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Las palabras no se las lleva el viento
La siguiente es una selección de notas breves y editoriales publicadas en El
Ortiba a lo largo de los años, algunas reproducidas en varios sitios de la red,
que por alguna razón hemos querido preservar de la agonía del día después de la
noticia.
Qué triste vuestro fallo señorías
Condenan a tres hombres a prisión por robarse una vaca para comer. La propiedad
privada es intocable, dice la Justicia. Donde hay una necesidad hay un derecho,
decía Evita. El mismo día que una ola de indignación recorría el mundo debido al
robo del cartel de la entrada de Auschwitz, donde los nazis privaron a millones
de seres humanos del don milagroso de la vida, en el otro extremo del planeta
tres hombres fueron condenados a prisión por robarse una vaca para dar de comer
a sus familias durante la crisis de 2001. Crisis que fue consecuencia de los
años de pizza y champán de la rata de Anillaco, años de tirar a la marchanta las
empresas del Estado y rifar el patrimonio público, época aquella idealizada por
un tilingo yanqui y sus acólitos locales.
La noticia dice que la Cámara de Casación bonaerense confirmó condenas de varios
años de prisión contra tres acusados de robar una vaca para comerla. La mayoría
de la Sala Primera del Tribunal fundó la condena en que "Ni la miseria, ni la
dificultad de ganarse el sustento propio necesario y el de los suyos son
presupuesto de la eximente del estado de necesidad" sin considerar varios
testimonios que describían a los acusados como "personas honestas que buscaban
trabajo sin éxito y a su vez que eran responsables de familias numerosas",
explicando que habían robado el animal para consumirlo y no para venderlo. El
voto minoritario de la Cámara se expidió por la absolución, fundado, justamente,
en que el hecho había sido cometido "para subvenir a las necesidades de los
suyos".
Nos parece bien la indignación por el cartel de Auschwitz, todo un símbolo del
horror. ¿Pero de este horror quién se hará cargo? ¿Los jueces que fundaron la
condena en que "Ni la miseria ni la dificultad de ganarse el sustento propio
necesario y el de los suyos son presupuesto de la eximente del estado de
necesidad" ¿El indolente dueño del animal que no levantó la acusación contra
tres hombres pobres, de pobreza infinita, que no tenían para comer? ¿El sistema
jurídico-político que defiende a rajatabla la sacrosanta propiedad privada a
costa del sufrimiento y la extinción por hambre del prójimo? ¿El capitalismo que
protege y apaña el lucro desmedido y la rapiña ilimitada a costa de la
supervivencia misma del planeta, como quedó demostrado en el rotundo fracaso de
la cumbre climática de Copenhage?
Si no soñáramos, si no creyéramos, si no esperáramos, si no lucháramos para que
algún día todo este desatino, toda esta vileza, toda esta injusticia, toda esta
maldad estalle en mil pedazos para parir un mundo nuevo donde los hombres se
sientan hermanos y no lobos de sí mismos, sería infinita la resignación y la
tristeza. Qué triste, qué mezquino, qué inhumano vuestro fallo, miserables
señorías.
17 de diciembre 2008
Morir el día de la primavera
Hugo Soria tenía un trabajo de esos que no le gusta a casi nadie, quizás uno de
los más despreciados de la escala social. Cuando yo era chico mi papá me decía
que si no estudiaba iba a terminar juntando basura. Y era terrible. No por el
trabajo en sí, pues a los ojos de un niño recorrer la ciudad arriba de un camión
inmenso y ruidoso era comparable a las correrías de Sandokán y los piratas de
Malasia. Lo terrible es que los recolectores de basura andan siempre corriendo,
siempre dando grandes voces entre chirridos de frenos y ruido de motores.
Siempre apurados. Mucho no ha cambiado la cosa, pues sigo escuchando casi los
mismos gritos, casi los mismos ruidos, y con el mismo apuro. Un amigo me decía
que los recolectores de basura deberían tener los sueldos más altos ya que hacen
el trabajo más sucio - literalmente hablando- que nadie quiere hacer. Y jamás de
los ve ociosos, muy por el contrario, siempre están como atrasados en cumplir
vaya a saber uno qué planilla de horarios de vaya a saber qué oficina. Lo
terrible es la urgencia del horario. Y qué oprobiosa carga debe tener la basura
en el imaginario colectivo ya que cuando queremos descalificar y humillar a
alguien decimos "es una basura", o algo así.
Pues Hugo Soria hacía eso, juntaba basura, tenía veintidós años y una vida por
delante. Y toneladas de basura de los otros recorrida entre sus manos, pasada
por su cuerpo, atravesada en su alma. Trabajaba para la empresa Cliba en la
ciudad de Córdoba, iban -seguramente apurados, como siempre- por el barrio
General Paz cuando se resbaló y quedó atrapado bajo las impiadosas ruedas del
camión. Era el día de la primavera. Un humilde trabajador, dirán los caretas. Un
buen muchacho, replicarán los más. Un empleado desafortunado, murmurarán los
dueños de Cliba, mientras administran su reemplazo. Tal vez una esposa o una
novia, tal vez un amigo, tal vez su mamá y su papá, tal vez lo lloren y le dejen
una flor de esta flamante primavera, que él no pudo ver.
Y yo, que pude zafar de ser recolector de basura porque mi papá me amenazaba
para que estudiara, no sé cuántas lágrimas habrá que verter por Hugo Soria, en
un tiempo donde el imperativo categórico es juntar títulos y bienes, y sobre
todo dinero, mucho dinero, porque la posesión de objetos en este mundo
capitalista y mezquino, tramposo y miserable, es sinónimo de éxito. Resulta
escandaloso darse cuenta que para que algunos pocos no pierdan su tiempo
mientras juntan plata, mucha plata, muchos Hugo Soria se encargan de juntarles
la basura.
Una flor y una lágrima para Hugo, un buen muchacho.
22 de septiembre 2008
Furia capital
De tanta información habida en la gran catarata informativa, que desde todos los
rincones de un mundo globalizado inunda las pantallas, los papeles de los
diarios y la onda radiofónica, rescato dos noticias, aparentemente inconexas y
prácticamente irrelevantes. Ambas pertenecen al 18 de julio de 2007.
El mismo día en que un presidente norteamericano, pletórico de maldad e
hipocresía, declaró omnipotente que para evitar la tercera guerra mundial debe
evitarse (o sea invadir, matar, destruir) que Irán desarrolle sus terribles y
pavorosos planes nucleares.
El mismo día en que el barril de petróleo alcanzó el récord de los 89 dólares,
impulsado por un inminente ataque turco a los separatistas kurdos de Irak
(entiéndase bien, no es que los mercados se conmuevan por las posibles víctimas,
claro que no, los racionales mercados están aterrados por la posibilidad de que
se corte el flujo de petróleo desde Medio Oriente.
El mismo día que Sarita y Ricardo, mis vecinos desocupados de grandes ojos
tristones, almorzaron fideos baratos, hervidos y apenas rociados con un poco de
aceite mezcla de tercera marca (por suerte los chicos van al comedor escolar).
Sarita y Ricardo hablan poco, y lo hacen bajito. Como si hubieran hecho algo
malo, casi con un poco de vergüenza que avergüenza, por estar, por existir, por
caminar y respirar.
El mismo día en que una primavera, que se hace desear, desgrana hermosas y
primaverales jovencitas, que también se hacen desear, con livianas ropas
olorosas por las mezquinas vereditas de Montserrat.
Una de las noticias dice que James Watson, premio Nobel de Medicina y uno de los
miembros del equipo que descifró el genoma humano, desató una fuerte polémica al
afirmar a un diario británico que considera errado creer que "la inteligencia de
los africanos es como la nuestra". Y agregó: "La gente que tiene que tratar con
empleados negros sabe que eso no es así".
La otra noticia, del ámbito local, señala que detuvieron a dos sospechosos de
matar a un cartonero en Villa Fiorito. El cartonero era un muchacho de 18 años
que "revisaba unos bolsones", como dice el medio informativo.
Es increíble el poder de las palabras. Imagínese la escena, seguramente la habrá
visto muchas veces, y cuando uno mira a esa gente "revisando bolsones" no piensa
en esas palabras sino en revolver y en basura. En revolver basura. Qué distinto
sonaría si nos lo planteáramos con la misma claridad y racionalidad de los
mercados. Preguntarnos por ejemplo ¿por qué existe gente que debe revolver
basura, los restos, el descarte, las sobras de los otros, para poder vivir?
Parece ser que el señor que disparó contra el cartonerito de 18 años había
discutido previamente con él cuando pasaba con su automóvil, después volvió
armado y le disparó a mansalva. Lo mató.
Recuerdo la época en que el señor Blumberg era aún creíble y convocaba
multitudes, y que a su hijo muerto de más de 20 años algunos medios nombraban
"el chico". Claro, es mucho más terrible matar "chicos" que matar impersonales
jóvenes, impersonales cartoneros. Y aún antes de Blumberg otros medios hacían
alusión al secuestro de una jovencita de 18 años (de obvia tez blanca) como una
"chica" secuestrada, pero una página más adelante, mucho más pequeño y sin
recuadro, el mismo medio contaba que había sido violada "una mujer de 16 años".
La mujer, la jovencita, era morochita, obvio, y hasta capaz que había provocado,
y hasta capaz que se lo merecía, vaya uno a saber.
Los humillados, los explotados, los descartados, los excluidos, los negritos
(recuerdo el reportaje al cura miserable Von Wernich cuando declaró muy suelto
de cuerpo en 1984 que Camps era incapaz de torturar al periodista Jacobo
Timerman, ya que no se trataba "de un negrito cualquiera") no solo sobran, no
solo están al pedo, sino que ni siquiera son tan inteligentes como los
blanquitos. Sobran. Como los cartoneritos. Como Sarita y Ricardo. Como usted, si
un día el racional mercado se despierta con furia capital, capitalista, y decide
que usted ya está de más, que ya no sirve, que está al pedo en este mundo de
barriles de petróleo, muchachas deseadas y fideos con aceite, donde solo tienen
derecho a la existencia y solo pueden ser felices los blanquitos
18 de octubre 2007
Los saberes perdidos
Las ya numerosas muertes por inhalación de monóxido de carbono (léase brasero),
en este invierno del hemisferio sur que parece va a ser riguroso (dejamos las
alternativas del cambio climático para otro momento), nos sirve para reflexionar
sobre la pérdida de ciertos conocimientos de supervivencia. Esos saberes que no
se enseñan en ningún colegio sino que son fruto exclusivo de la experiencia de
vida. Cuando yo era chico, allá hacia fines de los años cincuenta, en un país
triste y gris de energúmenos fusiladores e impiadosos dictadores que comulgaban
todos los domingos y fiestas de guardar, en un país vaciado de alegría y viciado
de tristeza, en la honrosa humildad de un barrio cualquiera de un pueblo
cualquiera, cualquier pibe de 10 años sabía que uno no podía encerrarse así como
así en una habitación sin ventilación con un brasero prendido. Se sabía que
había que "quemar" bien la leña, o el carbón, al
aire libre antes de meter el brasero en la pieza. Lo que sabe cualquier asador:
las emanaciones de la leña o el carbón mal quemado pueden provocar cierto
gustillo amargo en los chinchulines y la tira de asado. Es más, encerrarse en
una pieza sin aireación con un brasero prendido era el método eficaz e indoloro
que elegían los pobres para volar presurosos de las desgracias de este mundo.
Una muerte, si se quiere, bastante tranquila. Los ricos, en cambio, se
suicidaban terriblemente y con gran escándalo, con pastillas de cianuro o armas
de fuego.
Cuando yo era chico no era nada raro ver braseros prendidos en las humildes
casitas de mi barrio (discupen los lugares comunes). En mi casa había una estufa
a querosén, aquellas con velas radiantes que invitaban mágicamente a la
contemplación. Claro, cuando se tiene ocho años y nada para hacer. Pero por el
brasero nadie se moría. En aquel pueblo de llanura, en aquella época, el gas
existía solamente en garrafas y cilindros y no era cuestión de despilfarrarlo
para calentarse en invierno, solo se lo usaba para cocinar. En el baño había un
viejo calefón eléctrico, desvencijado pero en funciones.
Más abajo de los pobres estructurales estaba la gente de la calle, los eternos
marginales, un pequeño grupo social, muy pero muy pequeño, de irremediables
borrachines alegres o alterados mentales, ellos eran los pocos habitantes
exclusivos y permanentes de las calles, y no había asistencia social que
doblegara su gusto por la calle. Sabían que para combatir el frío hay que
ponerse papel de diario, un excelente aislante, entre el pecho y la espalda y la
ropa. Conocían quienes eran los vecinos y comercios más generosos y sabían
proveerse de uno o dos perros peludos para compartir el calorcito de sus
cuerpos. Y aunque no todo era magia ni poesía, el mundo transitaba las heladas
noches con suma mansedumbre, pues se sabía que inexorablemente alguna vez
llegaría la mañana y calentaría el sol.
Luego vinieron los 60, los 70. Estaría bueno recordar que la distribución de la
riqueza en los años 70, pese a las recurrentes crisis económicas, era muchísmo
más pareja que hoy en día. El brasero pasó a ser objeto exótico, del ámbito
rural o de los jipis de El Bolsón. Solo un par de generaciones adelante se ha
perdido cierta cultura de la pobreza: hoy ya no se sabe como sobrevivir cuando
se carece de casi todo. Y eso está teóricamente bien, porque significa que esos
conocimientos ya no eran necesarios. Hoy es tan anticuado padecer sabañones como
saber como curarlos. Simplemente no hace falta conocerlo, porque los sabañones
son cosas de un pasado lejano y casi mítico en los grandes centros urbanos.
Cuando yo era chico los piojos eran vergonzantes y cuando aparecían se los
combatía con productos naturales e higiene a fondo. Hoy los piojos son un
elemento más en la mochila del piberío escolar, y no alcanza todo el arsenal
químico-comercial del mercado para erradicarlos de una vez por todas.
La vida es el bien más preciado y nadie en su sano juicio desea morirse. No se
puede juzgar de imprudente a la gente que fallece por un acto tan irrelevante
como prender un fueguito para calentarse. Simplemente no saben como hacerlo. No
son pobres de toda la vida, o históricos, como gustan decir políticos,
encuestadores y sociólogos, porque si lo fueran sabrían lo que hacer. Los muchos
nuevos pobres nacidos de la fervorosa orgía neoliberal de los 90 carecen tanto
de bienes como de herramientas y saberes, aquello que poseían los "viejos"
pobres.
Algo anda mal, muy mal. Nos hemos convertido en una sociedad cavernícola y
caníbal que cosifica y digiere a los individuos que contiene, promoviendo un
individualismo tan feroz como aberrante donde conviven celulares, banda ancha,
braseros y piojos. Todo junto, pero sin tocarse. Una sociedad totalmente
desentendida de los que ya no contiene y quedaron afuera, arrojados al vacío de
la nada social, a la desprotección más elemental, más inhumana.
En la calle Junín, a media cuadra de la avenida Santa Fe, inmóviles sobre
colchones viejos hay unas personas irreconocibles, arropadas de pies a cabeza.
De harapos, naturalmente. Imagínense la escena desde la ventanilla del 60: las
nueve de la noche de un crudo mes de invierno; gente con celulares que vá y
viene; jóvenes dicharacheros con bufandas coloridas; grupitos de adolescentes
gritonas con libros y guantes azules; dignos señores de sobretodo oscuro y
maletines negros; señoras gordas con tapado de piel sintética y bolsa de
shopping; caminantes con zapatos nuevos; olores de perfume, garrapiñada y pizza
calentita; carteles de liquidación por fin de temporada. Un dálmata impecable,
lustroso e irradiando salud, con su collar de cuero y su medallita de
identificación, se acerca a los bultos grises y anónimos desparramados
desprolijamente en la vereda. Los circunda. Los huele. Levanta ceremoniosamente
la patita y los mea sin maldad. Parecería que en toda la galaxia soy el único
que se da cuenta. Alrededor el mundo sigue andando. Y me detengo a pensar si
para esta pobre gente, si para esta gente pobre, todavía habrá alguna mañana,
algún sol.
7 de junio 2007
Civilización, ja, ja ja!!!
La imagen reiterada hasta el cansancio de Saddam Hussein con la soga al cuello,
unos segundos antes de ser finado, recorrió el planeta de punta a punta. Toda
una metáfora de la Humanidad. De lo que en definitiva somos los seres humanos:
intolerantes, violentos, asesinos. Capaces de generar medios de comunicación
globalizados y superveloces e incapaces de desterrar del corazón el primitivo
sentimiento de venganza. La imagen de quien con suprema soberbia se autonombra
representante de un dios en la tierra -a quien sus seguidores llaman papa-
tratando de disimular un momento de recogimiento en una mezquita turca recorrió,
también, todo el orbe. Fue imposible no descubrirle la babilla de hipocresía
chorreándole por la papada, ya que poco tiempo atrás había despotricado a rabiar
contra los musulmanes y su religión. La imagen -patética- del asesino
Etchecolatz dando consejos de vida -como si él fuera alguien- unos segundos
antes de ser condenado a cadena perpetua, aún está clavada en la retina de los
argentinos. Es que hubo muchas cosas este año. Muchas. Menos civilización.
Terminamos el año con un oscuro y embarullado secuestro -el de Gerez- felizmente
resuelto, y otro -el de López- aún no esclarecido. Hace dos años morían
estúpidamente 200 jóvenes en un boliche bailable, por lo cual cayó un intendente
y se abrió otra profunda herida en la sociedad. Qué difícil debe resultar ser
niño en este año que se inicia. Qué jodido debe ser tratar de ser inocente, o al
menos albergar alguna dosis de inocencia, de bondad, de altruismo o de
generosidad. El mundo, tal cual está -digámoslo de una vez- aunque nos
esforcemos por encontrarle el lado bueno, es una reverenda y absoluta cagada. Y
sin embargo es lo único que tenemos. Lo único posible. Con esta mierda debemos
construir un aceptable porvenir. Con esta cagada de seres humanos que somos:
malévolos, egoístas, hipócritas, asesinos,
malintencionados, soberbios y estúpidos, debemos apostar por un futuro posible y
asegurar, aunque más no sea a nosotros mismos, que vale la pena seguir viviendo.
Ojalá alguna vez, aunque sea cinco minutos antes del final, el hombre deje de
ser un lobo para el hombre.
31 de diciembre de 2006
Uno menos
Vamos a dejar de lado por un rato la odiosa moral de la neutralidad. Vamos a
saltearnos momentáneamente la prudencia del decoro.
Vamos a dejar que nazca, que crezca y no se ahogue la puteada. La franca, la
abierta, la noble puteada clamadora.
Una buena puteada nunca viene mal.
Distiende, baja la ansiedad, genera cierto bienestar. Como gritar un gol.
Porque la muerte de un asesino se parece a un gol de la vida. Los invito a
gritar este gol desde el alma.
Ustedes dirán que esto no es serio, tal vez tengan razón, lo sé. Dirán que
alegrarse por la muerte ajena habla de la propia misera. Tal vez tengan, quizás,
un poco de razón, es cierto.
Dirán que la altura moral de una persona se reconoce por su capacidad de
perdonar. Tal vez tengan, quizás, otro poco de razón, aunque no tanto.
Tengo ganas de putear.
Por tantas vidas arrancadas como flores tempranas y pisoteadas en el barro. Por
tanto trajín de vidas escupidas, por todos los ausentes
hoy tengo ganas de putear de alegría. Digo alegría y no felicidad.
Felicidad sería si en vez del asesino que ahora se prepara a desplegar sus
negras alas rumbo al oscuro abismo de los aborrecidos, hubiéramos tenido noventa
años entre nosotros a un luminoso Salvador con su sueño de un Chile alegre y
para todos.
A un inabarcable Víctor con su alada guitarra nombradora.
A un generoso Miguel con su fusil en llamas de esperanza. Qué distinto sería
este ecuánime y equidistante mundo, repleto de perdonadores y prudentes pero
carente de justicia. Un mundo más bueno, más noble, más sincero.
En cambio, así, querido César, queridos niños, qué triste el dos en el cuaderno.
En cambio nos quedó esta mierda.
Noventa y pico de años estuvo esta mierda entre los vivos, con su olor
insoportable y su codicia insobornable. Respirando nuestro aire.
Recordándonos con su mirada de rata de los basurales
toda la sangre fresca, roja y joven que corrió entre sus manos. Por eso tengo
ganas de putear.
Porque quisiera no saber que en este mismo mundo, donde un niño le sonríe a su
sombra,
donde una chica se enamora,
donde una mujer venturosa se embaraza en un acto de amor, existe un asesino de
palomas.
Prudentes, ecuánimes y perdonadores hagan oidos sordos, sensatos y
equidistantes, por favor, abstenerse.
¡Pinochet y la puta madre que te parió carajo!
10 de diciembre de 2006
Sensateces
Hablo por mi generación, crecida a la sombra de eternas dictaduras que siempre
prometían un futuro mejor y dejaron un saldo ignominioso. Hablo por quienes
hemos visto desfilar obispos, purpurados, santidades, cardenales, eminencias,
monseñores y nuncios de puntillosas y estrafalarias vestimentas y ridículos y
carnavalescos bonetes, siempre prestos para mezquinarle oídos a la voz del
pueblo y bendecir con satisfacción y alegría torturadores y asesinos. Hablo en
nombre de los machos bien machos que se voltearon a todas las hembras bien
hembras que pudieron y se dejaron. Hablo en nombre de los sentidos que nos dan
sentido y de las palabras que nos hablan. Durante mucho tiempo a ellos y ellas
les dijimos trolos, maricones, afeminados, putos, invertidos, travesaños,
tragasables, marcha atrás, trapos y un largo etcétera de expresiones populares
cancheras, humorísticas, risueñas, sagaces, astutas, ácidas, discriminatorias,
despreciativas, humillantes, hipócritas y crueles. Sobre todo crueles. Durante
mucho tiempo hemos bromeado, nos hemos reído, mofado y burlado hasta el
hartazgo. Cuando nos dio tanta vergüenza y quisimos ser un poco compasivos les
dijimos "diferentes". Cuando pretendimos ser audazmente modernos les dijimos
gays. Cuando necesitamos hacernos los superados les dijimos glbt. Tristes de
tristeza infinita inventamos un mundo perfecto con mamases y papases que cenan
juntos y cogen los jueves a la noche. Un mundo de cándidos niños merecedores de
tener papases y mamases felices que cenan juntos y cogen los jueves a la noche.
Machos y hembras respetuosos de la ley y el orden natural como dios manda. Como
si esa sola condición bastara para alcanzar el cielo, la gracia de dios y ser
normales. Nosotros, heterosexuales que nos amamos tanto, no podemos permitir que
los morfetas, traga leches, tortas, mariquitas y bufarrones, que obviamente no
pueden engendrar como dios, los solemnes púlpitos y el sagrado orden natural
mandan, sean también mamases y papases felices. No es posible que comilones,
culo rotos, chupapijas, tortilleras y traviesas sean tan felices. Atravesados
por las palabras, al final de este largo, muy largo camino, de veladas o
explícitas y crueles incriminaciones y aberrantes discriminaciones, estamos
hartos de palabras, hastiados de sensateces, de sentidos comunes, de justicias y
moderaciones que los heterosexuales pedimos pero que no otorgamos. Por todo
ello, queridos y sensatos congéneres, queridos admonizadores de dedito
levantado, queridos impugnadores de la felicidad ajena, queridos machos bien
machos y hembras bien hembras que cenan juntos y cogen los jueves a la noche,
como dios y los célibes eclesiásticos que no cogieron nunca mandan, queridos
obispos, purpurados, santidades, cardenales, eminencias, monseñores y nuncios de
puntillosas y estrafalarias vestimentas y ridículos y carnavalescos bonetes:
¿por qué no se van un poquito a la concha de su madre?
13 de julio de 2010
Me gustaba tu voz
El Perón que yo quiero no es El General, ni el Primer Trabajador, ni el Tres
Veces Presidente.
El Perón que yo quiero se llama Juan Domingo, como seguramente lo llamaba Evita.
Pícaro y astuto, alegre y jodón.
Dos veces lo ví de cerca, nada más. Una vez en Gaspar Campos asomado a la
ventana, con aire de recién levantado y esa eterna sonrisa compradora, y ese
estar como pez en el agua en el vértice de un quilombo de gritos y de bombos que
sonaban para él. Que pedían por él. Era tan grande la alegría que podía tocarse.
"Qué suerte tenemos los peronistas, cualquier cosa rima con Perón -dijo un
compañero de la JUP en medio de la multitud- conducción, paredón, revolución,
corazón..."
Mirá qué boludez, me digo ahora. Pero entonces las simples boludeces parecían
cosas importantes, por ejemplo que un universitario de Letras dijera qué suerte
que Perón rima con revolución. Es que uno estaba cerquita de Perón y se permitía
ser un poco niño, un poco inocente, un poco boludo.
Uno se permitía soñar, porque él, a quien tanto habíamos esperado, él ahora
estaba ahí, ahí. Podíamos verlo, olerlo, sentirlo. Y sobre todo amarlo. Perón
era, como debe ser, puro sentimiento, y aunque rimaba con todo lo que terminara
en ón nunca se nos ocurrió rimarlo con razón. Con Perón uno dejaba de ser
razonable. Perón era, rimadito, solo corazón.
Pero lástima, después ahí, en Gaspar Campos, se asomó el brujo y se lo llevó
para adentro. Perón hizo
el gesto del tano verdulero, encorvándose un poco, juntando la yema de los dedos
y moviendo las manos de atrás para adelante, como diciendo ¿ahora que estaba tan
lindo me tengo que ir?
Qué lástima Juan Domingo que te llevó el brujo y nos privó de vos, qué lástima.
La otra vez que lo vi fue detrás de un vidrio blindado en Plaza de Mayo. Me
pareció que estaba triste. No sé, tal vez el triste era yo. Qué se yo. Pero
había tristeza. Demasiada tristeza hubo ese día.
Nunca más lo vi tan de cerca, siempre de lejos, en la tele, en el cine o
en el diario.
Qué distinto es todo ahora que no estás, Juan Domingo. No sabés, tendríamos
tantas cosas para hablar. Para decirte tenías razón en estas cosas, para
discutirte otras, pero sobre todo para escucharte hablar de táctica y estrategia
y todo eso que te gustaba tanto, solo para escucharte hablar, jodón, rápido,
astuto. Porque la verdad me importan tres carajos las tácticas y las
estrategias, solo quisiera tenerte enfrente para oír tu voz, esa voz paternal y
segura que llevo tan adentro y que tanto deslumbra y reverbera que cualquier
otra cosa del universo parece baladí.
Si vieras Juan Domingo como cambiaron las cosas. No te aflijás, ya a no queremos
hacer ninguna revolución, nos conformamos con una razonable gestión. Ya no
deseamos construir el Hombre Nuevo, nos alcanza el sujeto social con necesidades
básicas satisfechas. Ya no queremos la patria socialista, qué vá, solo
pretendemos llegar, si nos dejan y se puede, al fifty-fifty que vos lograste en
cinco años. Imaginate como cambiaron los tiempos, Juan Domingo, antes el enemigo
eran la oligarquía y el imperialismo, ahora es un diario.
Ya no somos apresurados ni tampoco juramos dar la vida por Perón. Ni por nadie.
Ahora todo es un poco más seguro y tranquilo, prima el sentido de realidad sobre
el desborde de la magia. Si lo vieras Juan Domingo, qué triste, gris y mediocre
parece ahora la realidad. Las cosas importantes ahora parecen simples boludeces.
Me gustaba la magia que brotaba de tus palabras. Una magia donde Todo era
posible y realizable. Será por eso que me gustaba tu voz.
1 de julio 2010