Humberto "Cacho" Costantini
INSAI IZQUIERDO
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Leandro Taraciuk
- A propósito de los cuentos de fútbol
  Humberto
"Cacho" Costantini nació en Buenos Aires, el 8 de abril de 1924 y murió,
también en Buenos, Aires el 7 de junio de 1987. Fue un escritor porteño, hijo
único de inmigrantes judíos italianos, del barrio de Villa Pueyrredón. De su
primer matrimonio con Nela Nur Fernández nacen tres hijos: Violeta, Ana y
Daniel. Completa sus estudios universitarios y se recibe de médico veterinario.
Ejerce su profesión en los campos cercanos a la ciudad de Lobería (provincia de
Buenos Aires), donde se traslada con su esposa. En estos años nacen sus dos
hijas. En 1955 regresa a Buenos Aires, donde ejerce diversos oficios,
veterinario, vendedor, ceramista, investigador, etc. Al poco tiempo nace su hijo
Daniel.
Su primer libro de cuentos, De por aquí nomás se publicó en 1958 y a partir de
allí una larga bibliografía que abarca todos los géneros literarios, cuento,
poesía, teatro, novela hasta su obra inconclusa: Rapsodia de Raquel Liberman en
la cual, en tono bíblico, relata la gesta de una prostituta judía, esclavizada
por la siniestra Zwi Migdal, quien se rebela contra este destino y deja su vida
en ello. Y aquí aparece una vez más el tema fundamental, el eje conductor de la
obra y de la vida de Costantini: “Hacer lo recto a los ojos de Jehová, es decir
acatar su destino...”, como él solía decir. Esta actitud, este hacer lo recto,
lo lleva en muchos momentos de su vida, como Raquel, a enfrentarse con los
poderosos. Costantini es víctima de persecuciones políticas y de listas negras,
de alcahuetes y chupamedias. Esta postura que Cacho, como lo llamaban sus
amigos, ejercía sin aspavientos, naturalmente, como único camino posible para
transitar por la vida, le generaba odios y lealtades profundas. Con Costantini
no había medias tintas, o se era honesto o se era chanta. Costantini no
perdonaba las agachadas de ninguna índole y esto lo hacía público.
Desde joven se involucra en la militancia política, desde su época de estudiante
se enfrenta con los fascistas de la Alianza Libertadora Nacionalista, militó en
el Partido Comunista y posteriormente se alejó por tener serias divergencias con
la conducción burocrática y pro soviética. Consecuente con su “hacer lo
recto...” es su emotiva y profunda admiración hacia Ernesto Che Guevara. En los
años 70' milita en el PRT junto a otros escritores como Haroldo Conti y Roberto
Santoro quienes, secuestrados por la criminal dictadura de Videla, permanecen
desaparecidos. Escribe, entre sobresaltos y escapadas, en casas clandestinas, a
horas impensadas, la novela De Dioses, hombrecitos y policías que publica en
México y con la que obtiene el Premio Casa de las Américas. De esta novela dijo
Julio Cortázar, "me encanta lo que Humberto Costantini hace y tengo mucha
confianza en su trabajo. Para mi él es un escritor muy importante".
En 1976 Humberto Costantini es obligado exiliarse en México. Allí continúa su
obra y obtiene premios importantes. Padece el exilio “que lo obliga a pasar
lista diariamente a sus seres queridos como si a la ciudad la asolara un
tifón...”. Conduce talleres literarios y publica, hace programas de radio y se
enamora. Como dijo a su regreso: “En fin, viví...”. Otra de sus pasiones fue el
tango. Admirador de Osvaldo Pugliese, de Aníbal Pichuco Troilo y de Eduardo
Arolas, fue cantor y bailarín, conocedor de letras y de historias de tango. En
las reuniones de amigos no faltaba una guitarra que acompañara su voz llena de
pasión en la milonga Marieta o en El adiós de Gabino Ezeiza. Compuso milongas y
letras de tangos, algunos de ellos fueron grabados.
En 1983 regresa a Buenos Aires después de 7 años, 7 meses y 7 días de exilio.
Allí vive la primavera democrática. Camina por su ciudad, conversa con las
paredes de su barrio y con viejos amigos de la infancia, atorrantea boquiabierto
por su Buenos Aires.
Su obra ha sido publicada en varios países e idiomas, entre otros en alemán,
checo, inglés, finlandés, hebreo, polaco, sueco y ruso. Contrae una enfermedad que lo lleva a la muerte la madrugada del 7 de junio de
1987. La noche anterior había trabajado como cada día, aprovechando el leve
bienestar entre quimioterapias, en su novela La rapsodia de Raquel Liberman, de
la cual alcanzó a completar dos tomos.
Bibliografía De por aquí nomás (cuentos) ediciones en 1958/1965/1969 Un señor alto, rubio de bigotes (cuentos) ediciones en 1963/1969/1972 Tres monólogos (teatro) ediciones en 1964/1969 Cuestiones con la vida (poemas) ediciones en 1966/1970/1976/1982/1986 Una vieja historia de caminantes (cuentos) edición en 1970 Háblenme de Funes (tres novelas breves) ediciones en 1970/1980 Libro de Trelew (narración épica) edición en 1973 Más cuestiones con la vida (poemas) edición en 1974 Bandeo (cuentos) ediciones en 1975/1980 De Dioses, hombrecitos y policías (novela) ediciones en 1979/1984 Una pipa larga, larga, con cabeza de jabalí (teatro) edición en 1981 La larga noche de Francisco Sanctis (novela) edición en 1984 En la noche (cuentos) edición en 1985 Chau, Pericles (teatro completo) edición en 1986 La rapsodia de Raquel Liberman (novela; dos tomos de tres concluidos; 1987
 Insai
Izquierdo
Por Humberto Costantini
Pero dejá, pibe, qué me
venís a preguntar por qué lo hice. A lo mejor un día, solito, te vas a dar
cuenta. Ojalá que nunca, sabés, hay cosas muy fuleras. Además ya está hecho, qué
te vas a amargar. Mejor rajá, en serio te lo digo. No ganás nada con quedarte, y
de yapa te comprometés. Seguro que te comprometés, no viste los diarios. Ahí
están, "insólita actitud antideportiva", "gesto indigno en un profesional". Y la
hinchada, otra que gesto indigno, más vale no acordarse. Pero qué te voy a
contar a vos si estabas ahí, la oíste. Como para no oírla estaba el asunto. Al
que no oístes fue a don Ignacio. Ayer me llamó por teléfono, sabés.
Uh, lo hubieras oído. Le temblaba la voz. De entrada nomás me putió. Te anduve
buscando para encajarte un tiro, me dijo. Me le reí. No se lo tome a la
tremenda, don Ignacio, le digo. Cosas de viejo, vio. De viejo gordo y patadura,
qué le va a hacer. Me volvió a putiar y colgó. Pero que el domingo me quería
amasijar, ponéle la firma. El Cholo me lo vino a contar.
Que andaba echando putas por los vestuarios, hablando solo y manoteándose el
sobaco. Y me podés creer, pibe, a mí no me importaba. Te juro que en ese momento
no me importaba. Mirá, tenía ganas de volver y encontrarlo, reírmele en la cara,
cargarlo, que sé yo. Estaba como loco, yo. Como en otro mundo. Fue el Cholo el
que me sacó del estadio. De prepo, en cuanto terminó el partido. Me tiró un
sobretodo sobre la camiseta y me metiò en su auto. Y a mí que me da por reírme,
querés creer. Los nervios, supongo. Cruzaba las manos sobre el mate, así sabés,
y gritaba gracias, gracias. Como en pedo, viste. Viste cuando estás en pedo y
las cosas te patinan, y no te calentás por nada, bueno así. Pero vos no, vos no
estás en curda, no es cierto. Entonces, decime qué hacés aquí. De veras, pibe,
por qué no te vas. Que querés, hacerme ver que estás conmigo. Pero si ya sé que
estás conmigo. Lo que pasa es que no te conviene. Cómo te lo tengo que decir. No
salís más de la tercera, aunque seas un crack, aunque el sábado te metas cinco
goles. No sabés lo que es don Ignacio, vos. Pensá si te llegan a ver en mi casa.
No, del club no van a venir. Quién va a venir del club. Digo, periodistas,
fotógrafos, vos sabés cómo son. Nos sacan juntos y después me contás la que se
te arma.
 Cuentos
del fútbol argentinoAntología
de una pasión nacional
Selección y prólogo de Roberto Fontanarrosa
Es probable que esta antología haya comenzado a gestarse en su
antecedente inmediato, que con selección y prólogo de Jorge Valdano
reunió hace dos años a escritores de España y América latina tras
una tapa con el mismo título de este libro (sin las restricciones
del gentilicio, por supuesto). O quizá todo haya empezado en los
pies de los jugadores que pasaron por el inolvidable Alumni, allá
cuando el siglo actual nacía, para, después de décadas, crecer con
las gambetas y los goles de Sarlanga, Di Stéfano, Bianchi, Kempes o
Maradona; los relatos de Fioravanti o Muñoz, y los anhelos de
cualquier chico que en un potrero soñó con llegar a primera... Quién
sabe. Tampoco interesa demasiado. Lo realmente importante es que
este deporte plástico y viril para unos, violento e insensato para
otros, ya forma parte, a su modo, de nuestra historia literaria. Y,
para demostrarlo, Roberto Fontanarrosa seleccionó textos que van
desde la anécdota chispeante y el relato ingenioso hasta la pintura
del drama social y humano que a veces envuelve tanto al ídolo como
al más miserable de los hinchas.
Dentro de esta variada gama, las aguafuertes más logradas
corresponden a Osvaldo Soriano,
Alejandro Dolina y el propio
Fontanarrosa, quienes, conocedores de los códigos barriales, recrean
satíricamente y con envidiable ingenio la magia del picado, los
amistosos y las sacrificadas ligas regionales.
Por su parte, Guillermo Saccomano,
Juan Sasturain y Marcos Mayer se
ajustan a las reglas del cuento creando obras que se despegan de lo
anecdótico y alcanzan la dimensión artística necesaria para bucear
en el fracaso, el resentimiento, la locura y los sueños que habitan
en el fútbol como fenómeno social. A los trabajos de ellos se suman
dos obras maestras del género: "Falucho", de
Pacho O`Donnell, que
desnuda con crudeza el mundo anónimo de un hincha y sus absurdas
ansias de heroísmo, e "Insai izquierdo", de Humberto Costantini, que
narra magistralmente la inestable relación entre un gran jugador
venido a menos y sus simpatizantes.
En este mismo sentido, el de las relaciones humanas (pues qué es si
no esa suerte de rechazos y adhesiones entre la hinchada y el
deportista), se expresan los trabajos de Juan Pablo Feinman, Liliana
Heker y Marcelo Cohen. Es de lamentar que el cuento de este último
narrador, aunque excelente, esté ambientado en España y que el
lector deba realizar una forzada conversión de términos como chutar,
portería y carrerilla, más cuando de fútbol argentino se trata. Del
resto de los autores, Rodrigo Fresán, Luisa Valenzuela, Elvio
Gandolfo y Héctor Libertella no consiguen despegarse de lo meramente
anecdótico y, al respecto, cabe mencionar que varios de los trabajos
son inéditos, lo que mueve a la sospecha de que fueron realizados
especialmente para esta antología y, por ende, no alcanzan el vuelo
de lo escrito sin la imposición del tema. Aunque nunca falta la
excepción, y en este caso se trata de Inés Fernández Moreno, quien,
sorprendiendo desde su condición de mujer, compone un breve y
formidable cuento en el que se rinde homenaje a los relatores
radiales y se pone de manifiesto la ilusión colectiva que genera la
camiseta albiceleste.
Por último, y para demostrar que nadie podía permanecer ajeno a esta
pasión de multitudes, Fontanarrosa incluyó en su selección una
aguafuerte "lunfarda" del recordado periodista Luis Sciutto, quien
con el seudónimo de Diego Lucero dejó unas inolvidables crónicas
deportivas, y un cuento de Bioy Casares y Borges, que por medio del
célebre Bustos Domecq asisten al extraño caso de la desaparición de
los estadios de fútbol. En fin, una antología para todos los gustos
y para todos los aficionados, no importa cuál sea el cuadro de sus
amores.
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Librería Santa Fe |
Ayer nomás
vinieron, ahí tenés. Y querés que te diga cómo los recibí, que plato, los recibí
en piyama, medio en pedo, y regando las plantitas del patio. Ah, y con un funyi
viejo que encontré por ahí, bien derechito sobre el mate. Les hubieras visto las
jetas. Querían preguntarme, y ni sabían por dónde arrancar. Y yo, serio, sabés,
con cara de jubilado, meta regar las plantitas y esperarlos. Al final me hacen
la pregunta, y les digo que sí, que es cierto, que me retiro definitivamente del
fútbol. Me arreglo el saco, toso y les largo: para atender mis negocios
particulares. Entonces quieren sacarme una foto y me piden que me saque el
funyi. No, les digo, el sombrero no, por el sol, me hace tanto mal el sol. Así,
viejo, gordo y asmático, me puede agarrar una insolación, imagínense. Y me tiro
chanta en una silla baja, resoplando y agarrándome la cintura. No Zatti, no nos
haga eso, me dice el del Gráfico, y guarda la máquina. Buen pibe, una cara de
velorio ponía. Así, como la que tenés vos ahora. Como la que tenías el domingo
en la cancha, vos. No me vengas a decir que no, si te juné al salir del túnel.
Llorabas che, o me pareció. Vamos pibe, que no es para tanto. Me ves cara de
amargado a mí, vos. Y entonces. Es que vos no podés entender, sos muy pichón
todavía.
Mirá, pibe, hay veces que el hombre tiene que hacer su cosa. A lo mejor es una
sola vez en toda la vida. Como si de golpe, Dios te pasara una pelota, y te
batiera, tuya, jugála. Entonces, qué vas a hacer, tenés que jugarla. Si no, no
sos un hombre. Si no, no sos vos. Sos una mentira, un preso, qué sé yo. No sé
cómo decirte. Como si en un cachito así de tiempo, se amontonara de repente todo
el tiempo. Y entonces todo lo que vos hiciste, todo lo que vas a hacer no vale
un pito, no interesa. Nada más que ese cachito de tiempo interesa. Nada más que
ese cachitito así de tiempo interesa. Nada más que ese cachitito así de tiempo
en que vos tenés tu pelota y estás solo, entendés. Claro, vos pensás que estoy
un poco sonado.
Para peor lo de la insólita actitud y el gesto indigno. Pero no, no estoy
sonado. Sí, ya sé que perdí cosas no me lo vas a decir a mí. Pucha si perdí.
Pero no sé, a lo mejor algún día me vas a entender. Que querés más que un
cuadro. Claro, uno empezó de abajo y fue subiendo. Ni se me pasaba por la cabeza
jugar en otro lado. Eso que más de una vez me hicieron ver el paco. De River, de
Méjico, del Real Madrid, y vos sabés que esto no es grupo. Pero a mí no me
interesaba, aunque el club hubiera ligado en forma con la transferencia. Y yo
nada, firme en el cuadro. Un año, y otro año. A que no sabés cuántos años. Ah,
lo sabías. Sí, pibe, dieciséis años, nueve en primera, qué me decís. Claro que
hubo momentos lindos, como si yo no lo supiera. Otra que lindos, gloriosos. Te
acordás de aquella final con Independiente.
Dos a cero perdíamos. Íbamos por la mitad del segundo tiempo. En eso, Dalesio
que me pasa la pelota sobre el banderín del córner. Primero se me vino Fuentes.
Un jueguito de cintura y lo pasé. Entonces se me aparecen Liporena y Sambocetti
a darme con todo. Nada menos que Liporena y Sambocetti, tipos con prontuario, te
acordás. Cada nene había en aquella época que los zagueros de ahora son pastores
evangelistas. La cuestión que me les voy a los dos, amago un centro con la
derecha, y con la zurda le hago el túnel a Rodríguez. Camino dos metros, se la
pongo en los pies a Díaz, y gol. Y sobre el pucho, el empate. Un tiro cruzado de
Digregorio, y yo la mato con el pecho. Otra vez Sambocetti a la carrera como
para estrolarme. Justo cuando lo tengo al lado, la subo de taquito y se la paso
por encima. Ni la vio el rubio, pobre. Me adelanto, la vuelvo a agarrar de
cabeza y bang, a la red.
Y a los cuarenta y tres minutos, pibe, la locura. Iglesias se la entrega con la
mano a Mejeira, y Mejeira, de emboquillada, a mí, los dos al ladito del área
nuestra. Yo camino unos pasos y se la vuelvo a Mejeira. Y él, lo mismo, un par
un par de gambetas y me la devuelve. Yo la tomo de empeine, le hago la bicicleta
no me acuerdo a quién, y otra vez se la vuelvo. Nos recorrimos la cancha de
punta a punta. Así, a paseítos cortos, como dibujando. Él a mí, y yo a él.
Llegamos casi a la puerta del arco. Yo amago un tiro esquinado, y de cachetada,
otra vez a Mejeira. El gallego la empuja, y gol. Esa tarde, pibe, me trajeron en
andas hasta la puerta de casa. Ahí fue que empezamos con lo de la bordadora, te
acordás. Y claro que era lindo. Los pibes te miraban como a la estatua de San
Martín. Los muchachos del café, puro palmearte y convidarte a la mesa. Hasta los
hinchas de otros cuadros, sabés. Eso quién te lo quita. Tipos que te paraban por
la calle. Muchachos que te seguían a muerte a todos los partidos. Y de pronto la
guita, y la casa nueva. Y fotos en la tapa del Gráfico, en colores. Y a la
tribuna que le daba por aplaudirme cada jugada, sabés lo que es eso. Y los de
las revistas y las radios que te ponían al lado de Cherro y De la Mata. Y cada
gol, que era una fiesta nacional. Te acordás, pibe, una vez armaron u muñeco que
era una vieja bordando, y lo pasearon por toda Avellaneda. Después aquí en la
puerta hicieron como una murga, y cantaban aquello de que vino la bordadora, te
acordás. Cuántos años hace. Ocho decís, y sí, más o menos. Yo andaba por los
veinticinco. Che, cuánto pesás vos. No, yo ya pesaba más, pero en aquella época
no le hacía. Era otro fútbol. Qué tanto correr como un desesperado los noventa
minutos. Decíme, hace falta, qué va a hacer falta. Pero, de golpe, a todos los
directores técnicos les dio por ahí. Atletas por Europa. Y bueno, vos sabés, yo
me aguanté como dos años de carreritas, y calistenia, y concentraciones. Pero
don Ignacio ya me tenía entre ojo.
Claro, el quía se muéqueaba la presidencia del club, y desde la comisión
directiva, empezó con aquello de que había que renovar todo. Primero, la sede,
después, las finanzas, y después, estaba cantado, la modalidad de juego, y por
supuesto el equipo. Estilo europeo, decía. Fútbol europeo. Vos sabés cómo los
embalurdó a todos con eso, no. Y ese año, en las elecciones, natural, don
Ignacio Gómez, presidente. Lo primero que hizo, se trajo a aquel director
técnico húngaro, cómo se llamaba, no me acuerdo. Y a mí me quisieron pasar a la
reserva. Entonces me rajé. Te parece que yo lo iba a aguantar. Me apareció aquel
contrato en Colombia, y a la semana estaba jugando en Bogotá. Cinco temporadas
en Colombia, che
Que iba a hacer capote allá, cualquiera se lo palpitaba. Salvo dos o tres
uruguayos y un argentino que había, los tipos jugaban un fútbol de la época de
Colón. Y conmigo se enloquecieron. Sabés cómo me llamaban allá. La araña, me
decían. A los dos meses de llegar le ganamos a Méjico, y ese año salimos
campeones. Hicimos una gira por Europa, jugamos en el cuadrangular de Lisboa. Y
nos peleamos dos campeonatos más. Los diarios, para qué te voy a contar, lo que
menos decían era que yo era un fenómeno. Y los dirigents del club, sabés cómo m
tenían. Fijáte, si yo me quedaba en Colombia, a lo mejor, todavía pero qué te
vas a poner a pensar, si ahora estás aquí. Y vos sabés bien por qué estoy aquí.

90 minutos. Relatos de fútbol
Empezó el partido. Arde el fuego de la pasión entre todos los
hinchas. Esa pasión que inflama sus corazones con el mismo
entusiasmo que al pibe que va con el padre por primera vez a la
cancha, a conocer en persona al equipo que será dueño de su amor por
el resto de su vida. Este libro homenajea esa pasión con cuentos
sobre padres e hijos, hinchas, relatores y jugadores de ayer, que
dejaban la piel en el césped más allá de los premios y los sueldos,
se peinaban con gomina por respeto y se bancaban todos los
guadañazos, descosiendo los hilos gruesos de las pelotas de tiento y
salían a la cancha aún con fiebre o resaca, haciendo de su profesión
un culto al amor por la camiseta.
Para ustedes, fieles amantes del deporte más popular, son estas
historias.
Fuente: Programa Libros y Casas,
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Porque me fueron a buscar, te juro que a los cinco años me fueron a buscar, si
no, yo no volvía. El húngaro ése, vos los viste, resultó un fracaso, y casi nos
manda al descenso. Lo pusieron otra vez a Bruno, y don Ignacio se la tuvo que
aguantar. Te imaginás la bronca que habrá tragado. Para colmo lo obligan a
meterme a mí en el equipo. El, claro, tuvo que quedarse en el molde, porque, te
imaginás, otra campaña desastrosa y chau presidencial. Y chau acomodo, y chau
coima, y chau negocios con el gobierno. Así que el tipo hizo como si todo fuera
cosa suya. Hasta lo declaró en los diarios, sabés. Que él personalmente había
decidido mi inclusión para darle más fuerza a la línea de ataque, así dijo. Te
das cuenta qué ñato, otra que ministro inglés. Así que para la gente, para los
diarios, para todo el mundo, el responsable de mi vuelta era don Ignacio. Hasta
a mí me la quisieron hacer trabar, fijáte vos.
Y a mí qué corno me importaba. La cuestión era que me habían ido a buscar, pibe,
y entonces volví. Con treinta y cuatro encima volví. Pero contento, sabés.
Volver a ser otra vez la bordadora. Y unas ganas de jugar en la cancha nuestra,
y en la bombonera, y en la de River. Reírme un poco de estos atletas, y
enseñarles lo que es el fútbol. Contento, aunque algunos diarios, al poquito de
llegar nomás, me entraron a dar tupido.
Que estaba viejo, decían. Que estaba pesado. Que había sido un lamentable error
incluirlo a Zatti, último exponente de un periclitado fútbol de filigranas, así
pusieron. Me acuerdo bien porque leía eso, y pensaba, yo te voy a dar viejo, sí,
te voy a dar último exponente. Vas a ver cuando agarre la pelota vos, y éstos y
ése ni bien entren a no saber ni dónde tienen las patas. Esas cosas pensaba
cuando me sacudían. Qué me iba a imaginar, pibe, que me iba a aparecer el viejo
asunto de los meniscos. Fijáte si no es mala leche. Una caída pava en el
entrenamiento, me revisan, y no hay vueltas, los meniscos salidos, tengo que
operarme. Es, o no es mala lecha. Porque eso nomás fue lo que me mató. No, la
operación no. De qué operación me hablás si quedé lo más bien de la operación.
Quiero decir el descanso, el mes entero sin moverme, entendés, eso me mató. Yo
tengo tendencia a engordar, siempre la tuve. Y un mes haciendo sebo, imagináte.
Chupando un poco, fumando, comiendo en casa. Cuando volví al entrenamiento
andaba con unos quilitos de más. Pero no era para hacer tanto escombro. Si jugué
como siempre, y en la práctica me mandé un gol que mama mía. Hasta los muchachos
me felicitaron.
Pero los diarios, dale con que estaba gordo, dale con que estaba jovato y que me
agitaba al correr. De dónde carajo sacaban esas cosas los tipos, no sé. Me daba
una bronca. Pero pensaba en la hinchada, y la bronca se me iba un poco, sabés.
Vas a ver cuando Zatti se corte solo hasta el arco, pensaba. Vas a ver cuando el
cemento se venga abajo al grito de dale bordadora. A la hinchada sí que no me la
van a engrupir con lo de gordo asmático y último exponente. A lo mejor por eso
estaba algo nervioso el domingo. Bueno, no nervioso, pero preocupado. Venir y
reaparecer justo en una semifinal no es joda. Pero no fueron los nervios, ni la
preocupación. Qué se yo lo que fue. La mufa, la mala suerte, andá a saber. De
entrada nomás la pierdo boludamente frente a Rolandi. Después erro un tiro libre
a dos metros del área que era como para colgar los botines. Después viene Kenny
a marcarme de frente como un estúpido, y me la saca. Y después ya no lo veía. Es
la verdad, qué te voy a macanear, si no veía una pelota. A vos no te pasa que
alguna tarde no ves una pelota. Yeta, que sé yo, pero no la ves. Al principio te
parece que es casualidad que otra jugada y te vas a rehabilitar. Pero después
entras a correrla y a pifiar, y a descolocarte. Y no la ves, y no la ves. Y qué
vas a hacer. Bueno, yo, el domingo andaba así. El único centro que me pasaron,
que quedé corto en el pique, y la vuelvo a perder. Y ahí empezaron.
Dale gordo, compráte una motoneta, gritó uno y se fue como si lo estuvieran
esperando. Porque al ratito se largaron todos, o a mí me parecía que eran todos.
A dormir la siesta viejito, me gritaban. Vaya a regar las plantitas abuelo, me
gritaban. Todo eso, y yo allí oyéndolo, sabés, tragándomelo todo, entendés lo
que es eso. La hinchada me lo decía, nuestra hinchada. Como un campeonato era, a
ver quién decía la cosa más chistosa.
En una de esas oigo algo de obeso, y de asmático, y me parece que me avivó algo.
Me avivo de que por lo menos eso no lo habían inventado allí. Yo lo había leído,
eso en algún diario y entonces quería decir que la hinchada, que mi hinchada,
también se había dejado engrupir. O no se había dejado engrupir, y entonces todo
lo que gritaban era cierto, yo era una especie de bofe. Porque, la verdad es que
yo andaba cada vez peor. Ya ni me la pasaban, sabés, si parecía un poste. Es
cierto que me agitaba un poco, pero no era eso. Era que sencillamente no la
veía. Y tras que no la veía, los muchachos no me daban juego. Pero para ellos no
les digo nada nada, está bien. Hay días que un tipo no anda, y no anda. Y
entonces que vas hacer, vas a arruinar una jugada pasándosela, para qué, si
igual sabés que el tipo la va a perder, de pura mala pata. Pero lo de la tribuna
era alevoso. Hasta patadura me gritaron.
Patadura, a mí. Fue lo que más me dolió. Me acordaba de cuando me aplaudían cada
gambeta, me acordaba del muñeco, y de la tapa del Gráfico, y te juro que lloré.
Se me hizo como un nudo en la garganta y lloraba de bronca. Y era peor, porque
con la bronca, y la desesperación por embocar un tiro, no veía ni medio. Qué
decían en la radio. Está bien, no me digas nada, para qué, ya me imagino.
Terminó el primer tiempo, y en el vestuario no hablé con nadie. Me quedé solo,
amufado, con la garganta seca, y con aquél patadura golpeándome en los oídos
como una locomotora. Cuando volvimos a la cancha, al subir el túnel, algo me
pegó aquí con fuerza. Miré, y era una moneda. Me hice el gil, y al pasar te vi a
vos prendido al alambre, y llorando, sabés qué pinta tenías. No me viste que te
sonreí.
Bueno, empieza el segundo tiempo, y al rato, otra vez a chingarla, y otra vez
los gritos, y las cosas jodidas, y las cargadas. Y claro, no me enderecé, por
qué me iba a enderezar. Después vino el gol de ellos, y entonces, el apuro por
igualar. Y a mí, con el apuro, se me vuelve a escapar una pelota servida, y
vuelven los largá viejito, y a casa gordo, y sentáte asmático. Para peor la
bronca esa que te enturbia la vista y no te deja ver nada. Ojalá que nunca lo
pases, pibe, vos no sabés lo que es. Te gritan patadura, y a vos te vienen ganas
de matarlos a todos. O si no, de morirte, en serio te lo digo. Porque después,
ya ni la buscaba más. Ya ni esperaba que me la pasaran, qué sé yo.
Estaba ahí, parado, como un pavo, como una visita, como en otro mundo, decí que
no. Si ya era un muerto yo, cuando de golpe, me apareció el tiro ese de Morante,
vos lo viste. Todavía no sé por qué me la pasó. Se equivocó, a lo mejor. O lo
salieron a marcar, y no le quedó más remedio. O a lo mejor de lástima, quién te
dice. Lo que yo vi fue que Morante se la estaba por entregar al arquero, pero
perdió tiempo y quedó tapado. Entonces me vio solo allí, junto al área chica, y
apurado me la pasó. Un tiro corto, a media altura, justo para que yo se la
devolviera de cabeza. Yo salto apenas, y en vez de cabecear, la paro con el
pecho, la bajo, y la dejo morir quietita ahí en el pasto. Me acomodo para
volvérsela en seguida, y en el momento que se la voy a entregar, no sé qué me
pasa. Como una voz que me dijera, tuya, jugála.
Entonces, claro, sin saber bien por qué, la retengo. Y cuando Morante levanta el
brazo pidiéndola, me hago el que no lo veo. Y en vez de devolvérsela, la amaso
un poco, la toco, y empiezo a caminar para adelante. Allá, en la otra punta de
la cancha, veía el arco contrario como si fuera un sueño, como si se terminara
el mundo, allí una cosa de rara. Y yo, casi caminando, con la pelota pegada a
los pies. Kenny, que estaba ahí cerca, marcándolo a García, me la vino a sacar
como si se la sacara a un poste. Me ladeo apenas, sin soltar la pelota, le hago
un movimiento de cuerpo, y Kenny queda pateando el aire, y se pasa de largo.
Oí algunos gritos, no muchos, desparramados por la tribuna. Y seguí. Entonces se
vino otro, quién era, Rivas decís, si, me parece que era Rivas. Por atrás se me
vino el loco, a toda carrera. Yo la paré, hice la calesita, no sé cómo me lo
saqué a Ramos de encima, y me fui con la pelota. Ahí empecé a escuchar gritos
pero gritos en serio, sabés. De toda la tribuna.
Dale, bordadora, solo, bordadora, escuché. Lo mismo que antes, cuando me
llevaron hasta la puerta de casa. Pero la locura vino cuando lo pasé a Demarchi.
Se me había prendido al lado con ganas de pecharme. Me paré en seco, Demarchi se
descolocó, y yo empece a trotar solo para el lado del arco. La oíste a la
hinchada enloquecida. Querés que te diga una cosa, nunca la había oído gritar
así, en serio, ni cuando la final con Independiente. Arriba Zatti, dale
bordadora, todo el estadio gritaba, y parecía que reventaban las tribunas. Y yo
engolosinado o abombado por esos gritos, cuando en eso, Righi que se me tira
fuerte a los pies, y por poco no me la saca. A éste sí, te juro que no lo vi,
qué sé yo, yo estaba de una manera especial, como sabiendo todo, como manejando
todo. Y así, como en un relámpago, supe, la verdad es que supe que no me la iban
a sacar. Mirá que se me tiró de planchazo, y yo, que casi sin mirar, me lo salto
limpito por encima. Apoyo mal al caer, pero me quedo con la pelota, vos lo
viste, no es cierto. Te juro que no sé cómo lo hice, pero salió. La tribuna se
venía abajo. Ya ni sé bien cuántos pasé. A cuatro, o a cinco, me parece. A seis,
me decís, sí, puede ser.
Me acuerdo bien que cuando el arquero se me tiró, yo me lo esquivé, y el tipo
quedó en el suelo, pagando, y con el arco descubierto. Bueno, el delirio. Lo
tenía ahí, para mí solo, al arco, sin que nadie tuviera tiempo a taparme. La oía
a la hinchada gritando, ya enloquecida del todo con el gol que se venía. La oía,
sabés, pero era como si la tuviera lejos. Como si no me gritaran a mí, sino a
otro, cómo te puedo decir, a un tipo que yo no conocía. Y de golpe me pareció
que todo eso de los gritos, y dale bordadora, y arriba Zatti, yo me lo estaba
acordando o imaginando. Y que si paraba un cachito la oreja para escuchar mejor,
iba a oír otra vez clarito, largá obeso, sentáte asmático. Todo eso me zumbaba
en el mate cuando me arrimé hasta la entrada del arco. Me acuerdo que alcancé a
mirar a la tribuna, y que, de golpe, me subió algo como una tremenda bronca.
Porque la oí, te aseguro que la oí, la palabra patadura, como flotando sobre el
cemento, por entre los gritos. Amasaba la pelota sobre la línea de gol, miraba y
la bronca me crecía cada vez con más fuerza, se me apretaba en los dientes. Y en
eso sentí, te juro que lo volví a sentir, el golpecito de la moneda aquí, lo
mismo que al salir del túnel. Si, ya sé que no podía ser, pero yo, pibe, lo
sentí, y justo cuando jugaba con la pelota por la línea. Entonces no sé qué me
pasó. Campaneé a la tribuna, me reí, y de un guadañazo, tiré la pelota afuera,
lejos. Tan lejos que el terremoto que venía de la hinchada, alcancé a verla
llegar, picando, hasta el lateral izquierdo. Lo que no me gritaron.
Pechaban y querían voltear la alambrada para amasijarme. Todavía me parece estar
oyendo el fulero crujir de los parantes, vos lo oíste. No faltó nada para que
atropellaran, y pata que, en malón, se metieran en el campo. Más cuando al
verlos así, furiosos, insultando y tirándome de todo, levanté la cabeza, me
acomodé, y mandé un soberano corte de manga, tranquilo, mirando de frente a la
tribuna. Y vos me preguntás por qué lo hice, dejá, pibe, ahora. Algún día lo vas
a entender, qué sé yo, a lo mejor sos muy pichón todavía.
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