismo
sentimental, pero ¡qué se le va a hacer!
Para un ciego, de esos ciegos que tienen las orejas y los ojos bien abiertos
inútilmente, nada hay para ver en Buenos Aires, pero, en cambio, ¡qué grandes,
qué llenas de novedades están las calles de la ciudad para un soñador irónico y
un poco despierto! ¡Cuántos dramas escondidos en las siniestras casas de
departamentos! ¡Cuántas historias crueles en los semblantes de ciertas mujeres
que pasan! ¡Cuánta canallada en otras caras! Porque hay semblantes que son como
el mapa del infierno humano. Ojos que parecen pozos. Miradas que hacen pensar en
las lluvias de fuego bíblico. Tontos que son un poema de imbecilidad. Granujas
que merecerían una estatua por buscavidas. Asaltantes que meditan sus
trapacerías detrás del cristal turbio, siempre turbio, de una lechería.
El profeta, ante este espectáculo, se indigna. El sociólogo construye indigestas
teorías. El papanatas no ve nada y el vagabundo se regocija. Entendámonos. Se
regocija ante la diversidad de tipos humanos. Sobre cada uno se puede construir
un mundo. Los que llevan escritos en la frente lo que piensan, como aquellos que
son más cerrados que adoquines, muestran su pequeño secreto... el secreto que
los mueve a través de la vida como fantoches.
A veces lo inesperado es un hombre que piensa matarse y que lo más gentilmente
posible ofrece su suicidio como un espectáculo admirable y en el cual el precio
de la entrada es el terror y el compromiso en la comisaría seccional. Otras
veces lo inesperado es una señora dándose de cachetadas con su vecina, mientras
un coro de mocosos se prende de las polleras de las furias y el zapatero de la
mitad de cuadra asoma la cabeza a la puerta de su covacha para no perder el
plato.
Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras
que se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle,
la calle lisa y que parecía destinada a ser una arteria de tráfico con veredas
para los hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un
escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y es-
pantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados,
los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal.
Porque, en realidad, ¿qué fue Goya, sino un pintor de las calles de España?
Goya, como pintor de tres aristócratas zampatortas, no interesa. Pero Goya, como
animador de la canalla de Moncloa, de las brujas de Sierra Divieso, de los
bigardos monstruosos, es un genio. Y un genio que da miedo.
Y todo eso lo vio vagabundeando por las calles.
La ciudad desaparece. Parece mentira, pero la ciudad desaparece para convertirse
en un emporio infernal. Las tiendas, los letreros luminosos, las casas quintas,
todas esas apariencias bonitas y regaladoras de los sentidos, se desvanecen para
dejar flotando en el aire agriado las nervaduras del dolor universal. Y del
espectador se ahuyenta el afán de viajar. Más aún: he llegado a la conclusión de
que aquél que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de su
ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del mundo. Y
no las encontrará, porque el ciego en Buenos Aires es ciego en Madrid o
Calcuta...
Recuerdo perfectamente que los manuales escolares pintan a los señores o
caballeritos que callejean como futuros perdularios, pero yo he aprendido que la
escuela más útil para el entendimiento es la escuela de "
la calle, escuela agria, que deja en el paladar un placer agridulce y que enseña
todo aquello que los libros no dicen jamás. Porque, desgraciadamente, los libros
los escriben los poetas o los tontos.
Sin embargo, aún pasará mucho tiempo antes de que la gente se dé cuenta de la
utilidad de darse unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que lo
aprendan serán más sabios, y más perfectos y más indulgentes, sobre todo. Sí,
indulgentes. Porque más de una vez he pensado que la magnífica indulgencia que
ha hecho eterno a Jesús, derivaba de su continua vida en la calle. Y de su
comunión con los hombres buenos y malos, y con las mujeres honestas y también
con las que no lo eran.
¡ATENTI, NENA, QUE EL TIEMPO PASA!
Hoy, mientras venía en el tranvía, carpeteaba a una jovenzuela que, acompañada
por el novio, ponía cara de hacerle un favor a éste permitiéndole que estuviera
al lado. En todo el viaje no dijo otra palabra que no fuera sí o no. Y para
ahorrarse saliva movía la "zabeca" como mula noriega. El gil que la acompañaba
ensayaba todo el arte de conversación, pero al ñudo; porque la nena se hacía la
interesante y miraba al espacio como si buscara algo que fuera menos zanahoria
que el acompañante.
Yo meditaba broncas filosóficas al tiempo que pensaba. En tanto las cuadras
pasaban y el Romeo de marras venía dale que dale, conversando con la nena que me
ponía nervioso de verla tan consentida. Y sobrándola, yo le decía "in mente":
-Nena, no te hablaré del tiempo, del concepto matemático del rantifuso tiempo
que tenían Spencer, Poincaré, Einstein y Proust. No te hablaré, del tiempo
espacio, porque sos muy burra para entenderme; pero atendé estas razones que son
de hombre que ha vivido y que preferiría vender verdura a escribir:
"No lo desprecies al tipo que llevás al lado. No, nena; no lo desprecies.
"El tiempo, esa abstracción matemática que revuelve la sesera a todos los
otarios con patentes de sabios, existe, nena. Existe para escarnio de tu
trompita que dentro de algunos años tendrá más arrugas que guante de vieja o
traje de cesante.
"¡Atenti, piba, que los siglos corren!
"Cierto es que tu novio tiene cara de zanahoria, con esa nariz fuera de
ordenanza y los "tegobitos" como los de una foca. Cierto que en cada fosa nasal
puede llevar contrabando, y que tiene la mirada pitañosa como sirviente sin
sueldo o babión sin destino, cierto que hay muchachos más lindos, más
simpáticos, más ranas, más prácticos para pulsar la vihuela de tu corazón y
cualquier cosa que se le ocurra al que me lee. Cierto es. Pero el tiempo pasa, a
pesar de que Spencer decía que no existía y Einstein afirme que es una realidad
de la geometría euclidiana que no tiene minga que ver con las otras
geometrías... ¡Atenti, nena, que el tiempo pasa! Pasa. Y cada día merma el stock
de giles. Cada día desaparece un zonzo de la circulación. Parece mentira, pero
así no más es.
"Te adivino el pensamiento, percalera. Es éste: “Puede venir otro mejor”...
"Cierto... Pero pensá que todos quieren tomarle tacto a la mercadería, pulsar la
estofa, saber lo que compran para batir después que no les gusta, y ¡qué diablo!
Recordate que ni en las ferias se permite tocar la manteca, que la ordenanza
municipal en los puestos de los turcos bien claro lo dice: “Se prohibe tocar la
carne”, pero que esas ordenanzas en la caza del novio, en el clásico del civil,
no rezan, y que muchas veces hay que infringir el digesto municipal para llegar
al registro nacional.
"¿Que el hombre es feo como un gorila? Cierto es; pero si te acostumbrás a
mirarlo te va a parecer más lindo que Valentino. Después que un novio no vale
por la cara, sino por otras cosas. Por el sueldo, por lo empacador de vento que
sea, por lo cuidadoso del laburo... por los ascensos que puede tener... en
fin... por muchas cosas. Y el tiempo pasa, nena. Pasa al galope; pasa con
bronca. Y cada día merma el stock de los zanahorias; cada día desaparece de la
circulación un zonzo. Algunos que se mueren, otros que se avivan..."
Así iba yo pensando en el bondi donde la moza las iba de interesante por el
señor que la acompañaba. Juro que la autoengrupida no pronunció media docena de
palabras durante todo el viaje, y no era yo sólo el que la venía carpeteando,
sino que también otros pasajeros se fijaron en el silencio de la fulana, y hasta
sentíamos bronca y vergüenza, porque el mal trago lo pasaba un hombre, y ¡qué
diablos! al fin y al cabo, entre los leones hay alguna solidaridad, aunque sea
involuntaria.
En Caballito, la niña subió a una combinación, mientras que el gil se quedó en
la acera esperando que el bondi rajara. Y ella desde arriba y él desde la rúa,
se miraban con comedia de despedida sin consuelo. Y cuando el gaita mótorman
arrancó, él, como quien saluda a una princesa, se quitó el capelo mientras que
ella digitaleaba en el espacio como si se alejara en un "píccolo navío".
Y fijándome en la pinta déla dama, nuevamente reflexioné:
-¡Atenti, nena, que el tiempo raja! Todavía estás a tiempo de atrapar al zonzo
que tratás con prepotencia, pero no te ilusiones.
"Vienen años de miseria, de bronca, de revolución, de dictadura, de quiebras y
de concordatos. Vienen tiempos de encarecimientos. El que más, el que menos,
galgueará en la rúa en busca del sustento cotidiano. No seas, entonces, baguala
con el hombre, y atendelo como es debido. Meditá. Hoy, todavía, lo tenés al
lado; mañana podés no tenerlo. Conversalo, que es lo que menos cuesta. Pensá que
a los hombres no les gustan las novias silenciosas, porque barruntan que bajo el
silencio se esconde una mala pécora y una tía atimada, zorrina y broncosa.
¡Atenti, nena; que el tiempo no vuelve!..."
EL HOMBRE CORCHO
El hombre corcho, el hombre que nunca se hunde, sean cuales sean los
acontecimientos turbios en que está mezclado, es el tipo más interesante de la
fauna de los pilletes.
Y quizá también el más inteligente y el más peligroso. Porque yo no conozco
sujeto más peligroso que ese individuo, que, cuando viene a hablaros de su
asunto, os dice:
-Yo salí absuelto de culpa y cargo de ese proceso con la constancia de que ni mi
buen nombre ni mi honor quedaban afectados.
Bueno, cuando malandra de esta o de cualquier otra categoría os diga que "su
buen nombre y honor no quedan afectados por el proceso", pónganse las manos en
los bolsillos y abran bien los ojos, porque si no les ha de pesar más tarde.
Ya en la escuela fue uno de esos alumnos solapados, de sonrisa falsa y
aplicación excelente, que cuando se trataba de tirar una piedra se la alcanzaba
al compañero.
Siempre fue así, bellaco y tramposo, y simulador como él solo.
Este es el mal individuo, que si frecuentaba nuestras casas convencía a nuestras
madres de que él era un santo, y nuestras madres, inexpertas y buenas, nos
enloquecían luego con la cantinela:
-Tomá ejemplo de Fulano. Mirá qué buen muchacho es.
Y el buen muchacho era el que le ponía alfileres en el asiento al maestro, pero
sin que nadie lo viera; el buen muchacho era el que convencía al maestro de que
él era un ejemplo vivo de aplicación, y en los castigos colectivos, en las
aventuras en las cuales toda la clase cargaba con el muerto, él se libraba en
obsequio a su conducta ejemplar; y este pillete en semilla, este malandrín en
flor, por "a", por "b" o por "c", más profundamente inmoral que todos los brutos
de la clase juntos, era el único que convencía al bedel o al director de su
inocencia y de su bondad.
Corcho desde el aula, continuará siempre flotando; y en los exámenes, aunque
sabía menos que los otros, salía bien; en las clases igual, y siempre, siempre
sin hundirse, como si su naturaleza física participara de la fofa condición del
corcho.
Ya hombre, toda su malicia natural se redondeó, perfeccionándose hasta lo
increíble.
En el bien o en el mal, nunca fue bueno; bueno en lo que la palabra significaría
platónicamente. La bondad de este hombre siempre queda sintetizada en estas
palabras:
"El proceso no afectó ni mi buen nombre ni mi honor".
Allí está su bondad, su honor y su honradez. El proceso no "los afectó". Casi,
casi podríamos decir que si es bueno, su bondad es de carácter jurídico. Eso
mismo. Un excelente individuo, jurídicamente hablando. ¿Y qué más se le puede
pedir a un sinvergüenza de esta calaña?
Lo que ocurrió es que flotó, flotó como el maldito corcho. Allí donde otro pobre
diablo se habría hundido para siempre en la cárcel, en el deshonor y la
ignominia, el ciudadano Corcho encontró la triquiñuela de la ley, la escapatoria
del código, la falta de un procedimiento que anulaba todo lo actuado, la
prescripción por negligencia de los curiales, de las aves negras, de los
oficiales de justicia y de toda la corte de cuervos lustrosos y temibles. El
caso es que se salvó. Se salvó "sin que el proceso afectara su buen nombre ni su
honor". Ahora sería interesante establecer si un proceso puede afectar lo que un
hombre no tiene.
Donde más ostensibles son las virtudes del ciudadano Corcho es en las "litis"
comerciales, en las trapisondas de las reuniones de acreedores, en los conatos
de quiebras, en los concordatos, verificaciones de créditos, tomas de razón, y
todos esos chanchullos donde los damnificados creen perder la razón, y si no la
pierden, pierden la plata, que para ellos es casi lo mismo o peor.
En estos líos, espantosos de turbios y de incomprensibles, es donde el ciudadano
Corcho flota en las aguas de la tempestad con la serenidad de un tiburón. ¿Que
los acréedores se confabulaban para asesinarlo? Pedirá garantías al ministro y
al juez. ¿Que los acreedores quieren cobrarle? Levantará más falsos testimonios
que Tartufo y su progenitor ¿Que los falsos acreedores quieren chuparle la
sangre? Pues, a pararse, que si allí hay un sujeto con derecho a sanguijuela, es
él y nadie más. ¿Que el síndico no se quiere "acomodar"? Pues, a crearle al
síndico complicaciones que lo sindicarán como mal síndico.
Y tanto va y viene, y da vueltas, y trama combinaciones, que al fin de cuentas
el hombre Corcho los ha embarullado a todos, y no hay Cristo que se entienda. Y
el ganancioso, el único ganancioso, es él. Todos los demás ¡van muertos!
Fenómeno singular, caerá, como el gato, siempre de pie. Si es en un asunto
criminal, se libra con la condicional; si en un asunto civil, no paga ni el
sellado; si en un asunto particular, entonces, ¡qué Dios os libre!
Tremendo, astuto y cauteloso, el hombre Corcho no da paso ni puntada en falso.
Y todo le sale bien. Así como en la escuela pasaba los exámenes aunque no
supiera la lección, y en el examen siempre acertó por una bolilla favorable,
este sujeto, en la clase de la vida, la acierta igualmente. Si se dedicó al
comercio, y el negocio le va mal, siempre encuentra un zonzo a quien
endosárselo. Si se produce una quiebra, él es el que, a pesar de la ferocidad de
los acreedores, los arregla con un quince por ciento a pagar en la eternidad,
cuando pueda o cuando quiera. Y siempre así, falso, amable y terrible, prospera
en los bajíos donde se hubiera ido a pique, o encallado, más de una preclara
inteligencia.
¿Talento o instinto? ¡Quién lo va a saber!
¿NO SE LO DECIA YO?
Siempre que en una casa, por intercesión o culpa de un tercero, ocurre un
desbarajuste, no falta un miembro de la familia que exclame, regocijado: -¿No se
lo decía yo? Siempre me pareció que esto iba a terminar así. Como es natural,
sobre si el referido miembro lo dijo o no lo dijo, se arma otra pelotera de San
Quintín; pelotera que en modo alguno aclara el lío, sino que lo enturbia más,
pues por efecto de los ánimos explosivos, viene a suscitar nuevos chismes,
nuevas historias, nuevos coscorrones.
Y es que la frase trae siempre a colación una primera impresión: primera
impresión que se desechó por inútil, ya que el semblante nuevo es como una
tierra desconocida que, por sus accidentes, permite juzgar de su topografía, de
sus posibilidades transitables y de otras tantas condiciones que se relacionan
con la vida.
De ahí, que muchos, cuando se encuentran en presencia de un rostro nuevo, es
como si de pronto, tuvieran ante los ojos un mapa; mapa que les permite, en el
aturdimiento de las palabras que se cambian por primera vez, intuir las virtudes
o los vicios de ese nuevo desconocido que se mueve en las voces y los gestos y
los rasgos faciales.
Son gentes que llegan hasta adivinar cosas ajenas. No se trata de magos n¡ de
brujos, de quirománticos ni de astrólogos, sino de intuitivos, como explicaremos
más adelante.
Para ellos la cara de un individuo es como un libro abierto, con letras grandes
y con figuritas explicativas. Por eso difícilmente se equivocan. Y esa habilidad
extraordinaria la han desarrollado hasta lo maravilloso por su ilimitado amor a
la alacranería. Porque no es posible hablar muy bien ni mal de la gente si uno
no conoce a su víctima. Y el afán de alacranear se hace tan intenso, que los
alacranes aprenden a reconocer a la gente con una certeza y una rapidez
inconcebible. Así largan su baba de maledicencia, y así, también, demuestran sus
dotes proféticas cuando dicen: "¿No se lo decía yo?"
Y es que cuando un individuo, un poco sensible, comienza a manifestar sus
primeras impresiones, resulta frecuentemente que se le tacha de venenoso o de
alacrán; y cuando sus profecías se confirman, se le mira con una rabieta mal
disimulada; esa rabieta con que juzgaríamos a un hombre que nos pudo salvar de
un peligro y que no lo hizo, aunque sabemos perfectamente que el "intuitivo" no
tuvo la culpa, ya que bien nos lo advirtió.
Lo cual, entre paréntesis, no es ningún mérito, ya que la gente, por lo general,
es más bien mala que buena, y entonces menos peligro de equivocarse se corre
pensando desfavorablemente de la humanidad que de un modo optimista.
Según los manuales de ciencias ocultas y de psicología trascendental, los
intuitivos son personas de gran sensibilidad y cultura, gente cuyo refinamiento
interior y exterior les permite juzgar, a simple vista, de la mentalidad de sus
semejantes. Esto, según la psicología; porque, según los libros de ciencias
ocultas, esas intuiciones son el producto de una vida pura, física y mentalmente
hablando.
Pero yo he descubierto que eso debe ser puro macaneo, o macaneo libre de gente
que necesita escribir un libro, y, sobre escribirlo, venderlo.
Y hago esta brusca proposición porque he observado que en los barrios de nuestra
ciudad las que desempeñan tal tarea profética no son personas de extraordinaria
cultura ni vida interior semejante a la del Buda o de Cristo, sino viejas de
nariz ganchuda, ancianas temibles por lo chismosas, de sonrisa meliflua, que a
cada mudanza que se efectúa en el barrio, se asoman envueltas en una pañoleta, a
la puerta de calle y con una sonrisa burlona, aguzando como destornilladores sus
ojillos grises, controlan todos los trastos que los faquines bajan de los
carros.
Otras vecinas, igualmente curiosas, mosquetean la descarga, y la vieja intuitiva
reserva la opinión hasta la tarde.
Al día siguiente, la de la ganchuda nariz y lengua de lezna, observa a sus
nuevos vecinos con sonrisa afectuosa. Pasa, de intento, tres veces frente a la
casa, para notar de qué modo visten las mujeres, para verles las caras, y luego,
prudente, friolera, se recoge. Ha formado opinión.
Y al otro día, en la carnicería, cuando todas las amigas hacen rueda en torno
del bofe o de un repollo, mientras que la mujer del carnicero vigila el puesto
de verdura, la vieja, al ser interrogada, contesta.
-Me parecen unos tramposos.
Y lo curioso es que la maldita viejezuela acierta.
Otras veces, el estudio psicológico se refiere al novio de la niña.
La anciana metomentodo observa dos o tres días la cara del galán, y luego, un
día, cuando se habla de bodas y de noviazgos, y en la conversación se
entremezcla el futuro del matrimonio de la mocita que despierta todas las
envidias de sus amigas, la de la nariz ganchuda dice:
-El corazón me da que el mozo ese la va a plantar con la ropa comprada.
Y así ocurre. Un buen día, el bergante desaparece, y todas las comadres,
recordando la predicción de la condenada vieja, exclaman:
-Pero, ¿había visto? ¡Qué olfato tiene doña María!
Y es que doña María, o doña X, se pasa la vida estudiando la vida del prójimo. Y
la estudia con apasionamiento inconsciente en todos los detalles exteriores que
permiten hacer deducciones profundas, y llega un momento en que ve con más
claridad en las vidas de los otros que en la propia.
PADRES NEGREROS
He sido testigo de una escena que me parece digna de relatarse.
Un amigo y yo solemos concurrir a un café que atiende el propietario del mismo,
su mujer y dos hijos. De los hijos, el mayor tendrá nueve años, el menor, siete.
Mas los mocosos se desempeñan como mozos auténticos, y no hay nada que decir del
servicio, como no ser que en los intervalos las criaturas aprovechan para hacer
pavadas, que, gracias al diablo, al padre y a la madre, ni tiempo de hacer
macanas dignas de su edad tienen.
¿Qué macanas? Trabajar. Hay que ver al padre. Tiene cara meliflua y es de esos
hombres que castigan a los hijos con una correa, mientras les dicen despacito al
oído: "Cuidado con gritar, ¿eh?, que si no te mato". Y lo más grave es que no
los matan, sino que los dejan moribundos a lonjazos.
La madre es una mujer gorda, ceño acentuado, bigotes, brazos de jamón y ojos que
vigilan el centavo con más prolijidad que si el centavo fuera un millón. Hombre
y mujer se llevan admirablemente. Os recuerdan el matrimonio Thenardier, el
posadero que decía: "Al viajero hay que cobrarle hasta las moscas que su perro
se come". No piensan nada más que en el maldito dinero. Habría que encerrarlos
en una pieza llena de discos de oro y dejarlos morir de hambre allí dentro.
Mi amigo suele dejar varias monedas de propina. No es pobre. Bueno: yo creo que
el chico que nos servía cometió la imprudencia de decirle al padre eso, porque
ayer, cuando nos sentamos, nos sirvió el mocoso, pero en el momento de
levantarnos y dejar paga la consumición, preciso instante en que el chico venía
para recoger las monedas, el padre, que vigilaba un gato o una paloma distraída,
el padre se precipitó, le dio una orden al chico, y, ¡fíjese bien!, sin contar
el dinero, para ver si estaba o no justo el pago de la consumición, se lo echó
al bolsillo. El chico miró lastimeramente en nuestra dirección.
Mi amigo vaciló. Quería dejar una propina para el mocito; y entonces yo le dije:
-No. No hay que hacer eso. Dejá que el chico juzgue al padre. Si vos le dejás
propina, la impresión penosa que tuvo se borra inmediatamente. En cambio, si no
le dejás propina, no se olvidará nunca de que el padre le "robó" por prepotencia
dos moneditas que él sabe perfectamente estaban allí para él. Es necesario que
los hijos juzguen a sus padres. ¿Pensás que las injusticias se olvidan? Algún
día, ese chico que no ha tenido infancia, que no ha tenido juegos apropiados a
su edad, que fue puesto a trabajar en cuanto pudo servir al prójimo, algún día
el chico ese odiará al padre por toda la explotación inicua de que lo hizo
víctima.
Luego nos separamos; pero me quedé pensando en el asunto.
Recuerdo que otra mañana encontré en una calle de Palermo a un carnicero
gigantesco que entregaba una canasta bastante cargada de carne a un chico hijo
suyo, que no tendría más de siete años de edad. El chico caminaba completamente
torcido, y la gente (¡es tan estúpida!) sonreía; y el padre también. En fin, el
hombre estaba orgulloso de tener en su familia, tan temprano, un burro de carga,
y sus prójimos, tan bestias como él, sonreían, como diciendo:
-¡Vean, tan criatura y ya se gana el pan que come!
Pensé hacer una nota con el asunto; luego otros temas me hicieron olvidarlo,
hasta que el otro acto me lo recordó.
Cabe preguntarse ahora, si estos son padres e hijos, o qué es lo que son. Yo he
observado que en este país, y sobre todo entre las familias extranjeras, el hijo
es considerado como un animal de carga. En cuanto tiene uso de razón o fuerzas
"lo colocan". El chico trabaja y los padres cobran. Si se les dice algo al
respecto, la única disculpa que tienen estos canallas es:
-Y... ¡hay que aprovechar mientras que son chicos! Porque cuando son grandes se
casan y ya no se acuerdan más del padre que les dio la vida (Como si ellos
hubieran pedido antes de ser que les dieran la vida).
Y cuando son chicos se les hace trabajar porque alguna vez serán grandes; y
cuando son grandes, tienen que trabajar, porque si no ¡se mueren de hambre!...
Por lo general, el chico trabaja. Se acostumbra a agachar el lomo. Entrega la
quincena íntegra, con rabia, con odio. En cuanto hace el servicio militar, se
casa y no quiere saber nada con "los viejos". Los detesta. Ellos le agriaron la
infancia. El no lo sabe, pero los detesta, inconscientemente.
Vaya usted y converse con esos centenares de muchachos trabajadores. Todos le
dirán lo mismo: "Desde que yo era un purrete, me metieron al yugo". Hay padres
que han explotado bárbaramente a los hijos. Y los que hicieron una fortuna no
les importa un ardite el odio de los hijos. Dicen: "Tenemos plata y nos
respetarán".
Hay casos curiosos. Conozco el de un colchonero que posee diez o quince casas.
Es rico hasta decir basta. El hijo se desgarró. Ahora es un borrachín. A veces,
cuando está en curda, asoma la cabeza entre los colchones y le grita al padre,
que está cardando lana:
-¡Cuando revientes, con tu plata los voy a vestir de colorado a todos los
borrachos de Flores! Y las casitas, ¡las vamos a convertir en vino!
Se explican estas monstruosidades. ¡Claro! La relación entre estos padres e
hijos ha sido mucho más agria que entre un patrón exigente y un operario
necesitado. Y estos hijos están deseando que "reviente" el padre para malgastar
en un año de haraganería la fortuna que él acumuló en cincuenta de trabajo
odioso, implacable, tacaño.
"LABURO" NOCTURNO
Tengo un amigo, Silvio Spaventa, que, sin grupo, es un caso digno de observación
frenopática.
Trabaja después de haberse tirado veinticinco años a la bartola. Cómo y cuándo,
yo no sé, mas sí estoy en antecedentes de que la familia, el día que se enteró
de que el nene laburaba, creyó que le había dado un ataque de enajenación
mental, y avisaron al médico de la casa. Numerosas personas pasaron de visita
para informarse de si se trataba de un caso que entraba en los dominios del
doctor Cabred, o de si la noticia era una simple y fortuita bola que el azar
había echado a correr por el pavimento de la ciudad.
Pero no; la bola no era grupo, el laburo tampoco era ataque de enajenación, y
los vecinos, después de carpetear durante una semana el caso, se llamaron a
sosiego, y en la actualidad el fenómeno sigue intrigando únicamente a los
parientes, que cuando se encuentran con el vago le espetan a boca de jarro, como
yo he tenido oportunidad de escuchar, la siguiente pregunta:
-¿Así que trabajás? ¿Te has vuelto loco?
Los parientes, como es natural, han yugado siempre. Pero se acostumbraron a ver
que el otro no trabajaba, y ahora se asombran con el mismo asombro con que
quedaría estupefacta una gallina de ver que el pollo, nacido de un huevo de
pato, anda por el agua sin ahogarse.
Y tanto y tanto han carpeteado el asunto, que a pedido del amigo me veo obligado
a explicar por qué y cómo labura... y debido a qué razones su caso escapa a la
frenopatía, a la enajenación y penetra en el mundo de los casos racionales y
perfectamente "manyados" por la casi totalidad de los ciudadanos de este país.
"La ventaja de hacer una nota sobre por qué trabajo -me ha dichoconsiste en que
me ahorro el laburo de explicar a todos los consanguíneos las razones por qué
trabajo. En cuanto me los encuentre y me pregunten, como pienso comprar
doscientos ejemplares de El Mundo, les entrego la hoja recortada y pianto."
-Trabajo -me dice el amigo- de nueve a dos de la madrugada. Es decir, a la hora
en que todo el mundo entra al "feca" o apoliya. Es decir: trabajo en unas horas
en que casi nadie trabaja, que es como no trabajar. Porque -¿vos te das cuenta?-
tengo el día disponible. Puedo dormir mientras "Febo la cresta dora". Y duermo.
A las tres de la tarde, me levanto y salgo a ventilarme; luego, a las nueve,
entro a la oficina y salgo a las dos. Ahora bien; a mí lo que me revienta es el
trabajo a horario, la recua, eso de levantarse a las siete de la mañana como
todo el mundo, lavarme la cara de prepotencia, meterme en el subte repleto de
fulanos ojerosos y ¡che! ¿esperar a que sean las doce para otra vez empezar la
cantinela del "córrase más adelante", etc.? ¡No, che! Así no trabajo yo m de
ministro. A mí que me den un trabajo que no sea trabajo. Que no tenga las
apariencias de tal. ¿Te das cuenta? Tengo psicología... Lo único que pido es que
me disfracen el laburo.
-Está bien... Seguí...
-De otro modo es para cianurarse. Yo no me he negado nunca a ¡aburar, pero, eso
sí, que me dieran trabajo a mi gusto. Tardé veinticinco años en encontrarlo.
¡Pero lo encontré! Lo que demuestra que cuando uno procede de buena fe y con
mejores intenciones, lo que busca no puede menos de encontrarlo alguna vez. Si
yo fuera un turro bananero, no trabajaría. Andaría de portuario por los "fecas".
Pero no; trabajo. Eso sí, trabajo porque sarna con gusto... es como si
farrearas. Lo que hay es que soy un innovador. Un reformador de la humanidad.
Pienso: ¿Por qué ha de ir Vicente adonde va la gente? ¿Ves vos las consecuencias
de este régimen carcelario? Que a una misma hora un millón de habitantes morfa,
media hora después, ese millón, al trote y a los cañonazos, se embute en los
tranvías y ómnibus para llegar a horario a la oficina... Y, no es posible,
che... ¡no!... Yo estoy contra la uniformidad. A mí, dame variación. Dame la
poesía de la noche y la melancolía del crepúsculo y un escolazo a las tres de la
matina y una auténtica parrillada criolla a las cuatro horas. Ser o no ser, che.
Sin grupo. Ponete en mi lugar...
-Sos un héroe...
-Hacé la nota, que se la enseño al jefe, y vas a ver... ¡es macanudo!... En
cuanto la lea se cacha el mondongo de risa... Bueno... Decí que abogo por la
abolición del régimen del laburo diurno, que te impide darte unos buenos
fomentos al sol y unas sabrosas panzadas de oxígeno. Mirá: vos lo que tenés que
hacer es explicar la psicología de un "orre" en la soledad nocturna, gozando el
silencio, laburando solito, amarrocando sus mangos para fin de setimana... Eso
es lo que tenés que hacer, vos...
Parodiándolo a Nietzsche, que murió solo en un manicomio, puedo yo también
decir: "Así hablaba Spaventa". Con meliflua y perrera expresión de hombre de
mundo, que sabe lo que es carpetear el destino desde una mesa de café mientras
el mozo ladra una letanía broncosa y un "de profundis" asesino por el débito de
un capuchino atorrante y dos cafés achicoriosos.
¡Así hablaba Spaventa!... el que ahora trabaja... Después de haberse tirado
durante veinticinco años a la bartola. Pero su buena fe ha quedado evidenciada.
Que sirva de ejemplo y gozoso testimonio de vida espiritual para todos los
curros que en este mundo habemos.
EL RELOJERO
Si hay un oficio raro es indudablemente el de relojero, ya que los relojeros no
parecen haber estudiado para relojeros sino que han aparecido sobre el mundo
conociendo la profesión.
Y no me falta razón.
Conversando hoy con un desconocido, en un ómnibus -señor que resultó ser
relojero, relojero auténtico, y no ladrón de relojes-, me decía este señor:
-El oficio de relojero no se aprende. Se trae en la sangre. Y después de traerlo
en la sangre, hay que hacer práctica un infinito número de años para dominar
perfectamente los mecanismos, ya que de otro modo se pueden echar a perder en
vez de componerlos.
De acuerdo con su criterio, le respondí:
-Un relojero será una especie de bicho raro, un "avis rara", como decía Asnorio
Salinas.
-No señor, nada de eso. Al contrario; el oficio abunda tanto que para darse
cuenta de ello no tiene más que leer las páginas de avisos de los diarios. No se
piden nunca relojeros. Y no se piden porque sobran. La profesión está echada a
perder. Con decirle que yo he estado nueve meses sin trabajo, buscando empleo de
relojero, y eso que soy oficial. Por fin ahora me he acomodado, y me dedico a la
especialidad de despertadores.
-¿Cómo? ¿En el oficio hay especialidades?
-Sí, señor. Ponga usted por ejemplo a un hombre que antes de ser relojero ha
trabajado de herrador de caballos. Por más práctica que tenga es inútil, no
servirá para el trabajo fino y delicado, para componer y refaccionar relojes
pulseras de señoras, que tienen las piezas microscópicas. A mí me ha pasado lo
mismo. Antes de ser relojero fui remachador de calderas, y naturalmente, la mano
estaba un poco viciada.
-Sí, se explica.
-Ahora bien; yo soy un hombre prudente y no me meto en camisa de once varas, de
ahí que mi especialidad sean los relojes despertadores.
-¿Y se gana?
-Poco.
Después que me aparté del latoso relojero, me quedé pensando en este gremio
misterioso y dueño del tiempo.
Y me quedé pensando, porque más de una vez, recorriendo las calles, me detuve,
perplejo, ante un portal, mirando un sujeto que casi siempre tenía condición
israelita, y que con un tubo negro en un ojo, remendaba relojes como quien echa
medias suelas a un botín. Y no sé de dónde se me ocurrió la idea de que los
relojeros, en el fondo, debían ser todos medios anarquistas y fabricantes de
bombas de reloj.
Porque en las novelas de Pío Baroja, los relojeros si no son anarquistas son
filósofos. Y un relojero filósofo o anarquista no queda mal. En Rusia, al menos
en la época del zarismo, todos los relojeros eran sindicados como
semirrevolucionarios.
Y es que en el fondo el trabajo de componer relojes es un trabajo filosófico.
Ante todo se necesita la paciencia de un beato o de un angélico, para apechugar
con tanta minucia y preocuparse de que ande bien por cierto tiempo, nada más.
Luego, cierta tristeza de vivir.
Porque recordarán ustedes que ese trabajo de corcovado, y de cíclope, ya que el
sujeto trabaja con un solo ojo, es agobiador.
Casi todos los relojeros son pálidos, lentos en modales, silenciosos. Las
estadísticas policiales no dan nunca un relojero criminal. Me he fijado
detenidamente en este fenómeno.
A lo mucho, cuando se irritan en sus hogares, le dan dos puntapiés a la mujer.
Pero en ese caso la mujer tiene que ser muy perversa. Si no, no se desmandan
jamás.
No les trae el malo ni el buen vino. Cruzan por la vida como entes monjiles,
misteriosos, cautos, llenos de un silencio de oro.
Y es que en otros tiempos el oficio de relojero era un trabajo lleno de
condiciones misteriosas, y casi sagradas. Si no me equivoco, Carlos V, cuando se
desilusionó del mundo y sus pompas, se fue a estropear relojes a un convento.
Y los astrólogos del pasado conocían este arte mecánico y casi mágico.
Recuérdese que bajo el reinado de Iván el Terrible, fue un relojero el que
confeccionó un aparato para volar; y que el papa Silvestre III también era
relojero de afición y tenía en sus jardines un pájaro mecánico, que cantaba
desde un árbol de esmeralda. Cierto es que Silvestre III gozaba de fama de ser
un poco mago y cultivador de la ciencias ocultas, pero en esa época todo arte un
poco delicado recibía el nombré de brujería.
De allí que los relojeros actuales sientan en sus almas esa especie de nostalgia
del prestigio que les rodeó en tiempos de la clavícula del Rey Salomón.
Hoy, los relojeros medran en esta ciudad a costa de duras penas. Salvo los
aristócratas de la relojería, el resto se ve relegado a innobles cuchitriles
donde tienen que lidiar con relojes baratos y de "serie", llenos de defectos, y
que requieren un trabajo espantoso para evitar que den las doce antes de hora.
Han descendido en categoría, y casi se les puede equiparar a los remendones de
portal a ellos que han "necesitado nueve años de estudio teórico y práctico".
EL HOMBRE DEL APURO
El hombre que "necesita un millón de pesos para mañana a la mañana sin falta" no
es un mito ni una creación de los desdichados que tienen que servirle todos los
días un plato humorístico a los lectores de un periódico; no.
El hombre que "necesita un millón de pesos para mañana a la mañana sin falta",
es un fantasma de carne y hueso que pulula en rededor de los Tribunales...
En el momento en que terminaba de escribir la palabra "los tribunales" una
ráfaga tibia ha venido de la calle, y el tema del hombre que necesita un millón
de pesos para mañana a la mañana sin falta, se me ha ido al diablo. Y he pensado
en el hombre del umbral; he pensado en la dulzura de estar sentado en mangas de
camiseta en el mármol de una puerta. En la felicidad de estar casado con una
planchadora y decirle:
-Nena, dame quince guitas para un paquete de cigarrillos.
Han venido días tibios. No sé si se han fijado en el fenómeno; pero todos
aquellos que tienen un pantalón calafateado, emparchado o taponado, que según
las averías del traje se puede definir el género de compostura, remiendo, parche
o zurcido; todos aquellos que tienen un traje averiado sobre las asentaderas,
meditan con semblante compungido en la brevedad del imperio del sobretodo.
Porque no se puede negar: el sobretodo, por rasposo que sea, presta su servicio.
Es cómplice y encubridor. Encubre la roña de abajo, las roturas del lienzo. Si
siempre hiciera frío, la gente podría prescindir de los sastres y hacerse un
traje cada cinco años.
En cambio, con este "vientecillo" tibio, pronóstico de próximos calores, los
sobretodos saltan, y no sólo los sobretodos quedan amurados en un rincón del
ropero o del bulín, sino que también la fiaca que llevamos infiltrada entre los
músculos se despereza y nos hace pensar que de no conseguir... ¡quien pudiera
conseguir un millón de pesos para mañana a la mañana sin falta! ¡Quién pudiera!
O estar casado con una planchadora.
Porque todos los consortes de las planchadoras son fiacas declarados. El que más
labura es aquel que hace diez años fue cartero. Luego lo exoneraron y no ha
vuelto a ¡aburar. Deja que la mujer pare la olla con la cera y el fierro. El, es
cesante. ¡Quién fuera cesante! Hace diez años que lo dejaron en la "vía". A
todos los que quieran escuchar le cuenta la historia. Luego se sienta en el
umbral de la puerta de calle y le mira las gambas a las pebetas que pasan. Pero
con seriedad. El no se mete con nadie. No trabajará, como dice la mujer, "pero
eso sí: él no se mete con nadie. Más de una ricachona quisiera tener un marido
tan fiel".
Uno se explica cómo ocurren los crímenes. Una palabra apareja otra, la otra trae
a cuestas una tercera y cuando se acordaron, uno de los actores del suceso está
vía a la Chacarita y otro a los Tribunales. Lo mismo ocurre en cuanto uno
escribe. De una cosa se salta involuntariamente a la otra, y así, cuando menos
pensaba uno, se encuentra frente al tema de la fidelidad de los fiacas. Porque
es bien requetecierto: los hombres del umbral, los que no quieren saber ni medio
con el trabajo, aquellos que son cesantes profesionales o que esperan la próxima
presidencia de Alvear, como anteriormente se esperaba la presidencia de
Irigoyen; la nombrada cáfila de "squenunes" helioterápicos, es fiel a la
"donna". ¿Por qué? He aquí un problema. Pero es agradable insistir. Todo fiaca
umbralero, le es fiel a su cónyuge. El no trabajará, él se tirará a muerto, él
mangará a su Sisebuta para los cigarrillos y la ginebra en la esquina; él le
tirará un cascotazo a los perros, cuando joroban mucho en el barrio; él irá al
boliche a jugar su partida de truco o de siete y medio; él irá nocturnamente a
cumplir a los velorios y a decir el sacramental "lo acompaño en el sentimiento".
No seré yo quien niegue estas virtudes cívicas del fiaca, no, no seré yo; pero
en cuanto a fidelidad... Allí sí que puede estar segura la señora planchadora de
que su hombre no le falta ni un chiquito así... ¿Es que el leguiyún no cree en
el amor?
A lo sumo, este nene, se limita a mirar y a sonreír cuando pasa una buena moza
recién casada, como quien dice, pensando en el marido: "¡Qué señora posta tiene
fulano!". A lo sumo la saluda con picardía, al máximo aventura un chiste un poco
rana, un chiste de hombre pierna que se ha retirado de los campos de combate
antes de que lo declaren inútil para toda batalla; pero de allí no pasa. No,
señor. De allí no pasa. El es capaz de caminar diez cuadras a patacón para
visitar a su compadre o a su comadre; él es capaz de ir para votar al caudillo
parroquial, a cualquier parte; él, si se ofrece un asado con cuero, no negará su
participación en el escabio, pero en cuanto a líos con polleras, ¡eso sí que no!
Y ella vive feliz. El le es fiel. Cierto que no trabaja, cierto que se pasa el
día sentado en el umbral, cierto que pudo haberse casado con Mengano, que ahora
es capataz en la Aduana; pero el destino de la vida no se puede cambiar. Y la
planchadora piensa que si bien es cierto que todas estas cosas no se pueden
pretender de un hombre constituido normalmente y de acuerdo a todas las leyes de
la psiquiatría, en cambio él le es fiel, rotundamente fiel... y hasta le cuenta,
a quien la quiere escuchar, que no falta una amiga... Fulana... "que le quiso
quitar el marido".
DEL QUE NO SE CASA
Yo me hubiera casado. Antes sí, pero ahora no. ¿Quién es el audaz que se casa
con las cosas como están hoy?
Yo hace ocho años que estoy de novio. No me parece mal, porque uno antes de
casarse "debe conocerse" o conocer al otro, mejor dicho, que el conocerse uno no
tiene importancia, y conocer al otro, para embromarlo, sí vale.
Mi suegra, o mi futura suegra, me mira y gruñe cada vez que me ve. Y si yo le
sonrío me muestra los dientes como un mastín. Cuando está de buen humor lo que
hace es negarme el saludo o hacer que no distingue la mano que le extiendo al
saludarla, y eso que para ver lo que no le importa tiene una mirada agudísima.
A los dos años de estar de novio, tanto "ella" como yo nos acordamos que para
casarse se necesita empleo, y si no empleo, cuando menos trabajar con capital
propio o ajeno.
Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término medio de dos años la busca
de empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y medio, y si anda en la
mala, nunca. A todo esto, mi novia y la madre andaban a la greña. Es curioso:
una, contra usted, y la otra, a su favor, siempre tiran a lo mismo. Mi novia me
decía:
-Vos tenés razón, pero ¿cuándo nos casamos, querido?
Mi suegra, en cambio:
-Usted no tiene razón de protestar, de manera que haga el favor de decirme
cuándo se puede casar.
Yo, miraba. Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre
una furia amable y otra rabiosa. Se me ocurre que Carlitos Chaplín nació de la
conjunción de dos miradas así. El estaría sentado en un banquito, la suegra por
un lado lo miraba con fobia, por el otro la novia con pasión, y nació Charles,
el de la dolorosa sonrisa torcida.
Le dije a mi suegra (para mí una futura suegra está en su peor fase durante el
noviazgo) sonriendo con melancolía y resignación, que cuando consiguiera empleo
me casaba y un buen día consigo un puesto, ¡qué puesto!... ¡ciento cincuenta
pesos!
Casarse con ciento cincuenta pesos significa nada menos que ponerse una soga al
cuello. Reconocerán ustedes con justísima razón, aplacé el matrimonio hasta que
me ascendieran. Mi novia movió la cabeza aceptando mis razonamientos (cuando son
novias, las mujeres pasan por un fenómeno curioso, aceptan todo los
razonamientos; cuando se casan el fenómeno se invierte, somos los hombres los
que tenemos que aceptar sus razonamientos). Ella aceptó y yo tuve el orgullo de
afirmar que mi novia era inteligente.
Me ascendieron a doscientos pesos. Cierto es que doscientos pesos son más que
ciento cincuenta, pero el día que me ascendieron descubrí que con un poco de
paciencia se podía esperar otro ascenso más, y pasaron dos años. Dos, más dos,
más dos, seis años. Mi novia puso cara de "piola", y entonces con gesto digno de
un héroe hice cuentas. Cuentas claras y más largas que las cuentas griegas que,
según me han dicho, eran interminables. Le demostré con el lápiz en una mano, el
catálogo de los muebles en otra y un presupuesto de Longobardi encima de la
mesa, que era imposible todo casorio sin un sueldo mínimo de trescientos pesos,
cuando menos, doscientos cincuenta. Casándose con doscientos cincuenta había que
invitar con masas podridas a los amigos.
Mi futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus llevaban un ritmo mental sumamente
curioso, pues oscilaban entre el homicidio compuesto y el asesinato triple. Al
mismo tiempo que me sonreía con las mandíbulas, me daba puñaladas con los ojos.
Yo la miraba con la tierna mirada de un borracho consuetudinario que espera
"morir por su ideal". Mi novia, pobrecita, inclinaba la cabeza meditando en las
broncas intestinas, esas verdaderas batallas de conceptos forajidos que se
largan cuando el damnificado se encuentra ausente.
Al final se impuso el criterio del aumento. Mi suegra estuvo una semana en que
se moría y no se moría; luego resolvió martirizar a sus prójimos durante un
tiempo más y no se murió. Al contrario, parecía veinte años más joven que cuando
la conociera. Manifestó deseos de hacer un contrato treintenario por la casa que
ocupaba, propósito que me espeluznó. Dijo algo entre dientes que me sonó a esto:
"Le llevaré flores". Me imagino que su antojo de llevarme flores no llegaría
hasta la Chacarita. En fin, a todas luces mi futura suegra reveló la intención
de vivir hasta el día que me aumentaran el sueldo a mil pesos.
Llegó el otro aumento. Es decir el aumento de setenta y cinco pesos.
Mi suegra me dijo en un tono que se podía conceptuar de irónico si no fuera
agresivo y amenazador:
-Supongo que no tendrá intención de esperar otro aumento. Y cuando le iba a
contestar estalló la revolución.
Casarse bajo un régimen revolucionario sería demostrar hasta la evidencia que se
está loco. O cuando menos que se tienen alteradas las facultades mentales.
Yo no me caso. Hoy se lo he dicho:
-No, señora, no me caso. Esperemos que el gobierno convoque a elección y a que
resuelva si se reforma la Constitución o no. Una vez que el Congreso esté
constituido y que todas las instituciones marchen como deben yo no pondré ningún
inconveniente al cumplimiento de mis compromisos. Pero hasta tanto el Gobierno
provisional no entregue el poder al Pueblo Soberano, yo tampoco entregaré mi
libertad. Además que pueden dejarme cesante.
LA DECADENCIA DE LA RECETA MEDICA
Parodiando a Rudyard Kipling, diré:
-¿Hay algo más notable que escuchar a un médico hablar mal de un farmacéutico?
Sí; y es escuchar las opiniones de un farmacéutico acerca de un médico.
Gente notable, cavilosa y embrollona esta de los boticarios.
Sobre todo ahora, que triunfa el específico; sobre todo ahora que ha sonado la
hora de la decadencia de la receta.
Yo recuerdo haberme extasiado numerosas veces con esos folletos de truhanerías
farmacéuticas que comienzan con el sacramental "antes después".
En el "antes", aparece un sujeto escuálido, mostrando los doscientos huesos que
tiene el cuerpo humano y echando el alma por la boca, mientras dirige un
gracioso visaje de moribundo a un frasco que, en una vitrina, promete la
resurrección.
En el "después", aparece el individuo a que se refiere el prospecto, que es el
mismo personaje, pero rollizo, rodeado de un enjambre de criaturas, y sonriendo
afablemente al dicho frasco del anuncio, mientras que, a través de una ventana
del dibujo, se ve correr a una multitud de dolientes hacia el boliche donde
venden la mencionada panacea.
Ayer, quiero decir hace veinte años, llegaba de España un farruco, trabajaba de
lavapisos cinco años en una farmacia, al cabo de los cinco años, y después de
haber dado hartas muestras de fidelidad y honradez a su amo, éste lo ascendía a
lavabotellas y ayudante en el laboratorio, y el sujeto entraba a manipular los
ácidos, y a preparar recetas aplicando, en ausencia de su amo, inyecciones
escasas, y opinando ya sobre las dolencias, que en tren de consulta venían a
exteriorizar las lavanderas de la vecindad.
Después de varios años de trastienda, y cuando ya conocía bien el oficio, o
mejor dicho, "cuando le había tomado la mano", instalaba una botiquita en un
barrio distante, ponía dos frascos, uno con agua verde y otro con agua roja, en
él despacho. En la vidriera que daba a la calle, un bote con alcohol y, flotando
en el alcohol, una víbora venenosa, y en la entrada del laboratorio una frase en
latín que tomaba del Manual del Perfecto Idóneo.
Realizados todos estos trámites, destinados a ofrecer una suficiente idea de sus
conocimientos médico-farmacéuticos, el ex lavapisos se daba a la dificultosa
tarea de vender ácido bórico, jabón de palo, barras de azufre para los "aires",
manito "para los chicos", licor de Las Hermanas "para las señoras", vela de
baño, untura blanca, tintura de yodo, magnesia, algodón, polvo de arroz y Agua
Florida, a la que después reemplazó el Agua Colonia. Y pare de contar.
El farmacéutico no sólo tenía la ocupación de vender el agua de su pozo -que,
siempre que fuera profundo, lo enriquecía- sino que además, como era el
personaje más respetable del barrio, "el más sabio", era también el que recibía
las confidencias de todas las personas. Ejemplo: concurría a la farmacia una
señora enferma ya de cuidado. El farmacéutico comprendía que, recetando por su
cuenta, se metía en camisa de once varas, y entonces, le decía a la señora:
-Vea, yo podría despacharle a usted una receta; podría, pero no quiero hacerle
gastar. Hágase ver por un médico. Yo no soy de esos farmacéuticos que, para
vender algo, son capaces de estropearle la salud a la clienta.
A las veinticuatro horas caía la damnificada con un tendal de recetas, y,
entonces, el alquimista de verdad (pues convierte el agua del pozo en oro) le
decía:
-¿Ha visto, señora, cómo yo tenía razón en decirle que se hiciera revisar del
médico? ¡Cuántas veces me he quedado pensando en esas visitas misteriosas que
hacen los maridos a la farmacia a la hora en que no "hay nadie que curiosee en
las puertas"! Esas consultas en que el damnificado mira torvamente en redor; el
farmacéutico lo hace pasar a la rebotica, corre la cortinilla de terciopelo
deshilachado y se queda conferenciando un rato con el hombre que propone y no
dispone.
¡Era linda, antaño, la vida de farmacéutico! Era linda y productiva. Bastaba
tener un pozo de agua, ser amable, curanderesco y taimado, para llenarse la
bolsa de patacones auténticos.
Tengo simpatías por los farmacéuticos. Son gentes que tienen conocimientos para
poder fabricar bombas de dinamita, que a veces se ocultan bajo una pastilla de
menta; y ello me merece un profundo respeto.
Pues bien, en la actualidad, todo esa gente está de capa caída. A me- '. nos de
vender cocaína, se muere de hambre.
La profesión ha sido muerta por el específico.
Hoy, ningún médico receta preparados que, con razonable ganancia, se podrían
confeccionar en la farmacia. Todos administran específicos, remedios que ya
vienen preparados. Basta tomar el catálogo de una industria química, para darse
cuenta de que se preparan remedios para la tos, el reumatismo, la apendicitis,
el cáncer, la locura, y el diablo a cuatro. Y el farmacéutico está reducido a la
simple condición de despachante de frascos con un montón de estampillas fiscales
y aduaneras, que no le dejan sino "un margen del quince por ciento", es decir,
quince centavos por cada peso; cuando antes, por una receta que costaba quince
centavos, cobraban un peso y treinta y cinco.
Hoy los farmacéuticos languidecen. En la provincia llevan una vida de batalla
con los médicos, pues entrambos se arrebatan los escasos enfermos; y aquí, en la
ciudad, se aburren, en las puertas de sus covachuelas, contemplando la balanza
de precisión y un alambique que pasó por las manos de cuatro generaciones de
farmacéuticos, sin que ninguno lo usara.
CONVERSACIONES DE LADRONES
A veces, cuando estoy aburrido, y me acuerdo de que en un café que conozco se
reúnen algunos señores que trabajan de ladrones, me encamino hacia allí para
escuchar historias interesantes.
Porque no hay gente más aficionada a las historias que los ladrones.
¿Este hábito provendrá de la cárcel? Como es lógico, yo nunca he pedido
determinadas informaciones a esta gente que sabe que escribo, y que no tengo
nada que ver con la policía. Además que el ladrón no gusta de ser preguntado. En
cuanto se le pregunta algo, tuerce el gesto como si se encontrara frente a un
auxiliar y en el despacho de una comisaría. Yo no sé si muchos de ustedes han
leído Cuentos de un soñador, de Lord Dunsany. Lord Dunsany tiene, entre sus
relatos maravillosos, uno que me parece viene a cuento. Es la historia de un
grupo de vagabundos. Cada uno de ellos cuenta una aventura. Todos lloran menos
el narrador. Terminado el relato, el narrador se incorpora al círculo de
oyentes; otro, a su vez, reanuda una nueva novela que hace llorar también al
reciente narrador.
Bueno; el caso es que entre los ladrones ocurre lo mismo. Siempre es a la una o
a las dos de la madrugada. Cuando, por A o por B, no tienen que trabajar, es
casi siempre en un período de vida en que anuncian un formal propósito de vivir
decentemente. Aquí ocurre algo extraño. Cuando un ladrón anuncia su propósito de
vivir decentemente, lo primero que hace es solicitar que le "levanten la
vigilancia". En este intervalo de vacaciones prepara el plan de un "golpe"
sorprendente. La policía lo sabe; pero la policía necesita de la existencia del
ladrón; necesita que cada año se arroje una nueva hornada de ladrones sobre la
ciudad, porque si no su existencia no se justificaría.
En dicho intervalo, el ladrón frecuenta el café. Se reúne con otros amigos.
Es después de cenar. Juega a los naipes, a los dados o al dominó. Algunos
también juegan al ajedrez.
El comisario Romayo, me enseñó una vez el cuaderno de un ladrón, en cuya casa
acababa de hacer un allanamiento. Este ladrón, que trabajaba de carrero, era un
ajedrecista excelente. Tenía anotados nombres de maestros y soluciones de
problemas ajedrecísticos resueltos por él. Este asaltante hablaba de Bogoljuboff
y Alekhine con la misma familiaridad con que un "burrero" habla de pedigrees,
aprontes y performances.
A la una o las dos de la madrugada, cuando se han aburrido de jugar, cuando
algunos se han ido y otros acaban de llegar, se hace en torno de cualquier mesa
un círculo adusto, aburrido, canalla. Círculo silencioso, del cual, de pronto,
se escapan estas palabras:
-¿Saben? En Olavarría lo trincaron al Japonés.
Todos los malandras levantan la cabeza. Uno dice:
-¡El Japonés! ¿Te acordás cuando yo anduve por Bahía Blanca? Las corrimos juntos
con el Japonés.
Ahora el aburrimiento se ha disuelto en los ojos, y los cogotes se atiesan en la
espera de una historia. Podría decirse que el que habló estaba esperando que
cualquier frase dicha por otro le sirviera de trampolín, para lanzar las
historias que envasa.
-El Japonés. ¿No era el que estuvo en...? Dicen que estuvo en el asalto con la
Vieja...
Uno me mira a mí.
-Son "mulas de investigaciones". ¡Qué va estar en el asalto!
-Cierto es que si usted de noche se lo encuentra al Japonés...
-Mira che. El Japonés es como una niña, de educado.
Estalla una carcajada, y otro:
-Será como una niña, pero te lo regalo. ¿De dónde sacas que es como una niña?
-Cuando yo tenía dieciséis años estuve detenido con él, en Mercedes... Era como
una niña, te digo. Venían las señoras de caridad, nos miraban y decían: "¡Pero
es posible que esos chicos sean ladrones!". Y me acuerdo que yo contestaba: "No
señoritas, es un error de la policía. Nosotros somos de familia muy bien". Y el
Japonés decía: "Yo quiero ir con mi mamita"... Si te digo que es como una niña.
Estallan las risas, y un ladrón me toma del brazo y me dice:
-Pero no le crea. Usted ve la jeta que tengo yo, ¿no? Bueno. Yo soy un angelito
al lado del Japonés. Pero mire: lo encuentra al Japonés un "lonyi", y de sólo
verlo, raja como si viera la muerte. Y éste dice que era una niña... Yo me
acuerdo de una quesería que asaltamos con el Japonés... Nos llevamos como
doscientos quesos en un carrito. ¡El laburo para venderlos!.... ¡Y el olor! Si
se seguía la pista con solo olernos...
Otro:
-Lo que es ahora el oficio está arruinado. Se han llenado de mocosos batidores.
Cualquier gil quiere ser ladrón.
Yo miro, reflexiono y digo:
-Efectivamente, ustedes tienen razón; ladrón no puede ser cualquiera...
-¡Pero claro! Es lo que digo yo ... Si yo me quisiera meter a escribir sus
notas, no las podría hacer. ¿No?... Y así es con el "oficio". A ver; dígame,
¿cómo haría usted para robarle ahora al patrón que está en la caja?... Vea que
el cajón está abierto...
-No sé...
-¡Pero amigo! ¡Que no se diga! Vea; se acerca al mostrador y le dice al patrón:
"Alcánceme esa botella de vermouth". El patrón ladea el cuerpo para ese lado del
estante. En cuanto el hombre está por retirar la botella, usted le dice: "No,
esa no: la de más arriba". Como el trompa está de espalda, usted puede limpiarle
la caja... ¿Se da cuenta?... -Yo me admiro convencionalmente, y el otro
continúa-: ¡Oh! Eso no es nada. Hay "trabajos" lindos... limpios... Ese del robo
de la agencia Nassi... Esa es muchachada que promete...
-¿Y el Japonés? Me acuerdo: veníamos una vez en el tren... íbamos para Santa
Rosa...
Son las tres de la madrugada. Son las cuatro. Un círculo de cabezas... un
narrador. Digase lo que se quiera, las historias de ladrones son magníficas; las
historias de la cárcel... Cinco de la madrugada. Todos miran sobresaltados el
reloj. El mozo se acerca somnoliento y, de pronto, en diversas direcciones,
pegados casi a las paredes, elásticos como panteras y rápidos en la
desaparición, se escurren los malandrines. Y de cinco de ellos, cuatro tienen
pedido levantamiento de vigilancia. ¡Para mejor robar!...
LA TERRIBLE SINCERIDAD
Me escribe un lector:
"Le ruego me conteste, muy seriamente, de qué forma debe uno vivir para ser
feliz."
Estimado señor: Si yo pudiera contestarle, seria o humorísticamente, de qué modo
debe vivirse para ser feliz, en vez de estar pergeñando notas, sería, quizá, el
hombre más rico de la tierra, vendiendo, únicamente a diez centavos, la fórmula
para vivir dichoso. Ya ve qué disparate me pregunta.
Creo que hay una forma de vivir en relación con los semejantes y consigo mismo,
que si no concede la felicidad, le proporciona al individuo que la practica una
especie de poder mágico de dominio sobre sus semejantes: es la sinceridad.
Ser sincero con todos, y más todavía consigo mismo, aunque se perjudique. Aunque
se rompa el alma contra el obstáculo. Aunque se quede solo, aislado y sangrando.
Esta no es una fórmula para vivir feliz; creo que no, pero sí lo es para tener
fuerzas y examinar el contenido de la vida, cuyas apariencias nos marean y
engañan de continuo.
No mire lo que hacen los demás. No se le importe un pepino de lo . que opine el
prójimo. Sea usted, usted mismo sobre todas las cosas, sobre el bien y sobre el
mal, sobre el placer y sobre el dolor, sobre la vida y la muerte. Usted y usted.
Nada más. Y será fuerte como un demonio ' entonces. Fuerte a pesar de todos y
contra todos. No importe que la pena lo haga dar de cabeza contra una pared.
Interróguese siempre, en el peor minuto de su vida, lo siguiente:
-¿Soy sincero conmigo mismo?
Y si el corazón le dice que sí, y tiene que tirarse a un pozo, tírese con
confianza. Siendo sincero no se va a matar. Esté segurísimo de eso. No se va a
matar, porque no se puede matar. La vida, la misteriosa vida que rige nuestra
existencia, impedirá que usted se mate tirándose al pozo La vida,
providencialmente, colocará, un metro antes de que usted llegue al fondo, un
calvo donde se engancharán sus ropas, y... usted se salvará.
Me dirá usted: "¿Y si los otros no comprenden que soy sincero?" ¡Qué se le
importa a usted de los otros! La tierra y la vida tienen tantos caminos con
alturas distintas, que nadie puede ver a más distancia de la que dan sus ojos.
Aunque suba a una montaña, no verá un centímetro, más lejos de lo que le permita
su vista. Pero, escúcheme bien: el día en que los que lo rodean se den cuenta de
que usted va por un camino no trillado, pero que marcha guiado por la
sinceridad, ese día lo mirarán con asombro, luego con curiosidad. Y el día en
que usted, con la fuerza de su sinceridad, les demuestre cuántos poderes tiene
entre sus manos, ese día serán sus esclavos espirituales, créalo.
Me dirá usted: "¿Y si me equivoco?". No tiene importancia. Uno se equivoca
cuando tiene que equivocarse. Ni un minuto antes ni un minuto después. ¿Por qué?
Porque así lo ha dispuesto la vida, que es esa fuerza misteriosa. Si usted se ha
equivocado sinceramente, lo perdonarán. O no lo perdonarán. Interesa poco. Usted
sigue su camino. Contra viento y marea. Contra todos, si es necesario ir contra
todos. Y créame llegará un momento en que usted se sentirá más fuerte, que la
vida y la muerte se convertirán en dos juguetes entre sus manos. Así, como
suena. Vida. Muerte. Usted va a mirar esa taba que tiene tal reverso, y de una
patada la va a tirar lejos de usted. ¿Qué se le importan los nombres, si usted,
con su fuerza, está más allá de los nombres?
La sinceridad tiene un doble fondo curioso. No modifica la naturaleza intrínseca
del que la practica, y sí le concede una especie de doble vista, sensibilidad
curiosa, y que le permite percibir la mentira, y no sólo la mentira, sino los
sentimientos del que está a su lado.
Hay una frase de Goethe, respecto a este estado, que vale un Perú. Dice:
"Tú que me has metido en este dédalo, tú me sacarás de él".
Es lo que anteriormente le decía.
La sinceridad provoca en el que la practica lealmente, una serie de fuerzas
violentas. Estas fuerzas sólo se muestran cuando tiene que producirse eso de:
"Tú que me has metido en este dédalo, tú me sacarás". Y si usted es sincero, va
a percibir la voz de estas fuerzas. Ellas lo arrrastrarán, quizá, a ejecutar
actos absurdos. No importa. Usted los realiza. ¿Que se quedará sangrando? ¡Y es
claro! Todo cuesta en esta tierra. La vida no regala nada, absolutamente. Todo
hay que comprarlo con libras de carne y sangre.
Y de pronto, descubrirá algo que no es la felicidad, sino un equivalente a ella.
La emoción. La terrible emoción de jugarse la piel y la felicidad. No en el
naipe, sino convirtiéndose usted en una especie de emocionado naipe humano que
busca la felicidad, desesperadamente, mediante las combinaciones más
extraordinarias, más inesperadas. ¿O qué se cree usted? ¿Que es uno de esos
multimillonarios norteamericanos, ayer vendedores de diarios, más tarde
carboneros, luego dueños de circo, y sucesivamente periodistas, vendedores de
automóviles, hasta que un golpe de fortuna lo sitúa en el lugar en que
inevitablemente debía estar?
Esos hombres se convirtieron en multimillonarios porque querían ser eso. Con eso
sabían que realizaban la felicidad de su vida. Pero piense usted en todo lo que
se jugaron para ser felices. Y mientras no se producía lo efectivo, la emoción,
que derivaba de cada jugada, los hacía más fuertes. ¿Se da cuenta?
Vea amigo: hágase una base de sinceridad, y sobre esa cuerda floja o tensa,
cruce el abismo de la vida, con su verdad en la mano, y va a triunfar. No hay
nadie, absolutamente nadie, que pueda hacerlo caer. Y hasta los que hoy le tiran
piedras, se acercarán mañana a usted para sonreírle tímidamente. Créalo, amigo:
un hombre sincero es tan fuerte que sólo él puede reírse y apiadarse de todo.
EL IDIOMA DE LOS ARGENTINOS
El señor Monner Sans, en una entrevista concedida a un repórter de El Mercurio,
de Chile, nos alacranea de la siguiente forma:
"En mi patria se nota una curiosa evolución. Allí, hoy nadie defiende a la
Academia ni a su gramática. El idioma, en la Argentina, atraviesa por momentos
críticos... La moda del 'gauchesco' pasó; pero ahora se cierne otra amenaza,
está en formación el 'lunfardo', léxico de origen espurio, que se ha introducido
en muchas capas sociales pero que sólo ha encontrado cultivadores en los barrios
excéntricos de la capital argentina. Felizmente, se realiza una eficaz obra
depuradora, en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales
argentinos".
¿Quiere usted dejarse de macanear? ¡Cómo son ustedes los gramáticos! Cuando yo
he llegado al final de su reportaje, es decir, a esa frasecita: "Felizmente se
realiza una obra depuradora en la que se hallan empeñados altos valores
intelectuales argentinos", me he echado a reír de buenísima gana, porque me
acordé que a esos "valores" ni la familia los lee, tan aburridores son.
¿Quiere que le diga otra cosa? Tenemos un escritor aquí -no recuerdo el nombre-
que escribe en purísimo castellano y para decir que un señor se comió un
sandwich, operación sencilla, agradable y nutritiva, tuvo que emplear todas
estas palabras: "y llevó a su boca un emparedado de jamón". No me haga reír,
¿quiere? Esos valores, a los que usted se refiere, .; insisto: no los lee ni la
familia. Son señores de cuello palomita, voz gruesa, que esgrimen la gramática
como un bastón, y su erudición como un escudo contra las bellezas que adornan la
tierra. Señores que escriben libros de texto, que los alumnos se apresuran a
olvidar en cuanto dejaron las aulas, en las que se les obliga a exprimirse los
sesos estudiando la diferencia que hay entre un tiempo perfecto y otro
pluscuamperfecto. Estos caballeros forman una colección pavorosa de "engrupidos"
-¿me permite la palabreja?- que cuando se dejan retratar, para aparecer en un
diario, tienen el buen cuidado de colocarse al lado de una pila de libros, para
que se compruebe de visu que los libros que escribieron suman una altura mayor
de la que miden sus cuerpos.
Querido señor Monner Sans: La gramática se parece mucho al boxeo. Yo se lo
explicaré:
Cuando un señor sin condiciones estudia boxeo, lo único que hace es repetir los
golpes que le enseña el profesor. Cuando otro señor estudia boxeo, y tiene
condiciones y hace una pelea magnífica, los críticos del pugilismo exclaman:
"¡Este hombre saca golpes de 'todos los ángulos'!" Es decir, que, como es
inteligente, se le escapa por una tangente a la escolástica gramatical del
boxeo. De más está decir que éste que se escapa de la gramática del boxeo, con
sus golpes de "todos los ángulos", le rompe el alma al otro, y de allí que ya
haga camino esa frase nuestra de "boxeo europeo o de salón", es decir, un boxeo
que sirve perfectamente para exhibiciones, pero para pelear no sirve
absolutamente nada, al menos frente a nuestros muchachos antigramaticalmente
boxeadores.
Con los pueblos y el idioma, señor Monner Sans, ocurre lo mismo. Los pueblos
bestias se perpetúan en su idioma, como que, no teniendo ideas nuevas que
expresar, no necesitan palabras nuevas o giros extraños; pero, en cambio, los
pueblos que, como el nuestro, están en una continua evolución, sacan palabras de
todos los ángulos, palabras que indignan a los profesores, como lo indigna a un
profesor de boxeo europeo el hecho inconcebible de que un muchacho que boxea mal
le rompa el alma a un alumno suyo que, técnicamente, es un perfecto pugilista.
Eso sí; a mí me parece lógico que ustedes protesten. Tienen derecho a ello, ya
que nadie les lleva el apunte, ya que ustedes tienen el tan poco discernimiento
pedagógico de no darse cuenta de que, en el país donde viven, no pueden
obligarnos a decir o escribir: "llevó a su boca un emparedado de jamón", en vez
de decir: "se comió un sandwich". Yo me jugaría la cabeza que usted, en su vida
cotidiana, no dice: "llevó a su boca un emparedado de jamón", sino que, como
todos diría: "se comió un sandwich". De más está decir que todos sabemos que un
sandwich se come con la boca, a menos que el autor de la frase haya descubierto
que también se come con las orejas.
Un pueblo impone su arte, su industria, su comercio y su idioma por prepotencia.
Nada más. Usted ve lo que pasa con Estados Unidos. Nos mandan sus artículos con
leyendas en inglés, y muchos términos ingleses nos son familiares. En el Brasil,
muchos términos argentinos (lunfardos) son populares. ¿Por qué? Por prepotencia.
Por superioridad.
Last Reason, Félix Lima, Fray Mocho y otros, han influido mucho más sobre
nuestro idioma, que todos los macaneos filológicos y gramaticales de un señor
Cejador y Frauca, Benot y toda la pandilla polvorienta y malhumorada de ratones
de biblioteca, que lo único que hacen es revolver archivos y escribir memorias,
que ni ustedes mismos, gramáticos insignes, se molestan en leer, porque tan
aburridas son.
Este fenómeno nos demuestra hasta la saciedad lo absurdo que es pretender
enchalecar en una gramática canónica, las ideas siempre cambiantes y nuevas de
los pueblos. Cuando un malandrín que le va a dar una puñalada en el pecho a un
consocio, le dice: "te voy a dar un puntazo en la persiana", es mucho más
elocuente que si dijera: "voy a ubicar mi daga en su esternón". Cuando un
maleante exclama, al ver entrar a una pandilla de pesquisas: "¡los relojié de
abanico!", es mucho más gráfico que si dijera: "al socaire examiné a los
corchetes".
Señor Monner Sans: Si le hiciéramos caso a la gramática, tendrían que haberla
respetado nuestros tatarabuelos, y en progresión retrogresiva, llegaríamos a la
conclusión que, de haber respetado al idioma aquellos antepasados, nosotros,
hombres de la radio y la ametralladora, hablaríamos todavía el idioma de las
cavernas. Su modesto servidor.
Q. B. S. M.
PSICOLOGIA SIMPLE DEL LATERO
Usted estaba sentado gozando de la fresca viruta. Toda su alma se disolvía en
una especie de ecuanimidad que alcanzaba hasta a los últimos bicharracos de la
tierra, y a medida que disfrutaba de la fresca viruta apoltronado en la mesa del
café, se iba diciendo a sí mismo:
-No hay vuelta: la vida tiene sus partes lindas.
Y otro medio litro se le perdía suavemente en la bodega.
Pero exactamente al pensar por segunda vez: "No hay vuelta, la vida es linda",
se le acercó un señor, uno de esos malditos señores, que uno conoce por un azar
aún más maldito, y el sujeto, después de saludarlo cordialmente, se sentó frente
a usted, "por un momento, nada más, porque tenía mucho que hacer".
Usted se resignó, se resignó pensando que la vida ya no era tan linda, porque
albergaba en su seno a ese monstruo inexplicable que se llama latero.
Yo no soy ningún cascarrabias; por el contrario, me deleita el espectáculo de la
vida, porque me he hecho una filosofía barata que me resuelve todos los
problemas. Pues bien, la única ventaja que sobre la tierra reconozco al latero,
es haberme dado tema para escribir estas líneas, líneas sobre la personalidad
del latero y su producto: la lata.
Porque eso de aguantar a un charlatán, es lo más horrible que hay.
Precisamente, yo me encontraba en la mesa de un café; tenía un medio litro
delante de mis narices y contemplaba a las mujeres que pasaban, con esa
bondadosa ecuanimidad que albergan los sujetos que saben que las mujeres no les
llevan el apunte. Pero, como decía, me recreaba mirándolas pasar y alababa el
arte que el Todopoderoso puso en esa costilla que arrancó de nuestro pecho
cuando vivíamos en el paraíso. Y mi espíritu estaba colmado de indulgencia como
el de Buda bajo la higuera, con la sola diferencia que yo le llevaba dos
ventajas al Buda; y era que estaba tomando cerveza, y en vez de encontrarme bajo
una higuera que da mala sombra me veía bajo un toldo flamante y multicolor.
De pronto, un sujeto, gordo y enorme, levantó los brazos ante mí. Yo alcé la
cabeza, sorprendido, y, ¡ahora sí que lamento no encontrarme bajo la higuera! El
que me saludaba era un solemne charlatán.
Estuvo dos horas dándome la lata. Cuando se fue, quedé mareado, exactamente como
cierto día de verano, en que un poeta cordobés, Brandan Caraffa, me leyó los
cuatro actos de un drama y tres metros y medio de un poema dedicado a las vacas
de Siva.
No sé por qué tengo la impresión de que el latero es un tipo medio zonzo; un
zonzo que "hace vapor", como diría Dickens. Porque resulta absurdo que un tipo
de esta clase siempre tenga un stock de pavadas para deambular en cuanto ve a un
semejante. Resulta absurdo y fastidioso. Porque el latero no se conforma con
hacer un montón de preguntas indiscretas. En cuanto suelta la lengua, el tipo se
olvida de que existe el tiempo y el aburrimiento, y entonces, para recrear su
propios oídos, empieza a contar historias, ¡y qué historias!
Por ejemplo: De cómo se casó su hermana contra la voluntad de su familia con un
vendedor de máquinas de coser.
A usted se le importa absolutamente nada la historia de la hermana del latero.
Por el contrario; le parece muy natural de que esa tía se haya casado con un
maquinero, si así se le antojó. Pero el maldito latero trata de interesarlo en
el asunto. Le dice que una hermana (y dale con la hermana). Luego cambia de
disco, y entonces saca del bolsillo un fardo de cartas, y dice que ésas son las
cartas de la novia, y que la novia lo quiere mucho, y que la novia es una
muchacha muy de su casa, que lo demostrarán ampliamente las sesenta y dos
docenas de cartas que lleva en el bolsillo de su saco.
Inútil es que usted diga al fulano latero que no pone en duda las virtudes de su
novia; que, por el contrario, la cree una santa y digna mocita; el testarudo
hace como si oyera llover, y empieza por "un parrafito nada .
más", y luego, si eso no fuera suficiente, quiere hacer una confidencia de
carácter reservadísimo, y dice, a pesar de los gestos que usted hace para evitar
la confidencia, que su novia es una chica buenísima y virtuosa, tan virtuosa,
que la primera vez que él la besó en la frente, ella se puso a llorar.
Usted suda sangre. Y el latero continúa. Luego habla de un perro que tuvo, y de
la madre del perro, y de la casta de la perra madre, y de los perritos que tuvo,
y de cómo él se divertía con los perritos y de cómo los perritos fueron
regalados, y de lo que la gente decía de los perritos en el barrio, y de cómo
una frutera que quería un perrito...
Por fin, el tentador de Satanás, el Tirteafuera moderno, el latoso que en
tiempos de Don Quijote fue a tomarle el pelo a Sancho a la hora de almorzar; por
fin, el charlatán enemigo de Dios, de los hombres, y del reposo, se resuelve a
irse después de dos horas, de dos espantosas horas de lata con gestos, guiños de
ojo, posturas de opereta italiana y expresiones de conspirador.
Usted se queda extenuado. ¿Le han vaciado el cráneo con un trépano? ¡Vaya a
saber lo que le pasa! Es que el enemigo de Dios, el latero truculento de los
perritos, la novia y el diablo, lo ha dejado enfermo. Y ¡adiós la paz que pensó
gozar bajo el toldo que hacía el papel de higuera! ¡Adiós la ecuanimidad
universal, y el regocijo en la belleza de las mujeres que pasaban sin mirarlo!
Se acabó todo, pues le ha quedado la cabeza como si se la hubieran pasado por la
abertura de un horno de pudelación.
LA MADRE EN LA VIDA Y EN LA NOVELA
Me acuerdo que cuando se estrenó la película La Madre, de Máximo Gorki, fue en
un cinematógrafo aristocrático de esta ciudad. Los palcos desbordaban de gente
elegante y superflua. La cinta interesaba, sobre todas las cosas, por ser del
más grande cuentista ruso, aunque la tesis... la tesis no debía ser vista con
agrado por esa gente.
Pero cuando en el film se vio, de pronto, un escuadrón de cosacos precipitarse
sobre la madre que, en medio de una calle de Moscú, avanza con la bandera roja,
súbitamente la gente prorrumpió en un grito:
-¡Bárbaros! ¡Es la madre!
Era la madre del revolucionario ruso.
Hay algo de patético en la figura de la madre que adora a un hijo, y de
extraordinariamente hermoso. En los cuentos de Máximo Gorki, por ejemplo, las
figuras de madres son siempre luminosas y tristes. ¿Y las abuelas? Me acuerdo
que Gorki, en La historia de mi vida, describe a la abuela ensangrentada, por
los puñetazos del abuelo, como una figura mística y santa. El corazón más duro
se estremece frente a esa estampa doliente, mansa, que se inclina sobre la pobre
criatura y le hace menos áspera la vida con sus cuentos absurdos y sus caricias
angélicas.
En Marcel Proust, novelista también, la figura de la madre ocupa muchas páginas
de las novelas El camino de Swan y A la sombra de las muchachas en flor.
Aquí, en la Argentina, el que le ha dado una importancia extraordinaria a la
madre es Discépolo en sus sainetes. Por ejemplo, en Mateo hay una escena en que
la madre, sumisa a la desgracia, se rebela de pronto contra el marido,
vociferando este grito:
-Son mis hijos, ¿sabes? ¡Mis hijos! ¡Míos!
En Estéfano también la figura de la madre, de las dos madres, es maravillosa.
Cuando asistía a la escena, yo pensaba que Discépolo había vivido en el arrabal,
que lo había conocido de cerca, pues de otro modo no era posible ahondar la
psicología apasionada de esas mujeres que, no teniendo nada en la vida, todo lo
depositan en los hijos, adorándolos rabiosamente.
Sin discusión ninguna, los escritores que han exaltado la figura de la madre son
los rusos. En El príncipe idiota, de Dostoievski, así como en las novelas Crimen
y castigo y Las etapas de la locura, las figuras de madres allí trazadas tocan
aún el corazón del cínico más empedernido. Otro gigante que ha cincelado
estatuas de madres terriblemente hermosas es Andreiev. En Sacha Yeguley, esa
mujer que espera siempre la llegada del hijo que ha sido enviado a Siberia, es
patética. ¿Y la madre de uno de Los siete ahorcados? ¿Esa viejecita que sin
poder llorar se despide del hijo que será colgado dentro de unas horas? Cuando
se leen estas páginas de pronto se llega a comprender el dolor de vivir que
tuvieron que soportar esos hombres inmensos. Porque todos ellos conocieron
madres. Por ejemplo, el hermano de Andreiev fue el que colocó una bomba en el
palacio de invierno del zar. La bomba estalló a destiempo, y ese hombre, con las
piernas destrozadas, fue llevado hasta la horca, buscando con sus ojos empañados
de angustia a la madre y al pequeño Andreiev, que más tarde contaría esa
despedida enorme en Los siete ahorcados.
¿Y qué historia de la revolución rusa no tiene una madre? Encadenadas fueron
llevadas a la Siberia; debían declarar contra los hijos bajo el látigo, y los
que quedaron no las olvidaron más. De allí esos retratos conmovedores, saturados
de dulzura sobrenatural, y que sólo sabían llorar, silenciosamente; ¡tanto les
habían torturado los hijos!
Porque, ¿qué belleza podría haber en una mujer anciana si no fuera esa de los
ojos que, cuando están fijos en el hijo, se animan en un fulgor de juventud
reflexiva y terriblemente amorosa? Mirada que va ahondándose en la pequeña
conciencia y adivinando todo lo que allí ocurre. Porque está esa experiencia de
la juventud que se fue y dejó recuerdos que ahora se hacen vivos en la
continuidad del hijo.
El hijo lo es todo. Recuerdo ahora que en el naufragio del "Principessa Mafalda"
una mujer se mantuvo con su criatura ocho horas en el agua. ¡Ocho horas! ¡Ocho
horas! Esto no se comprende. ¡Ocho horas! En el agua helada, con una criatura
entre los brazos. ¡Ocho horas! Cuando, por fin, le arrojaron un cabo y la
izaban, un bárbaro, de un golpe, le hizo caer el hijo al agua, y esa mujer
enloqueció. Digo que ante esa madre debía uno ponerse dé rodillas y adorarla
como el más magnífico 1 símbolo de la creación. El más perfecto y doliente.
Y esta terrible belleza de la madre tiene que desparramarse por el mundo.
Salvo excepciones, el hombre todavía no se ha acostumbrado a ver en la madre
sino una mujer vieja y afeada por el tiempo. Es necesario que esta visión
desaparezca, que la madre ocupe en el lugar del mundo un puesto más hermoso, más
fraternal y dulce.
Yo no sé. Hay momentos en que me digo que esto debe fatalmente ocurrir, que
hasta ahora hemos estado viviendo todos como enceguecidos, que hemos pasado
junto a las cosas más bellas de la tierra con una especie de indiferencia de
protohombres, y que todavía faltan muchos altares en el templo de la vida.
Y como otras muchas cosas, esta exaltación de la madre, esta adoración de la
madre, llegando casi a lo religioso, se la debemos a los escritores rusos. Cada
uno de ellos, en la cárcel, o en la terrible soledad de la estepa, cayéndose de
cansancio y de tristeza, de pronto tuvo, ante los ojos, esa visión de la mujer,
"carne cansada y dolorosa", que más tarde, invisiblemente inclinada sobre sus
espaldas, les dicta las más hermosas páginas que han sido dadas a nuestros ojos.
LA VIDA CONTEMPLATIVA
Para dedicarse a la vida rea-contemplativa, hay que tener vocación, vale decir,
hay que esgunfiarse. No conozco en el léxico castellano un vocablo que encierre
tan profundo significado filosófico como el verbo reflexivo que acabo de citar,
y que pertenece a nuestro reo hablar.
El esgunfiado -no hay que confundir- no es aquel que se tira a muerto. No.
Tienen pasta distinta; broncas subjetivas; distintas. Fiacas desemejantes. El
que se esgunfia es un "orre" filosófico que tiene esta razón oscura para cuanta
pregunta se le hace:
-Me esgunfié.
Y al contestar así, estira la jeta en reagria expresión de aburrimiento.
Dejó un día de hacer acto de presencia en el taller. Se despertó, y su primera
bronca fue darle un mordiscón a la bombilla matera, y decir, rechazando el mate:
-Estoy esgunfio. Este mate me revienta.
Luego volvió la cabeza para el muro; se tapó la porra con la sábana y se apoliyó
hasta las tres de la tarde. A las tres, se levantó, se puso el traje dominguero,
y con paso tardo entró al café de la esquina. Y los amigos, al verlo, le
preguntaron:
-¿No fuiste a laburar? -No; me esgunfié.
Y silenciosamente se mandó a bodega el café, entre la sobradora mirada del mozo,
que pensó:
-Otro, vago a la pileta. ¡Qué barrio de sábalos, éste! (Explicación técnica de
sabalaje: pez que abunda en las orillas de agua sucia.)
Al día siguiente repitió el programa "farnientesco". La vieja lo miró de reojo,
y dijo tímidamente:
-¿No vas a trabajar?
Y el otro, cejijunto, contestó:
-No; estoy esgunfio de tanto taller.
Y la hermana torció para el lado de la cocina, pensando:
-Este también se esgunfió. Igual que Juancito. (Juancito es su novio.)
A la semana, mientras cenaban, el viejo, que con el cucharón llenaba el plato de
sopa, dijo:
-Así que no vas más al taller ¿eh?
-No; me esgunfié.
El "jovie" detuvo un instante el cucharón en el aire; movió la cabeza rapada a
lo Humberto "primo", se rascó los mostachos, y luego, arrancando medio pan se
llenó la boca de miga.
Y todos morfaron en silencio.
Y el vago no trabajó más.
Desde entonces, no labura. Su trabajo se limita a esgunfiarse. Se levanta a las
diez de la mañana, se pone el "fungi" y sale hasta la esquina para apoyarse en
la vidriera del almacén. De diez a once, se solea. Quieto como un lagarto, se
queda arrimado a la pared, con los pies cruzados, los codos apoyados en el
alféizar de la vidriera, el ala del sombrero defendiéndole los ojos; una mueca
amarga tirando sus dos catetos de la punta de la nariz a los dos vértices de los
labios; triángulo de expresión mafiosa que se descompone para saludar
insignificantemente a alguna vecina.
El almacenero lo sobra desde el otro lado del vidrio, y tras de la reja de la
caja, y piensa maldiciéndolo:
-Estos hijos del país...
El odia a los hijos del país. Los odia porque se tiran a muertos, porque se
esgunfian, porque no trabajan. Quisiera ver la tierra convertida la mitad en un
almacén y la otra mitad en dependientes de ella. Luego inclina el "mate" sobre
el Haber y firma un cheque, regocijado de su prosperidad y de no haberse
esgunfiado nunca de ese tren de laburo, que comienza a las cinco de la mañana y
termina a las doce de la noche.
El que se aburre, de pie junto a la vidriera, charla ahora con otro vago. Ese no
se esgunfió nunca. Pero, en cambio, se tiró a muerto. Porque sí. Por
prepotencia. "¡Qué trabajen los otros!" Los dos vagos intercambian palabras
fiacosas. Lentas. Palabras que son así: "¿Te dije que estuve en lo de Pedro?" Y
al rato, nuevamente: "¿Te dije? Lo vi a Pedro". Y a los quince minutos: "Pedro
está bien, ¿sabés?" Y a los otros cinco minutos: "Y qué es lo que te dijo
Pedro". Diálogo fiacoso, con las jetas arrugadas, la nariz como oliéndo la
proximidad de la fiera: trabajo; los ojos retobados bajo los párpados en la
distancia de los árboles verdes que decoran la callejuela del barrio sábalo.
A la tarde, de cada vizcachera sale uno de estos "orres". Las mujeres hacen
rechinar la Singer, ellos, con balanceo lento, salen para el café. Siempre hay
uno en el café que tienen veinte guitas. Ese es el que toma café. Otros siete
amigos vagos, hacen rueda en torno de la mesa y sólo piden agua. El mozo relojea
resignado, ¡qué destino el suyo! ¡En vez de ser sirviente del Plaza Hotel, haber
rodado a esa ladronera! Bueno, a todos no les están concedidos los triunfos
magníficos. Y el mozo avinagra el gesto en un pronunciamiento mental de mala
palabra. Y en la mesa i corre la pachorra de este diálogo:
-¿Te dije que lo vi a Pedro? -Silencio de cinco minutos. -¿Y qué te dijo Pedro?
-Otros cinco minutos de silencio. -¿Así que lo viste a Pedro? -Otros diez
minutos de silencio. -Lo vi ayer a Pedro. -Otros cinco minutos de silencio. -¿Y
qué te contó Pedro?
Son los esgunfiados. La fiaca les ha roído el tuétano. Tan aburridos están, que
para hablar, se toman vacaciones de minutos y licencias de cuarto de hora. Son
los esgunfiados. Los que no hacen ni bien ni mal. Los que no roban ni estafan.
Los que no juegan ni apuestan. Los que no pasean ni se divierten. Tan
esgunfiados están, que a pesar de ser fiacas podrían tener novia en el barrio, y
no la tienen; que es mucho laburo eso de ir a chamuyar en una puerta y darle la
lata al viejo; tan esgunfiados están, que a lo único que aspiran es a una tarde
eterna, con una remota puesta de sol, una mesita bajo un árbol y una jarra de
agua para la sed.
En la India, estos vagos, hubieran sido perfectos discípulos de Nuestro Señor,
el Buda, porque son los únicos que entre nosotros conocen los misterios y las
delicias de la vida contemplativa.
CANDIDATOS A MILLONARIOS
No hay hoy turro que haya invertido diez centavos en una suscripción colectiva
para comprar un vigésimo de la de los dos millones, que no se considere con
derecho a mirarlo por encima del hombro, ante la ridícula perspectiva de una
imposible riqueza. Si no camine usted por el centro y fíjese. Frente a las
vidrieras de las agencias de automóviles, hay detenidos, a toda hora,
zaparrastrosos inverosímiles, que relojean una máquina de diez mil para arriba y
piensan si ésa es la marca que les conviene comprar, mientras estrujan en el
bolsillo la única monedita que les servirá para almorzar y cenar en un bar
automático.
Una fiebre sorda se ha apoderado de todos los que yugan en esta población. La
esperanza de enriquecerse mediante uno de esos golpes de fortuna con que el azar
le da en la cabeza a un desdichado, convirtiéndolo, de la mañana a la noche, de
carbonero en el habitante perpetuo de un Rolls-Royce o de un Lincoln.
Fiebre que se transforma en sucripciones en todas las oficinas; fiebre que se
contagia a los hombres reposados y a los entendimientos fosilizados; fiebre que
empieza en el botones más insignificante y termina, o culmina, en el presidente
de cualquier XX Company.
Es de lo más curioso esta sugestión colectiva. Durante todo el año se juega a la
lotería, pero nadie se preocupa. Los aficionados al escolazo legal, van y
compran su billetito sin decir oste ni moste; a lo más, en la oficina, a la hora
del té, largan esto, como quien no quiere la cosa:
-Hoy me jugué un quinto, para ver si consigo pagarle al sastre, o hacerme un
traje.
Y usted puede observar que el aficionado no espera sacar una fortuna, sino que
limita sus más extraordinarias ambiciones a ganarse unos doscientos pesos,
convencido de que nunca saldrá de ese riel de mishadura en la que lo colocó su
destino arruinado.
Pues bien; este señor, que durante todo el año ha limitado las ambiciones que
tenía a ganar para comprarse un traje o un juego de corbatas, del día a la noche
se transforma ahora en una fiera insaciable, y con lo único que se conforma
es... con un millón. ¡Un millón!
El fenómeno se extiende a las más distintas clases sociales. Allí tiene, por
ejemplo, el candidato a propietario: el "pato" que ha comprado un lotecito de
tierra en Villa Soldati o en La Mosca, pueblo que son el infierno en la tierra o
el Sahara injertado en los alrededores de Buenos Aires. Pues bien, ese tipo, que
en la lucha por la vida siempre se ha sentido forfeit: ese tipo que ha limitado
sus aspiraciones a un terreno que tenga la superficie de un pañuelo o una sábana
de una plaza; ese buen señor de ojos llorosos, punta de nariz enrojecida, manos
siempre húmedas de un sudor frío, encorvado a lo Rigoletto; ese señor, hoy,
bruscamente, se ha enderezado, y en vez de andar merodeando por La Mosca o por
Villa Soldati abandona los extramuros y convierte en su radio de acción el
barrio Norte o la Avenida Alvear.
Y no crean que pasea. No. El tiene un pálpito (esta es la época en que todos
tienen pálpitos), tiene el pálpito de que el billete que compraron en la oficina
va a salir con los dos millones. Y de pronto, la modestia que impregnaba sus
sueños, la dorada mishadura que decoraba sus ambiciones de pobretón sempiterno,
se han derretido como un helado al sol, y ahora el tipo no quiere saber ni medio
con La Mosca o Villa Soldati. Repudia de plano los barrios crostas, las quince
cuadras que hay de la casa de zinc a la estación y se siente llamado a un futuro
más encomiable, y con el único y levantado propósito de comprarse un terreno o
un chalet en la Avenida Alvear, se pasea por ella. Y hasta le encuentra defectos
a los palacios que ostentan el letrero de remate judicial; y hasta ya adquiere
un sentido arquitectónico, porque dice, para su coleto, que esta casa está mal
situada porque no le da el sol y aquel otro terreno es estrecho para hacer en él
un garage donde pueda entrar su automóvil vagón.
Y estos son los tiempos en que no hay ordenanza que no se crea con derecho a
pilotear un Hudson. Es la época en que en los hogares más pobrecitos llega el
"jovie", y secándose con una sábana el sudor de la bocha, exclama:
-¡Ah! ¡Si ganamos la grande! Y el eco contesta, esperanzado:
-¡Ah, si la ganáramos!
Realmente es triste que por este puerco dinero todos estemos penando. Quien más,
quien menos. Quien para realizar grandes proyectos, quien para hacer
precisamente todo lo contrario: no realizar nunca nada, nunca.
Después hay otra cosa muy seria. ¿Para qué le serviría ganar un millón a mucha
gente? Para nada. ¿Qué harían con el dinero? No trabajar, aburrirse, adquirir
vicios estúpidos, mirar las fachadas de las casas, ir a una sección al biógrafo,
y eso es todo. La mayoría de los individuos que sueñan con tener un millón, crea
que no están capacitados ni para tener m¡¡ pesos, en el bolsillo. Perderían en
seguida la cabeza.
Y tan es así, que hay sujetos que se vuelven locos cuando ganan, no un millón,
sino cincuenta mil pesos. Hace dos años, varios ricos hechos por la lotería, se
estrellaron contra las columnas que sirven para alumbrar a los tipos que pasan
rumiando maldiciones en la oscuridad de la noche.
De modo que usted no se haga muchas ilusiones con el millón. Con o sin millón,
usted, si es un aburrido se va a estufar lo mismo. Los únicos que merecerían
ganar el millón, si hay un destino inteligente, son los enamorados. Esos sí,
porque, al menos, durante unos días, serían en la vida perfectamente felices. Y
mi deseo es que le caiga una parte bien en la cabeza, a una de esas parejas que
los trescientos sesenta y cinco días del año comentan con palabra modesta:
-Si tuviéramos mil pesos podríamos casarnos. Trescientos para el juego de
comedor, trescientos para el dormitorio.
¡Pobre gente! Esa sí que se merecería un cachito de fortuna, de suerte, de
manotón de azar.
SOBRE LA SIMPATIA HUMANA
Usted camina por la calle, y todas las personas son aparentemente iguales. Pero
dicha gente se pone en contacto con usted y, de pronto, siente que se
desconcierta, que la vida de los prójimos es tan complicada como puede serlo la
suya, que de continuo, en todas direcciones, hay espíritus que lanzan a toda
hora su S.O.S Escribo esto porque hoy me he quedado caviloso frente a un montón
de cartas que he recibido.
Cuando un autor comienza a recibir cartas, no encuentra diferencia entre una y
otra. Todas son cartas. Luego, cuando se acostumbra, esta correspondencia va
adquiriendo una faz completamente personal. El autor pierde su vanidad, y en
cada carta encuentra un tipo interesante de hombre, de mujer, de alma...
Hay lectores, por ejemplo, que le escriben a uno cartas de cuatro, cinco, siete,
nueve carillas. Usted se desconcierta. Se dice: ¿Cómo, este hombre se ha
molestado en perder tanto tiempo en hablarle a uno por escrito? No se trata de
un hombre que escribe por escribir, no. Es un individuo que tienen cosas que
decirle, un espíritu que va a través de la vida pensando cosas.
Yo he recibido cartas curiosas. En algunas se me plantean casos terribles de
conciencia, actitudes a asumir frente a la vida, destinos a cortar o reanudar.
En otras cartas sólo he recibido una muestra desinteresada y bellísima de
simpatía. Son las que más me han conmovido. Gente que no tenía nada qué decirme
en especial, como no fuera la cordialidad con que seguían mi esfuerzo cotidiano.
Alguien podrá decirme por qué me preocupa esto. Pero así como yo no puedo dejar
de escribir sobre un hermoso libro, tampoco puedo dejar de hablar de gente
distante que no conozco y que, con pluma ágil a veces, o mano torpe otras, se
sienta a escribirme para enviarme su ayuda espiritual.
He abierto una carta de nueve carillas. El autor ha tardado una hora en
escribirla, por lo menos. Me he detenido en la carta de una muchacha, que cada
quince días me envía unas líneas. No tendrá nada que hacer, o de qué modo se
aburrirá para escribirme sincrónicamente sus pensamientos de este modo tan
matemático. Rompo el sobre de otra, es una esquela que parece escrita con
pincel, letra de hombre que manejaría con más habilidad un martillo o un pincel
que la pluma. Me envía sus palabras sencillas con una amistad tan fuerte que
quisiera estrecharle la mano. Luego un fino sobre marrón; un encabezamiento:
"Mar del Plata". Me hablan de mi novela; después, dos cartas escritas a máquina;
una dactilógrafa y un muchacho, ambos deben haber aprovechado un intervalo en la
oficina para comunicarse conmigo. Luego, otra con lápiz, luego, otra con un
membrete de escritorio comercial, un señor que me propone hacer un distingo
sobre dos estados civiles igualmente interesantes...
Y así todos los días, todos los días...
¿Quiénes son estos que le hablan a uno, que le escriben a uno, que durante un
momento abandonan, desde cualquier ángulo de la ciudad y la distancia "su no
existencia", y con algunas hojas de papel, con algunas líneas, le hacen sentir
el misterio de la vida, lo ignoto de la distancia?...
¿Con quién habla uno? He aquí el problema. Si a uno no le escribieran nunca,
quizá existiera esta preocupación: "No le intereso a la gente". Pero, estos
hombres y mujeres siempre novados; estas cartas, que siempre se le acercan en su
casi totalidad a vocearle su simpatía, lo inquietan a uno. Se experimenta el
desconcierto de que numerosos ojos le están mirando, porque siempre que uno ha
escrito una carta, y sabe que
debe haber llegado, piensa lo siguiente:
"¿Qué habrá dicho de lo que le escribí?"
Efectivamente, uno no sabe qué decir. Un lector me dice: "Le envío la presente
por simpatizar con su manera de ser hacia el prójimo". Otro, me pide que me
dirija al elemento obrero con mis notas. Otra, hace una parodia de la carta que
me fue escrita por el "adolescente que estudiaba lógica", agregando: "dígale al
dibujante que reproduzca el diseño que ilustraba esa nota, agregando a las
víboras y a los sapos, un puñado de rosas".
De pronto, tengo una sensación agradable. Pienso que todos estos lectores se
parecen por la identidad del impulso; pienso que el trabajo literario no es
inútil, pienso que uno se equivoca cuando sólo ve maldad en sus semejantes, y
que la tierra está llena de lindas almas que sólo desean mostrarse.
Cada hombre y cada mujer encierra un problema, una realidad espiritual que está
circunscripta al círculo de sus conocimientos, y a veces ni a eso.
Hasta se me ocurre que podría existir un diario escrito únicamente por lectores;
un diario donde cada hombre y cada mujer, pudiera exponer sus alegrías, sus
desdichas, sus esperanzas.
Otras veces, me pregunto:
"¿Cuándo aparecerá, en este país, el escritor que sea para los que leen una
especie de centro de relación común?
En Europa existen estos hombres. Un Barbuse, un Frank, provocan este maravilloso
y terrible fenómeno de simpatía humana. Hacen que seres, hombres y mujeres, que
viven bajo distintos climas, se comprendan en la distancia, porque en el
escritor se reconocen iguales; iguales en sus impulsos, en sus esperanzas, en
sus ideales. Y hasta se llega a esta conclusión: un escritor que sea así, no
tiene nada que ver con la literatura. Está fuera de la literatura. Pero, en
cambio, está con los hombres, y eso es lo necesario; estar en alma con todos,
junto a todos. Y entonces se tendrá la gran alegría: saber que no se está solo.
En verdad, quedan muchas cosas hermosas, todavía, sobre la tierra.
EL TIMIDO LLAMADO
"Mientras baño mis ojos enfermos de un negro colirio", escribe Horacio; en la
epístola quinta del libro primero de Las sátiras.
Indudablemente, estoy obsesionado con la Oftalmología. Lo único que me consuela
es que, hace un montón de siglos, un poeta romano haya pasado las de Caín como
yo; pero como no me voy a pasar la vida hablando de cosas pestosas, entremos,
pues, a tratar al hombre del tímido llamado... y verán que vale la pena.
A pesar de estar transitoriamente tuerto (no sé si me dejarán definitivamente,
mis tres amigos, los oftalmólogos), con el único ojo en disponibilidad ando por
la calle viendo todo lo que me importa, y lo que no me importa también.
Pues bien; hoy a las doce y media he sido testigo de este insignificantísimo
hecho, que revela todo un mundo.
Un muchacho de veintitrés o veinticinco años, mal vestido, de expresión
inteligente, se acercó' a un suntuoso portal en la calle Charcas y tocó dos
veces el timbre. Ahora bien; si ustedes hubieran observado con qué timidez el
hombre apretó el botón; con qué prudencia, luego de tocarlo se retiró del portal
y sacó una carta del bolsillo; si ustedes hubieran visto esto, comprenderían de
sobra que ese muchacho iba a la tal casa a pedir algo, y a pedirlo con timidez;
que los que no van a pedir suelen hacer sonar el timbre hasta que la batería se
descarga.
El tan tímido llamado me emocionó. Comprendí toda la tragedia que en él se
encerraba; porque sólo el que haya pasado amargos momentos en la vida sabe de
qué modo se apoya el dedo en el timbre de la casa donde vive un ballenato
influyente o un tiburón voraz. Me acompaña un señor amigo y al hacerle la
observación de qué modo el tal muchacho había llamado, me contestó:
-La misma suposición que hace usted acabo de hacerla yo.
Y nos detuvimos a esperar en el cordón de la vereda para ver lo que ocurría.
Salió, al minuto, el portero, y el muchacho lo saludó cortésmente. El otro lo
miró, recogió la carta y volvió a cerrar la puerta en las narices del presunto
postulante. Siempre es así. El de más abajo es el más duro con el que necesita
algo.
Los tiburones, los buitres y los ballenatos tienen siempre un barniz de cultura
que hace atender con una deferencia que, aunque fría, es siempre deferencia, al
postulante.
En cambio, el portero del buitre o del tiburón, no. Es el más inexorable con el
postulante. Es el punto trágico de éste. Afrontar el portero es el momento más
doloroso en el vía crucis del que tiene que pedir algo, si sus botines están
descalabrados y su traje deslucido o deslustrado por los codos.
El portero nunca contesta al saludo que le hace un hombre mal vestido. Y no tan
sólo no contesta, sino que, además, le cierra las puertas en las narices a éste,
como si estuviera temeroso de que hurtara algo del hall.
Cuando el portero vislumbra al postulante, lo primero que hace es tener con una
mano el picaporte de la puerta y mirarle los botines al desdichado. Y después de
mirarle los botines, toma la carta, la observa por los dos costados, cierra la
puerta y desaparece.
Esta mirada le hiela el corazón al postulante. Ha comprendido que su primer
enemigo, que el primero que le negará el vaso de agua, es este mal educado que
camina de casualidad en dos pies.
Y en cuanto la insultante catadura del portero ha desaparecido, se produce en el
postulante una terrible emoción depresiva. Ahora siente que está en la calle, en
la calle de la ciudad, porque no hay cosa más humillante que esa: esperar frente
a una puerta cerrada, sabiendo que la gente que pasa lo mira y adivina que ha
ido allí a pedir algo. Es un minuto, dos minutos, pero dos minutos parecidos a
los que pasaría una persona decente amarrada a la picota, expuesta a todas las
miradas que la desnudan, que la pesan y le asignan un rincón en el infierno de
la desdicha.
Y mientras esos minutos pasan, el postulante piensa en la acogida que le hará el
buitre; cavila si lo recibirá o no, y de qué modo, si lo recibe; y hasta prepara
las frases con que hará su pedido. Dolorosísima situación; en este intervalo, el
alma del hombre se satura de esperanzas y de amargura; sabe que todas sus
humillaciones son inútiles, que esa carta, que el portero ha recibido con un
gesto desganado, no pesará nada en su destino y, sin embargo, como un náufrago,
se aferra a esa única tabla, porque todo hombre, en realidad, no podría vivir si
no estuviera cogido con los dientes a una mentira o una ilusión.
Recuerdo que un insigne pillete me decía una vez:
-Si quiere que lo traten con respeto, no se olvide de tener siempre en el ropero
un traje nuevo y unos zapatos flamantes. Muérase de hambre, pero que no le
falten guantes ni bastón. Aféitese, si no tiene navaja con un vidrio, y póngase,
en vez de polvo, cualquier compuesto de pulir metales; pero si va a pedir algo
vaya con la prestancia de un gran señor y la insolencia de un príncipe. La
gente, en este país, sólo respeta a los insolentes y a los mal educados. Si
usted entra a un juzgado o a una comisaría hablando fuerte y sin quitarse el
sombrero, todos le atenderán cortésmente, temeroso de que usted sea algún
bandido que actúa en la política.
Lo mismo ocurre con los porteros. Sólo respetan los zapatos bien lustrados y el
traje nuevo. Ya sabe, amigo postulante, pida; pero pida con orgullo, como si le
hiciera un favor a aquel a quien le va a pedir algo.
LA TRAGEDIA DEL HOMBRE QUE BUSCA EMPLEO
La persona que tenga la saludable costumbre de levantarse temprano, y salir en
tranvía a trabajar o a tomar fresco, habrá a veces observado el siguiente
fenómeno:
Una puerta de casa comercial con la cortina metálica medio corrida. Frente a la
cortina metálica, y ocupando la vereda y parte de la calle, hay un racimo de
gente. La muchedumbre es variada en aspecto. Hay pequeños y grandes, sanos y
lisiados. Todos tienen un diario en la mano y conversan animadamente entre sí.
Lo primero que se le ocurre al viajante inexperto es de que allí ha ocurrido un
crimen trascendental, y siente tentaciones de ir a engrosar el número de
aparentes curiosos que hacen cola frente a la cortina metálica, mas a poco de
reflexionarlo se da cuenta de que el grupo está constituido por gente que busca
empleo, y que ha acudido al llamado de un aviso. Y si es observador y se detiene
en la esquina podrá apreciar este conmovedor espectáculo.
Del interior de la casa semiblindada salen cada diez minutos individuos que
tienen el aspecto de haber sufrido una decepción, pues irónicamente miran a
todos los que les rodean, y contestando rabiosa y sintéticamente a las preguntas
que les hacen, se alejan rumiando desconsuelo. Esto no hace desmayar a los que
quedan, pues, como si lo ocurrido fuera un aliciente, comienzan a empujarse
contra la cortina metálica, y a darse de puñetazos y pisotones para ver quien
entra primero. De pronto el más ágil o el más fuerte se escurre adentro y el
resto queda mirando la cortina, hasta que aparece en escena un viejo empleado de
la casa que dice:
-Pueden irse, ya hemos tomado empleado.
Esta incitación no convence a los presentes, que estirando el cogote sobre el
hombro de su compañero comienzan a desaforar desvergüenzas, y a amenazar con
romper los vidrios del comercio. Entonces, para enfriar los ánimos, por lo
general un robusto portero sale con un cubo de agua o armado de una escoba y
empieza a dispersar a los amotinados. Esto no es exageración. Ya muchas veces se
han hecho denuncias semejantes en las seccionales sobre este procedimiento
expeditivo de los patrones que buscan empleados.
Los patrones arguyen que ellos en el aviso pidieron expresamente "un muchacho de
dieciséis años para hacer trabajos de escritorio", y que en vez de presentarse
candidatos de esa edad, lo hacen personas de treinta .años, y hasta cojos y
jorobados. Y ello es en parte cierto. En Buenos Aires, "el hombre que busca
empleo" ha venido a constituir un tipo su¡ generis. Puede decirse que este
hombre tiene el empleo de "ser hombre que busca trabajo".
El hombre que busca trabajo es frecuentemente un individuo que oscila entre los
dieciocho y veinticuatro años. No sirve para nada. No ha aprendido nada. No
conoce ningún oficio. Su única y meritoria aspiración es ser empleado. Es el
tipo del empleado abstracto. El quiere trabajar, pero trabajar sin ensuciarse
las manos, trabajar en un lugar donde se use cuello; en fin, trabajar "pero
entendámonos... decentemente".
Y un buen día, día lejano, si alguna vez llega, él, el profesional de la busca
de empleo, se "ubica". Se ubica con el sueldo mínimo, pero qué le importa. Ahora
podrá tener esperanzas de jubilarse. Y desde ese día, calafateado en su rincón
administrativo espera la vejez con la paciencia de una rémora.
Lo trágico es la búsqueda del empleo en casas comerciales. La oferta ha llegado
a ser tan extraordinaria, que un comerciante de nuestra amistad nos decía:
-Uno no sabe con qué empleado quedarse. Vienen con certificados. Son
inmejorables. Comienza entonces el interrogatorio:
-¿Sabe usted escribir a máquina?
-Sí, ciento cincuenta palabras por minuto.
-¿Sabe usted taquigrafía?
-Sí, hace diez años.
-¿Sabe usted contabilidad?
-Soy contador público.
-¿Sabe usted inglés?
-Y también francés.
-¿Puede ofrecer una garantía?
-Hasta diez mil pesos de las siguientes firmas.
-¿Cuánto quiere ganar?
-Lo que ustedes acostumbran pagar.
-Y el sueldo que se les paga a esta gente -nos decía el aludido comerciante- no
es nunca superior a ciento cincuenta pesos. Doscientos pesos los gana un
empleado con antigüedad... y trescientos... trescientos
es lo mítico. Y ello se debe a la oferta. Hay farmacéuticos que ganan ciento
ochenta pesos y trabajan ocho horas diarias, hay abogados que son escribientes
de procuradores, procuradores que les pagan doscientos pesos mensuales,
ingenieros que no saben qué cosa hacer con el título, doctores en química que
envasan muestras de importantes droguerías. Parece mentira y es cierto.
La interminable lista de "empleados ofrecidos" que se lee por las mañanas en los
diarios es la mejor prueba de la trágica situación por la que pasan millares y
millares de personas en nuestra ciudad. Y se pasan éstas los años buscando
trabajo, gastan casi capitales en tranvías y estampillas ofreciéndose, y nada...
la ciudad está congestionada de empleados. Y sin embargo, afuera está la
llanura, están los campos, pero la gente no quiere salir afuera. Y es claro,
termina tanto por acostumbrarse a la falta de empleo que viene a constituir un
gremio, el gremio de los desocupados. Sólo les falta personería jurídica para
llegar a constituir una de las tantas sociedades originales y exóticas de las
que hablará la historia del futuro.
¿QUIERE SER USTED DIPUTADO?
Si usted quiere ser diputado, no hable en favor de las remolachas, del petróleo,
del trigo, del impuesto a la renta; no hable de fidelidad a la Constitución, al
país; no hable de defensa del obrero, del empleado y del niño. No; si usted
quiere ser diputado, exclame por todas partes:
-Soy un ladrón, he robado... he robado todo lo que he podido y siempre.
ENTERNECIMIENTO
Así se expresa un aspirante a diputado en una novela de Octavio Mirbeau, El
jardín de los suplicios.
Y si usted es aspirante a candidato a diputado, siga el consejo. Exclamé por
todas partes:
-He robado, he robado.
La gente se enternece frente a tanta sinceridad. Y ahora le explicaré. Todos los
sinvergüenzas que aspiran a chuparle la sangre al país y a venderlo a empresas
extranjeras, todos los sinvergüenzas del pasado, el presente y el futuro,
tuvieron la mala costumbre de hablar a la gente de su honestidad. Ellos "eran
honestos". "Ellos aspiraban a desempeñar una administración honesta." Hablaron
tanto de honestidad, que no había pulgada cuadrada en el suelo donde se quisiera
escupir, que no se escupiera de paso a la honestidad. Embaldosaron y empedraron
a la ciudad de honestidad. La palabra honestidad ha estado y está en la boca de
cualquier atorrante que se para en el primer guardacantón y exclama que "el país
necesita gente honesta". No hay prontuariado con antecedentes de fiscal de mesa
y de subsecretario de comité que no hable de "honradez". En definitiva, sobre el
país se ha desatado tal catarata de honestidad, que ya no se encuentra un solo
pillo auténtico. No hay malandrino que alardee de serlo. No hay ladrón que se
enorgullezca de su profesión. Y la gente, el público, harto de macanas, no
quiere saber nada de conferencias. Ahora, yo que conozco un poco a nuestro
público y a los que aspiran a ser candidatos a diputados, les propondré el
siguiente discurso. Creo que sería de un éxito definitivo.
DISCURSO QUE TENDRIA EXITO
He aquí el texto del discurso: "Señores:
"Aspiro a ser diputado, porque aspiro a robar en grande y a `acomodarme' mejor.
"Mi finalidad no es salvar al país de la ruina en la que lo han hundido las
anteriores administraciones de compinches sinvergüenzas; no, señores, no es ese
mi elemental propósito, sino que, íntima y ardorosamente, deseo contribuir al
trabajo de saqueo con que se vacían las arcas del Estado, aspiración noble que
ustedes tienen que comprender es la más intensa y efectiva que guarda el corazón
de todo hombre que se presenta a candidato a diputado.
"Robar no es fácil, señores. Para robar se necesitan determinadas condiciones
que creo no tienen mis rivales. Ante todo, se necesita ser un cínico perfecto, y
yo lo soy, no lo duden, señores. En segundo término, se necesita ser un traidor,
y yo también lo soy, señores. Saber venderse oportunamente, no
desvergonzadamente, sino "evolutivamente". Me permito el lujo de inventar el
término que será un sustitutivo de traición, sobre todo necesario en estos
tiempos en que vender el país al mejor postor es un trabajo arduo e ímprobo,
porque tengo entendido, caballeros, que nuestra posición, es decir, la posición
del país no encuentra postor ni por un plato de lentejas en el actual momento
histórico y trascendental. Y créanme, señores, yo seré un ladrón, pero antes de
vender el país por un plato de lentejas, créanlo..., prefiero ser honrado.
Abarquen la magnitud de mi sacrificio y se darán cuenta de que soy un perfecto
candidato a diputado.
"Cierto es que quiero robar, pero ¿quién no quiere robar? Díganme ustedes quién
es el desfachatado que en estos momentos de confusión no quiere robar. Si ese
hombre honrado existe, yo me dejo crucificar. Mis camaradas también quieren
robar, es cierto, pero no saben robar. Venderán al país por una bicoca, y eso es
injusto. Yo venderé a mi patria, pero bien vendida. Ustedes saben que las arcas
del Estado están enjutas, es decir, que no tienen un mal cobre para satisfacer
la deuda externa; pues bien, yo remataré al país en cien mensualidades, de
Ushuaia hasta el Chaco boliviano, y no sólo traficaré el Estado, sino que me
acomodaré con comerciantes, con falsificadores de alimentos, con concesionarios;
adquiriré armas inofensivas para el Estado, lo cual es un medio más eficaz de
evitar la guerra que teniendo armas de ofensiva efectiva, le regatearé el pienso
al caballo del comisario y el bodrio al habitante de la cárcel, y carteles,
impuestos a las moscas y a los perros, ladrillos y adoquines... ¡Lo que no
robaré yo, señores! ¿Qué es lo que no robaré?, díganme ustedes. Y si ustedes son
capaces de enumerarme una sola materia en la cual yo no sea capaz de robar,
renuncio "ipso facto" a mi candidatura...
"Piénsenlo aunque sea un minuto, señores ciudadanos. Piénsenlo. Yo he robado.
Soy un gran ladrón. Y si ustedes no creen en mi palabra, vayan al Departamento
de Policía y consulten mi prontuario. Verán qué performance tengo. He sido
detenido en averiguación de antecedentes como treinta veces; por portación de
armas -que no llevaba- otras tantas, luego me regeneré y desempeñé la tarea de
grupí, rematador falluto, corredor, pequero, extorsionista, encubridor, agente
de investigaciones, ayudante de pequero porque me exoneraron de investigaciones;
fui luego agente judicial, presidente de comité parroquial, convencional, he
vendido quinielas, he sido, a veces, padre de pobres y madre de huérfanas, tuve
comercio y quebré, fui acusado de incendio intencional de otro bolichito que
tuve... Señores, si no me creen, vayan al Departamento... verán ustedes que yo
soy el único entre todos esos hipócritas que quieren salvar al país, el
absolutamente único que puede rematar la última pulgada de tierra argentina...
Incluso, me propongo vender el Congreso e instalar un conventillo o casa de
departamento en el Palacio de Justicia, porque si yo ando en libertad es que no
hay justicia, señores..."
Con este discurso, la matan o lo eligen presidente de la República.
LA INUTILIDAD DE LOS LIBROS
Me escribe un lector:
"Me interesaría muchísimo que Vd. escribiera algunas notas sobre los libros que
deberían leer los jóvenes, para que aprendan y se formen un concepto claro,
amplio, de la existencia (no exceptuando, claro está, la experiencia propia de
la vida)".
NO LE PIDE NADA EL CUERPO...
No le pide nada a usted el cuerpo, querido lector. Pero, ¿en dónde vive? ¿Cree
usted acaso, por un minuto, que los libros le enseñarán a formarse "un concepto
claro y amplio de la existencia"? Está equivocado, amigo; equivocado hasta decir
basta. Lo que hacen los libros es desgraciarlo al hombre, créalo. No conozco un
solo hombre feliz que lea. Y tengo amigos de todas las edades. Todos los
individuos de existencia más o menos complicada que he conocido habían leído.
Leído, desgraciadamente, mucho.
Si hubiera un libro que enseñara, fíjese bien, si hubiera un libro que enseñara
a formarse un concepto claro y amplio de la existencia, ese libro estaría en
todas las manos, en todas las escuelas, en todas las universidades; no habría
hogar que, en estante de honor, no tuviera ese libro que usted pide. ¿Se da
cuenta?
No se ha dado usted cuenta todavía de que si la gente lee, es porque espera
encontrar la verdad en los libros. Y lo más que puede encontrarse en un libro es
la verdad del autor, no la verdad de todos los hombres. Y esa verdad es
relativa... esa verdad es tan chiquita... que es necesario leer muchos libros
para aprender a despreciarlos.
LOS LIBROS Y LA VERDAD
Calcule usted que en Alemania se publican anualmente más o menos 10.000 libros,
que abarcan todos los géneros de la especulación literaria; en París ocurre lo
mismo; en Londres, ídem; en Nueva York, igual.
Piense esto:
Si cada libro contuviera una verdad, una sola verdad nueva en la superficie de
la tierra, el grado de civilización moral que habrían alcanzado los hombres
sería incalculable. ¿No es así? Ahora bien, piense usted que los hombres de esas
naciones cultas, Alemania, Inglaterra, Francia, están actualmente discutiendo la
reducción de armamentos (no confundir con supresión). Ahora bien, sea un momento
sensato usted. ¿Para qué sirve esa cultura de diez mil libros por nación,
volcada anualmente sobre la cabeza de los habitantes de esas tierras? ¿Para qué
sirve esa cultura, si en el año 1930, después de una guerra catastrófica como la
de 1914, se discute un problema que debía causar espanto?
¿Para qué han servido los libros, puede decirme usted? Yo, con toda sinceridad,
le declaro que ignoro para qué sirven los libros. Que ignoro para qué sirve la
obra de un señor Ricardo Rojas, de un señor Leopoldo Lugones, de un señor
Capdevilla, para circunscribirme a este país.
EL ESCRITOR COMO OPERARIO.
Si usted conociera los entretelones de la literatura, se daría cuenta de que el
escritor es un señor que tiene el oficio de escribir, como otro de fabricar
casas. Nada más. Lo que lo diferencia del fabricante de casas, es que los libros
no son tan útiles como las casas, y después... después que el fabricante de
casas no es tan vanidoso como el escritor.
En nuestros tiempos, el escritor se cree el centro del mundo. Macanea a gusto.
Engaña a la opinión pública, consciente o inconscientemente. No revisa sus
opiniones. Cree que lo que escribió es verdad por el hecho de haberlo escrito
él. El es el centro del mundo. La gente que hasta experimenta dificultades para
escribirle a la familia, cree que la mentalidad del escritor es superior a la de
sus semejantes y está equivocada respecto a los libros y respecto a los autores.
Todos nosotros, los que escribimos y firmamos, lo hacemos para ganarnos el
puchero. Nada más. Y para ganarnos el puchero no vacilamos a veces en afirmar
que lo blanco es negro y viceversa. Y, además, hasta a veces nos permitimos el
cinismo de reírnos y de creernos genios...
DESORIENTADORES
La mayoría de los que escribimos, lo que hacemos es desorientar a la opinión
pública. La gente busca la verdad y nosotros les damos verdades equivocadas. Lo
blanco por lo negro. Es doloroso confesarlo, pero es así. Hay que escribir. En
Europa los autores tienen su público; a ese público le dan un libro por un año.
¿Usted puede creer, de buena fe, que en un año se escribe un libro que contenga
verdades? No, señor. No es posible. Para escribir un libro por año hay que
macanear. Dorar la píldora. Llenar páginas de frases.
Es el oficio, "el métier". La gente recibe la mercadería y cree que es materia
prima, cuando apenas se trata de una falsificación burda de otras
falsificaciones, que también se inspiraron en falsificaciones.
CONCEPTO CLARO
Si usted quiere formarse "un concepto claro" de la existencia, viva.
Piense. Obre. Sea sincero. No se engañe a sí mismo. Analice. Estúdiese. El día
que se conozca a usted mismo perfectamente, acuérdese de lo que le digo: en
ningún libro va a encontrar nada que lo sorprenda. Todo será viejo para usted.
Usted leerá por curiosidad libros y libros y siempre llegará a esa fatal palabra
terminal: "Pero sí esto lo había pensado yo, ya". Y ningún libro podrá enseñarle
nada.
Salvo los que se han escrito sobre esta última guerra. Esos documentos trágicos
vale la pena conocerlos. El resto es papel...