Nació el 30 de diciembre de 1865 en la ciudad de Bombay, India, hijo de Alice
Kipling y John Lockwood Kipling. Su madre Alice Kipling era una mujer vivaz, de
ella el futuro virrey de India diría: "la flojera y la Sra. Kipling no puede
estar en el mismo lugar".
Lockwood su padre, un oficial del ejército británico y además era un experto
escultor y alfarero, enseñó escultura arquitectónica en la recién fundada
Escuela Jejeebhoy de Arte e Industria en Bombay. La pareja había viajado a India
a comienzos de 1865, se habían conocido en dos años antes en el Lago Rudyard en
Staffordshire, Inglaterra. El lugar en donde Rudyard nacío está en pie, sobre el
campus de Sir J.J. Institute of Applied Art, aquella casa actualmente es la
residencia del decano
A la edad de 6 años su padre lo envió junto a su hermana menor Trix al hogar
social conocido como Lorne Lodge en Inglaterra, para que se educaran allí
durante lo siguientes 6 años. Aquel hogar se encontraba en Southsea
(Portsmouth), y estaba a cargo del Capitán y la señora Holloway. Ya que no tenía
a sus padres cerca se sentía solo y abandonado, lo cual recordaría como una
triste infancia en su autorretrato Algo de mí mismo, publicado después de su
muerte en 1937. Los dos niños sin embargo, tenían parientes en Inglaterra los
que podían visitar. Pasaron un mes de cada Navidad con su tía maternal Georgiana
, y su marido, el artista Edward Burne-Jones, en su casa, “The Grange” en Fulham,
Londres, que Kipling llamaba “un paraíso que en verdad creo me salvó.” en la
primavera de 1877, Alicia Kipling la madre volvió de la India y retiró a los
niños de Lorne Lodge.
En 1878, ingresa al United Service College, una escuela de Devonshire, creada
especialmente con la finalidad de educar a los hijos de aquellos oficiales sin
gran pecunia. Durante su tiempo allí, Kipling también se encontró a Florencia
Garrara de la cual se enamoró, y de ella se inspiró para el personaje Maisie en
su primera novela. La luz que se apaga (1891). Hacia el final de su estancia en
la escuela, era seguro que carecía de la capacidad académica de conseguir una
beca en Oxford, y sus padres no contaban con los recursos para financiarlo[2],
por ende su padre le consiguió un empleo en Lahore (Pakistán) donde era el
Director de la Colección Nacional de Arte de Lahore y guardia del Museo de
Lahore. Kipling fue asistente editor de un pequeño periódico local, el La Gaceta
Civil y Militar. Se dirigió hacia India el 2 de septiembre de 1882 y llegó a
Bombay el 20 de octubre del mismo año.
Acercamiento a la Literatura
La Gaceta Civil y Militar en Lahore, que Kipling llamaba, "mi primer amante y el
amor más verdadero", aparecía seis días por semana durante todo el año excepto
en Navidad y Pascua. Kipling trabajado mucho y muy duro para el redactor,
Stephen Wheeler, pero su necesidad de escribir era imparable. En 1886, él
publicó su primera colección de versos, Cantinelas Departamentales. Ese año
también hubo un cambio de redactor, asumió el cargo Kay Robinson, quién permitió
una mayor libertad creativa y además solicitaron que Kipling redacte historias
cortas, que serían incluidas en el periódico.
Mientras tanto, en el verano 1883, Kipling por primera vez había visitado Simla
(actual Shimla). La familia de Kipling visitó Simla anualmente en donde le
solicitaron a John Lockwood Kipling pintar un fresco en la Iglesia de Cristo de
allí. Kipling volvió a Simla todos los años desde 1885 a 1888, aquella ciudad
figura en muchas historias escritas por Kipling para la gaceta.
De regreso en Lahore, aproximadamente treinta y nueve historias aparecieron en
la Gaceta entre noviembre de 1886 y el junio de 1887. Una parte importante de
esas historias fueron incluidas en Cuentos de las Colinas, la primera colección
de prosa de Kipling, que fue publicada en Calcuta en enero de 1888, un mes
después de su cumpleaños número 22. En noviembre de 1887, él había sido
transferido a un periódico hermano de la Gaceta, pero más importante. El
Pionero, en Allahabad en las Provincias Unidas. Pero sus ansias por escribir no
fueron saciadas y crecían frenéticamente y durante el siguiente año, publicó
seis colecciones de historias cortas: Tres Soldados, La Historia de Gadsbys, En
blanco y negro, Bajo el Deodar, El Fantasma Jinrikisha, y Wee Willie Winkie,
conteniendo un total de 41 historias.
Además, como corresponsal de El Pionero en la región occidental de Rajputana,
escribió muchos bosquejos que más tarde fueron recogidos en Letters of Marque y
publicados en De un Mar a Otro.
A
principios de 1889, el pionero relevó Kipling de su cargo por un conflicto. Por
su parte, Kipling había estado pensando cada vez más en su futuro; vendió los
derechos de sus seis volúmenes de las historias £200, y Cuentos de las Colinas
en £50; además, desde El Pionero, recibió seis meses de sueldo. Decidido
utilizar este dinero para volver a Londres. El centro del universo literario en
el Imperio Británico.
El 9 de marzo de 1889, Kipling salió de la India, viajando primero a San
Francisco vía Yangon, Singapur, Hong Kong y Japón. Viajó a los Estados Unidos
escribiendo artículos para El Pionero, que también fueron agregados en De un Mar
a Otro.
Comenzó su viaje en América en San francisco, luego al norte de Portland
(Oregon), también estuvo en Seattle, Washington; Luego viajo a Canadá, visitando
Victoria y Vancúver, volvió a Estados Unidos. y visito Parque Nacional de
Yellowstone; bajo a Salt Lake City; luego hacia el este en Omaha, Nebraska y en
Chicago, Illinois; luego se quedó un tiempo en Indian Village en el río
Monongahela; y finalmente a Elmira, en Nueva York, donde encontró a Mark Twain,
y cruzó el Atlántico por sentirse intimidado por la presencia de este,
retornando a Liverpool en octubre de 1889. Después de eso, debuto en el mundo
literario londinense obteniendo gran aclamación.
Carrera como escritor
En Londres Kipling tenía un número de historias aceptadas por varios editores de
revistas. Encontró también un lugar en que vivió durante los dos años
siguientes. En estos dos años, publicó la novela, La Luz que se apaga, y también
conocido a Wolcott Balestier, un escritor y editor americano, quien él colaboró
sobre en la novela, Naulahka. En 1891, con el consejo de sus doctores, Kipling
emprendió otro viaje por mar a Sudáfrica, Australia, Nueva Zelanda e India. Sin
embargo, aplazo sus proyectos para poder pasar la Navidad con su familia en
India, pero cuando se enteró de la muerte repentina de Wolcott Balestier a causa
de Fiebre tifoidea, inmediatamente decidió volver a Londres. Pero no sin antes
avisar por telegrama a la hermana de Wolcott, Caroline, con quien se dice que
Kipling tuvo un intenso romance. Mientras tanto, a finales de 1891, su colección
de las historias cortas de los Británicos en la India, Life's Handicap, fue
publicada.
El 18 de enero de 1892, a la edad de 26 años Rudyard contrae matrimonio con
Carrie Balestier de 29 en Londres. Los recién casados planearon su luna de miel,
en Estados Unidos (incluyendo una visita en la estancia de la familia Balestier
cerca de Brattleboro, Vermont) y Japón, Sin embargo, cuando la pareja llegó a
Yokohama, Japón, descubrieron que su banco, The New Oriental Banking
Corporation, había quebrado. Acogiendo la pérdida volvieron a EE.UU., de regreso
en Vermont, Carrie esta hora estaba embarazada de su primer hijo - y alquiló una
pequeña casita de campo cerca de Brattleboro por diez dólares al mes.
En esta cabaña (la cabaña de la dicha), nació su la primera hija de la pareja
Josephine. el 29 de diciembre de 1892. -El cumpleaños de su madre era el 31 y el
de Kipling el 30 del mismo mes- Fue también en esta casita que El Libro de la
Selva vió su primer amanecer.
Con la llegada de
Josephine, la cabaña se hizó pequeña, por consiguiente la pareja compro diez
acres en una ladera rocosa que pasaba por alto del río Connecticut., donde
construyeron su propia casa. Kipling nombró la casa Naulakha en honor a Wolcott
y a su colaboración en la novela con aquel título, y este vez el nombre fue
escrito correctamente.
Noviembre de 1922, el
célebre antropólogo James Frazer (izquierda), autor del clásico La
rama dorada y el Rudyard Kipling (centro), en la Sorbona, junto al
rector de la universidad (derecha) al momento de recibir ambos el
doctorado honoris causa. Foto Caras y Caretas.
Durante su
aislamiento en Vermont, además de los Libros de Selva, una colección de
historias cortas; Los días de Trabajo, una novela llamada Capitanes valerosos
(1987), sus obras poeticas fueron Siete Mares y las Baladas de Barracón, además
de Mandalay y Gunga Din. Él disfrutó escribir los Libros de Selva - Ambas obras
maestras de escritura imaginativa - y también disfrutó la correspondencia que
recibía de muchos niños acerca de su obra.
En febrero de 1896, nace la segunda hija de la pareja, Elsie. En este tiempo la
relación matrimonial era más alegre y espontánea[7]. Y ellos siempre fue fieles
el uno al otro.
En ese mismo año se inicio una batalla legal con Beatty Balestier (hermano de
Carrie), por la parcela que tenía Kipling y le había sido comprada a Beatty,
este alegaba que hubo irregularidades en la compra. Esta disputa termina en los
tribunales, los cuáles le dan la razón a Kipling. En mayo de 1896, Beatty
embriagado amenazó físicamente a Kipling en la calle. el incidente condujo a la
eventual detención de Beatty, pero la privacidad de Kipling ya había sido
completamente destruida, por esto Kipling decidió marcharse de aquel lugar. En
julio de 1896 apresuradamente embaló sus pertenencias y abandonó Naulakha,
Vermont, y Estados Unidos.
Regreso a Inglaterra, en septiembre. Kipling encontró la ciudad de Torquay sobre
la costa de Devon. En esta de su vida etapa Kipling ya era hombre famoso, y en
los dos o tres años anteriores, había estado haciendo cada vez más declaraciones
políticas en sus escrituras. Él también había comenzado el trabajo sobre dos
poemas, Recessional en 1897, en el mismo años además nace su hijo John y La
Carga del Hombre Blanco (1899) cuyo objetivo era crear controversia; siendo
considerados como propaganda a favor del imperialismo y del Imperio Inglés.
Al año siguiente, se trasladan a Rottingdean, Sussex, aquí nace su primer hijo
hombre, John Kipling, lo que hace a Kipling muy complacido, pues veía su familia
como una familia de verdad, completa y unida.
Rudyard era un prolífico escritor -nada sobre su trabajo era fácil- durante su
estadía en Torquay, también escribió Stalky y Co., una colección de historias en
las que relata sus experiencias colegiales. Según su familia, Kipling gozado
leyendo en voz alta historias de Stalky y el Co. a él, y entraron a menudo
espasmos a causa la risa que le ocasionaban sus propias bromas.
A comienzos de 1898 él y su familia viajaron a Sudáfrica para sus vacaciones del
invierno. Con su reputación como El poeta del imperio fue recibido con gusto por
algunos de los políticos más de gran importancia en la Colonia del Cabo,
incluyendo Cecil Rhodes, sir Alfred Milner, y Leander Starr Jameson.
Alternadamente, Kipling aumentó su amistad y su admiración hacia estos hombres y
su política. de vuelta en Inglaterra, Kipling escribió poesía en apoyo de la
causa británica en la guerra de los Bóer y en su próxima visita a Sudáfrica a
principios de 1900, ayudó publicando poemas en el periódico militar The Friend
(El Amigo), para las tropas británicas en Bloemfontein.
En una visita a América en 1899, Kipling y su primogénita Josephine
desarrollaron la pulmonía, de la cual Josephine murió más tarde. Kipling comenzó
a recoger el material para otra obra clásica de niños, Kim en 1901 y Just So
Stories for Little Children publicada el año siguiente.
Hacia 1906 Kipling inicia un nuevo tipo de historias, ya que el ambiente era
propicio, por los frondosos bosques que rodeaban la casa y el ambiente de
tranquilidad que se respiraba. Inicia esta pequeña etapa con el cuento infantil
Puck of Pook's Hill (Puck de la colina de Pook).
Aunque durante toda su vida había rechazado todos las condecoraciones que había,
merecidamente ganado, como la Orden a Caballero (que lo nombraría como Sir
Rudyard Kipling), la Orden al Mérito, que es el mayor laurel que se le puede
entregar a cualquier súbdito inglés. Otro galardón rechazado por Kipling fue el
Poet Laureateship (premio nacional de poesía). Pero esta vez no siguió la lógica
al rechazo, y aceptó, gustosamente, el laurel máximo que se le puede entregar a
un escritor, el Premio Nobel de Literatura en 1907, pese al repudio de algunos
liberales ingleses, que tenían puestas sus esperanzas en que el premio recaería
en escritores como Thomas Hardy, George Meredith, o Algernon Swinburne. Pese a
las discrepancias inglesas, la academia sueca nunca dudó en que el premio de ese
año se iba en las mejores manos, como queda de manifiesto en estas dos frases,
dichas por él, en ese entonces, secretario general de la Academia Sueca.
En
1909, escribe Acciones y reacciones, en 1910 escribe en Rewards and Faires
(Hadas y Recompensas) que incluye su poema más famoso, If. Se dice que Kipling
se basó, para escribir este poema, en las cualidades de dos de sus grandes
amigos, Cecil Rhodes y Jameson. En colaboración con Elsie Kipling (única hija
viva) compone una obra de teatro llamada El Centinela del puerto la que fue
estrenada en Londres, pero solo tuvo unas pocas puestas en escena.
En los inicios de la primera década del siglo XX, Kipling alertó, primero a su
rey, Jorge V, y después a las otras naciones, que una gran guerra se acercaba, y
que afectaría a todo el mundo, por lo que había que preparar los ejércitos y
estar alerta. Su vaticinio, aunque no era errado, no fue entendido, y sólo fue
tomado como una sobre exaltación del patriotismo que caracterizaba a Kipling.
Pero la guerra estalló -Primera Guerra Mundial-, y su único hijo hombre, John
Kipling tuvo que alistarse en el ejército, pero, lamentablemente, muere, en sus
jóvenes 18 años, en la primera batalla en la que participa, la Batalla de Loos,
en el frente Occidental. La familia estaba consternada, no podían creer que ya
habían sepultado a dos de sus tres hijos. Desde la muerte de John, y hasta su
propia muerte, Rudyard comienza a desarrollar una úlcera gástrica. Con la rabia
en la sangre, por la pérdida de su hijo, publica artículos de guerra,
recolectados en dos pequeños textos bajo los nombres de La nueva armada en
entrenamiento y Francia en Guerra.
Estos textos fueron censurados, por el contenido irónico en contra de los
estrategas militares de la Triple Entente.
En el año 1917, y con la muerte de su hijo todavía en la cabeza, se une a la
“War Graves Commission”, comisión establecida en 1917, que se encargaba de
tramitar la llegada de cadáveres de los combatientes, de enterrarlos con todos
los honores respectivos y de mantener las tumbas en el tiempo. En esta labor,
conoce personalmente, y se hace muy amigo, del en ese entonces, rey de Gran
Bretaña, Jorge V. Publica Una diversidad de criaturas, una colección de
historias escritas antes del inicio de la guerra y dos historias del año 1915,
una de ellas, Mary postgate, considerado también como uno de los mejores cuentos
de Kipling.
Entre 1919 y 1930 sigue publicando historias y cuentos, la mayoría con temas de
la primera guerra mundial, como el cuento llamado The Servant a Dog, una
creativa serie de cuentos que consistía en la vida de una familia campestre
inglesa, vista desde el punto de vista de los perros de la familia. Este es el
último cuento creativo de Kipling, ya que su última publicación, Limits and
Renewalls, es una especie de documento incriminatorio contra algunos escritores.
Muerte y Legado
En los últimos años de su vida, Rudyard y Carrie siguen con su afición de pareja
recién casada, los viajes, pues, nuevamente estaban solos, pues su única hija
viva, Elsie, había contraído matrimonio con George Bambridge, capitán del
ejército irlandés. Los viajes sirvieron a ambos a olvidarse un poco de sus
afecciones de salud.
Finalmente, seguido a una hemorragia interna, Joseph Rudyard Kipling, abandona
este mundo, un 18 de enero de 1936, dejando un enorme legado de cinco novelas,
más de 250 historias cortas y 800 páginas de versos. Considerado como “El
escritor del Imperio”, siempre lo alabó, incondicionalmente estuvo con él.
Quizás los ingleses nunca habrían sabido tanto sobre la vida colonial, si este
personaje no se hubiera entreverado un poco más en la vida de la considerada
“una colonia más”, del creciente imperio Británico.
Por lo ilustre que era considerado Kipling en Inglaterra y todo el Reino Unido,
aparte de haberle él brindado a su imperio la gloria de poseer un Premio Nobel,
la corona británica, y aunque a Kipling no le gustaban mucho los premios y
honores, decide, en conjunto con su viuda, enterrarlo en la Abadía de
Westminster, lugar reservado para reyes y reinas.
EL LIBRO DE LA SELVA (Rudyard
Kipling's Jungle Book, 1942, Full Movie, Spanish, Cinetel)
¿Por qué es pesada esa “carga”? Porque hay en ella una gran dosis de sacrificio.
El hombre blanco da todo de sí para llevar la civilización a los territorios
primitivos, bárbaros. La barbarie es lo Otro de esa civilización, su antinomia.
No es la cultura, no son las costumbres de los pueblos refinados, no son los
libros, no es la visión de la historia como un progreso constante del género
humano. No podría serlo porque esos pueblos no tienen historia. Sólo pasan a
tenerla cuando el hombre blanco, asumiendo su pesada carga, los incorpora a la
suya y los lleva por sus caminos, que sí, son los de la historia. En suma, la
pesada carga del hombre blanco es la carga del colonialismo. Entrar en los
pueblos atrasados, llevarles la cultura, incorporarlos a la línea incontenible
del progreso humano, a la línea de la historia, entregarles como gran regalo la
civilización que con tanto sacrificio la modernidad occidental ha conseguido
atesorar.
Rudyard Kipling fue el gran poeta de esta epopeya. Nació en Bombay en 1865, se
dedicará a la literatura y hasta llegará a ganar el Premio Nobel. Tiene dos
poemas célebres por cantar la epopeya del homo colonialista. Uno es célebre,
aunque ya un poco olvidado: If (traducido al castellano por el condicional Si).
El otro, más complejo, arduo de traducir, pero casi tan célebre como el If es La
pesada carga del hombre blanco (White Man’s Burden). Los dos son poderosos,
magníficos. El If, en forma de pergamino, fue colgado en innumerables hogares a
lo largo y a lo ancho de este mundo. ¿Era la visión que Kipling tenía del homo
colonialista? No cabía duda de esto. ¿Era el superhombre nietzscheano? Bien pudo
serlo. Era, en todo caso, un hombre que ninguno de nosotros jamás sería. Pero,
¿quién no soñó serlo? No ser el homo colonialista. Quitemos las connotaciones
políticas, quitemos al conquistador británico y a su reina, la codicia
irrefrenable del Imperio, su rapiña, su sagacidad para llevar a cabo todos sus
planes, para dominar el mundo desde una pequeña isla. Tratemos de leer (o
releer) el poema como el de un poeta que nos incita a ser más de lo que somos,
que nos incita a la perfección, no a la maldad, sino al diseño admirable de
nuestro modo de ser en el mundo. Escribe Kipling: “Si sabes conservar la cabeza/
cuando todos los que te rodean/ pierden las suyas y te culpan de ello”. Sigue:
“Si sabes confiar en ti mismo/ cuando todos dudan de ti/ pero te haces también
cargo de sus dudas/ Si sabes esperar y no cansarte en la espera/ si siendo
objeto de mentiras no te ocupas de mentir/ o siendo odiado no te entregas al
odio/ si te sabes encontrar con el éxito y el fracaso/ y tratar a esos dos
impostores por igual/ Si sabes hacer un montón con tus ganancias/ y arriesgarlas
en una jugada de cara o cruz/ y perder y volver a empezar desde el principio/ y
no pronunciar una palabra sobre tu pérdida/ Si sabes (...) seguir cuando no
queda nada en ti/ excepto la voluntad que te dice: ¡avanza!/ Si sabes llenar el
inexorable minuto/ con el poderoso valor de sesenta segundos/ tuya es la tierra
y todas las cosas que hay en ella/ y lo que es más: ¡eres un hombre, hijo mío!”
(Nota: Hay cientos de traducciones del If. Si se empieza a compararlas todas
ninguna nos dejará satisfechos. Elegí una y la retoqué, saqué y agregué
levemente un par de cosas. Busquen ustedes la suya. Además, no lo transcribí
completo.)
El otro poema de Kipling es explícito sobre todo por su título. Luego es
complejo, no tan claro como el If, menos cristalino, menos poderoso, pero
igualmente perfecto en su forma literaria. Pero es el poema que dice más
explícitamente que cualquier discurso o proclama lo que el hombre blanco siente
cuando entra en un territorio bárbaro. “Aquí estamos. Les traemos la cultura, la
civilización, el lenguaje, los buenos modales, algunas escuelas, algunos
maestros, y llegamos con fusiles, cañones, espadas, látigos, con todo lo
necesario si no aceptan someterse a nuestra pesada carga. No nos gusta que
nuestro sacrificio sea ignorado, o peor aún: recibido con desdén, con odio.
Adviertan ya mismo, en el mismo instante en que nos vean llegar, la enorme
suerte que tienen, la modernidad, el capitalismo occidental, la rueda de la
historia ha llegado hasta ustedes. Los haremos parte de ella. Esa fortuna
tienen. Dejarán de vegetar fuera de la historia. Porque ustedes, sin nosotros,
son pueblos sin historia. Nosotros se la traemos. Les traemos nada menos que
eso: la Historia. Sólo les pedimos que trabajen para nosotros. Pero los haremos
progresar. Caminarán hacia el mismo porvenir que nosotros. Porque es el único.
Solos, retrocederían otra vez hasta la edad de los monos y los dinosaurios. De
nuestra mano les aguarda el porvenir. Sólo exigimos sumisión y trabajo duro.
Algunas vez soltaremos sus manos y serán libres. Entre tanto, crecerán vigilados
por nosotros. Porque ustedes, los bárbaros, sólo pueden crecer, avanzar, formar
parte del progreso, de la historia humana, si se aferran a nuestra mano, la de
la civilización”.
Kipling lo dice en White Man’s Burden: “Lleven la carga del hombre blanco/
envíen adelante a los mejores entre ustedes/ para servir, con equipo de combate/
a naciones tumultuosas y salvajes/ Esos recién conquistados y descontentos
pueblos/ mitad demonios y mitad niños/ Lleven la carga del hombre blanco/ las
salvajes guerras por la paz/ llenen la boca del Hambre/ y ordenen el cese de la
enfermedad/ y cuando el objetivo esté más cerca/ en pro de los demás/ contemplen
a la pereza y a la ignorancia/ llevar la esperanza de todos ustedes hacia la
nada”. He aquí por qué es pesada la carga del hombre blanco. Porque es inútil.
Pesimismo terrible el de Kipling. Esas “naciones tumultuosas y salvajes”, esos
“descontentos pueblos”, “mitad demonios, mitad niños”, jamás reconocerán,
agobiados por su pereza y por su ignorancia, la esperanza que en ellos depositó
el hombre blanco, sometida ahora al abismo, a la nada.
Sin embargo, algún placer o magnífico beneficio habrá de encontrar el hombre
blanco en su pesada carga porque la ha llevado y aún la lleva. Aún penetra en
tierras que no le pertenecen. Aún dice que asume su cruzada civilizadora. Aún
mata en nombre del progreso o de la democracia (palabra que ha reemplazado a
“progreso”). Aún su voluntad, incesantemente, le dice: “¡Avanza!”
Diario Crítica, Buenos Aires, Año XXIII, N° 7822, sábado 18 de enero de 1936.
Para la gloria pero también para las afrentas, Rudyard Kipling ha sido
equiparado al Imperio Británico. Los patriotas ingleses han difundido su obra y
su nombre; los enemigos de ese Imperio (o partidarios de otros imperios,
verbigracia: del difunto imperio español o del presente Imperio Soviético) lo
niegan o lo ignoran. Los pacifistas contraponen a su obra múltiple, la novela, o
las dos novelas de Erich María Remarque, y olvidan que todas las novedades de
"Sin novedad en el frente" —infamia e incomodidad de la guerra, signos
particulares y percances del miedo físico entre los héroes, uso y abuso del
"argot" militar— están en las "Baladas cuarteleras" de Rudyard Kipling,
publicadas hace treinta años. Los futuristas italianos olvidan que fue sin duda
el primer poeta europeo que tomó de Musa a la Máquina...
Lo anterior no quiere significar que Rudyard Kipling vale meramente como
precursor. Mi propósito es otro: quiero recordar que la obra —poética y
prosaica— de Kipling, es infinitamente más compleja que su política, y aun que
sus "ideas". En esa vasta obra está "Kim", novela picaresca de la India, que
debió ejercer su poca o bien su mucha influencia en nuestro "Don Segundo". En su
obra hay cuentos incomparables: "El jardinero", "El cuento más hermoso del
mundo", "La foca blanca", "El hombre que fue rey", "La escritura de Yákub Jan",
"La litera fantasma", "El ojo de Alá", "¡Tigre! ¡Tigre!"... En su obra hay
páginas de poesía que ya me han adoptado para siempre y que se han instalado en
mi recuerdo desde que tuve el goce de descubrirlas, hacia 1916 o 1917. Hablo del
"Camino a Mandalay", de "Los tres balleneros", de "Canción del banjo" y de
muchas estrofas prefijadas a "La luz que falló" y a los "Cuentos de las
Colinas".
Nunca mis ojos vieron a Kipling y es uno de mis recuerdos más personales.
Millones de hombres, de niños y de mujeres podrán decir lo mismo.
[Esta autobiografía
es el último libro escrito por su autor, que no llegaría a verla publicada.
Estas memorias póstumas sorprendieron porque Kipling, tan del Imperio Británico,
vino a demostrar una irónica y reconfortante capacidad de autocrítica personal y
nacional, que en ningún caso impiden considerar su vida y su obra un ensueño de
civilización más que un atajo civilizador o político.]
Traducción: Alvaro García López
ALGO DE MI MISMO
Para mis amigos conocidos y desconocidos
Contenido
CAPITULO 1 - UNA INFANCIA 1865-1878
CAPITULO 2 - EL COLEGIO ANTES DE TIEMPO 1878-1882
CAPITULO 3 - SIETE AÑOS DIFÍCILES
CAPITULO 4 - EL INTERREGNO
CAPITULO 5 - LA COMISIÓN DE PRESUPUESTOS
CAPITULO 6 - SUDÁFRICA
CAPITULO 7 - LA CASA PROPIA DE VERDAD
CAPITULO 8 - LAS HERRAMIENTAS DE TRABAJO
CAPÍTULO 1
UNA INFANCIA
1865-1878
Dadme los seis primeros años de la vida
de un niño y tendréis el resto
Al mirar atrás desde éstos mis setenta años, tengo la impresión de que, en mi
vida de escritor, todas las cartas me han tocado de tal modo que no he tenido
más remedio que jugarlas como venían. Así pues, atribuyendo cualquier buena
fortuna a Alá, de quien todo viene, doy comienzo:
Mi primer recuerdo es el de un amanecer, su luz y su color y el dorado y rojo de
unas frutas a la altura de mi hombro. Debe de ser la memoria de los paseos
matutinos por el mercado de frutas de Bombay, con mi aya y después con mi
hermana en su cochecito, y de nuestros regresos con todas las compras apiladas
en éste. Nuestra aya era portuguesa, católica romana que le rezaba -conmigo al
lado- a una Cruz del camino. Meeta, el criado hindú, entraba a veces en pequeños
templos hindúes en los que a mí, que no tenía aún edad para entender de castas,
me cogía de la mano mientras me quedaba mirando a los dioses amigos, entrevistos
en la penumbra.
A la caída de la tarde paseábamos junto al mar a la sombra de unos palmerales
que se llamaban, creo, los Bosques de Mhim. Cuando hacía viento, se caían los
grandes cocos y corríamos -mi aya con el cochecito de mi hermana y yo- a la
seguridad de lo despejado. Siempre he sentido la amenaza de la oscuridad en los
anocheceres tropicales, lo mismo que he amado el rumor de los vientos nocturnos
entre las palmas o las hojas de los plátanos, y la canción de las ranas de
árbol.
Había barcos árabes que se iban muy lejos por las aguas color perla, y parsis
ataviados alegremente, que desembarcaban a adorar la puesta de sol. Nunca supe
nada de sus creencias, ni que cerca de nuestra pequeña casa de la Explanada
estaban las Torres del Silencio, donde los muertos son expuestos a los buitres
que esperan en los aleros de las torres; buitres que empezaban a andar y a
desplegar las alas nada más ver abajo a los portadores del muerto. No entendí la
pena de mi madre cuando encontró “una mano de niño” en el jardín de casa y me
dijo que no hiciera preguntas sobre aquello. Yo quería ver aquella mano de niño.
Pero el aya me lo contó.
En el calor de las tardes, antes de la siesta, o ella o Meeta nos contaban
historias y canciones infantiles indias que nunca he olvidado, y nos mandaban al
comedor una vez que nos habían vestido con la advertencia de «Ahora, a papá y a
mamá, en inglés». Así que uno hablaba «inglés» traducido con titubeos del idioma
vernáculo en que uno pensaba y soñaba. Mi madre cantaba maravillosas canciones
al piano, un piano negro, y después salía a Grandes Cenas. Una vez volvió muy
pronto, estaba yo aún despierto, y me dijo que «al gran Lord Sahib» lo habían
asesinado y ya esa noche no iba a haber Gran Cena. Se trataba de Lord Mayo,
asesinado por un indígena. Meeta nos explicó después que le habían «clavado un
cuchillo». Meeta me salvaba, sin saberlo él, de cualquier temor nocturno o del
miedo a la oscuridad. El aya, por una curiosa y servicial mezcla de cariño de
verdad y estrategia burda, me había contado que la cabeza disecada de leopardo
que había en el cuarto de los niños estaba allí para asegurarse de que me iba a
la cama. Pero Meeta le quitó importancia a aquella «cabeza de animal», de la que
yo me olvidé como fetiche, bueno o malo, porque no era más que un «animal» sin
especificar.
Fuera de la casa y de los espacios verdes que la rodeaban había un sitio
estupendo, que olía mucho a pintura y óleo y con pegotes de barro con los que
jugar. Era el taller de la Escuela de Arte de mi padre. Y un ayudante suyo, el
señor «Terry Sahib», a quien mi hermana adoraba, era muy amigo nuestro. Una vez,
al ir solo hacia allá, pasé por el borde de un enorme barranco de dos palmos, en
donde me atacó un monstruo alado igual de grande que yo, y eché a correr
llorando. Mi padre me hizo un dibujo de la tragedia, con unos versos debajo:
Un niño de Bombay
huyó de una gallina.
Le dijeron mocoso.
Y dijo: bueno, sí,
pero es que no me gustan.
Me consolé con eso y, desde entonces, siempre me han caído bien las gallinas.
Después pasaron aquellos días de luz clara y de oscuridad, y hubo un tiempo en
un barco con grandes semicírculos que tapaban la vista a los dos lados. (Debió
de ser el viejo vapor Ripon, de la P. & O.) Hubo un tren que atravesaba un
desierto (aún no se había abierto el Canal de Suez) y un alto en la travesía, y
una niña pequeña envuelta en un chal en el asiento frente al mío, y cuya cara
permanece. Hubo después un país oscuro y una habitación fría y más oscura en uno
de cuyos muros una mujer blanca preparaba un fuego y yo lloré de pánico. No
había visto nunca una chimenea.
Vino luego otra casa pequeña, que olía a sequedad y a vacío, y el adiós de mi
padre y de mi madre al amanecer, cuando me dijeron que tenía que aprender pronto
a leer y escribir para que me pudieran enviar cartas y libros.
Pasé en aquella casa cerca de seis años. Era de una mujer que hospedaba a niños
cuyos padres estaban en la India. Su marido era un viejo capitán de la Armada
que había sido guardiamarina en Navarino y después había tenido un accidente con
la cuerda del arpón mientras pescaba ballenas: se enredó y la cuerda lo arrastró
hasta que consiguió desprenderse de puro milagro. Pero la cicatriz se le quedó
en el tobillo para toda la vida: una cicatriz negra y seca, que yo solía mirar
con tanto horror como interés.
La casa estaba en los arrabales últimos de Southsea, cerca de un Portsmouth que
no había cambiado mucho desde Trafalgar. Era el Portsmouth de junto al cenador
de Celia de Sir Walter Besant. Se amontonaba allí madera para una Armada cuyos
acorazados, como el Inflexible, estaban todavía en fase experimental. Los
pequeños bergantines-escuela pasaban por delante del castillo de Southsea, y el
fuerte de Portsmouth era como siempre había sido. Aparte de todo esto estaba la
desolación de la isla de Hayling, el fuerte de Lumps, y la aislada aldea de
Milton. Yo daba largos paseos con el capitán, y una vez me llevó a ver un barco
llamado Alert (o Discovery), a su vuelta de unas exploraciones árticas y con la
cubierta llena de viejos trineos y troncos y con el timón de repuesto cortado a
trozos para que se los llevaran de recuerdo. Un marinero me dio un trozo, pero
lo perdí. Después el viejo capitán murió y yo lo sentí mucho, porque era la
única persona de aquella casa que me dirigió, que yo recuerde, alguna palabra
amable.
Era una casa llevada con todo el vigor de la Iglesia Evangélica revelada a
aquella mujer. Yo nunca había oído hablar del infierno, así que allí me
adentraron en todos sus horrores; a mí y a cualquier pobre criada que hubiera en
la casa, cuyo severo racionamiento la hubiera obligado a robar comida. Vi una
vez a la mujer pegarle de tal modo a una niña, que ésta estuvo a punto de
defenderse con el atizador de la cocina en alto. Yo mismo me llevaba constantes
palizas. La mujer tenía un solo hijo, de doce o trece años y tan religioso como
ella. Yo era una especie de juguete para él, y cuando su madre me había dado la
paliza diaria, él (dormíamos en el mismo cuarto) me cogía por su cuenta y me
daba el resto.
Si se le pregunta a un niño de siete u ocho años lo que ha hecho durante el día
(sobre todo cuando está deseando irse a dormir), incurrirá en bastantes
contradicciones. Si cada contradicción se considera una mentira y se le afea en
el desayuno, la vida empieza a no ser fácil. He conocido bastantes maneras de
intimidar, pero aquello era tortura premeditada, tan religiosa como científica.
No obstante me sirvió para darme cuenta de las mentiras que muy pronto me vi
obligado a decir: es, supongo, el origen de una vocación literaria.
Me salvó mi ignorancia. Se me obligaba a leer sin explicaciones bajo el
frecuente miedo al castigo. Y llegó un día en que recuerdo que la «lectura»
aquélla ya no era «había un gatillo en un esterillo», sino el camino hacia algo
que habría de hacerme feliz. Así empecé a leer todo lo que encontraba. Tan
pronto como se supo que esto me daba placer, la privación de la lectura se
añadió a los castigos. Fue entonces cuando empecé a leer a escondidas y en
serio.
No había muchos libros en aquella casa, pero mi padre y mi madre, nada más saber
que había aprendido a leer, empezaron a enviarme volúmenes magníficos. Hay uno
que todavía conservo, un ejemplar encuadernado del Aunt Judy's Magazine de
principios de los años setenta, y que incluía el De los seis a los dieciséis
años de la señora Ewing. A ese cuento, en cuestión de circunloquios, le debo
muchísimo. Llegué a sabérmelo, y todavía me lo sé, casi de memoria. Se hablaba
allí de personas y cosas de verdad. Era mejor que los Cuentos de la hora del té
de Knatchbull-Hugessen; mejor incluso que El viejo Shikarri, con sus grabados de
jabalíes que embestían y de tigres furiosos. De otra categoría era una vieja
revista donde venía el «Subí a la cumbre oscura del gran Helvellyn» de Scott.
Nunca llegué a entenderlo, pero aquellas palabras tenían emoción y me gustaban.
Lo mismo me pasaba con fragmentos de poemas de «A. Tennyson».
Un visitante, también, me regaló un pequeño libro de cubierta granate y
contenido de moral muy severa titulado La esperanza de los Katzekopfs, acerca de
un niño malo que se volvía bueno, pero que contenía un poema que empezaba
«Adiós, prodigios y recompensas» y terminaba con una invitación «A rezar por la
“mollera” de William Churne de Staffordshire». Esto habría de dar fruto.
Y, no recuerdo cómo, di con un cuento sobre un cazador de leones en Sudáfrica,
que acabó entre unos leones que eran todos de la masonería y con ellos formó una
confederación contra unos monos perversos. Creo que también esto se me quedó
aletargado hasta que empezó a surgir El libro de la selva.
Aquí me viene a la cabeza la memoria de dos libros de versos sobre la vida en la
infancia cuyos títulos he intentado recordar en vano. Uno, grueso y azul,
describía «nueve lobos blancos» que venían «de las dunas» y me conmovía en lo
más hondo; y también ciertos salvajes que «pensaban que el nombre de Inglaterra
era una cosa que no podía arder».
El otro libro -grueso y marrón- estaba lleno de hermosas historias en métricas
extrañas. Una niña se convertía en rata de agua «de modo natural»; un muchacho
le curaba la gota a un viejo con una hoja fría de col y, no se sabía cómo,
«cuarenta duendes malvados» se colaban en el argumento; y un «Encantamiento»
salía de las tuberías de la casa con una escoba y trataba de barrer del cielo
las estrellas. Debió de ser un libro impropio de aquella edad, pero nunca he
sido capaz de recordar su título, como tampoco la canción que una niñera me
cantaba en la playa, en las puestas de sol de Littlehampton, cuando yo aún no
había cumplido los seis años. Pero la impresión de maravilla, fascinación y
miedo y las franjas rojas del sol poniente permanecen, más nítidos que nunca.
Uno de los criados de la Casa de la Desolación era de Cumnor, nombre que yo
asociaba a la tristeza y a la soledad y a un cuervo que «agitaba las alas». Años
después identifiqué los versos: «Y tres veces el cuervo agitó el ala/ cerca de
las torres de Cumnor». Pero me resulta imposible precisar cómo y cuándo oí por
primera vez los versos que dan esa sombra. A no ser que el cerebro retenga todo
lo que roza los sentidos y seamos nosotros los que no lo sabemos.
Cuando mi padre me envió un Robinson Crusoe con ilustraciones, puse por mi
cuenta un negocio de trata de esclavos (los capítulos del naufragio no me
interesaron nunca mucho), y establecí mi solitaria sede en un sótano húmedo. Mi
utillaje era una cáscara de coco atada con una cuerda roja, un cofre de lata y
una caja de embalar que era la frontera con el resto del mundo. Así protegido,
todo lo que quedaba dentro de la cerca era verdadero, aunque se mezclara con el
olor de los aparadores mohosos. Si alguna tabla se caía, tenía que reanudar la
magia. Después he sabido, por niños que juegan solos, que esta norma del
constante volver a empezar en este tipo de juego fantasioso no es infrecuente.
Por lo visto la magia reside en el cerco o refugio que uno se construye.
Recuerdo que una vez me llevaron a una ciudad que se llamaba Oxford y a una
calle que se llamaba Holywell, donde me llevaron a ver a un dios que, me
dijeron, era el preboste de Oriel; nunca lo entendí, pero supuse que era una
especie de ídolo. Y fuimos dos o tres veces, todos nosotros, a pasar un día
entero de visita a casa de un señor mayor que vivía en el campo cerca de Havant.
Allí todo era maravilloso y muy distinto de mi mundo, y él tenía una hermana,
también vieja, que era amable, y yo jugaba en el calor de los prados, que olían
bien, y comía cosas que nunca había probado.
Tras una de aquellas visitas, la señora y su hijo me sometieron al tercer grado
preguntándome si yo había dicho al señor mayor que yo estaba más orgulloso de él
que el hijo de ella. Debió ser el final de alguna que otra intriga sórdida, pues
el señor mayor era pariente de aquella infeliz pareja. Pero me era imposible
comprender aquello. Lo único que me había preocupado era un cariñoso poni que
había visto en la finca. No sirvieron de nada mis confusos intentos de aclarar
el malentendido, y una vez más la alegría que me habían notado quedó compensada
con los castigos y la humillación, sobre todo humillación. Esa alternancia era
constante. No puedo sino admirar la laboriosidad infernal de aquellas tramas.
Exempli gratia. Un día, al salir de misa, sonreí. El Muchacho Diabólico me
preguntó por qué. Con sinceridad de niño, le dije que no sabía. Él añadió que
tenía que saberlo. La gente no se ríe por nada. Sabe Dios qué explicación
improvisé, pero fue transmitida a la mujer como «mentira». Resultado: toda la
tarde en el piso de arriba a aprenderme oraciones. Me aprendí así la mayoría de
las oraciones y buena parte de la Biblia. El hijo, tres o cuatro años después,
entró a trabajar en un banco y a la vuelta solía estar demasiado cansado para
torturarme, salvo cuando las cosas le habían ido mal. Empecé a saber qué iba a
ocurrir por el ruido de sus pasos al entrar en la casa.
Pero todos los años, durante un mes, yo poseía un paraíso que sin duda fue lo
que me salvó. Pasaba todos los diciembres con mi tía Georgie, hermana de mi
madre que estaba casada con Sir Edward Burne-Jones, en «The Grange», en North
End Road. Las primeras veces debí de ir acompañado, pero luego ya iba solo y, al
llegar a la casa, alcanzaba de puntillas la campana de hierro labrado de la
maravillosa puerta que daba a la felicidad. Cuando de mayor tuve casa propia y
«The Grange» ya no era lo mismo, rogué y conseguí que me diesen para la puerta
aquel llamador, que puse con la esperanza de que otros niños serían también
felices al hacerlo sonar.
En «The Grange» me daban todo el cariño que el más exigente -y yo no era muy
exigente- hubiera podido desear. Había un maravilloso olor a pintura y a
trementina que venía del gran estudio del piso de arriba, donde mi tío pintaba.
Yo disfrutaba de la compañía de mis dos primos y había un árbol con moras,
inclinado, al que nos subíamos para tramar juntos. Había, en el cuarto de
juegos, un caballo que se balanceaba y una mesa que, inclinada sobre dos sillas,
se convertía en un magnífico tobogán. Había cuadros, terminados o a medio
terminar, de colores preciosos y, en los cuartos, sillas y aparadores únicos en
el mundo, porque William Morris -nuestro «Tío Topsy» adoptivo- empezaba a
fabricarlos por aquel entonces. Había un constante ir y venir de jóvenes y
mayores que siempre estaban dispuestos a jugar con nosotros, excepto un anciano
llamado «Browning», que inexplicablemente no prestaba atención a las peleas que
estaban ocurriendo cuando entraba. Lo mejor de todo, sin comparación, era cuando
mi amada tía nos leía El pirata o Las mil y una noches, en tardes en que uno se
tumbaba en los grandes sofás, tomaba tofis y llamaba a los primos «¡Eh, nene!» o
«Hija de mi tío» o «Inocente».
Más de una tarde, el tío, que tenía una voz magnífica, jugaba con nosotros,
aunque en realidad lo que hacía era dibujar en medio de nuestro alboroto. Nunca
estaba inactivo. Hicimos que una silla del vestíbulo, cubierta con una tela, le
sirviera de asiento a «Norma la cambiante» y le hacíamos preguntas hasta que el
tío se metió debajo de la tela y empezó a darnos respuestas que nos emocionaban
y nos daban escalofrío, con la voz más grave del mundo. Y una vez bajó en plena
jornada con un tubo de pintura «Mummy Brown» en la mano, y dijo haber
descubierto que estaba hecha de faraones muertos y que, como tal, teníamos que
enterrarla. Así que todos salimos y le ayudamos, según los ritos de Mizraim y
Menfis, confío. Todavía hoy yo podría ir con una pala y errar muy poco el punto
exacto donde aquel tubo seguirá enterrado.
A la hora de acostarnos corríamos por los pasillos, donde infinidad de bocetos
se apoyaban en las paredes. El tío solía pintar primero los ojos y dejar el
resto al carbón, lo que hacía un efecto impresionante. De ahí nuestra prisa en
subir hasta el rellano de la escalera, desde donde podíamos asomarnos y oír el
ruido más agradable del mundo: la risotada grave y unánime de los hombres
durante la cena.
Era una mezcla de delicias y emociones que culminaba cuando nos dejaban tocar el
gran órgano del estudio para la buena de mi tía, mientras el tío pintaba o «Tío
Topsy» entraba con mil pretextos sobre marcos de cuadros o vidrios de colores o
acusaciones generales. Era entonces difícil mantener bajo la raya de tiza la
pequeña plomada, y si el órgano terminaba desafinando la tía lo lamentaba. Nunca
se enfadaba. Nunca.
Por lo general Morris no se enteraba de nada que no tuviera en la cabeza en ese
momento. Pero recuerdo una asombrosa excepción. Mi prima Margaret y yo, que
tendríamos entonces ocho años, estábamos en el cuarto de los niños comiendo pan
negro con manteca de cerdo, que es un manjar de dioses, cuando oímos a «Tío
Topsy» que llamaba en el vestíbulo, como solía, a «Ned» o a «Georgie». Eso
quedaba fuera de nuestro mundo. Por eso nos impresionó más el que, al no
encontrar a los mayores, entrara y nos dijera que iba a contarnos un cuento. Nos
sentamos debajo de la mesa que solíamos usar de tobogán y, tan serio como
siempre, se subió a nuestro gran caballo de juguete. Así, balanceándose
lentamente mientras el pobre animal crujía, nos contó una historia fascinante y
terrorífica, sobre un hombre que había sido condenado a tener pesadillas. Una de
ellas era la de un rabo de vaca que se movía desde un montón de pescado seco.
Después, el tío se fue tan de repente como había venido. Con los años, cuando
crecí lo bastante para conocer las angustias del escritor, caí en la cuenta de
que aquel día seguramente oímos la saga de Njal el Quemado, que entonces lo
ocupaba. A falta de adultos, y con la necesidad de decir la historia en voz alta
para clarificarla, recurrió a nosotros.
Pero llegaba el día -uno intentaba no pensar en élen que el maravilloso sueño
terminaba, y había que volver a la Casa de la Desolación, y allí amanecer
llorando los dos o tres días siguientes. Con la consecuencia de más castigos e
interrogatorios.
Muchas veces, con el tiempo, mi amada tía me preguntó por qué nunca le había
contado a nadie cómo me trataban. Los niños cuentan casi tan poco como los
animales, y es que aceptan lo que les ocurre como algo eternamente establecido.
También es que los niños maltratados se hacen una idea muy clara de lo que les
puede ocurrir si revelan los secretos de una cárcel antes de salir de ella.
Para ser justos con aquella mujer, debo decir que me daban bien de comer. (Me
acuerdo de un regalo que le hicieron, unas «frutas» rojas llamadas «tomates»,
que, después de mucho pensarlo, hirvió con azúcar, y estaban asquerosos. La
carne en conserva de aquellos días era ternera australiana en una manteca que se
cuarteaba, y cordero asado, difícil de tragar.) Y aquella vida no era mala
preparación para el futuro, en cuanto que requería constante cautela, la
costumbre de observar, el reparar en ánimos y humores, y en la frontera entre
las palabras y los hechos, una cierta reserva en la conducta, y la automática
sospecha sobre los favores repentinos. Fra Lippo Lippi descubrió en su propia
infancia, aún más dura,
por qué, tan aguzada el alma como el juicio,
distingue la apariencia de las cosas,
pero para aprender.
Lo mismo me pasaba a mí.
Los problemas se me solucionaron a los pocos años. Se me estropeó la vista y no
podía leer bien. Razón por la cual tuve que leer más y con menos luz. La
consecuencia fue que se resintió mi trabajo en el pequeño y terrible colegio al
que me habían enviado y las notas mensuales así lo demostraban. La supresión de
tiempo de lectura fue el peor de mis castigos «para casa» por el mal rendimiento
escolar. Una de las notas fue tan mala que la tiré y dije que no me la habían
llegado a dar. Pero este mundo es muy complicado para el mentiroso aficionado y
la trama de mis engaños fue rápidamente desvelada -al hijo, después del trabajo
en el banco, le quedaba aún tiempo para contribuir al auto de fe- y me volvieron
a pegar y me enviaron al colegio por las calles de Southsea con un cartel a la
espalda que decía Mentiroso. A la larga, estas cosas y muchas otras parecidas,
me anularon toda capacidad de verdadero odio personal para el resto de mi vida.
Así de cerca están cualquier pasión, de las que llenan la vida, y la contraria.
«¿Cómo le va preocupar el vidrio a quien conoce el diamante?».
Debió de venir después algún tipo de crisis nerviosa, porque yo creía ver
sombras y cosas que no había y que me preocupaban más que aquella mujer. Mi
pobre tía debió de enterarse y vino un hombre a verme los ojos y concluyó que
estaba medio ciego. Esto también cayó bajo sospecha de ser «mentira» y llegaron
a separarme de mi hermana -otro castigo- como a una especie de leproso moral.
Entonces -no recuerdo que hubiera aviso previovolvió mi madre de la India. Con
el tiempo me contaría que la primera vez que subió a mi cuarto a darme un beso
de buenas noches, yo levanté el brazo para defenderme del bofetón al que me
tenían acostumbrado.
Me sacaron enseguida de la Casa de la Desolación. Durante meses corrí a gusto
por una pequeña granja junto al bosque de Epping, donde no había motivos para
acordarme de mi pasado culpable. Salvo con las gafas, que eran algo infrecuente
en aquella época, era allí completamente feliz con mi madre y con la gente del
lugar, que incluía para mí a un gitano llamado Saville que me contaba historias
sobre cómo vender caballos a los poco entendidos; la mujer del granjero; su
sobrina Patty, que hacía la vista gorda en nuestras incursiones a la despensa;
el cartero, y los mozos de la granja. Al granjero no le parecía bien que yo
enseñara a una de sus vacas a quedarse quieta para que la ordeñara en el campo.
A mi madre no le gustaba que viniera a comer con las botas rojas de haber visto
la matanza del cerdo, o negras después de explorar los atractivos montones de
estiércol. Eran las únicas restricciones que recuerdo.
Un primo mío, que con el tiempo llegaría a ser primer ministro, solía venir de
visita. El granjero sostenía que la influencia mutua no era buena, pero lo peor
que recuerdo fue una guerra suicida, es decir, la esforzada guerra que
mantuvimos contra un avispero, que estaba en la fangosa isleta de un lago
todavía más fangoso. Nuestras únicas armas eran ramas de brezo, pero derrotamos
al enemigo sin sufrir daños. En casa, lo único que les preocupaba era el
paradero de un enorme pastel de grosella, en forma de rollo, un «brazo de
gitano» de medio metro. Nos lo habíamos llevado para que nos mantuviese con
fuerzas en la batalla, y acerca de él se oyó más de un comentario de Patty
aquella noche.
Entonces nos fuimos a Londres y pasamos varias semanas en una pequeña casa de
huéspedes del barrio semirrural de Brompton Road, casa que era cuidada por un
ex-mayordomo de cara macilenta y con patillas como de lord y su paciente esposa.
Allí por primera vez sufrí insomnio. Me levanté y estuve vagando alrededor de la
casa hasta que amaneció y me metí en el pequeño jardín cercado y vi salir el
sol. Todo habría salido bien de no haber sido por Pluto, un sapo que yo me había
traído del bosque de Epping y que vivía en uno de mis bolsillos. Me pareció que
igual tenía sed y entré al cuarto de mi madre para darle agua de la jarra. Pero
la jarra se me resbaló y se rompió, y se armó un gran revuelo. El ex-mayordomo
no entendía por qué me había pasado toda la noche despierto. Yo no sabía
entonces que un desvelo nocturno como aquél marcaría el resto de mi vida, ni que
la hora de dormirme sería el amanecer, cuando sale el sol y empieza a soplar
brisa del suroeste.
Mi madre, muy preocupada, nos compró a mi hermana y a mí unos abonos para el
museo antiguo de South Kensington, que estaba nada más cruzar la calle. (En
aquella época no había que preocuparse del tráfico.) Muy pronto ambos, de tanto
visitarlo, porque ya habían empezado las lluvias, hicimos nuestro aquel sitio, y
sobre todo a uno de los policías. Cuando íbamos con los mayores, nos saludaba
muy solemnemente. Recorríamos el museo a nuestras anchas, desde el enorme Buda
que tenía una pequeña puerta en la espalda, hasta los grandes coches antiguos de
oro viejo, y los carros labrados que había en la oscuridad de los pasillos
largos; incluso los lugares que estaban señalados con el rótulo de Prohibido el
paso, donde siempre estaban desempaquetando tesoros nuevos. Y nos repartíamos
los tesoros como suelen hacer los niños. Había instrumentos musicales con
incrustaciones de lapislázuli, aguamarina y marfil; gloriosas espinetas y
clavicordios con adornos de oro; el mecanismo de un gran reloj Glastonbury;
muñecos mecánicos; pistolas con culata de plata y acero; dagas y arcabuces -los
rótulos equivalían por sí solos a unos estudios-; y una colección de piedras
preciosas y anillos -nos peleábamos por ellos-, y un enorme libro azulado que
era el manuscrito de una de las novelas de Dickens. A mí me parecía que aquel
hombre era muy descuidado al escribir; se dejaba muchas cosas fuera y luego
tenía que apretujarlas entre líneas.
Estas experiencias fueron una inmersión en los colores y los diseños y, por
encima de todo, el aroma del museo en sí; y me han acompañado siempre. Hacia el
final de aquella larga vacación llegué a saber que mi madre había escrito
versos, que mi padre también «escribía algo» y que los libros y la pintura se
encontraban entre los mayores acontecimientos del mundo. Que podía leer todo lo
que quisiera y preguntar el significado de las cosas a cualquiera que yo
conociese. Había descubierto también que uno podía coger la pluma y poner por
escrito lo que uno pensaba sin que nadie le acusara de «mentir» por eso. Leí
mucho: Sidonia la hechicera, los poemas de Emerson, los cuentos de Bret Harte, y
me aprendía todo tipo de poemas por el placer de repetírmelos mentalmente antes
de dormir.
CAPÍTULO
2
EL COLEGIO ANTES DE TIEMPO
1878-1882
Llegó entonces el momento de ir al colegio, en la otra punta de Inglaterra. El
director era un hombre flaco, lento al hablar, barbudo, con aspecto de árabe y a
quien enseguida reconocí como uno de mis tíos adoptivos de «The Grange»: Cormell
Price, o «Tío Crom». Mi madre, a su vuelta a la India, nos dejó a mi hermana y a
mí bajo el cuidado de tres damas encantadoras, que vivían al final de Kensington
High Street, cerca de Addison Road, en una casa llena de libros, paz,
amabilidad, paciencia y lo que hoy llamaríamos «cultura». Pero que allí era la
atmósfera natural.
Una de las señoras escribía novelas, con el manuscrito en las rodillas, junto al
fuego, y sentada lo suficientemente al margen de la conversación, bajo dos pipas
de porcelana atadas con un lazo negro, en las que alguna vez había fumado
Carlyle. Todas las personas a las que nos llevaban a visitar, si no escribían
pintaban cuadros o, como en el caso de un matrimonio llamado Morgan, azulejos.
Me dejaban jugar con aquella extraña pintura resbaladiza. En alguna parte, como
en segundo plano, había gente que se podía llamar Jean Ingelow o Christina
Rossetti, pero nunca tuve la suerte de visitar a aquellas sensibilidades
especiales. En las estanterías de libros, había de todo lo que a uno le pudiera
apetecer, desde el Firmilian a La piedra lunar y La dama de blanco y, no se
sabía cómo, los despachos de Wellington desde la India, que me encantaban.
Fui descubriendo estos tesoros en aquellos primeros años. Mientras tanto
-primavera del 78-, después de mi experiencia en Southsea, la idea de ir al
colegio no me atraía mucho. El United Services College era una especie de
asociación creada por funcionarios, oficiales modestos y así, para que la
educación de sus hijos les resultase asequible. Estaba en Westward Ho!, cerca de
Bideford. Era básicamente un colegio de casta. Más del setenta por ciento
habíamos nacido fuera de Inglaterra y la mayoría quería seguir la carrera de sus
padres en el Ejército. Cuando yo entré, no llevaba más de cuatro o cinco años
fundado. Se había inaugurado a instancias de Cormell Price, quien se inspiró en
Haileybury, cuyo modelo seguía, y yo creo que con bastantes «casos difciles»
procedentes de otros colegios. La organización era, incluso para aquella época,
bastante primitiva, y la comida hubiera provocado hoy un motín en Dartmoor. No
recuerdo ni un solo momento en que, una vez gastada la paga que nos daban en
casa, no comiéramos pan duro, si podíamos robarlo de las bandejas que había en
el sótano, antes de la merienda. Pese a todo, sólo hubo que usar la enfermería
para un accidente fortuito y no recuerdo que muriera ningún niño. Sólo hubo una
epidemia, de varicela. Aquella vez el director nos reunió a todos y se condolió
con nosotros de tal modo que creíamos que se iba a cerrar inmediatamente el
colegio y que empezaríamos a vitorearle. Pero lo que dijo fue que seguramente lo
mejor era no hacerle demasiado caso al incidente y que «no apretarían mucho»
durante el resto del curso. Así lo hicieron, y la epidemia se pasó enseguida.
Como en cualquier colegio, en el de Westward Ho! reinaba la natural violencia;
pero, aparte del repertorio de palabrotas que todo niño tiene la obligación de
aprender para luego olvidarlo hacia los diecisiete años, era un colegio más
pulcro que todos los colegios de los que me han hablado luego. No recuerdo
ningún caso de perversión, ni siquiera sospechada. Tengo la teoría de que, si
los profesores no sospecharan tanto y no lo demostraran tanto, no habría tanta
maldad en otros colegios. Una vez, ya fuera del colegio, hablando con Cormell
Price me confesó al respecto que su única profilaxis contra ciertos microbios
inmundos era «procurar que nos acostásemos muy cansados». De ahí la libertad que
disfrutábamos y que él hiciese oídos sordos ante nuestras peleas constantes y
ante las batallas entre los distintos pabellones.
Al terminar el primer curso, que fue horroroso, mis padres no pudieron venir de
vacaciones a Inglaterra y tuve que pasarlas con unos chicos mayores que
estudiaban para el ingreso en el Ejército y con los demás niños que tenían lejos
a la familia. Al principio me esperé lo peor, pero cuando los supervientes nos
quedamos allí, en las aulas con eco, mientras los demás se iban a la estación en
un coche que les habían puesto, la vida empezó de pronto a ser algo nuevo,
gracias a Cormell Price.
Los mayores, que habían estado tan distantes, se convirtieron en tolerantes
hermanos mayores que dejaban que los alevines anduviésemos a nuestras anchas.
Compartían con nosotros las golosinas de su merienda e incluso se interesaban
por nuestras aficiones. No había mucho trabajo que hacer y nos divertíamos
mucho. Al empezar de nuevo el curso «se cortaron de golpe las sonrisas», como
era lo lógico. A mí me compensaron con unas vacaciones cuando mi padre vino a
Inglaterra, y con él me fui a la Exposición de París del 78, en la que él
dirigía el Pabellón de la India. A mis doce años me dejó total libertad para
conocer aquella ciudad grande y amable y para recorrer los espacios y edificios
de la Exposición. Aquello equivalía por sí solo a unos estudios y sentó la base
de mi amor a Francia para toda la vida. También, a mi padre le pareció que yo
debía aprender francés, aunque sólo fuese para distraerme, y me dio a Julio
Verne para empezar. En los colegios de aquella época el aprendizaje del francés
no estaba muy bien visto y quien lo hablaba caía bajo la sospecha de cierta
tendencia a la inmoralidad. Por lo que a mí respecta,
Tengo por cierto lo que aquél cantó
en melodía inédita:
que quien de joven en París despierta
ya cerca del verano, despierta al Paraíso.
Para quienes puedan estar interesados en estas cosas, escribí sobre esta parte
de mi vida en unos Recuerdos de Francia que tienen mucho que ver con lo que viví
en aquellos días.
Mi primer año y medio de colegio no fue muy agradable. El fanfarroneo más pesado
no es tanto el de los chicos mayores, que se limitan a dar una patada y seguir
en lo suyo, como el de los pequeños diablos de catorce años que se ponen de
acuerdo para arremeter contra un único objetivo. Por suerte para mí, yo era
físicamente grande para mi edad y gané cierto crédito al nadar en el mar o
tirarme al agua desde el peñón de Pebble. Jugaba al rugby, pero también en esto
se me interpuso el problema de la vista. No llegué a jugar ni siquiera en el
segundo equipo.
Nadie se atrevió a meterse conmigo una vez que, a los catorce años, empecé de
pronto a estar fuerte. Yo tampoco me metía con nadie, no sé si por mi indolencia
natural o por las experiencias que había sufrido. Por aquel entonces ya tenía
dos amigos con los que, mediante un sistema de ayuda mutua muy bien organizado,
pasé dos años de colegio protegido por principios de cooperación. Nuestra unión,
que está en el origen de mis personajes Stalky, M'Turk y Beetle, no recuerdo
cómo empezó; pero lo cierto es que nuestra triple alianza era ya muy sólida
antes de que tuviéramos trece años. Nos había fastidiado mucho un chico alto y
fuerte que nos robaba lo que teníamos en nuestras pobres taquillas. Hasta que
fuimos a por él, en una larga operación conjunta de acoso y derribo casi de
verdad. Al final ganamos nosotros. Lo habíamos rodeado y aplastado como las
abejas bloquean a la reina, y no volvió a molestarnos nunca.
Turkey hacía gala de un perpetuo distanciamiento -mucho más allá de la mera
insolencia- hacia todo el mundo, y de una lengua que, cuando se ponía a hablar,
parecía haberla mojado de algún ácido irlandés. Por lo demás, se refería
sinceramente a los profesores como «ujieres», lo cual no dejaba de tener cierta
gracia. Su actitud en general era la que, por aquella época, mantenía Irlanda
hacia todo lo inglés.
En cuanto a nuestra capacidad de acción, a la organización de ataques,
represalias y retiradas, dependíamos de Stalky, nuestro comandante y jefe de su
propio Estado Mayor. Venía de un hogar muy disciplinado y se entrenaba, supongo,
en las vacaciones. Turkey nunca nos contó nada de sus orígenes. Distante,
inescrutable, respondón, se incorporaba al curso generalmente uno o dos días
tarde, en el paquebote de Irlanda. Se encargó de la decoración de nuestro
cuarto, porque él rendía culto a un extraño dios llamado Ruskin. Discutíamos
entre nosotros «metódica y fielmente como esposos», pero cualquier deuda que
tuviéramos con quien fuese era no menos fielmente pagada por los tres.
Nuestra «socialización de las oportunidades educativas» nos permitió seguir a
salvo en el colegio, hasta que quien sirvió de base para mi personaje Little
Hartopp, haciéndome con demasiada insistencia determinada pregunta, llegó a la
conclusión de que yo no sabía lo que era un coseno y me comparó con las bestias.
Le enseñé a Turkey lo poco de francés que llegó a saber y él a su vez nos enseñó
a Stalky y a mí algo de latín. Mucho puede decirse en favor de este sistema, si
se quiere que un niño aprenda algo: siempre recordará lo que le venga de un
igual, mientras que las palabras del profesor se le olvidan. Del mismo modo,
cuando Stalky creyó conveniente que yo ingresara en el coro, me enseñó a
canturrear «Conozco yo a una guapa señorita» dándome golpes en los riñones
mientras dábamos vueltas por el campo de cricket. (Pero algún pequeño problema
relacionado con un trozo de mármol que cayó de la faltriquera de una toga,
escaleras del coro abajo hasta el tejado de la nave lateral, acabó con la
aventura.)
Creo que era su increíble frialdad lo que condicionaba nuestras guerras y
nuestras paces. Era capaz no sólo de vernos a nosotros, sino también de verse a
sí mismo desde fuera, y al correr los años y encontrármelo en la India o en
cualquier otro sitio, no había perdido esta capacidad. Al final, cuando con una
escuadra de dudosos coches Ford y unas tropas muy heterogéneas se marcó un
monumental farol contra los bolcheviques en algún lugar de Armenia (lo cuenta en
sus Aventuras de Dunsterforce), casi lo aniquilan, y escribió a las autoridades
responsables. Le pregunté qué pasó luego. «Me dijeron que ya no requerían mis
servicios». Naturalmente le dije que lo sentía. «Tan equivocado como siempre»,
me añadió entonces el ex-jefe del aula quinta. «Si cualquier oficial a mis
órdenes llega a escribir lo que le escribí al Ministerio de la Guerra, yo habría
ordenado que lo hicieran pedazos». Esta anécdota resume bien al hombre, y al
niño que había sido nuestro jefe. Creo que hice bastante de amortiguador entre
sus impulsos, sus broncas verbales y las campañas en que éramos una potencia, y
el agrio Turkey demoledor que, como he escrito luego, «amaba destruir ilusiones
y para ello vivía» aunque a pesar de todo se esforzaba por perseguir la belleza.
Me invadieron la mesa de la vocación literaria, irrumpieron en mis sueños, se
burlaron de mis dioses; me robaron, arrasaron o vendieron las propiedades que yo
tenía descuidadas o a la intemperie. Y no podía pasar una semana sin ellos, ni
ellos sin mí.
Pero me vengué de sobra. He dicho que yo era fisicamente precoz. Durante el
último curso, en las clases desafié altivamente a C. Un día estalló y me dijo
que no podía soportar más la visión y me mandó afeitarme. Me fui con esta orden
al director de la Residencia y éste, que ya hacía tiempo que me tenía por una
ciénaga de iniquidad, barruntó la confirmación de su sospecha y me escribió una
recomendación para que un barbero de Bideford me diese navaja y todo lo demás.
Amablemente invité a mis amigos a venir a ayudarme y luego, por el camino,
lamenté la pesadez que para mí suponía el afeitado obligatorio. No hubo
ripostes. No hubo comentarios de mal gusto. Pero no entiendo cómo Stalky y
Turkey no se cortaban la garganta con aquella herramienta.
Volvamos a la vida salvaje en que lo común era ese tipo de sucesos prodigiosos.
Fumábamos, por supuesto: pero el castigo, cuando nos descubrían, era duro porque
los prefectos, que eran todos de la clase militar y se estaban preparando para
Sandhurst o para el acceso a Woolwich, sólo podían fumar en pipa, y con
restricciones. Si uno del montón era sorprendido fumando, debía comparecer ante
los prefectos, no por razones morales, sino por haber usurpado un privilegio de
la casta dominante. La frase habitual era: «¿Se cree usted un prefecto, no? Muy
bien. Haga el favor de pasarse por mi clase a las seis». Esto parecía dar más
resultado que las lecturas religiosas y que, incluso, las expulsiones con las
que algunas instituciones afrontaban este terrible pecado.
Lo curioso es que nadie «esclavizaba» a nadie, aunque la palabra «esclavo» se
usaba bastante, como término despectivo, como signo de la subordinación de los
de secundaria. Si se necesitaba un lacayo para limpiar el cuarto o para que
hiciera recados, era motivo suficiente para una negociación particular en la
única moneda que teníamos: la comida. Algunas veces, el servicio le otorgaba
protección a quien lo prestaba, por considerarse una insolencia que alguien
molestase a un lacayo acreditado. Por mi poca capacidad de limpieza, nunca hice
de tal; pero nuestro cuarto contaba de vez en cuando con alguno, al que
explicábamos muy bien nuestras obligaciones de amas de casa. Pero solía ser
Turkey quien lo ordenaba todo como la solterona con que siempre lo comparábamos.
Los deportes eran obligatorios, a menos que uno se excusara por escrito ante la
autoridad competente. El castigo por abandono voluntario era tres azotes con
rama de fresno por parte del delegado de deportes. Una de las cosas más
difíciles de explicar a alguna gente es que un chico de diecisiete o dieciocho
años pudiera pegarle a otro apenas un año menor y que, tras el castigo, se
fueran a pasear juntos sin que a ninguno de los dos le quedara orgullo ni
rencor.
En la guerra del 14 a algunos caballeros jóvenes les costaba lo mismo entender
que el ayudante que durante la revista los insultaba fuese amable con ellos
durante el rancho y que este cambio de actitud no obedeciese a un deseo de
compensar la dureza previa.
No recuerdo, salvo en un par de casos, haber recibido sermones o regañinas de
índole moral. No siempre es conveniente estimular el sentimiento religioso de
los adolescentes: parece claro que los distintos grupos de nervios se comunican
entre sí, y quién sabe qué minas puede hacer estallar un sermón. Pero el acceso
a los dormitorios, en los que entraba el viento, no eran puertas que se pudieran
cerrar con llave, como tampoco las aulas tenían ningún tipo de cerradura. Los
profesores, con la excepción de uno que vivía fuera, eran solteros. Los
edificios del colegio, que en su día habían sido casas de alquiler baratas,
estaban en fila frente a una ladera, y en medio quedaba el espacio por el que se
movían los muchachos. No habrían estado mejor vigilados los internos de una
cárcel, aunque no nos dábamos cuenta. Por suerte, había conciencia de poco más
que la inmediata obligación diaria y la necesidad de ingresar en el Ejército.
Del mismo modo creo que, cuando trabajábamos, trabajábamos más que en la mayoría
de los colegios.
El director de mi residencia era extremadamente consciente y cuidadoso con su
deber. No sé hasta dónde alcanzarían sus éxitos. Sus errores lo eran por pura
bondad excesiva. Siempre sospechaba oscuramente de mis compañeros y de mí, que
lo sabíamos y que, pequeñas bestias que éramos, lo hacíamos sudar a la menor
provocación.
Quien año tras año me fue interesando más fue C., mi profesor de lengua y
humanidades, remero de físico portentoso, y erudito que vivía con la secreta
esperanza de traducir dignamente a Teócrito. Tenía mucho temperamento, lo cual
no le impedía manejarse muy bien con muchachos acostumbrados al lenguaje
directo. Tenía el don de un «sarcasmo» profesoral que para él sería un desahogo
y a mí me parecía una auténtica maravilla. Era también un buen director de
residencia, de la que se sentía orgulloso. Con él aprendí, ya que me hizo el
honor de hablar mucho conmigo, que las palabras pueden ser un arma. Nuestras
discusiones de clase, curso a curso, nos dieron mucho juego. Se aprende más de
un erudito apasionado que de un montón de ganapanes de ardua brillantez. Y que
en clase lo conviertan a uno en blanco de los propios compañeros, no es mala
preparación para experiencias posteriores. Tengo entendido que este método se
desestima ahora por miedo a herirles la sensibilidad a los jóvenes, pero en el
fondo no era más que el tintineo de lata o la bengala con que se estimula a los
potros. No recuerdo haber sentido más que alegría o envidia cuando C. me lanzaba
sus agudas invectivas.
Intenté dar pálida cuenta de sus maneras cuando se acaloraba, en un pasaje de
uno de los cuentos sobre Stalkie, «Régulo», pero ya hubiera querido yo retratar
exactamente el entusiasmo que ponía al leer la gran «Oda a Cleopatra», la número
27 del libro tercero. Lo exasperó una vez mi pésima interpretación literal de
los primeros versos. Después de aniquilarme, arrasó mi cadáver al llevar a cabo
una traducción, inigualable en fuerza y comprensión, del resto de la «Oda». Dejó
sin respiración hasta a la clase militar.
Debe de haber aún profesores tan sinceros como él, y la grabación en disco de
personas así, casi capaces de llegar a la blasfemia en su lucha con una forma
latina, sería mucho más útil para la educación que montones de libros
publicados. C. consiguió que me pasase dos años odiando a Horacio, que luego lo
tuviese veinte años olvidado y que al final lo amara para siempre y que me haya
acompañado en no pocas noches de insomnio.
Fue después del segundo año de colegio cuando me entró la fiebre de escribir. En
las vacaciones, las tres señoras -y a mí me bastaba eso- me escuchaban cualquier
cosa que tuviera que decir. Me inspiraba en los libros de su biblioteca, desde
La ciudad de la noche terrible, que me conmovió hasta lo más hondo de mis
tiernas entrañas, a las Parábolas de la Naturaleza de la señora Gatty, las
cuales imitaba desde la convicción de ser original. Y muchos otros libros. Pocas
atrocidades de forma o de métrica se me quedaron sin perpetrar, y con todas
disfrutaba.
Descubrí también las posibilidades que ofrecían los pareados personales y
satíricos sobre mis compañeros. En colaboración con uno de nariz colorada y
temperamento voluble, exploté la idea, no sin cierto revuelo. Después vino mi
hallazgo de que con la métrica de Hiawatha se ahorraba uno todas las
complicaciones de la rima. Y había existido un hombre llamado Dante, que vivía
en un pueblecito italiano y siempre de pleito con sus vecinos, para muchos de
los cuales inventó graves tormentos en un infierno de nueve círculos, donde los
exhibió para la posteridad. Decía C.: «Debió de hacerse infernalmente
impopular». Yo alternaba mis influencias.
Me compré un gran cuaderno de los de tipo americano, forrado de tela, y empecé a
escribir un Inferno en el que sometí a la tortura correspondiente a todos mis
amigos y a la mayoría de los profesores. El trabajo me cundía al no tener más
que cantar la futura condena de víctimas que pasaban bajo la ventana del estudio
de mis dos compañeros y mío. Tennyson y Aurora Leigh aparecieron del modo más
natural, durante unas vacaciones, y C., una vez, en clase, me tiró literalmente
a la cabeza Hombres y mujeres. Ahí me encontré con «El obispo ordena hacer su
tumba», «Amor entre las ruinas» y el «Fra Lippo Lippi» que es, me atrevo a
pensar, antecendente no demasiado remoto del mío.
Debí de leer por primera vez los poemas de Swinburne en casa de la tía. No
conmovieron especialmente mi muy tierno espíritu hasta que leí Atalanta en
Calydon y una estrofa escogida, que se adaptaba con exactitud al ritmo de mi
natación entre las grandes olas. Algo así:
Y quién te buscará y conseguirá
devolverte tu día (media ola)
en el que la paloma hundió las alas y
los remos se abrieron su camino
(la otra media)
entre islas y estrechos blanqueados por la
espuma (avanzar con la ola)
Si se recita el último verso de modo que termine en forma de gran ola que nos
rompa en la cabeza, la cadencia es perfecta. Llegué a perdonar a Bret Harte, a
quien debía mucho, el que adoptara en vano esta métrica en su Chinos paganos.
Pero nunca perdoné a C. por ponerme en conocimiento del hecho.
Sólo años después, al hablar un día con «Tío Crom», supe que injusticias así no
se cometen sin intención. «En aquella época había que actuar con mano dura», me
decía despacio. «C. la tuvo contigo». «Sí», dije yo, «y también H.», el profesor
casado al que todo el colegio temía.
«Me acuerdo», contestó Crom. «Sí, conmigo también pasó.» Se refería a una
redacción titulada «Un día de las vacaciones» o algo así. C. era quien había
ordenado hacerla, pero tenía que corregirla H. La redacción me salió con una
variada pero absoluta mala calidad, supongo que forjada en la lectura, en
vacaciones, de un periódico llamado The Pink'Un. Ni yo mismo había escrito nada
peor. Lo normal hubiera sido que H. le enviara sin comentario las notas a C. En
esta ocasión, sin embargo (estaba yo en clase de latín), H. entró y pidió la
palabra. C. se la cedió de mala gana, y fue entonces cuando H., ante el regocijo
de mis compañeros, me puso en evidencia con su mejor estilo, ácido y ofensivo.
Concluyó con unas cuantas observaciones generales acerca del «acabar siendo un
periodista vulgar». (Y ahora pienso que seguramente H. leía también el Pink'Un.)
El tono, el argumento y la intención de su discurso fueron de una brutalidad
premeditada, como la del tirón del bocado que encabrita a un potro demasiado
fogoso. C., a la salida de H., remató con un par de añadidos. (¿Pero quiso Alá
castigar a H. al pasar los años? Me lo encontré en Nueva Zelanda; dirigía un
colegio mixto en el que daba clases de latín a chicas. «Y cuando miden mal los
versos, como usted solía hacer, me echan miraditas.» Me acordé de las madrugadas
frías en que, de su implacable mano, yo estudiaba el Nuevo Testamento en griego
y la verdad es que lo compadecí hasta lo más profundo de mi alma.)
Sí, Crom y los suyos debían de «acunarme» mucho. Por eso, cuando me vio
irremediablemente destinado al tintero, ordenó que yo fuese el director del
periódico del colegio y que tuviera acceso a la biblioteca de su estudio.
Supongo que también a eso se debió un permiso similar de C., quien me lo daba y
quitaba según las fluctuaciones de nuestra guerra particular. También, la idea
del director de que yo debía aprender ruso con él (a lo más que llegué fue a
saberme algunos números cardinales) y, más tarde, lo que él llamaba la escritura
en estilo précis. Consistía en la severa compresión del material hasta su
sequedad última, sin omitir ningún hecho esencial. Todo quedaba suavizado por el
recuerdo de personas que Crom había conocido de joven y, con su hablar lento y
grave y el humo de su invariable Vevey, aclaraba el uso de las palabras. Que
Dios me perdone, pero yo pensaba que aquellos privilegios se debían a la
trascendencia de mis méritos personales.
Muchos queríamos al director por lo que había hecho por nosotros, pero yo le
debía más que todos mis compañeros juntos, y creo que lo quería más que ellos.
Un día me dijo que, tras las vacaciones, me iba a ir a la India, a trabajar en
un periódico de Lahore, donde mis padres vivían, y que ganaría nada menos que
cien rupias de plata al mes. Al final del curso organizó, con evidente
injusticia, un certamen poético con el tema obligado de «La Batalla de Assaye» y
en el que, al no haber competidores, gané con un poema cuya métrica me venía del
último «contagio»: Joaquin Miller. Y al entregarme el libro que se dio de
premio, Competition Wallah, de Trevelyan, Crom Price dijo que, si yo seguía
adelante, algún día se hablaría de mí.
Los últimos días antes de embarcar los pasé con mi querida tía, en la pequeña
granja que los Burne-Jones habían comprado para pasar las vacaciones en
Rottingdean. Desde allí contemplaba el prado de la aldea y el estanque de una
casa a la que daban nombre unos olmos y que estaba tras un muro de piedra;
también la iglesia que tenía enfrente y -de haberlo sabido entonces- «los restos
de quienes estarán en las casas de la Muerte y del Nacimiento».
CAPÍTULO
3
SIETE AÑOS DIFÍCILES
Soy, con la venia, el pobre hermano Lippo.
No me acerquéis al rostro las antorchas.
Fra Lippo Lippi
Así pues, a los dieciséis años y nueve meses, aunque aparentaba cuatro o cinco
años más, y con unas patillas que mi madre, escandalizada, hizo desaparecer nada
más verlas, me encontraba en Bombay, donde había nacido. Volvía a visiones y
olores que me arrancaban frases vernáculas cuyo significado ignoraba. Otros
muchachos nacidos en la India me han contado que alguna vez les pasó igual.
Me quedaban aún tres o cuatro días de tren hasta Lahore, donde estaban los míos.
Y esos días iban a bastar para borrar mis años ingleses, que creo que nunca han
vuelto del todo.
Fue un feliz regreso a casa y es que, imaginaos, me reencontraba con un padre y
una madre a los que había visto muy poco desde los seis años. Podría haberme
ocurrido que mi madre no fuese «la clase de mujer que a uno le gusta», como en
un caso terrible que conozco, o que mi padre resultase inaguantable. Pero mi
madre demostró ser más encantadora de lo que yo hubiera podido imaginar o
recordar; y mi padre no sólo era una mina de sabiduría y de valiosa ayuda, sino
también un compañero experto, tolerante y lleno de buen humor. Me dieron
habitación propia en la casa. El criado de mi padre, con toda la solemnidad de
un contrato matrimonial, me cedió a su hijo para que fuese criado mío. Dispuse
también de caballo, carruaje, mozo de cuadra, horario de oficina,
responsabilidades directas y, oh felicidad, un maletín propio, como el que mi
padre llevaba todos los días al Museo de Lahore y a la Escuela de Arte. No
recuerdo la menor fricción en ningún detalle de nuestras vidas. Disfrutábamos
más en familia que en compañía de los extraños y cuando, algo después, llegó mi
hermana, la felicidad fue total. No sólo éramos dichosos, sino también
conscientes de serlo.
Pero el trabajo era difícil. Yo era el cincuenta por ciento del «equipo
editorial» del único diario del Punjab, hermano pequeño del gran Pioneer de
Allahabad, que era del mismo propietario. Y un diario sale todos los días aunque
la mitad de su equipo esté con fiebre.
Mi jefe me llevó, como quien dice, de la mano y, durante tres años o así, lo
odié. Tuvo que adiestrarme y yo no tenía idea de nada. No sé hasta qué punto mi
aprendizaje lo hizo sufrir, pero todo lo objetivo que llegara yo a ser, todo el
hábito que adquiriese en verificar fuentes y en conseguir trabajar sin moverme
del despacho, se lo debo a Stephen Wheeler.
Nunca trabajé menos de diez horas al día, y rara vez más de quince al día. Como
nuestro periódico era vespertino, sólo vi la luz del mediodía los domingos.
También tuve fiebres, frecuentes y tenaces, a las que se unió durante un tiempo
una disentería crónica. De todos modos descubrí que un hombre puede trabajar con
cuarenta de fiebre, aunque al día siguiente tenga que preguntar quién escribió
su propio artículo. El encargado indígena de la sección de noticias, Mian Rukn
Din, caballero mahometano de buen corazón y de infinita paciencia, a quien nunca
vi excedido por una situación, se convirtió en amigo mío para siempre. Desde una
perspectiva moderna, supongo que aquélla era una vida perra; pero mi mundo
estaba lleno de muchachos que, con muy pocos años más que yo, vivían solos y
morían de fiebre tifoidea a los veintipocos años. En nuestra casa, si alguien
tenía que morir, estábamos los cuatro juntos. Y lo demás se iba en el trabajo
cotidiano, y el amor lo atenuaba todo.
No había libros, cuadros, obras de teatro, ni más entretenimientos que los
deportes que permitía el invierno. El transporte se limitaba a los caballos y al
ferrocarril que buenamente había. Esto significaba que el radio normal de viaje
podía ser de unos diez kilómetros a la redonda, y que hubieran hecho falta otros
diez para volver a encontrar gente de raza blanca. La muerte era siempre una
compañera cercana. Una vez, en nuestra comunidad blanca de setenta personas, se
dieron once casos de una epidemia tifoidea. Como todavía no existían las
enfermeras profesionales, los hombres cuidaron a los hombres, y las mujeres a
las mujeres. Murieron cuatro de nuestros pacientes y pensamos que habíamos hecho
lo que teníamos que hacer. Por lo demás, los hombres y las mujeres caían allí
donde estuviesen, de lo que se derivaba la costumbre de ir en busca de
cualquiera que no acudiese a las reuniones diarias.
Nos acompañaban los difuntos de todos los tiempos, en el gran cementerio
musulmán abandonado, que estaba cerca de la estación y donde, cualquier mañana,
el caballo podía pisar fácilmente un cadáver medio desenterrado. Los cráneos y
huesos afloraban entre los muros de adobe del jardín. Las lluvias los volvían a
desenterrar y había tumbas a cada paso. El lugar de las meriendas campestres,
igual que algunas de las oficinas públicas, había servido de monumento a mujeres
que en vida habían sido muy deseadas, y Fort Lahore, donde descansaban las
viudas de Runjit Singh, era un mausoleo de fantasmas.
Así era mi mundo. Y su centro, para mí -socio a los diecisiete años-, era el
Club del Punjab, donde hombres en su mayoría solteros se reunían para degustar
comidas de escaso mérito entre hombres cuyos méritos eran bien conocidos. Mi
jefe, que estaba casado, no iba casi nunca, por lo que me correspondía a mí
escuchar cada noche los defectos del periódico de aquel día, afeados en el
lenguaje más directo. Los cajistas, que eran indígenas, no tenían ni idea de
inglés y transcribían palabra por palabra, con lo que salían erratas memorables
y a veces obscenas. Los correctores de pruebas, de los que llegamos a tener un
par, bebían, como era previsible; pero su sistemático y prolongado delirium
tremens me obligaba a compartir con ellos más trabajo de la cuenta. En el club,
y en todas partes, no conocía más que a hombres muy especializados en su trabajo
-funcionarios civiles, militares, de la enseñanza, forestales, ingenieros, de
aguas, de ferrocarriles, médicos, abogados-, ejemplares de cada ramo que
hablaban cada cual de su oficio. Fue así como la «demostración de conocimientos
técnicos» que luego se me ha reprochado me vino dada allí hasta la saciedad.
Tan pronto como el periódico pudo confiar un poco en mí, que había hecho bien el
trabajo rutinario, me envió primero a hacer informaciones locales y, después, a
las carreras de caballos, donde pasé tardes curiosas en el tenderete de las
apuestas. Vi una de esas tiendas arder una vez, cuando un propietario furioso le
arrojó una lámpara de petróleo a su rival, justo la noche en que el propietario
concurría a las elecciones del Club. Fue la primera y última ocasión en que vi
cómo se gastaban todas las bolas negras disponibles y los socios pedían más.
Después hice informaciones sobre la inauguración de grandes puentes, lo que
suponía una noche o dos con los ingenieros; o sobre inundaciones en las vías
férreas, y ahí las noches lo eran bajo la lluvia con los equipos de auxilio.
Informé sobre fiestas de aldea, con las inevitables epidemias de cólera o
viruela; sobre motines populares a la sombra de la mezquita de Wazir Khan, donde
las pacientes tropas, tendidas en los parques o en las callejuelas laterales,
esperaban la orden de cargar contra la multitud y pegarle a la gente en los pies
con la culata del fusil (en aquella época, la Administración civil consideraba
que matar equivalía a reconocer un fracaso). Y así la ciudad vociferante,
enfervorizada, ebria de sus propias convicciones, era dominada sin derramamiento
de sangre o con la comparecencia de un Virrey que gesticulaba mucho. Relaté
también visitas de virreyes a los príncipes vecinos, junto al gran desierto de
la India, donde había que lavarse las manos y la cara con soda; revistas de
ejércitos dispuestas a invadir Rusia a la semana siguiente; recepciones de algún
potentado afgano con el que el Gobierno indio quería estar a bien (éstas
incluyeron un paseo hasta el Khyber, donde me alcanzó el disparo perdido de un
bandido que no aprobaba la política exterior de su Gobierno); juicios por
asesinato o divorcio y -tarea bastante desagradable- una investigación sobre el
porcentaje de leprosos que había entre los carniceros que surtían de vacuno y
cordero a la comunidad europea de Lahore. (Aquí aprendí que la verdad desnuda de
los hechos no suele estar bien vista por las autoridades responsables.) Era el
método de enseñanza de Squeer, pero ¿cómo me iba a proporcionar menos estímulo
del que yo necesitaba? Me saturaba de material y, si me faltaba algún detalle,
el Club se ocupaba del resto.
Recibí el primer intento de soborno a la edad de diecinueve años, cuando me
encontraba en un Estado indígena donde, naturalmente, uno de los afanes de la
administración era conseguir más salvas de honor para el representante oficial
en sus visitas a la India británica, propósito para el que podía ser útil hasta
la recomendación de un corresponsal perdido. A esto se debió que, en la dali o
cesta de frutas que dejaban a diario en mi tienda, me encontrara una mañana un
billete de quinientas rupias y un chal de Cachemira. Como el remitente era de
casta alta, le devolví el regalo mediante un barrendero, que era de una casta
inferior. A partir de este momento mi criado, que se hacía responsable de mi
bienestar ante su padre y el mío, me dijo fríamente: «Hasta que lleguemos a
casa, come y bebe lo que yo te dé». Y así lo hice.
De vuelta al periódico, me encontré con que el director estaba enfermo y tenía
que quedarme al cargo. Entre la correspondencia editorial, había una carta del
mismo Estado indígena, en la que se daba cuenta de la visita de «su reportero,
un tal Kipling» que, al parecer, había violado uno por uno los diez mandamientos
desde el rapto al robo. Les contesté que acusaba recibo de la queja en calidad
de director interino, pero que debían comprender en mí cierta parcialidad ya que
la persona de la que se quejaban era yo mismo.
Volví a visitar alguna vez aquel Estado y nada ensombreció ni por asomo nuestras
relaciones. Yo tenía ya práctica en el insulto a la manera oriental, que ellos
entendían. Y me devolvieron la pelota a la manera asiática, que yo entendía, y
asunto concluido.
El segundo intento de soborno llegó cuando trabajaba a las órdenes del sucesor
de Stephen Wheeler, Kay Robinson, hermano del Phil Robinson autor de En mi
jardín de la India. Con él, y gracias a como me había adiestrado su predecesor,
la relación fue magnífica. Nos encontrábamos con el mismo problema de las salvas
de honor; y con la misma argucia de la cesta de frutas, los chales y el dinero
para ambos. Pero esta vez cometieron el error de dejarlo impúdicamente en la
terraza de la redacción. Kay y yo dedicamos media hora bastante divertida a
rayar con alfiler en los billetes la frase «Timeo Danaos et dona ferentes»,
mientras lamentábamos no poder quedárnoslos, como tampoco los chales, y tener
que hacer como si nada.
El tercer y más interesante intento de soborno fue cuando cubría un caso de
divorcio en la sociedad eurasiática. Una negra enorme me acorraló y me ofreció
darme, si omitía su nombre, los detalles más íntimos. Lo cual empezó a hacer en
ese mismo instante. Antes de cerrar el trato, le pregunté su nombre. «Ah, soy la
demandada. Por eso se lo pido.» Es difícil informar sobre algunos dramas si no
hay Ofelia o si no hay Hamlet. Pero me compensó de la ira de aquella mujer el
momento en que el tribunal le preguntó si alguna vez había tenido ganas de
bailar sobre la tumba de su marido. Ella, que hasta entonces lo había negado
todo, siseó un largo «Sssí» y añadió: «Y muy a gusto y muy bien que lo haría».
A un soldado al que yo conocía lo habían condenado a cadena perpetua por un
asesinato que, según pruebas no aducidas en el juicio, parecía claro que había
cometido. Lo vi después en la cárcel de Lahore, y estaba haciendo una tarea muy
complicada a base de plumas de escribir con tinta de distintos colores y
clavadas en una especie de lona que, puesta sobre un papel, decidía cómo había
que rellenar los impresos de la declaración de la renta. Aquello parecía
tremendamente monótono, pero el espíritu humano es invencible. «Con un milímetro
que me equivocara al marcar estas líneas, echaría a perder todas las cuentas del
Alto Punjab», decía.
En cuanto a los lectores del periódico, eran al menos tan educados como la mitad
de nuestro «equipo de redacción»; y a fuerza de llevar la vida que llevaban, no
se escandalizaban por nada ni nada les conmovía. No sabíamos lo que era un
titular grande o unos tipos de letra especiales, y me temo que la cantidad de
espacio en blanco de los periódicos actuales nos habría parecido una vulgar
estafa. Sin embargo, los temas que solíamos tratar les habrían proporcionado a
los periódicos de hoy noticias sensacionales casi a diario.
Mi verdadero puesto en el periódico era el de subdirector, lo que significaba un
eterno extractar originales tediosos, como los discursos sobre cuestiones
abstrusas relacionadas con los impuestos y la Hacienda Pública que enviaba un
importante y docto ciudadano, cuya caligrafía era la peor que nuestros cajistas
habían visto en su vida, o artículos literarios sobre Milton. (¿Y cómo iba yo a
saber que el autor era pariente de uno de los propietarios y que creía que
nuestro periódico existía para dar salida a sus teorías?) En esto las enseñanzas
de Crom Price sobre el estilo précis me ayudaron mucho a distinguir el grano de
la paja al leer aquellas pesadeces. Manteníamos intercambio con otros
periódicos, desde Egipto a Hong Kong, a los que había que echar un vistazo casi
todos los días y, una vez por semana, los periódicos ingleses de los que se
echaba mano en caso de necesidad. A los corresponsales nacionales, de pueblos
apartados, había que leerlos con cuidado por si la inocencia de sus alusiones
disimulaba una difamación. No faltaban cartas de broma de algún empleado, contra
las que había que estar prevenido (yo piqué un par de veces); quedaba luego, por
supuesto, la clasificación de cablegramas, en la que más valía no equivocarse:
yo los apuntaba al teléfono, primitivo y misterioso poder cuyo operador indígena
decía sílaba a sílaba todas las palabras. Uno de nuestros problemas recurrentes
era un maldito periódico moscovita, el Novoie Vremya, escrito en francés y que
estuvo mucho tiempo publicando, semanalmente, los diarios de guerra de
Alikhanoff, general ruso que por aquella época asolaba los dominios de los kanes
de la Rusia central. Daba el nombre de todos los campamentos que había asaltado,
y contaba cómo sus tropas se calentaban con hogueras de sax-aul, que supongo que
debía de ser artemisa. Una semana después de haber traducido la última entrega,
no recordaba yo ni un solo detalle de la serie.
Diez o doce años después, caí enfermo en Nueva York y tuve un largo delirio que,
por desgracia, recordaba luego, ya consciente: en una de sus fases mandaba un
batallón montado en caballos rojos ensillados en cuero flamante, a la luz de una
luna verde y por estepas tan vastas que permitían adivinar la mismísima curva
del planeta. Descansábamos en uno de los campamentos nombrados por Alikhanoff en
su diario (yo veía el nombre escrito al límite de la Tierra), donde nos
calentábamos con hogueras de sax-aul y donde, abrasado por un lado y helado por
el otro, me quedaba sentado hasta que mis infernales escuadrones seguían rumbo
al siguiente alto previsto, y así toda la serie.
A principios de los años ochenta, llegó al poder un gobierno liberal que actuaba
de acuerdo a los «principios» liberales, los cuales, hasta donde yo he podido
observar, no es raro que acaben en derramamiento de sangre. Era entonces
cuestión de principio que jueces indígenas juzgaran a las mujeres blancas.
Indígena, en este caso, equivale directamente a hindú; y la idea que el hindú
tiene de la mujer no es muy elevada. Nadie había solicitado aquella medida, y
mucho menos la judicatura afectada. Pero los principios son los principios,
caiga quien caiga. Se molestó mucho la comunidad europea, que llegó al extremo
de la revuelta, es decir, a que incluso los funcionarios públicos y sus esposas
dejaran de asistir a las recepciones del entonces Virrey, hombre orondo y
desorientado, preso de tendencias religiosas. Para apadrinar aquella ley se
trajo a la India a un apacible caballero inglés llamado C. P. Ilbert. Me parece
que también él estaba un poco desorientado. Nuestro periódico, como la mayor
parte de la prensa europea, empezó por desaprobar enérgicamente la medida y
publicó muchos comentarios e informaciones que hoy serían, supongo, tachados de
«desleales».
Una tarde, mientras cerraba la edición, eché el habitual vistazo al artículo de
fondo. Era el tipo de artículo desequilibrado, semijudicial, que se había
prodigado en los periódicos ingleses en los años 1832 y 1834 con motivo del
Documento Blanco de la India y, como todos ellos, exponía con poco disimulo los
mismos altos ideales del Gobierno. Con el tiempo se aprendía a identificar mejor
aquel estilo, pero en aquel momento me desconcertaba. Le pregunté a mi jefe qué
significaba. Me contestó como yo lo hubiera hecho en su lugar:
«¿Y a usted qué demonios le importa?» y, como estaba casado, se marchó a casa.
Yo en cambio acudí al Club, que, no se olvide, era todo mi mundo exterior.
Nada más entrar al largo y destartalado comedor, en el que todos compartíamos
una sola mesa grande, estalló una pitada unánime. Fui lo bastante ingenuo para
preguntar: «¿A qué juegan?, ¿a quién le silban?». «A usted», dijo el hombre de
mi lado. «Su maldito periodicucho ha traicionado el proyecto de ley.»
No es agradable seguir tranquilamente sentado mientras a uno, a los veinte años,
todo su universo le dedica una pitada. Entonces se levantó un capitán, nuestro
ayudante de Voluntarios, y dijo: «¡Basta ya! El muchacho se limita a hacer
aquello por lo que le pagan». Cesó la manifestación, pero yo había empezado a
ver claro. El capitán había dicho la pura verdad. Yo era un mercenario y me
pagaban para lo que me pagaban. No me encantó la idea. Alguien dijo amablemente:
«Jovenzuelo, ¿es usted tan burro que ignora que su periódico tiene la contrata
de prensa del Gobierno?» No lo ignoraba, pero hasta aquel momento no me había
parado a relacionar.
A los pocos meses, uno de los dos principales accionistas del periódico fue
condecorado Caballero. Mucho empezó a llamarme la atención la melosidad con que
algunos funcionarios veían con buenos ojos la medida del Gobierno y, no se sabía
por qué, de pronto cambiaban el calor por el mejor clima del cantón de Simia.
Gracias a astutos orientadores, a menudo indígenas, seguí la trama sutil de
maneras con que un gobierno presiona solapadamente a sus empleados, en una
tierra donde todas las circunstancias y relaciones de la vida de un hombre son
de dominio público. Por eso, cuando la importante e histórica Ley de la India se
retomó cincuenta años después, me sentí como quien vuelve a recorrer los
tortuosos caminos de su juventud. Uno reconocía las frases textuales, las mismas
garantías de los viejos tiempos todavía en buen uso y uno se esperaba, como en
sueños, las fórmulas con que se excusaban quienes abandonaban convicciones. Algo
así: «Puedo servir de conciliador, ya sabe. En todo caso, evito que entre en
juego otro más extremista». «Sería insensato oponerse a lo inevitable». Y todos
los demás camuflajes que el Diablo facilita al pecador que no quiere quedar mal
con nadie.
En el año 1885, me hice masón por dispensa (Logia Esperanza y Perseverancia 782
E.C.) sin haber cumplido la edad preceptiva, porque la Logia quería un buen
secretario. No lo tuvo, pero ayudé y aconsejé al Maestro en la decoración de las
paredes vacías con telas, según la norma del templo salomónico. Allí conocí a
musulmanes, hindúes, sijs, miembros del Aya Samaj y del Brahma Samaj y a un Gran
Vigilante de la Logia que era sacerdote judío y carnicero en su pequeña
comunidad ciudadana.
Aún se me abría, de este modo, otro mundo que necesitaba.
Mi madre y mi hermana pasaban la época de calor en la montaña, donde a su debido
tiempo se les unía mi padre. A mí me llegaban las vacaciones cuando el periódico
podía prescindir de mí. Por eso me pasaba mucho tiempo solo en aquella casa tan
grande, donde pedía a gusto comida indígena, menos repugnante que los guisos de
carne; incorporaba así el empacho a mis posesiones más íntimas.
En aquellos meses -entre mediados de abril y mediados de octubre-, había que
coger el catre y andar de cuarto en cuarto hasta encontrar el de menos calor; o
dormir en la azotea y que el aguador le echara a uno de vez en cuando medio odre
de agua por el cuerpo abrasado. Así se cogían fiebres, pero se evitaba el
desmayo por el calor.
Muchas noches las pasaba tan en vela como las de la casa de Brompton Road, y
vagaba hasta el amanecer por todo tipo de sitios curiosos: tabernas, garitos de
juego y fumaderos de opio, que no son nada misteriosos; locales periféricos de
diversión, de títeres o de danzas indígenas; o me metía por las estrechas
galerías que hay bajo la Mezquita de Wazir Khan por el puro gusto de mirar.
Alguna vez la policía se me acercaba, pero conocía a la mayoría de los
oficiales, y mucha gente de algunos barrios me conocía por ser hijo de mi padre,
lo que en Oriente es más útil que en ninguna otra parte. Por lo demás, bastaba
con la palabra «periódico», aunque al mío no le facilité mucha reseña de
aquellos merodeos. Al salir el sol, volvía uno a casa en algún carruaje
noctámbulo de alquiler, que hedía a humo de narguile, a flores de jazmín y a
madera de sándalo; y, si el conductor tenía ganas de charla, le contaba a uno un
montón de cosas. En la India, buena parte de la vida se hace en las noches de
calor. Es la razón de que la plantilla indígena de las oficinas no esté para
mucho a la mañana siguiente. Todas las oficinas indígenas cierran como mínimo
entre mayo y septiembre. Los archivos y la correspondencia, del modo más
natural, se amontonan sin abrir en las esquinas para ser puestos al día o
despachados cuando el tiempo refresca. Pero los ingleses que van a la metrópoli
de vacaciones, después de haber impuesto a los hijos de sus hijos las horas
fijas de una jornada nórdica de trabajo, se sorprenden de que la India no
trabaje como ellos. Es una de las razones por las que sería interesante que la
India fuese autónoma.
Y había también noches «húmedas», en el Club o en algún comedor militar, en las
cuales una mesa abarrotada de muchachos, medio enloquecidos por el calor, pero
con la cordura necesaria para seguir con la cerveza y con unas entrañas que
raramente les traicionaban, buscaban diversión y la conseguían como fuese. Me
acuerdo de una noche en que comimos haggis en lata, cuando había cólera en los
cuarteles, «para ver qué pasaba»; y otra en que a un caballo semental
asalvajado, con el arnés puesto, le pusieron delante toda una pierna de cordero,
justo cuando iba a morder. En teoría es un procedimiento para quitarles esa
tendencia, pero lo que hizo fue volverlo aún más caníbal.
Llegué a conocer a los soldados de aquella época en mis visitas a Fort Lahore y,
en menor medida, a los acantonamientos de Mian Mir. Mi primer y más querido
batallón fue el Quinto de Fusileros número 2, con quienes cené, en temeroso
silencio, a las pocas semanas de serles presentado. Cuando se marcharon, seguí
con sus sucesores, el 30 de East Lancashire, otro regimiento de la parte norte
del país; y, finalmente, con el 31 de East Surrey, confederación reclutada en
Londres entre ladrones profesionales, algunos de los cuales se convirtieron en
buenos y leales amigos míos. Había, también, cenas fantasmales con los alféreces
encargados del destacamento de Infantería de Fort Lahore, donde, entre estancias
vacías, revestidas de mármol, que habían pertenecido a reinas muertas, o bajo
las cúpulas de viejos panteones, las comidas empezaban con treinta gramos de
quinina en el jerez, tal como ordenaba el reglamento, y terminaban... como Alá
quería.
Soy, por cierto, uno de los pocos civiles que han hecho guardia con las tropas
de Su Majestad. Fue en una madrugada fría de invierno, hacia las dos, en el
fuerte, y aunque supongo que me habían dicho la contraseña al irme del comedor,
la olvidé antes de llegar a la guardia principal, y cuando me interpelaron me
presenté solemnemente como «visita de inspección». El revuelo de los hombres fue
tal que le pregunté al sargento si había visto en su vida un grupo de
sinvergüenzas más noble que aquél. Esto me costó litros de cerveza, pero mereció
la pena.
Libre de un puesto militar concreto, y llevado por mi trabajo, podía andar a mis
anchas por la «cuarta dimensión». Llegué a observar en toda su crudeza los
horrores de la vida del soldado raso, y los tormentos innecesarios que tenía que
soportar a cuenta de la doctrina cristiana, que sostiene que la muerte es el
pago por el pecado. Se consideraba impío que las prostitutas del mercado pasaran
control médico, o que los hombres tomaran las precauciones elementales en su
trato con ellas. Esta virtud oficial le costó a nuestro Ejército de la India el
que cada año nueve mil soldados blancos, cuyo sostenimiento era caro, tuvieran
que guardar cama por enfermedades venéreas. Las visitas a los hospitales
especializados en éstas me hicieron desear, tan sinceramente como lo deseo hoy,
disponer de seiscientos sacerdotes -en especial obispos de la autoridad- y
tratarlos durante seis meses tal y como trataban a los soldados de mi juventud.
Bien sabe Dios lo rápido que se moría de fiebres tifoideas, que parecían debidas
al agua, aunque no podíamos asegurarlo; o del cólera, que era claramente una
maldición del Diablo capaz de matar a toda una sección del dormitorio de tropa y
dejar vivos a los demás; o de las fiebres de temporada; o de lo que llamaban
«intoxicación de la sangre».
Lord Roberts, en aquel tiempo comandante en jefe de la India, que conocía a mi
familia, se interesó por los soldados y -yo había escrito por aquel entonces un
par de relatos sobre ellos- el mayor orgullo de mi juventud fue ir a caballo a
su lado hasta Simia Mall, él en su fogoso caballo árabe de siempre, mientras me
preguntaba qué pensaban aquellos hombres de su situación, sus lugares de recreo
y detalles por el estilo. Se lo conté y me dio las gracias tan gravemente como
si yo hubiera sido todo un coronel.
Mi mes de vacaciones en Simia, o en cualquier otro lugar de montaña al que fuese
mi familia, era diversión pura, sin desperdiciar ni un instante. La vacación
tenía un arranque incómodo y caluroso, en tren y por carretera. Cuando se
llegaba, de noche ya hacía frío y cada cuarto tenía su chimenea de leña, y a la
mañana siguiente -¡con otras treinta por delante!-, una primera taza de té,
traída por mi madre, y nuestras largas conversaciones, todos juntos de nuevo.
Había tiempo, también, para dedicarse a cualquier tarea que a uno se le
ocurriera por gusto, y se nos ocurrían muchas.
Simia fue otro mundo nuevo para mí. Allí vivía la jerarquía y se veía y oía
funcionar tal cual la maquinaria de la Administración. Estaban los jefes del
cuartel militar del Virrey, el estado mayor y sus ayudantes; y estaba, jugando a
las cartas con los grandes, que le facilitaban noticias especiales, el
corresponsal de nuestro hermano mayor en la prensa, el Pioneer, que era entonces
una institución en el país.
He olvidado las fechas, pero no las imágenes, de aquellas vacaciones. Hubo un
momento en que nuestro mundo estuvo lleno de resonancias de la teosofía que
predicaba Madame Blavatsky a sus seguidores. Mi padre conocía a aquella dama,
con quien discutía de asuntos totalmente profanos y que le parecía uno de los
impostores más interesantes y faltos de escrúpulos que había visto jamás. Esto,
con las experiencias que había vivido mi padre, constituía un gran elogio. No
tuve tanta suerte, si bien conocí a curiosos ancianos, un poco idos, que vivían
en un clima constante de «fenómenos» manifestados en sus casas. Lo cierto es que
el momento auroral de la teosofía arrasó en el Pioneer, cuyo director se
convirtió en un devoto creyente y usaba el periódico como vehículo de propaganda
hasta un punto que crispaba los nervios no sólo de los lectores, sino también de
un corrector de pruebas que una vez, a última hora, aderezó un artículo muy
exaltado sobre el asunto con la siguiente frase entre corchetes: «¿Qué se
apuestan a que es una vulgar patraña?» El director se enfadó de un modo muy poco
teosófico.
Durante uno de mis descansos en Simia -había vuelto a tener disentería-, me
mandaron a recuperarme al camino entre el Himalaya y el Tíbet, con un
funcionario enfermo y su mujer. Mi compañía estaba formada por mi criado -el que
me había dado de comer en el Estado indígena del que ya he hablado-; Dorothea
Darbishoff, alias Dolly Bobs, toda una yegua de temperamento; y cuatro
porteadores a los que había que atender o sustituir en las paradas. Conocía las
estribaciones de las grandes montañas tanto desde Simia como desde Dalhousie,
pero nunca me había adentrado por ellas. Fueron para mí una revelación de «todo
el poder, la majestad, el dominio y la energía, de ahora y de siempre», tanto
por el color como la forma y la naturaleza indescriptible. Algo de todo lo que
vi entonces habría de volver en Mm.
El día de regreso a Simia -mis compañeros seguían camino-, mi criado se enzarzó
en una pelea con un nuevo cuarteto de porteadores y le hirió el ojo a uno de
ellos. A muchísima distancia estábamos del hombre blanco más cercano y no me
apetecía nada que me llevaran ante algún pequeño Rajá de las montañas, sabiendo
como sabía que los porteadores jurarían todos a una que el ataque lo había
ordenado yo. Así que pagué aquella sangre y me retiré estratégicamente; la mayor
parte del camino, a pie, porque a Dolly Bobs le mareaban todas las vistas y casi
todos los olores del paisaje. Tuve que dejar que los porteadores, que querían un
puesto mejor, como los políticos, fuesen delante de mí por el sendero de apenas
metro y medio de ancho. Y, como pasa siempre que uno está en apuros, empezó a
llover. Mi principal objetivo era hacer el camino de tres días en uno, cosa de
unos cuarenta kilómetros. Los porteadores querían escaparse a su pueblo para
gastarse su mal ganada plata. Me tocó la desoladora tarea de dirigir una
retirada. No creo que aquel día recorriésemos mucho menos de sesenta kilómetros,
montes arriba y valles abajo. Pero me sentó bien y me permitió tomar varias
botellas de la cerveza fuerte del Ejército al terminar el día en el refugio. El
último día una tormenta que había estado tronando por debajo de nosotros alcanzó
la cumbre que estábamos atravesando y nos cayó encima. Nos tiró a todos al suelo
y, cuando pude volver a levantar la vista, observé que medio tronco de un pino
grande, sajado longitudinalmente como una cerilla con un cortaplumas, caía
pendiente abajo por su propio peso. Como el ruido de la tormenta lo invadía
todo, la caída del tronco parecía un espectáculo de mimo. Y cuando empezó a dar
saltos -tremendos saltos verticales- el efecto fue de puro delirium tremens. De
todos modos, los porteadores, a quienes sus antecesores les habían contado mis
delitos, matizaron que, si los dioses locales habían fallado el fácil blanco que
yo les ofrecía, después de todo no debía considerarme desafortunado.
Fue en este viaje donde vi una familia feliz de cuatro osos, que habían salido
juntos de paseo y charlaban entre ellos a gritos. Y también me pasé un buen rato
contemplando cómo un aguila, unos metros por debajo de mí y con el brillo del
sol en las alas, se cernía sobre el valle en forma de mapa donde tenía el nido.
De vuelta a casa, entregué mi criado a su padre, quien fielmente le regañó por
haber puesto en peligro al hijo del mío. Lo que no le dije fue que mi criado,
musulmán del Punjab, en un primer momento de pánico, se había abrazado a los
pies del porteador montañero herido, que no era musulmán, y le pidió que se
apiadase. Un criado, precisamente por serlo, tiene su izzat -su honor- o, como
dicen los chinos, su «rostro». Si preserváis su honor, se os rendirá. Nunca se
le debe reñir delante de otros criados, y si os sabe conscientes del significado
de las palabras que le proferís, hay palabras o frases que no deben emplearse.
Pero a un joven recién llegado de Inglaterra, o a un viejo a cuyo servicio ha
envejecido, se les permite todo. En el primer caso puede que el criado diga: «Es
muy joven. Esas palabrotas las ha aprendido de su novia». Y no perderá la calma,
incluso aunque el amo use la peor jerga de las mujeres. En el segundo caso, el
anciano y consciente servidor dirá: «No es nada. Pasamos la juventud juntos.
¡Había que oírlo entonces!»
La recompensa de esta mínima consideración es un servicio de tal calibre que uno
lo aceptaba como la cosa más natural... hasta que lo perdía. Mi criado iba todos
los meses al banco local a recoger mi sueldo, en monedas, y lo llevaba a casa
oculto en el fajín, como todo el mercado sabía. Luego lo ponía en un viejo
armario, de donde yo lo sacaba para mis gastos, hasta que se agotaba.
Sin embargo, para su honor profesional era importante presentarme todos los
meses la lista de los gastos que había hecho a mi cuenta -petróleo para los
faroles de la calesa, cordones de zapatos, hilo para los calcetines, botones que
había tenido que coser-, todo escrito en el inglés del mercado por el escritor
de cartas de la esquina. El total coincidía, por supuesto, con mi sueldo, y de
cada rupia de esta cuenta mi criado llevaba la comisión de Oriente: la
decimosexta o la décima parte de cada rupia.
Por lo demás, nunca se me ocurría vestirme solo ni cerrar una puerta interior de
la casa -iba a decir cerrar con llave, pero la verdad es que no había
cerraduras-. Me tomaba, eso sí, la molestia de meterme en la ropa que sostenían
para mí después del baño, y de salir de ella cuando me ayudaban a desvestirme. Y
-lujo con el que todavía sueño- me afeitaban antes de que me despertase.
Todo esto hay que contraponerlo al sabor de la fiebre en la boca; el zumbido de
la quinina en los oídos; el estado de ánimo soliviantado por el calor hasta casi
el límite, pero sólo hasta ahí para no volverse loco; la lenta llegada de la
noche en atardeceres insufribles; y, menos soportables todavía, los amaneceres
de un calor atroz y rancio, que eran así la mitad del año.
Cuando mi familia se iba a la montaña y me quedaba solo, el criado de mi padre
se quedaba al mando de la casa. En los detalles cotidianos empezaba a notarse
uno de los peligros de la vida solitaria. Conforme el número de asistentes al
Club disminuía entre abril y mediados de septiembre, los hombres se volvían cada
vez más descuidados, hasta que por fin a nuestro secretario le remordía la
conciencia y, culpable él mismo, nos llamaba al orden a empellones y nos
prohibía cenar en camiseta y pantalón de montar o poco más.
La tentación era mayor en la propia casa, aunque uno sabía que, si rompía con el
ritual de vestirse para la última comida del día, perdía su tabla de salvación.
(Los caballeros jóvenes de hoy, más tolerantes, consideran esto de vestirse para
la cena una afectación comparable a la «corbata del antiguo colegio». Daría mi
sueldo de varios meses por el privilegio de desengañarlos.) De esto se ocupaba
el mayordomo. «Por el honor de la casa, debe darse una cena. Hace tiempo que el
Sahib no invita a comer a sus amigos.» Yo protestaba como un niño penoso. Y él
replicaba: «Salvo de los nombres de los invitados del Sahib, de todo me encargo
yo». Entonces uno, con desgana, rescataba del olvido a cuatro o cinco
compañeros. Se ponían en la mesa lamentables caléndulas marchitas y, con todo un
acompañamiento de cristalería, plata y mantelería, se celebraba el rito, y el
honor del mayordomo quedaba a salvo durante algún tiempo.
En el Club se despertaban de repente, entre amigos, odios injustificados que
enseguida se disipaban como el humo; se recordaban viejos agravios y se
repasaban en voz alta; el libro de reclamaciones se llenaba de acusaciones e
invenciones. Todo lo cual quedaba en nada cuando llegaban las primeras lluvias.
Después de unos tres días de invasión de unas cosas que se arrastraban por el
suelo y trepaban por los muebles, interrumpían la partida de billar y casi
apagaban las lámparas en que se quemaban, la vida resurgía con la llegada del
bendito refrescar del tiempo.
Pero era una vida extraña. Un día, de pronto, en la sala de espera del Club, un
hombre le pidió al que tenía al lado que le alcanzara el periódico. «Cójalo
usted mismo», fue la respuesta propia del calor. El hombre se levantó, pero, al
ir hacia la mesa, se cayó y empezó a retorcerse del primer ataque del cólera. Se
lo llevaron a casa, llamaron al médico, y en tres días pasó todas las fases de
la enfermedad, incluida la típica pérdida, primero, del color de las encías y,
luego, de las encías mismas. Luego se recuperó y le contaba a todo el que se
interesaba por él: «Sólo recuerdo que me levanté a por el periódico, pero
después le aseguro que no recuerdo nada hasta que Lawrie dijo que ya volvía en
mí». Con el tiempo he oído que a veces la vida nos concede ese olvido.
Aunque me libré de los peores horrores, gracias a la presión de mi trabajo, la
disponibilidad para leer, el placer de escribir todo lo que se me ocurría, cada
vez me derrotaba más el calor y, en cuanto aparecía, se me venía el alma a los
pies.
Es el momento adecuado para contar una experiencia «clave» y colocarla al lado
de la que me ocurrió en el Club con el ayudante de Voluntarios. Fue una noche de
mucho calor, del año 1886 o así, cuando creí que ya no podía más. Entré en la
casa vacía al anochecer y sentí que en mi interior no había más que el horror de
una gran oscuridad, contra la que seguramente me había pasado varios días
luchando; salí a salvo de aquella oscuridad, pero no sé cómo. Muy avanzada la
noche, cogí un libro de Walter Besant, que se titulaba Todos en un bello jardín
y trataba de un joven que quería ser escritor y descubría las posibilidades que
había en las cosas normales que veía. Al final lograba su objetivo. No sé el
valor «literario» que desde el punto de vista actual pueda tener el libro. Lo
que sé sin duda es que me salvó en un momento de acuciante necesidad personal. Y
que, en sucesivas lecturas, se me convirtió en una revelación, una esperanza y
una fuente de energía. Yo contaba, me decía a mí mismo, con los mismos dones que
el protagonista y, al fin y al cabo, no tenía que quedarme en la India para
siempre. Podía marcharme y medir mis propias fuerzas contra los umbrales de
Londres, tan pronto como tuviera algo de dinero. Decidí, pues, ahorrar, ya que
me había dado cuenta de que, fuera de mí mismo, no había razones para no hacer
lo que creía conveniente. De hecho, de modo esporádico pero sincero, intenté
ahorrar y fui perfilando, siempre con ayuda del libro, el sueño de un futuro que
me animaba. Se lo debo única y exclusivamente a Walter Besant. Se lo conté
cuando nos conocimos. Se rió, se meció en el sillón y pareció agradarle.
Durante el feliz reinado de Kay Robinson, el segundo jefe que tuve, el periódico
cambió de formato y de estilo. Esto nos llevó, durante una semana o así, las
veinticuatro horas del día y a mí me costó una depresión debida a la falta de
sueño. Pero los dos quedamos orgullosos del resultado. Una sección nueva fue el
«folletín» diario -parecido al del pequeño Globe rosa de la metrópoli-, de poco
más de una columna. Naturalmente, la «redacción» tenía que proporcionarlos casi
todos y otra vez me vi obligado a «escribir breve».
Todas las curiosidades del mundo exterior pasaban tarde o temprano por nuestro
lugar de trabajo: podía ser un capitán recién dado de baja por sus tremendas
borracheras, que nos lo contaba con cara de pena, como pidiendo ayuda, y que
luego desaparecía. O un hombre que por la edad podía ser mi padre y al que se le
saltaban las lágrimas porque en los honores de la Gazette había bajado un
puesto. O tres miembros del 9° Regimiento de Lanceros, uno de los cuales,
compañero mío de colegio, había llegado a general gracias a su campaña en África
Oriental durante la Gran Guerra. Los otros dos también eran caballeros de la
reserva, de alta graduación. Los hombres que uno conocía allí recorrían, hacia
arriba y hacia abajo, todos los peldaños de la miseria y el éxito.
Una noche hubo un idiota que se encontró una víbora medio muerta y la trajo a la
cena del Club en un tarro. Uno de los socios la puso en el mantel y se entretuvo
con ella un rato hasta que alguien le advirtió que dejara de tocarla. Unas
cuantas semanas después, algunos comprendimos que habría sido mejor para aquel
hombre seguir haciendo lo que aquella noche le pedía un ánimo premonitorio.
Pero el tiempo fresco lo compensaba todo. La familia volvía a estar junta y,
salvo el ucase por el que mi madre les prohibía a sus hombres comer con tomos
del Illustrated London News encuadernado -reminiscencia salvaje del calor-, todo
era maravilloso. Por ejemplo, en la estación buena del 85 hicimos entre los
cuatro un anuario de Navidad titulado Quartette, del que quedamos muy contentos
y que llamó bastante la atención.
(Después, mucho después, se convirtió en «pieza de coleccionista» en el mercado
del libro de los Estados Unidos, hasta tal punto emborronó los recuerdos felices
de su nacimiento.) En el 85 empecé a escribir una serie de relatos para la Civil
and Military Gazette, que se titulaban Cuentos de las colinas. Los publicaban
cada vez que había un hueco que rellenar. En el 86 publiqué también una
recopilación de poemas de periódico sobre la vida angloindia, titulada Canciones
coloniales que, como trataban de cosas que mucha gente conocía y sufría, fueron
bien recibidas. Me habían dado permiso, además, para que enviase colaboraciones,
distintas de las que quería nuestro periódico, a otros de fuera, como al Indigo
Planters' Gazette de Calcuta. Así empecé a darme a conocer incluso en Bengala.
Pero obsérvese la discreción con que iban saliendo las cosas. Hasta el 87, mi
trabajó no pasó de la digna oscuridad del rincón de una provincia remota, en una
comunidad especializada que no le interesaba a nadie, salvo a sí misma. Yo era
como un caballo joven que llevaban a carreras de pueblos pequeños, para que me
acostumbrara al ruido y a la gente y me cayera hasta aprender a correr y a no
asustarme con el fragor de otros caballos tras de mí. Lo mejor era ir al paso en
mi trabajo de oficina, «demasiado bueno para andarse con preguntas», y cuyo
sentido -descubrir existencias humanas de toda clase y condición y hacer posible
que otros las descubriesen- no me dejaba tiempo para «descubrirme» a mí mismo.
Ésa era la modesta idea que tenía de mi propia posición, al cabo de mis cinco
años de virreinato en la pequeña Civil and Military Gazette. Yo seguía siendo el
cincuenta por ciento del equipo editorial aunque por un momento llegué a tener a
alguien a mis órdenes. Pero, alabados sean los dioses, ese lacayo era
«literario» y se empeñaba en escribir artículos al estilo de los ensayos de Elia
en vez de ceñirse a lo estipulado. Comprendí, para mi pesadumbre, que cualquier
loco se cree escritor. A mí me tocaba el trabajo de corregir lo que hacían y
darle cierta forma. Cualquier otro loco podía hacer reseñas de libros (yo mismo,
en caso de urgencia, había reseñado las últimas obras de un escritor llamado
Browning, y lo que mi padre opinó de aquello habría sido impublicable). La
información en sí era una sección menor, aunque nunca lo reconocíamos. Yo mismo
podía traer como reportero una noticia un día y, al día siguiente, como
subdirector, tirarla a la papelera sin remordimiento. Me parecía, así, que la
diferencia entre mi caso y el de la vulgar multitud que «escribe en los
periódicos» era como el abismo que hay entre el cura beneficiado y las damas y
caballeros que contribuyen con calabazas y dalias a la fiesta de la cosecha.
Decir que sobrevaloraba mi trabajo es quedarse corto, pero tal vez esto me
evitaba sobrevalorarme indecorosamente a mí mismo.
En el 87 llegó la orden de trasladarme al Pioneer, nuestro hermano mayor de
Allahabad, a miles de kilómetros hacia el sur, donde yo iba a tener como mínimo
tres compañeros e iba a ser como el niño que llega nuevo a un gran colegio. Pero
las provincias del noroeste, tal como eran entonces, en su mayor parte hindúes,
me resultaban extrañas. Me había pasado la vida entre musulmanes y uno elige un
camino u otro según sus costumbres primeras. El Club, grande y bien decorado,
donde el póquer acababa de desbancar al whist y los hombres lo jugaban muy
serios, estaba lleno de funcionarios aburridos y de una respetabilidad que para
mí era insólita. El fuerte, donde las tropas se acuartelaban, tenía su
atractivo, pero uno de los bastiones se adentraba en un río muy sagrado y los
cadáveres medio incinerados solían encallar justo bajo los cuartos de los
alféreces, hasta tal punto que tenían encargado un experto en apartarlos con una
pértiga y empujarlos río abajo. En Fort Lahore, al menos, lo peor con que
tratábamos era con fantasmas.
Además el Pioneer estaba siempre vigilado por el propietario, que pasaba varios
meses del año en una casamata cercana. Cierto que yo le debía una oportunidad
vital, pero cuando uno ha sido el segundo de a bordo, aunque sea de un crucero
de tercera clase, no le gusta a uno tener al almirante permanentemente anclado a
pocos metros. Su amor por el periódico, que en gran medida había creado él mismo
con su genio y habilidad, le llevaba a veces a «echar una mano a los muchachos».
Entonces el día era de mucho ajetreo (porque ponía y quitaba hasta el último
minuto) y respirábamos cuando el periódico lograba alcanzar el correo del sur.
Pero tenía paciencia conmigo, igual que los otros, y gracias a él se me amplió
el campo de visión de la «fuente de inspiración exterior». Se iba a hacer una
edición semanal del Pioneer para la metrópoli. ¿Quería yo dirigirla, aparte de
mi trabajo normal? Cómo no iba a querer. Habría narraciones, que la cadena de
periódicos daba por entregas y había comprado a las agencias de Inglaterra,
cuyos nombres venían al pie. Iban a ocupar toda una gran página. Pero la
«intuición del método para hacer mal las cosas» dio el resultado habitual: ¿por
qué comprar las entregas de Bret Harte, pregunté, si yo estaba dispuesto a
proporcionar puntualmente las de mi propia cosecha? Y así lo hice.
Puede que mi dirección del Weekly fuese un poco superficial -al fin y al cabo,
me limitaba a rehacer y reorganizar noticias y artículos-. Tenía la cabeza llena
de ideas que me parecían mucho más importantes. Así que llegué a adaptar al
espacio fijo no sólo cuentos sencillos de mil doscientas palabras, sino también
artículos de tres mil a cinco mil palabras una vez por semana. Es lo que le pasó
al joven Lippo Lippi, de quien yo era hijo, cuando miró las paredes vacías de su
monasterio al recibir el encargo de pintarlas. «Fue llegar y topar, y elige
porque hay más.» Sólo que de verdad.
Supongo que el cambio de aires y de perspectivas precipitó mi vocación. Al
principio tuve una experiencia que, en mi ingenuidad, me pareció que se debía a
señales de mi Daimon. Debí sobrellevar una carga excesiva con «Gyp», porque se
me apareció en escenas tan nítidas como las de un estereoscopio un autour du
mariage angloindio. La pluma empezó a correr y yo, muy sorprendido, la veía
escribir para mí, hasta la madrugada. Bauticé el resultado con el nombre de «La
historia de los Gadsbys», y cuando se publicó por vez primera en Inglaterra me
felicitaron por mi «conocimiento del mundo». Una vez que se supo de mi
indecorosa experiencia, ya no se habló tanto de ese don. Pero, como mi padre me
dijo con lealtad: «No estaba tan mal del todo, Ruddy».
-Sea como sea, seguí con el Weekly a la vez que con historias de soldados,
cuentos indios y cuentos sobre el sexo opuesto. Hubo uno de éstos últimos que,
por una duda, le pasé a mi madre, quien lo rompió y me escribió: «No vuelvas a
hacerlo». Pero volví a hacerlo y me las arreglé para terminar no del todo mal un
cuento titulado «Una comedia sin importancia», en el que trabajé mucho para
conseguir cierta «economía de incidencias» y creí haberla conseguido en una
frase de menos de doce palabras. Más de cuarenta años después, un francés que
les estaba echando un vistazo a mis primeros libros citó esta frase como el quid
del relato y la clave de su método. Fue un tardío elogio a la «cocina literaria»
que agradecí. De este modo empecé a hacer mis propios experimentos sobre los
pesos, los colores, el aroma y los atributos de las palabras en su relación con
otras palabras, con la lectura en voz alta hasta que sonaban bien, o
disponiéndolas en la página de tal modo que atrajesen la mirada. No hay una sola
línea de mi poesía o de mi prosa que no haya saboreado hasta suavizarla con la
lengua y hasta que la memoria, después de repetirlas mucho en voz alta, haya
eliminado lo superfluo.
Estas cosas me tenían ocupado y contento, pero, aparte de eso, me di cuenta de
que yo no terminaba de encajar en los planteamientos del Pioneer y de que mis
superiores opinaban lo mismo. Mi trabajo al frente del Weekly no era verdadero
periodismo. Mi ligereza al mando de lo que se me había confiado no era bien
vista por el Gobierno ni por el oficialismo colonial, del que el Pioneer
dependía directamente para las noticias confidenciales o las primicias, que
obtenía en Simla o en Calcuta nuestro corresponsal-jefe más importante. Supongo
que los propietarios consideraron que yo estaba más a salvo si me enviaban fuera
que sentado en la redacción, por lo que me mandaron a ver las minas, los
molinos, las fábricas de los estados indígenas. En esto creo que llevaban toda
la razón. El propietario del periódico en Allahabad tenía que seguir el juego
(que le había valido en su momento la condecoración de Caballero) y, hasta
cierto punto, mis caprichos podían ponerlo en un aprieto. De hecho, hubo uno que
lo puso. El Pioneer, en un editorial, aunque con cautela de perro que rastrea a
un puercoespín, había insinuado que rozaban el nepotismo algunos de los
nombramientos militares que por aquella época había hecho Lord Roberts. Era una
proclama apesadumbrada y serena. Mi comentario en verso, que no sé cómo el
director llegó a publicar, decía exactamente lo mismo, pero en menos augusto.
Sólo recuerdo que terminaba con dos versos descarados:
Y si está molesto el Pioneer,
¡qué molesto estará el Lord!
No creo que le gustaran a Lord Roberts, pero me consta que no le molestaron ni
la mitad que al dueño del periódico.
Por mi parte, me encontraba en un buen momento para cambiar de vida y, siempre
gracias a Todos en un bello jardín, sabía en qué sentido. Haber estado tan
metido en los relatos del Pioneer Weekly, que quería dejar, me había pospuesto
los planes; pero cuando, a finales del 88, vi que acababa al fin aquella
tremenda racha de trabajo, retomé mi proyecto. Necesitaba dinero. Hice el
recuento de mis bienes. Eran: un libro de poemas, ídem de prosa y-gracias al
permiso del Pioneer- una serie de seis pequeños volúmenes en rústica, de
librería de estación, que recopilaban la mayoría de los cuentos que había sacado
en el Weekly, cuyos derechos bien podría haber reclamado el Pioneer. El hombre
que entonces dirigía las librerías del ferrocarril de la India era de una raza
imaginativa, acostumbrada a arriesgar. Le vendí los seis libros en rústica por
doscientas libras y un pequeño tanto por ciento de la venta. Los Cuentos de las
colinas los vendí por cincuenta libras y no recuerdo cuánto me dio el mismo
editor por las Canciones coloniales. (Fue la primera y última vez que traté
directamente con editores.)
Con la seguridad que me daba esta riqueza, y con seis meses de sueldo de
indemnización por despido, dejé la India y me fui a Inglaterra después de pasar
por el
Extremo Oriente y los Estados Unidos. Atrás quedaban seis años y medio de
trabajo duro y una razonable cantidad de padecimientos. El encargado de desearme
suerte fue el administrador, un señor de gran instinto comercial que nunca había
ocultado su certeza de que a mí me pagaban demasiado y que, al hacerme las
últimas liquidaciones, me dijo: «Créame, a nadie le va a parecer que usted valga
más de cuatrocientas rupias al mes». Por simple orgullo debo decir que en aquel
momento cobraba setecientas.
Pero el ajuste de cuentas llegó sorprendentemente rápido. Cuando la fama se me
vino encima, les empezaron a pedir los originales, con firma o sin firma, que no
había recogido en libro; y hubo búsqueda general, en los cajones de
desperdicios, de cualquier papel que se pudiera publicar o vender a
particulares. Esto frustró mi esperanza de publicar mis libros de un modo
responsable y digno, y produjo confusión. Pero luego me dijeron que el Pioneer,
con este tráfico de borradores, había ganado tanto como lo que me pagó en
sueldos desde que llegué. (Lo que demuestra que es imposible competir con
señores de gran instinto comercial.)
Pero no tenemos más remedio que amar aquello por lo que hemos trabajado y con lo
que hemos sufrido. Cuando al final el Pioneer, el periódico mayor y más
prestigioso de la India, que pagaba el veintisiete por ciento a los accionistas,
entró en una mala racha y fue a peor todavía como por embrujo, se procedió a
venderlo a un sindicato y recibí una carta que empezaba «Suponemos que le
interesará saber que», etc, curiosamente me sentí solo y desamparado. En cambio
mi primer y más sincero amor, la pequeña Civil and Military Gazette, aguantó el
temporal. Aunque sean míos, es cierto lo que dicen estos versos:
Nadie, por más que quiera, se separa
de su primer amor.
Si le dan a elegir, el marinero
vive cerca del mar.
Pastor y feligreses y monarcas,
lo sabéis como yo:
virginidad sólo se pierde una
y allí donde se pierde se queda el corazón.
Y además, en la que fue mi oficina de Lahore hay, o había, una placa con la
inscripción de que allí «trabajé». Y Alá sabe que también eso es verdad.