
Nació en Buenos Aires en 1936. Luego de un breve
paso por la Facultad de Derecho continuó sus estudios en la Facultad de
Filosofía y Letras, convirtiéndose pronto en un prolífico escritor y periodista.
Su primer libro de cuentos, Cabecita negra, fue un hito editorial de los años
60. A pesar de que era un autor casi desconocido, las dos primeras ediciones (la
segunda de las cuales sirvió como lanzamiento de la entonces flamante Editorial
Jorge Álvarez) se agotaron en poco más de un año. La tradición judía y las
tensiones políticas de su época fueron base de su obra. En su extensa producción
pueden distinguirse sus cuentos, publicados en su mayoría en Cabecita negra y
Los ojos del tigre, y numerosas obras de teatro. Como periodista, trabajó en las
revistas Siete Días ilustrados, Che y Compañero, entre tantas otras
colaboraciones. Murió en un accidente doméstico en Mar del Plata en 1971. |
Cabecita negra y otros cuentos
NOTAS EN ESTA SECCION
Un escritor
que vivió a fondo los conflictor de los 60 |
Autobiografía |
Adiós al Mono |
Ataúd |
La palabra que abre la
puerta del recuerdo
Un burgués asustado, por Guillermo Saccomano
| Cabecita negra, argumento |
Cabecita negra, texto |
Cabecita negra, historieta
El marqués de la Rural
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Rozenmacher - Cabecita negra y otros cuentos |
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Rozenmacher - Tristezas de la pieza de hotel
Germán
Rozenmacher - Una perfecta tarde de playa |
Roberto Baschetti - El avión negro
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Piglia - La
Argentina en pedazos (historieta)
Perón literario. Algunas referencias al
peronismo en la literatura argentina |
A 10 años de su muerte
Matías Raia: Literatura y revolución en dos
cuentos de Rozenmacher |
Cuaderno de Literatura para docentes, Dir Gral Educ y Cultura Pcia. Bs As
Teatro, El avión negro, Semana Gráfica 1970

  Un
escritor que vivió a fondo los conflictos de los 60
Fue dramaturgo,
periodista y escribió algunos de los cuentos más entrañables de la narrativa
argentina. Como intelectual, transitó intensamente las contradicciones de su
tiempo.
Por Eduardo Pogorile
Tenía 35 años cuando murió, el 6 de agosto de 1971 en Mar del Plata. Aún se lo
recuerda por sus dos espléndidos libros de cuentos -Cabecita negra (1962) y Los
ojos del tigre (1968)- además de las obras teatrales Réquiem para un viernes a
la noche (1964) y El Caballero de Indias, estrenada en 1982 por Luis Brandoni.
Pero además, Germán Rozenmacher vivió a fondo las ilusiones y conflictos de una
época: los años ''60. La década del peronismo prohibido, la búsqueda del "país
real" en literatura y en política, los cruces entre periodismo y narrativa.
Sus obras, que en aquellos años reeditaban Galerna y Jorge Alvarez, hoy no
abundan en las librerías. "Es que en la Argentina hacen falta avales, alguien de
renombre que diga que fulano es un genio, como Cortázar con Marechal", opina
Daniel Divinsky, que reeditó Cabecita Negra en 1997. Falta aún la reedición
crítica de sus textos, incluyendo las aguafuertes que escribió para el semanario
Compañero. Mientras tanto, es útil oír a quienes lo conocieron.
Aquel día de agosto de hace treinta años, una emanación de gas provocada por la
mala combustión de una cocina, mató al escritor y a su hijo mayor, Juan Pablo
(5) en un departamento marplatense. "Recuerdo que en el viaje de ida en tren a
Mar del Plata, Germán me mostró el libreto de Sordos ruidos oír se dejan, un
espectáculo de cabaret político que había escrito para el actor Oscar Martínez",
cuenta la viuda de Rozenmacher, la periodista Amelia Figueiredo.
Amelia había pasado la noche en una clínica marplatense preocupada por la salud
de su bebé, Lucas -el otro hijo del escritor- cuando se enteró del accidente. En
la redacción de la revista Siete Días, donde Rozenmacher trabajaba desde 1967,
"muchos lloramos por un gran amigo y también por lo que esa pérdida significaba
para la literatura argentina. Germán ya era reconocido como el autor más
talentoso de su generación", recuerda el crítico literario Jorge Lafforgue.
Y agrega: "El decía que era un muchacho feo, judío, errante y sentimental. Yo
creo que vivió las contradicciones de la Argentina y que sus obras tienen una
veta fantástica. Hoy Cabecita negra puede leerse como una vuelta de tuerca sobre
Casa tomada de Cortázar".
La psicopedagoga Hilda Rozenmacher, hermana de Germán, cuenta: "Nuestro padre,
Abraham Rozenmacher, era cantor en la sinagoga de Uriburu y Sarmiento. Germán y
papá discutían mucho pero se querían y se respetaban. Mi hermano tuvo una
educación religiosa, iba a ser rabino y estaba dispuesto a emigrar a Israel en
la década de 1950. Pero cuando llegó el momento, mis padres no lo dejaron ir. El
estudió la carrera de Letras en la UBA y fue amenazado por la gente de Tacuara.
Era muy amigo de los hijos de Samuel Eichelbaum, Horacio y Edmundo"
El escritor Alvaro
Abós, que trabajó con Rozenmacher en el semanario político peronista Compañero
en 1962, recuerda que "Horacio Eichelbaum era el director y Germán, el jefe de
la página cultural. Escribían también Juan José Hernández Arregui, Rodolfo
Ortega Peña, Pedro Barraza y José María Rosa". Abós prologó la última reedición
de Cabecita negra en 1997 y cree que "en la prosa tersa de Germán se combinaban
la tradición judía y el peronismo. Era una mezcla explosiva, el peronismo
siempre fue para Germán el espacio de los perseguidos".
"Era un intelectual
que tenía raíces muy hondas, Germán se hizo peronista en setiembre de 1955 al
ver la represión de la Revolución Libertadora. Fue amigo de Rodolfo Walsh. Como
él, creía que peronismo y revolución iban juntos. Pero nunca creyó en la lucha
armada, menos aún luego de la muerte del Che en Bolivia, en 1967", dice Amelia
Figueiredo.
Hacia 1964 Rozenmacher pasó de Compañero a la revista Así que dirigía el poeta
Joaquín Giannuzzi. En sus palabras "era la publicación estrella de Héctor
García, con tres ediciones semanales y tirajes de 800.000 ejemplares. Combinaba
la crónica policial y la política". En esa redacción, Rozenmacher escribía
escritorio de por medio con Leónidas Lamborghini, Bernardo Kordon y Juan José
Sebreli.
Para Roberto Cossa, que en aquellos años se encontraba con Rozenmacher en el Bar
Ramos o en Gotán -el boliche de los hermanos Cedrón- la frase más poética y
teatral de la generación del 60 "fue escrita por Germán en Réquiem.... Después
que un padre judío maltrata a su hijo porque se va a casar con una católica,
cuando el muchacho se está por ir de la casa, le dice "Llevá la bufanda".
En noviembre de 1970, Rozenmacher terminó El Caballero de Indias, posiblemente
su obra mayor. El personaje central es un joyero de la calle Libertad que
abandona sus negocios, convive con su amante y el marido de ella mientras se
refugia en la fantasía de una religión universal -donde no faltan referencias al
fenómeno del Marranismo judío- hasta terminar en el manicomio. Luis Brandoni
recuerda: "Germán la leyó en la casa de Walter Vidarte, la oímos también Sergio
Renán, Héctor Alterio y yo. Nos fascinó a todos".
Memorioso, Brandoni cuenta "Renán quiso estrenarla en el Teatro SHA, pero la
rechazaron porque la comisión directiva de Hebraica, en esa época, creía que era
incorrecto mostrar a un judío en conflicto con sus tradiciones. Yo creo que
nadie fue tan judío y tan argentino como Germán".
Luego de su muerte y de los años oscuros que vivió la Argentina, Rozenmacher fue
olvidado por el gran público. Pedro Orgambide adaptó algunos de sus cuentos para
la televisión mexicana en la década de 1970. El dibujante de El Eternauta,
Solano López, ilustró Cabecita negra para el libro de Ricardo Piglia La
Argentina en pedazos, en los años ''80. Desde 1999 el Centro Cultural Ricardo
Rojas entrega un premio para dramaturgos jóvenes con su nombre.
En alemán, Rozenmacher quiere decir "el hacedor de rosas". El entendía la
literatura como un dolor. Al escribir, se quedó con las espinas, pero a sus
lectores les entregó un perfume inolvidable.

 Autobiografía
Imagen: Ricardo Telesnik,
Gerrmán Rozenmacher, Roberto Cossa, Ricardo Halac y Carlos Somigliana.
Rozenmacher, Germán
¿Qué quiere que diga? Como diría el marqués de Bradomín, soy feo, judío, rante y
sentimental. Nací en el hospital Rivadavia en el 36 y mi cuna, literalmente,
fue un conventillo, pero eso sí, en una sala grande de una casa de la calle
Larrea. De mi padre, que canta y que alguna vez fue actor y anduvo en gira por
las colonias de Entre Ríos, o por Santa Fe y otras partes, me viene la vocación
que pueda tener, el ser artista. Me gusta cantar, soplar el trombón a vara y la
trompeta, pero como no sé tocar, me entretengo haciendo toda una orquesta con la
boca. Aparte de Cabecita Negra y Los ojos del tigre (mi dos libros de cuentos),
hay dos obras de teatro todas mías (Réquiem para un viernes a la noche y El
caballero de Indias), otra en colaboración con Roberto Cossa, Carlos Somigliana
y Ricardo Talesnik (El avión negro), y una versión escénica de El lazarillo de
Tormes. Además de todo lo que tiré, que es realmente un vagón (dos o tres
borradores de novelas, una pieza y varios borradores de otros espectáculos
teatrales), aparte de infinitos cuentos que nunca fueron. Escribo con horario,
todos los días, porque si no no se puede y ojalá dentro de muchos años, cuando
ni usted ni yo estemos, alguien se acuerde de un cuento, o de alguna frase o
aunque sea de un adjetivo de esos pocos felices que a uno le salen a veces muy
pocos en una vida y entonces el lector diga: “Esto es verdad, esto está vivo
todavía”. Si eso pasa yo, desde el purgatorio, voy a guiñar este ojo miope,
sincero pero desconfiable, bastante agradecido. No creo que pase, pero, por las
dudas, qué quiere que le diga, es una de las tantas mentiras que me ayudan a
trabajar como una máquina, como un loco, hasta que se me acaben las pilas. Y
siempre hablando de lo mismo. Porque será un lugar común, pero, ¿no tienen la
impresión de que los autores escribimos siempre un solo libro a lo largo de
todas nuestras páginas? Y es difícil hacerlo, no crea, porque el striptís al
principio parece lindo, pero después... En fin, señores, más o menos, un poco
por afuera, éste soy yo. Lo demás, para bien o para mal, está en los cuentos que
van a leer.

 Adiós
al Mono
Por Germán Rozenmacher
Hasta el domingo nadie se había acordado de él, salvo algunos amigos. Pero su
público, la gente, los millones que lo ovacionaron durante diez años en el Luna,
esos, es decir, nosotros, no nos acordamos de él. Es feo recordar esas cosas,
pero es así. Y miren que a Gatica lo veíamos todos los días. Me acuerdo de una
vez a las siete de la mañana, hace de esto menos de un año. Estaba sentado en
los escalones del subte de Dorrego y Corrientes pidiendo unos pesitos para un
vaso de vino, aunque estaba tan borracho que ni veía. Tenía una flor en el ojal
del saco mugriento y un agujero en el pantalón. Apenas podía mover su pata dura.
Pero no pedía como un mendigo. Parecía uno de esos hijos únicos, esos chicos
mimados que le piden de prepo las cosas a papá. Y papá éramos nosotros. Y además
pedía con bronca, como si le correspondiera. Y la gente lo miraba con algo de
miedo. Era esa misma gente que lo había visto por Corrientes “con un coche así
de grande, de dos cuadras y media”. Era la misma gente que lo había visto
prender habanos con billetes de mil y pasearse con esas grandes camisas
floreadas por Florida, rodeado de chicas y amigos. Y la gente le tenía miedo.
¿Cómo podía haber caído así? Dicen que alguna vez, cuando ya estaba en la mala,
pero todavía tenía coche, aunque viviera en Villa Miseria, un día atropelló a un
pibe al que le tenía bronca. Porque, aunque eso tampoco está bien decirlo, el
Mono era cruel. ¿Se acuerdan de aquel boxeador que lo desafió un día y que él
podía haber liquidado en el primer round? Pero no. Le pegaba despacito; y cuando
se caía, lo sostenía. Y así lo hizo durar siete rounds. El tipo quedó medio
ciego.
Pero la culpa no la tenemos nosotros, ni tampoco él. Allá por 1942, cuando lo
descubrieron, era un cabecita que recién llegaba de San Luis y lustraba zapatos
por la Avenida de Mayo. Y entonces, por 1945, su estrella comenzó a crecer.
Millones de pesos pasaban por sus manos, millones de manos lo aplaudían todas
las noches, los grandes titulares lo nombraban en todos los diarios. ¿Qué
hubiera hecho usted, lector, en su lugar, si toda la vida hubiera corrido la
coneja, y si lo único que tuviera en este mundo fueran dos puños magistrales
para abrirse paso a toda costa?
Y eso le pasó a Gatica. A costillas suyas hubo muchos que se enriquecieron. Y
él, pobrecito, convertido en personaje de la noche a la mañana, inflado a pesar
suyo por quienes siempre lo usaron como negocio; como llegaban, se iban. Al
final sólo servía para que algún periodista ganapán hiciera una nota sobre su
caída.
Y casi todos lo dejaron solo, en ese oscuro final sin victoria ni aplausos, en
la sala del Rawson, un martes por la noche.
Su época dorada comenzó por el ’45 y se extinguió en el ’56. Después, sus
tragicómicas tenidas con Karadagian, por el ’57, en Boca, marcaron el primer
paso del descenso. Es curioso. Pero surgió de abajo, como el 17 de Octubre y en
ese mismo año. Su trayectoria termina poco después de la contrarrevolución de
septiembre. Porque Gatica nunca dejó de ser de abajo. En el ’56 lo metieron
preso porque después de ganar una pelea agarró el micrófono y dijo: “Le dedico
este triunfo a un amigo que tengo en Panamá”. Y otra vez, ya en el ocaso,
vagando por el Luna, recordando ovaciones de otros tiempos, se encontró con un
ministro de la “libertadora” que le preguntó cuándo iba a volver a pelear.
Gatica, ya medio borracho, lo enfrentó con ese gesto fanfarrón que le gustaba
tanto y, mirando al figurón de arriba abajo, le dijo: “¿Y a usted quién le dio
audiencia para hablar conmigo?”.

El presidente Perón saluda a
Gatica. "El Mono" diría su célebre frase: "Dos potencias se saludan"
|
Cuando en el ’51 fue a Nueva
York, le dijo a Perón: “General, voy a volver con la cabeza de Williams”. Pero
Gatica era así. Le gustaba desafiar al mundo entero. Puso la cara, como de
costumbre, y lo durmieron. Y eso hace que quizá Gatica sea más humano, más
querible. Peleó, ganó, perdió, lo tuvo todo, millones de pesos en las manos y se
quedó sin nada y, casi, sin nadie. Salvo con Morán, que le dio una mano. Y con
sus familiares que nada podían contra su naturaleza, que fue cruel, sobre todo
consigo mismo. Los empresarios que se hicieron el gran negocio con él lo
inflaron como a un globo. Y cuando no les sirvió para nada, lo dejaron reventar
en cualquier parte.
Un día, en su edad de oro, se apareció en la redacción de un matutino con su
galera, sus dos enormes anillos en la mano izquierda –“como el rey de
Inglaterra”– y su bastón de puño de marfil. Fumaba cigarros de hoja y usaba
chaleco de seda. Se sentó sobre la mesa de un redactor deportivo y se dejó sacar
–con esa cara de chico fanfarrón– la gran foto que dio testimonio de su hora de
gloria. Detrás quedaron la vieja máquina de escribir y las fotos de los otros
campeones, pegadas en la pared que le hacía de fondo.
El jueves de la semana pasada lo ví, a las dos de la mañana, desde un taxi, en
la penumbra lluviosa, con un frac que le quedaba demasiado grande y una magnolia
en el ojal, igual a la de aquella fotografía hoy ya amarillenta. Era el portero
de una cantina y bajo las luces de la marquesina, en esa calle de barrio,
saludaba con la mano a todos los taxis, a todos los autos, a todos los camiones
que pasaban. Como si la gente desde los autos lo saludara a él. Estaba borracho,
pero tenía en los ojos el sabor a multitud de otros tiempos. Muchos de los que
pasaron ni siquiera lo vieron. Pero él los saludaba igual.
“Gatica –me dijo el taximetrero con un aire raro, entre sobrador, abrumado y
familiar, como si hablara de algún pariente lejano que ya no tenía remedio–. Qué
bárbaro”, dijo. Y nos quedamos callados. La noche del miércoles, cuando la radio
anunció que se había muerto el gran sucesor de Firpo y Suárez, fuimos como
muchos otros al estadio donde iban a velarlo. Un boxeador fuera de combate, uno
de esos que ahora andan por la pizzería y los cafés vecinos al Luna Park, estaba
charlando, despacio, con un vigilante, contándole cómo, cuando ya no era nadie,
Gatica iba al Congreso a pedir por sus compañeros en desgracia, y entraba
diciendo: “Abran cancha, que ahí viene el primer boxeador argentino”. Contó
también las veces que había repartido billetes de a mil, como si fuera papel
picado entre la gente pobre, en los colectivos que pasaban por su casa cuando
había una fiesta y que él paraba de prepo, haciendo bajar a los más
zarrapastrosos para que vinieran a tomar una copita. Y entonces pensé en el
hombre lleno de vino que el domingo pasado, después de vender muñequitos en la
cancha de Independiente, perdido entre este público, pero viendo a ese otro, y
muerto para él, que lo había idolatrado hace apenas siete años, tropezó bajo las
ruedas del 295. Alguien dijo que se gastaba todo y tomaba mucho. Y pensé que,
después de todo, nadie podría reprocharle ahora que tirara la plata, que se
pusiera en curda, que antes se hubiera llevado al mundo por delante. Porque
nadie habría hecho otra cosa si hubiera tenido que andar por la recova del Once
pidiendo limosna cuando era chico y la sociedad lo obligaba a pegar trompadas
para poder comer. Y fue entonces cuando esa misma sociedad lo usó, lo chupó, le
sacó bien el jugo y lo tiró a la basura. Y esa es su historia. Y un poco también
la de todos nosotros, aunque no usemos galera ni bastón. Aunque no seamos
campeones. Por eso es que todos lo despedimos hoy. Por esa sorda bronca apenas
insinuada y por ese horror que nos despierta su historia. Y por eso le decimos:
“Adiós, Mono”.
Crónica publicada en la revista
"Compañero", el 14 de noviembre de 1963.

Ataúd
Por Germán Rozenmacher
El señor Pedro venía bajando por la calle de tierra, mientras el sol del
atardecer reverberaba anaranjando las ventanas de las casas de sucios ladrillos
sin revocar. Sorteando cuidadosamente toda clase de basuras, como latas
aplastadas o cáscaras de banana resecas, el señor Pedro saltó una zanja y subió
a la alta vereda de losas, frente a la única casa de sucios ladrillos sin
revocar que tenía piso alto en todo el barrio. Era el negocio de pompas
fúnebres.
Después de un último momento de duda, en el que dio vueltas al sombrero de paja
entre sus dedos, cabizbajo, indeciso, entró casi en puntas de pie, con las manos
a la espalda, como un escolar.
Cuando volvió a salir, cinco minutos después, cargaba al hombro con el ataúd.
Así volvió a subir la calle, sin hacer caso de los que se daban vuelta para
mirarlo, hasta que dejó el suburbio y entró en el centro de la ciudad, diez o
quince cuadras asfaltadas que rodeaban la plaza.
Como era domingo por la tarde, la gente que no daba vueltas al perro estaba
parada escuchando a la banda del regimiento que tocaba desentonadamente con sus
quizás un poco oxidadas trompas, tambores y trombones, algo que se parecía a las
zambas, a los gatos y a las marchas militares.
Pero cuando él hizo su entrada en la plaza con su ataúd al hombro y comenzó a
cruzarla distraídamente, ya un poco cansado de tanto caminar, sintió que, de
pronto, inexplicablemente, la banda dejaba de tocar, y al mirarla, vio que los
músicos y los oyentes lo estaban mirando a él, tan viejo, tan morocho y flaco.
El señor Pedro se encogió de hombros, saludó respetuosamente y reanudó la
marcha. Pero el silencio lo siguió hasta que terminó de cruzar la plaza y bajó
por lo menos una cuadra, hasta perderse de vista.
Sólo pensó que ellos cada domingo
desentonaban más mientras que él, que se ganaba la vida tocando el acordeón todo
el día en la esquina del banco, frente a la plaza, sentado en el cordón de la
vereda, tenía siempre cuatro o cinco hombres en mangas de camisa escuchándolo y
poniéndole siempre algunas monedas en el sombrero antes de irse. Y que a esos
gordinflones de la banda no les pagaba ni Dios.
Dejó al asfalto y siguió por las calles de tierra hasta llegar junto a la
costanera, allí donde los muchachos vivían cuidando chivos y ordeñando cabras.
Más allá, el río Dulce corría entre montes selváticos, intransitables. Cuando
entró a su casa de barro con el ataúd, el chico ya estaba sentado a la mesa
contando monedas. No le prestó mucha atención.

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Él lo miró anhelosamente y dijo:
-¿Estará bien este?
El chico enarcó las cejas sin
levantar la vista. Había lustrado zapatos toda la mañana y toda la tarde y no
estaba como para dar opiniones. Por lo menos hasta después de contar las monedas
de su jornal.
-Usté siempre tan tacaño, viejo -dijo el chico con su tonada, después de un
silencio-. Yo le dije que por lo menos se comprara uno bueno. Con uno bueno
estaría servido para las dos cosas. No tendría miedo de morirse y tendría una
buena cama. Pero éste es una porquería -el chico dominaba la situación-. Sí,
señor. Una buena porquería -siempre era así-. El chico volvió a pensar que
odiaba al viejo. Y el señor Pedro se dijo que el chico ese no era un chico, tan
aplastante, serio y maduro. Y que él lo quería tanto, pero tanto, pero tan
anhelosamente, y que el chico no le prestaba la menor atención. Era verdad que
él era un poco tacaño, pero no podía remediarlo, tenía miedo de todo y por eso
se cuidaba de arriesgarse, de gastar de más. Pero a pesar de todo, él lo quería
mucho al chico, más que a nadie, y por eso siempre estaba anheloso por serle
útil, por interpretar claramente lo que le ordenaba, para cumplirle.
Tenía miedo de morirse. Porque ya tenía sesenta y cuatro años el señor Pedro. Y
le aterraba pensar que los días se escapaban unos tras otros, atropelladamente,
sin darse uno cuenta, y él no podía detenerlos ni podía llenarlos
suficientemente y cada vez sus días eran menos y menos, y la muerte y el
silencio lo aterraban cada vez más.
Por eso tenía miedo de todo. De morirse. Y al mismo tiempo se le había roto el
catre y tenía que comprarse uno nuevo. Y tenía miedo de gastar demasiado. Apenas
daba para un chocolatín al chico los domingos por la mañana, y él, que guardaba
lo que ganaba y comía bananas y pan por cinco pesos por día en un café detrás de
la casa de gobierno, había juntado bastante dinero. Más que el chico lustrando
zapatos, claro.
Y entonces le pidió consejo al chico. ¿A quién sino?
Los dos eran solos, no tenían a nadie en el mundo, venían de un brumoso pasado y
por eso se habían juntado en ese rancho del río. Y el chico le dijo al descuido
que lo mejor para terminar con esos miedos estúpidos de morirse y qué sé yo, y
para que ese tacaño no sufriera demasiado, lo mejor era que se comprara un buen
cajón. Esa debía ser la mejor manera de no morirse, de ahuyentar a la muerte.
Había que llamarla, tenerla en casa, ponerle velas como a la virgen, respetarla.
Y ahora, el señor Pedro, que le había hecho caso al chico, estaba ahí con su
ataúd. Y esperaba que por lo menos el chico le diera una palmada en la espalda,
le dijera: “Muy bien, viejo tacaño; lindo catre”, lo mirara una vez por lo menos
en la vida para que él, anheloso de palmadas, temblara de ternura y resollara
satisfecho, como un perro acariciado por su patrón.
Pero nada pasó. Todo era igual. Y la única manera de vencer todos los miedos,
una sola palmada del chico, no había llegado. Y entonces el ataúd no servía.
Por primera vez en su vida tomó al chico entre las manos y le largó una
cachetada en la cara y lo zamarreó y lo tiró al suelo vociferando hasta
enronquecer. Y después se sintió lleno de rabia y de desconcertada
desesperación. Y salió tambaleante con el ataúd al hombro.
Había anochecido. Bajó por la costanera y se internó en la maraña del monte. Vio
que el río estaba crecido. No mucho, pero lo suficiente. Arrojó el ataúd sobre
la costa pedregosa. Esperó. Hasta que fue de noche. Atrás, Santiago dormía y sus
luces se apagaban. Volvió al rancho. El chico también dormía. Entonces, de
pronto, sacó un cuchillo debajo de la mesa, trajo papeles y fósforos a la costa,
abrió el ataúd, lo llenó de papeles de diarios y con los fósforos trató de
encender el ataúd que al fin comenzó a chamuscarse. Tuvo paciencia. Lo hizo.
Entonces, lanzó el ataúd en llamas, bamboleante y flotando.
[De Obras completas, Ediciones Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 2013; incluido
en el libro Cabecita negra, Editorial Anuario, 1962]

 La
palabra que abre la puerta del recuerdo
Por Marcelo Crespo y
Germán Gómez
Para La Nación Buenos Aires, 2001
El 6 de agosto
próximo [2001] se cumplirán treinta años de la trágica muerte de Germán
Rozenmacher, uno de los escritores argentinos más destacados de la década del
60. Su obra Réquiem de un viernes a la noche sintetizó admirablemente el
espíritu de una generación
Pasó hace treinta años: Germán Rozenmacher, escritor, murió a los treinta y
cinco. Fue una muerte joven. Sorpresiva, inesperada: como todas las muertes
jóvenes.
Esa mañana hacía un frío intenso en Mar del Plata, esa ciudad que tantas veces
había visitado como cronista y que había descripto en alguno de sus relatos. Por
eso, por el frío, encendió las hornallas de la cocina del pequeño departamento
que ocupaba con su familia. Pero olvidó abrir una ventana.
Era el 6 de agosto de 1971, viernes. Y un ridículo escape de gas le arrebataba
la vida al escritor y a su hijo mayor, Juan Pablo.
Por esos días había escrito: "Ojalá dentro de muchos años, cuando ni usted ni yo
estemos, alguien se acuerde de un cuento, o de alguna frase o aunque sea de un
adjetivo de esos pocos felices que a uno le salen a veces en una vida y entonces
el lector diga: ÔEsto es verdad, esto está vivo todavía´. Si eso pasa yo, desde
el purgatorio, voy a guiñar este ojo miope, sincero pero desconfiable, bastante
agradecido".
Su obra tanto la narrativa como la teatral es hoy insoslayable dentro de las
letras nacionales.
Periodista, narrador, dramaturgo, linotipista, Germán Rozenmacher conoció desde
muy joven todos los recovecos de la profesión. A los 18 años se enamoró de una
máquina de escribir y desde entonces no paró, dice un semanario de los sesenta.
A fines de 1962 publicó Cabecita negra , su primer libro de cuentos, en una
edición que él mismo armó. Amelia Figueiredo, su mujer, lo ayudó en la tarea de
distribución: en el verano de 1963 recorrió todas las librerías de Buenos Aires,
ofreciéndolo. Así consiguieron que la edición de 2000 ejemplares se agotara.
Cabecita negra lograría algo que casi nunca se daba al mismo tiempo: éxitos de
venta y de crítica.
Los comentarios destacan El gato dorado ; él prefería Raíces : una novela corta,
ambientada en un pueblo de frontera, cuyo argumento se centra en la historia de
unos judíos bolicheros, inmigrantes desarraigados que sólo piensan en acumular
dinero, y su hijo, decidido a romper con el "universo" de valores de sus padres.
Cinco años después
publicó Los ojos del tigre , un segundo volumen de cuentos, con el que inauguró
la editorial Galerna.
Cabecita negra.
Producción: Agencia Radiofónica de Comunicación. Fuente:
Radioteca.net |
Rozenmacher puso de
manifiesto, en toda su obra, sus propios conflictos personales y sus búsquedas
estéticas.
Casi quince años después de su muerte, su cuento "Cabecita negra" llegó a la
historieta, en una admirable versión dibujada por Francisco Solano López y
publicada en la revista Fierro . No lo pudo ver. Le hubiera encantado.
Nace un dramaturgo
Convocados por el director teatral Augusto Fernández se habían reunido varios
dramaturgos en ciernes. El pequeño departamento daba a la calle Sánchez de
Bustamante. El motivo de la reunión era la lectura de las obras de dos de ellos.
Cuando le llegó el turno a Rozenmacher se quedaron atónitos. Corría 1962.
Desde el inicio los descolocó: cuando tomó la posta, comenzó haciendo la música
que imaginaba para su obra, pero de una manera particular: la interpretó con la
boca. "Me gusta cantar, soplar el trombón a vara y la trompeta, pero como no sé
tocar, me entretengo haciendo toda una orquesta con la boca", escribiría años
más tarde.
Esa noche, ante el
estupor de Emilio Jáuregui, Ricardo Halac y Roberto Cossa, Germán Rozenmacher
leyó su primera obra teatral: Réquiem para un viernes a la noche. "Recuerdo que
él empezó haciendo con la voz la trompeta, como sentía la música. No estábamos
habituados a eso. ¿Qué es esto? ¿Cómo empieza? Lee, lee, lee... se termina la
obra y quedamos todos impactados. Elogios. Después siguió Halac, ya ni me
acuerdo qué era, pero no lo podíamos seguir", recuerda Roberto Cossa.
Réquiem.. . se estrenó en junio de 1964 en el teatro IFT: tres temporadas en
cartel, casi siempre a sala llena. Un éxito de la época.
Dos vertientes, entre las que se producían furiosas polémicas, marcaron el
teatro de los años sesenta: realismo y vanguardismo. La primera vertiente, que
había recibido el influjo de La muerte de un viajante , de Arthur Miller, era el
boom teatral del momento; el Instituto Di Tella fue la égida de la segunda.
"¿Quién hará la síntesis?", se preguntaba Rozenmacher por esos días, objetando
el enfrentamiento. Y, a contrapelo de las prácticas de sus compañeros y amigos,
iba al Di Tella.
"Lo que yo busco es
expresar la verdad", decía casi con desesperación. Por eso, tal vez, no aceptó
la dicotomía en boga durante la década.
"Crearon una conciencia artificial sobre el fenómeno, y en realidad no había
ningún camino, ninguna escuela, ni nada; había un tanteo, simplemente, y no una
bifurcación de rumbo en dos direcciones, como se empeñaban en establecer los
gacetilleros", dijo Rozenmacher, apuntando a la crítica.
"No le quiero poner un rótulo a Germán. Era un poeta, un dramaturgo, y él mismo
no se ponía rótulos. Lo que importaba en Germán era la energía dramática que
tenía", dice Yirair Mossian, que dirigió Réquiem para un viernes a la noche en
1964.
Escribió también una adaptación de El lazarillo de Tormes para adolescentes, que
se estrenó en 1971, y en colaboración integrando el Grupo de Autores junto con
Talesnik, Somigliana y Cossa, El avión negro , que se presentó en el Teatro
Regina en el setenta.

Crítica del libro "Cabecita Negra"
(fragmento) por
Ricardo Piglia
en Revista de la Liberación, año 1, Nº
2, segundo trimestre de 1963, publicación dirigida por José Speroni (salieron
solo tres números) y cuyo secretario de redacción era, justamente, Ricardo
Piglia. Clic en la imagen para descargar la revista.
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No pudo ver Caballero de Indias para muchos, su mejor obra y lo amargó bastante
no poder estrenarla. Finalmente, doce años después de su muerte, se presentó en
el Regina: fue el estreno más emotivo que presenció su esposa.
Su método
Casi único. Se levantaba tempranísimo, a las cuatro o cinco de la mañana, y
escribía hasta el mediodía. "El decía que aunque no le saliera nada había que
sentarse frente a la máquina de escribir", dice Figueiredo.
Incansable. Pues era
capaz de terminar una nota y enseguida empezar un cuento. Una foto, de las
tantas que atesora su mujer, resulta ilustrativa: en una redacción, de las que
ya no quedan, la jornada ha finalizado; todas las máquinas están volcadas sobre
su frente, casi todas las sillas están arriba de las mesas. Germán Rozenmacher
está sólo. Humea un cigarrillo entre sus dedos, sus ojos ganados por las letras
que se van imprimiendo sobre el papel.
Su pasión por el trabajo no le impidió hacerse tiempo para estudiar y graduarse
en Letras; fue así como conoció a su mujer.
El periodista Enrique Raab desaparecido en 1976, implacable crítico de sus
trabajos, escribió: "Su gran cabezota redonda, su estatura imposible, su gordura
descomunal pero misteriosamente armoniosa se deslizaban todos los días de la
redacción a su casa, con libros estrafalarios que devoraba con delirio
talmudista".
Así siempre. Amaba el periodismo y escribió cientos de artículos, algunos de
ellos memorables. Cuando los sabía buenos, le pedía a su mujer que los guardara.
Varios de ellos están editados en libros.
Hizo 12.000 kilómetros junto con el fotógrafo Eduardo Frías recorriendo los
caminos patagónicos, a bordo de un Citroen cero kilómetro que la propia compañía
les había entregado para que lo probaran. "Ese viaje le cambió la vida", dice
Figueiredo. "Esa soledad, la inmensidad, el abandono".
Los reportajes fueron publicados en el semanario Siete Días Ilustrados , en una
serie de cuatro entregas, en 1968. Ese mismo año realizó un extenso reportaje en
las Islas Malvinas: era la primera vez que un periodista argentino desembarcaba
en el archipiélago luego de que un grupo de jóvenes desviara hacia ellas un
avión de Aerolíneas Argentinas dos años antes, en lo que se conoció como
"Operativo Cóndor".
Todas sus notas fueron ilustradas con grandes y bellas fotos, como solía ocurrir
en las revistas de editorial Abril, a la cabeza de cuyo cuerpo fotográfico hoy
ya mítico se encontraba Francisco "Paco" Vera, organizador de ése, el primer
departamento de fotografía moderno del país.
Dice Roberto Cossa: "Germán era un tipo entrañable, era un tipo coherente en su
vida, un laburante: vivía de una manera modesta, laburaba y escribía... Y
apasionado. A veces nos peleábamos... No hasta el punto de quitarnos el saludo,
pero agarradas teníamos. Era sanguíneo: se ponía todo colorado, y así se reía, y
así cantaba. Un ser excepcional".

 Un
burgués asustado
Por Guillermo Saccomanno
“Cabecita negra” no es sólo uno de los cuentos excepcionales de la literatura
argentina. Su prosa directa, firme, avanza sin parar involucrando al lector en
su tensión. Este podría ser, de sus méritos, el más evidente. Y no está mal,
nada mal para un escritor de veintiséis años, estudiante de letras y periodista,
que se banca publicar ese cuento en un volumen con el mismo título y lo
distribuye con su compañera por las librerías de Corrientes.
Pero “Cabecita negra” va más allá. Porque debe leerse en la misma línea que unos
pocos textos ejemplares de nuestra historia literaria. “El matadero”, para
empezar. “Casa tomada”, también. Y contemporáneo a su escritura, “Esa mujer”.
Brecht escribió que un fascista es un pequeño burgués asustado. Y eso es el
señor Lanari, un ferretero próspero que una noche se topa con la chusma, una
piba y un cana que violarán su respetable intimidad de clase media.
Con un filo despiadado Rozenmacher eviscera tanto el reaccionarismo de una clase
que se presume carapálida, ilustrada y bien pensante y la enfrenta con la
barbarie. Su autor se llama Germán Rozenmacher. Según Alvaro Abós, escritor,
amigo y compañero de militancia en la revista Compañero, a Rozenmacher lo
golpearon las asperezas: “Por judío, incomodaba a algunos peronistas que
sospechaban al sionista. Por peronista, incomodaba a ciertos judíos. Por
defender a los palestinos, fue tachado de traidor. Por peronista defraudaba a la
izquierda y era insoportable para la derecha. Por revolucionario, para los
amantes del orden”.
Rozenmacher empezó joven. Y también murió joven. En 1971, a los treinta y cinco,
en Mar del Plata, junto a uno de sus hijos, por un escape de gas.
Página|12, febrero 2010

  Cabecita
negra
Argumento
En 1961 el escrito argentino Germán Rozenmacher (1936-1971) escribió un conocido
cuento titulado precisamente "Cabecita negra" que refleja con gran realismo las
relaciones racistas que establecieron las clases medias de Buenos Aires con las
nuevas clases trabajadores procedentes de las provincias.
El protagonista del cuento es el Señor Lanari, un comerciante de Buenos Aires
que posee una ferretería, hijo de inmigrantes.
El Señor Lanari sufre de insomnio y decide salir a la calle a las tres de la
mañana...
Y allí la vio. Nada más que una cabecita negra sentada en el umbral del hotel
que tenía el letrero luminoso "Para Damas" en la puerta, despatarrada y
borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida, sola y
perdida,..
Inmediatamente después un policía se acerca y pretende detener al Señor Lanari
por alterar el orden en la vía pública.
El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al
vigilante. "Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se
embroman y hacen barullo y no dejan dormir a la gente." Entonces se dio cuenta
que el vigilante también era bastante morochito pero ya era tarde.
A partir de ese momento el Señor Lanari se sentirá invadido por los dos
cabecitas negras, y el cuento relatará su experiencia como si se tratara de una
pesadilla en la noche.

Cabecita
negra
A
Raúl Kruschovsky
El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba
enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la
calle vacía, temblando, encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas.
Después de dar vueltas y vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir
por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como
para salir y hasta se había lustrado los zapatos.
Y ahí estaba ahora, con los ojos resecos, los nervios tensos, agazapado
escuchando el invisible golpeteo de algún caballo de carro verdulero cruzando la
noche, mientras algún taxi daba vueltas a la manzana con sus faros rompiendo la
neblina, esperando turno para entrar al amueblado de la calle Cangallo, y un
tranvía 63 con las ventanillas pegajosas, opacadas de frío, pasaba vacío de
tanto en tanto, arrastrándose entre las casas de uno o dos a siete pisos y se
perdía, entre los pocos letreros luminosos de los hoteles, que brillaban
mojados, apenas visibles, calle abajo.
Ese insomnio era una desgracia. Mañana estaría resfriado y andaría abombado como
un sonámbulo todo el día. Y además nunca había hecho esa idiotez de levantarse y
vestirse en plena noche de invierno nada más que para quedarse ahí, fumando en
el balcón. ¿A quién se le ocurriría hacer esas cosas? Se encogió de hombros,
angustiado. La noche se había hecho para dormir y se sentía viviendo a
contramano. Solamente él se sentía despierto en medio del enorme silencio de la
ciudad dormida. Un silencio que lo hacía moverse con cierto sigiloso cuidado,
como si pudiera despertar a alguien. Se cuidaría muy bien de no contárselo a su
socio de la ferretería porque lo cargaría un año entero por esa ocurrencia de
lustrarse los zapatos en medio de la noche. En este país donde uno aprovechaba
cualquier oportunidad para joder a los demás y pasarla bien a costillas ajenas
había que tener mucho cuidado para conservar la dignidad. Si uno se descuidaba
lo llevaban por delante, lo aplastaban como a una cucaracha. Estornudó. Si
estuviera su mujer ya le habría hecho uno de esos tés de yuyos que ella tenía y
santo remedio. Pero suspiró desconsolado. Su mujer y su hijo se habían ido a
pasar el fin de semana a la quinta de Paso del Rey llevándose a la sirvienta así
que estaba solo en la casa. Sin embargo, pensó, no le iban tan mal las cosas. No
podía quejarse de la vida. Su padre había sido un cobrador de la luz, un
inmigrante que se había muerto de hambre sin haber llegado a nada. El señor
Lanari había trabajado como un animal y ahora tenía esa casa del tercer piso
cerca del Congreso, en propiedad horizontal, y hacía pocos meses había comprado
el pequeño Renault que estaba abajo, y había gastado una fortuna en los hermosos
apliques cromados de las portezuelas. La ferretería de la Avenida de Mayo iba
muy bien y ahora tenía también la quinta de fin de semana donde pasaba las
vacaciones. No podía quejarse. Se daba todos los gustos. Pronto su hijo se
recibiría de abogado y seguramente se casaría con alguna chica distinguida.
Claro que había tenido que hacer muchos sacrificios. En tiempos como éstos,
donde los desórdenes políticos eran la rutina, había estado al borde de la
quiebra. Palabra fatal que significaba el escándalo, la ruina, la pérdida de
todo. Había tenido que aplastar muchas cabezas para sobrevivir porque si no,
hubieran hecho lo mismo con él. Así era la vida. Pero había salido adelante.
Además cuando era joven tocaba el violín y no había cosa que le gustase más en
el mundo. Pero vio por delante un porvenir dudoso y sombrío lleno de
humillaciones y miseria y tuvo miedo. Pensó que se debía a sus semejantes, a su
familia, que en la vida uno no podía hacer todo lo que quería, que tenía que
seguir el camino recto, el camino debido y que no debía fracasar. Y entonces
todo lo que había hecho en la vida había sido para que lo llamaran “señor”. Y
entonces juntó dinero y puso una ferretería. Se vivía una sola vez y no le había
ido tan mal. No señor. Ahí afuera, en la calle, podían estar matándose. Pero él
tenía esa casa, su refugio, donde era el dueño, donde se podía vivir en paz,
donde todo estaba en su lugar, donde lo respetaban. Lo único que lo desesperaba
era ese insomnio. Dieron las cuatro de la mañana. La niebla era espesa. Un
silencio pesado había caído sobre Buenos Aires. Ni un ruido. Todo en calma.
Hasta el señor Lanari tratando de no despertar a nadie, fumaba, adormeciéndose.
De pronto una mujer gritó en la noche. De golpe. Una mujer aullaba a todo lo que
daba como una perra salvaje y pedía socorro sin palabras, gritaba en la neblina,
llamaba a alguien, gritaba en la neblina, llamaba a alguien, a cualquiera. El
señor Lanari dio un respingo, y se estremeció, asustado. La mujer aullaba de
dolor en la neblina y parecía golpearlo con sus gritos como un puñetazo. El
señor Lanari quiso hacerla callar, era de noche, podía despertar a alguien,
había que hablar más bajo. Se hizo un silencio. Y de pronto gritó de nuevo,
reventando el silencio y la calma y el orden, haciendo escándalo y pidiendo
socorro con su aullido visceral de carne y sangre, anterior a las palabras, casi
un vagido de niña, desesperado y solo.
El viento siguió soplando. Nadie despertó. Nadie se dio por enterado. Entonces
el señor Lanari bajó a la calle y fue en la niebla, a tientas, hasta la esquina.
Y allí la vio. Nada más que una cebecita negra sentada en el umbral del hotel
que tenía el letrero luminoso “Para Damas” en la puerta, despatarrada y
borracha, casi una niña, con las manos caídas sobre la falda, vencida y sola y
perdida, y las piernas abiertas bajo la pollera sucia de grandes flores
chillonas y rojas y la cabeza sobre el pecho y una botella de cerveza bajo el
brazo.
-Quiero ir a casa, mamá -lloraba-. Quiero cien pesos para el tren para irme a
casa.
Era una china que podía ser su sirvienta sentada en el último escalón de la
estrecha escalera de madera en un chorro de luz amarilla.
El señor Lanari sintió una vaga ternura, una vaga piedad, se dijo que así eran
estos negros, qué se iba a hacer, la vida era dura, sonrió, sacó cien pesos y se
los puso arrollados en el gollete de la botella pensando vagamente en la
caridad. Se sintió satisfecho. Se quedó mirándola, con las manos en los
bolsillos, despreciándola despacio.
-¿Qué están haciendo ahí ustedes dos? -la voz era dura y malévola. Antes de que
se diera vuelta ya sintió una mano sobre su hombro.
-A ver, ustedes dos, vamos a la comisaría. Por alterar el orden en la vía
pública.
El señor Lanari, perplejo, asustado, le sonrió con un gesto de complicidad al
vigilante.
-Mire estos negros, agente, se pasan la vida en curda y después se embroman y
hacen barullo y no dejan dormir a la gente.
Entonces se dio cuenta de que el vigilante también era bastante morochito pero
ya era tarde. Quiso empezar a contar su historia.
-Viejo baboso -dijo el vigilante mirando con odio al hombrecito despectivo,
seguro y sobrador que tenía adelante-. Hacete el gil ahora.
El voseo golpeó al señor Lanari como un puñetazo.
-Vamos. En cana.
El señor Lanari parpadeaba sin comprender. De pronto reaccionó violentamente y
le gritó al policía.
-Cuidado señor, mucho cuidado. Esta arbitrariedad le puede costar muy cara.
¿Usted sabe con quién está hablado? -Había dicho eso como quien pega un tiro en
el vacío. El señor Lanari no tenía ningún comisario amigo.
-Andá, viejito verde andá, ¿te creés que no me di cuenta que la largaste dura y
ahora te querés lavar las manos? -dijo el vigilante y lo agarró por la solapa
levantando a la negra que ya había dejado de llorar y que dejaba hacer, cansada,
ausente y callada mirando simplemente todo. El señor Lanari temblaba. Estaban
todos locos. ¿Qué tenía que ver él con todo eso? Y además ¿qué pasaría si fuera
a la comisaría y aclarara todo y entonces no le creyeran y se complicaran más
las cosas? Nunca había pisado una comisaría. Toda su vida había hecho lo posible
para no pisar una comisaría. Era un hombre decente. Ese insomnio había tenido la
culpa. Y no había ninguna garantía de que la policía aclarase todo. Pasaban
cosas muy extrañas en los últimos tiempos. Ni siquiera en la policía se podía
confiar. No. A la comisaría no. Sería una vergüenza inútil.
-Vea agente. Yo no tengo nada que ver con esta mujer -dijo señalándola. Sintió
que el vigilante dudaba. Quiso decirle que ahí estaban ellos dos, del lado de la
ley y esa negra estúpida que se quedaba callada, para peor, era la única
culpable.
De pronto se acercó al agente que era una cabeza más alto que él, y que lo
miraba de costado, con desprecio, con duros ojos salvajes, inyectados y
malignos, bestiales, con grandes bigotes de morsa. Un animal. Otro cabecita
negra.
-Señor agente - le dijo en tono confidencial y bajo como para que la otra no
escuchara, parada ahí, con la botella vacía como una muñeca, acunándola entre
los brazos, cabeceando, ausente como si estuviera tan aplastada que ya nada le
importaba.
-Vengan a mi casa, señor agente. Tengo un coñac de primera. Va a ver que todo lo
que le digo es cierto -y sacó una tarjeta personal y los documentos y se los
mostró-. Vivo ahí al lado -gimió casi, manso y casi adulón, quejumbroso,
sabiendo que estaba en manos del otro sin tener ni siquiera un diputado para que
sacara la cara por él y lo defendiera. Era mejor amansarlo, hasta darle plata y
convencerlo para que lo dejara de embromar.
El agente miró el reloj y de pronto, casi alegremente, como si el señor Lanari
le hubiera propuesto una gran idea, lo tomó a él por un brazo y a la negrita por
otro y casi amistosamente se fue con ellos. Cuando llegaron al departamento el
señor Lanari prendió todas las luces y le mostró la casa a las visitas. La negra
apenas vio la cama matrimonial se tiró y se quedó profundamente dormida.
Qué espantoso, pensó, si justo ahora llegaba gente, su hijo o sus parientes o
cualquiera, y lo vieran ahí, con esos negros, al margen de todo, como metidos en
la misma oscura cosa viscosamente sucia; sería un escándalo, lo más horrible del
mundo, un escándalo, y nadie le creería su explicación y quedaría repudiado,
como culpable de una oscura culpa, y yo no hice nada mientras hacía eso tan
desusado, ahí a las 4 de la madrugada, porque la noche se había hecho para
dormir y estaba atrapado por esos negros, él, que era una persona decente, como
si fuera una basura cualquiera, atrapado por la locura, en su propia casa.
-Dame café - dijo el policía y en ese momento el señor Lanari sintió que lo
estaban humillando. Toda su vida había trabajado para tener eso, para que no lo
atropellaran y así, de repente, ese hombre, un cualquiera, un vigilante de mala
muerte, lo trataba de che, le gritaba, lo ofendía. Y lo que era peor, vio en sus
ojos un odio tan frío, tan inhumano, que ya no supo qué hacer. De pronto pensó
que lo mejor sería ir a la comisaría porque aquel hombre podría ser un asesino
disfrazado de policía que había venido a robarlo y matarlo y sacarle todas las
cosas que había conseguido en años y años de duro trabajo, todas sus posesiones,
y encima humillarlo y escupirlo. Y la mujer estaba en toda la trampa como
carnada. Se encogió de hombros. No entendía nada. Le sirvió café. Después lo
llevó a conocer la biblioteca. Sentía algo presagiante, que se cernía, que se
venía. Una amenaza espantosa que no sabía cuándo se le desplomaría encima ni
cómo detenerla. El señor Lanari, sin saber por qué, le mostró la biblioteca
abarrotada con los mejores libros. Nunca había podido hacer tiempo para leerlos
pero estaban allí. El señor Lanari tenía cultura. Había terminado el colegio
nacional y tenía toda la historia de Mitre encuadernada en cuero. Aunque no
había podido estudiar violín tenía un hermoso tocadiscos y allí, posesión suya,
cuando quería, la mejor música del mundo se hacía presente.
Hubiera querido sentarse amigablemente y conversar de libros con el hombre. Pero
¿de qué libros podría hablar con ese negro? Con la otra durmiendo en su cama y
ese hombre ahí frente suyo, como burlándose, sentía un oscuro malestar que le
iba creciendo, una inquietud sofocante. De golpe se sorprendió de que justo
ahora quisiera hablar de libros y con ese tipo. El policía se sacó los zapatos,
tiró por ahí la gorra, se abrió la campera y se puso a tomar despacio.
El señor Lanari recordó vagamente a los negros que se habían lavado alguna vez
las patas en las fuentes de plaza Congreso. Ahora sentía lo mismo. La misma
vejación, la misma rabia. Hubiera querido que estuviera ahí su hijo. No tanto
para defenderse de aquellos negros que ahora se le habían despatarrado en su
propia casa, sino para enfrentar todo eso que no tenía ni pies ni cabeza y
sentirse junto a un ser humano, una persona civilizada. Era como si de pronto
esos salvajes hubieran invadido su casa. Sintió que deliraba y divagaba y sudaba
y que la cabeza le estaba por estallar. Todo estaba al revés. Esa china que
podía ser su sirvienta en su cama y ese hombre del que ni siquiera sabía a
ciencia cierta si era un policía, ahí, tomando su coñac. La casa estaba tomada.
-Qué le hiciste - dijo al fin el negro.
-Señor, mida sus palabras. Yo lo trato con la mayor consideración. Así que haga
el favor de ... -el policía o lo que fuera lo agarró de las solapas y le dio un
puñetazo en la nariz. Anonadado, el señor Lanari sintió cómo le corría la sangre
por el labio. Bajó los ojos. Lloraba. ¿Por qué le estaba haciendo eso? ¿Qué
cuentas le pedían? Dos desconocidos en la noche entraban en su casa y le pedían
cuentas por algo que no entendía y todo era un manicomio.
-Es mi hermana. Y vos la arruinaste. Por tu culpa, ella se vino a trabajar como
muchacha, una chica, una chiquilina, y entonces todos creen que pueden
llevársela por delante. Cualquiera se cree vivo ¿eh? Pero hoy apareciste,
porquería, apareciste justo y me las vas a pagar todas juntas. Quién iba a
decirlo, todo un señor...
El señor Lanari no dijo nada y corrió al dormitorio y empezó a sacudir a la
chica desesperadamente. La chica abrió los ojos, se encogió de hombros, se dio
vuelta y siguió durmiendo. El otro empezó a golpearlo, a patearlo en la boca del
estómago, mientras el señor Lanari decía no, con la cabeza y dejaba hacer,
anonadado, y entonces fue cuando la chica despertó y lo miró y le dijo al
hermano:
-Este no es, José. - Lo dijo con una voz seca, inexpresiva, cansada, pero
definitiva. Vagamente el señor Lanari vio la cara atontada, despavorida,
humillada del otro y vio que se detenía bruscamente y vio que la mujer se
levantaba, con pesadez, y por fin, sintió que algo tontamente le decía adentro
“Por fin se me va este maldito insomnio” y se quedó bien dormido. Cuando
despertó, el sol estaba tan alto y le dio en los ojos, encegueciéndolo. Todo en
la pieza estaba patas arriba, todo revuelto y le dolía terriblemente la boca del
estómago. Sintió un vértigo, sintió que estaba a punto de volverse loco y cerró
los ojos para no girar en un torbellino. De pronto se precipitó a revisar los
cajones, todos los bolsillos, bajó al garaje a ver si el auto estaba todavía, y
jadeaba, desesperado a ver si no le faltaba nada. ¿Qué hacer?, a quién recurrir?
Podría ir a la comisaría, denunciar todo, pero ¿denunciar qué? ¿Todo había
pasado de veras? “Tranquilo, tranquilo, aquí no ha pasado nada”, trataba de
decirse pero era inútil: le dolía la boca del estómago y todo estaba patas para
arriba y la puerta de calle abierta. Tragaba saliva. Algo había sido violado.
“La chusma, dijo para tranquilizarse, ”hay que aplastarlo, aplastarlo”, dijo
para tranquilizarse. “La fuerza pública”, dijo, “tenemos toda la fuerza pública
y el ejército”, dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el
señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada.

 El marqués de la Rural
Por Germán Rozenmacher
Las exposiciones de la Rural tienen siempre algo de fiesta bárbara. Desde hace
un siglo, los estancieros que nos gobiernan se juntan todos los años en esta
asamblea ritual con discursos presidenciales, asistencia de embajadores y aires
de fiesta patria con granaderos, banda del Colegio Militar y, ahora, locutores
de radio que transmiten el acto a todo el país. La cosa no deja de ser
melancólica. El domingo de sol, los caminos interiores de la Rural, las damas y
los caballeros encontrándose por casualidad y saludándose amablemente como hace
treinta años en esta especie de Versalles de las vacas, las cuales en sus tronos
de paja, dentro de los stands, con medallas como coronas en torno a la testuz y
rumiando su peso que vale oro, son las verdaderas actrices del espectáculo.
Es bastante discreta la decadencia de todo eso. Porque año a año los precios que
se pagan son menores y porque parece que ahí, en Palermo, entre los cercos de
hierro de la Rural, todos vivieran en otro mundo, el crepúsculo es largo y el
bocado demasiado bueno, y la vieja astucia de los señores se las ingenia,
finalmente, para seguir teniendo la manija.
Pero después de todo, no es de esto de lo que quería escribirles hoy. Mucho más
apasionante es el trasmundo que bulle en las exposiciones de la Rural, lejos de
los palcos, de los discursos presidenciales, fuera del estadio, entre la
multitud de curiosos que recorren los caminos interiores de nuestros Campos
Elíseos. Ahí estaban, por ejemplo, esos muchachos de quince años detrás nuestro,
con sus melenas entre cuchilleras y mariconas, y sus pantalones, anchos de
botamanga, al estilo Popeye:
–Pero, ¿estás loco vos? ¿Te creés que mi papá va a pasar vergüenza? Mi viejo se
vino en el coche presidencial. Tenemos apenas un Siam Di Tella. ¿Y querés que
con ese coche rasposo se venga a la Rural? ¡Estás loco vos! Se quema para toda
la vida el viejo con un coche así entre tantos Impala. No, papá se vino en el
coche presidencial.
Y así, cada tres minutos volvía a repetir la misma historia, a voz en cuello, a
grito pelado, para que lo escucharan todos y para que se enteraran que su papá
se vino en el coche presidencial. O sino, ahí está ese amigo de Colegio Nacional
que me regaló las entradas. Tiene un apellido cualquiera, un traje lustroso en
las asentaderas y los codos, un oscuro empleo en la Caja de Ahorro Postal
mientras continúa su crónica carrera de abogado. Desde que recuerdo, se jugó
hasta el último centavo en las carreras. Igual que su padre, un procurador
tristón, de mala muerte, que no sonríe nunca, que apenas trae para dar de comer
a su mujer y sus hijos más chicos. Pero, eso sí. Desde chiquito, mi condiscípulo
tenía delirio de grandeza. El otro día me lo encuentro por la calle y, como
quien no quiere la cosa, me dice:
–¡Ah, che! Antes que me olvide, ¿no querés unas entraditas para la Rural el
domingo? Vos sabés que mi viejo es amigo íntimo del dueño de toda la península
de Valdés; esa verruguita que le sale al mar debajo de Bahía Blanca. Tiene
ovejas del año que le pidas ese tipo. Muy amigo de mi papá, sí. Cuando mi
familia tenía campos, hacían negocios juntos. Ahora, como mi papá anda en el
foro…
Todas macanas. Ilusiones del viejo y de la vieja. Uno le ve los codos raídos,
piensa en los pobres sueldos que con su ojerosa cara de caballo despeinado se
juega a los burros, y lo ve con sus ínfulas, y uno piensa: “Este tipo, ¿a quién
le ganó?”. Entonces me dice:
–A propósito, che, ¿no me invitás un café con leche?
Ahí está la madre del borrego. ¿Dónde consiguió esas entradas?
¡Misterio! Tenerlas y pavonearse con ellas es el sentido de su vida. ¿Y cuántos
almuerzos se habrá ligado con ese cuento de las entradas, él, su papá y toda su
familia de sangre azul?
–No, viejito, no tengo un mango... –Lo que no era cierto. “Dónde hay un mango,
viejo Gómez / los han limpiado a todos con piedra pómez”, como dice el tango. Y
haciéndole un lindo corte de manga al atorrante, me fui.
Entonces, colado, ese domingo de sol, caminábamos por la Rural viendo la otra
cara del fausto nacional: los granaderos desmontados, lejos del estadio, con la
guerrera medio desabrochada, sentados con sus altas botas contra la verjas, como
trasnochados soldados napoleónicos contando chistes verdes, o extras de una
película de De Mille, tomando café express con el quepí puesto; parecían más
humanos, más queridos. Y los gauchos decorativos sobre sus caballos con aperos
de plata que tascaban ruidosamente el freno, leían Radiolandia esperando la hora
de la farsa del gran desfile en el que tenían que poner por lo menos cara de
montoneros del 1830.
Entonces fue cuando vi eso de lo que quiero hablarles desde el comienzo. En un
recodo de un camino, entre amazonas con galera y oficiales extranjeros que andaban por
ahí curioseando la fiesta de las vacas sagradas, sentado enhiesto en su asiento, con
su impecable y anticuado traje a rayas claras, en lo alto de una berlina, había
un viejo de bigotes blancos. Todo el fastuoso tapizado de su carruaje era de
terciopelo verde. Y sobre sus rodillas, junto a un bastón de puño de marfil y un
chal finísimo había una manta de viaje, también verde, que lo cubría hasta los pies.
En el pescante había un conductor de galerita y cuello duro, con esos chalecos
cruzados que se abrochan al costado y esas corbatas anchas y antiguas. Todo era
demasiado increíble. Pero la gente pasaba sin ver nada. Los únicos que se
paraban eran los chicos, las nenas de cinco años, que se quedaban boquiabiertas,
con esa inocencia que se maravilla de todo, mientras los grandes pasaban al lado
del carruaje y lo miraban como si fuera un poste. Y era una cosa de verlo al
viejo sacándose ese sombrero galerudo, ese sombrero de embajador, al estilo de
los que se usaban en las fotos del año 30, con un gran gesto de reverencia,
saludando a las niñas de cinco años que se paraban a mirarlo, como si estuviera
saludando a toda la corte británica, a unas grandes damas. ¿Qué hacía ese
carruaje en ese sendero de la Rural, junto a un cantero, entre las tropillas de
caballos espléndidos que pasaban abriéndose paso al galope entre la multitud y
los toros que salían de los stands rumbo al desfile ritual en el estadio? ¿Quién
era ese viejo increíble?
–Buenas tardes, señor.
El viejo de bigotes blancos se sacó el sombrero ante mí, con esa mano cuidada,
blanca y pecosa con un rubí enorme, y saludó como quien despliega un abanico.
Después se lo puso de nuevo y seguí mirando en el vacío, ausente, a lo lejos.
Parecía acostumbrado a que le admiraran en silencio y lo saludara todo el mundo.
Casi parecía un deber saludarlo.
–¡Qué lindo mateo! –le dije, admirando.
–¿Mateo? –entonces me miró escandalizado– ¡No ser mateo, ser victoria!
Me disculpé por mi plebeya torpeza porque casi se puso como si le hubiera
ofendido a la madre. Pero como la victoria parecía ser su tema, su gran tema, en
seguida me informó:
–Gran victoria, esta. Toda importada. Asientos ser de Francia, elásticos de
Bélgica, capota de Alemania, ejes de Norteamérica y caballos de Inglaterra –esa
victoria era toda una Sociedad de las Naciones. Frente a él, contra el respaldo,
había un reloj detenido en las 5 y cuarto–. Y, además, tener radio –dijo,
levantando una solapa en el respaldo. La victoria japonía [sic] radio a
transistores–. Esta ser japonesa –agregó, y entonces, de pronto se puso
melancólico, como si una levísima nube le pasara por los ojos, y contó–. Antes
yo tener 42 de estas en mi país.
–¿Para usted solo?
–Sí –dijo y, llevándose la mano al pecho, mirándome, agregó–. Yo ser de sangre
real. Yo ser marquís.
Un marqués en la Rural, haciendo tiempo sobre su victoria y saludando a los
chicos como quien saluda al gran duque. ¿Se dan cuenta?
–¿Hace mucho que está en el país?
–Doce años. Venir de Hungría. Los rusos me sacaron todo.
–¡Qué joda! –le dije, aprovechándome deshonestamente de los magros conocimientos
de lunfardo que tendría el marqués.
–Sí –contestó, mirando mi apesadumbrado rostro.
–¿Y aquí, qué hace?
–Soy estanyero en provincia de Buenos Aires. Mi victoria sacar dos veces ya
premio en desfile de carrozas.
Un marqués venido a menos esperando su turno para desfilar por el estadio, como
en el circo, para conseguirse un premio. No debían andar del todo bien sus
finanzas. Me lo imaginé cruzando la ciudad en su carruaje, esperando delante de
los semáforos, y hasta juraría que algún grandulón desde cualquier esquina le
habrá gritado: “¡Che, galerita, qué producto vendés!”. Y no estaría del todo
errado. Porque, cuando lo dejé de nuevo con la mirada ausente, hierático, quizá
pensando que paseaba por el Prater o por los jardines de algún palacio real
europeo, me puse a hablar con el hombre del pescante. Este sí que era un carrero
viejo.
–Estoy aburrido –me dijo.
–¿Qué piensa del marqués? –le dije. Se encogió de hombros. Entonces me contó la
verdad. El viejo de los finos bigotes blancos debía haber sido marqués en alguna
parte, pero lo que era acá la laburaba de tal para seguir tirando. Me contó que
el marqués tenía una fiambrería por Belgrano, que se había gastado una fortuna
para hacerse de esa victoria, y que se pasaba el año preparándose para la
exposición, que nunca había tenido estancia y que la yugaba todo el día. “Qué va
a hacer –me dijo–, hay que vivir, ¿no?”. Pero con el asunto de su sangre real,
se ligaba invitaciones a grandes fiestas, a estancias, a recepciones, donde
solamente tenía que trabajarla de marqués, así, perfecto como estaba ahora, de
bronca, hierático, en el asiento de atrás. ¿Qué les parece? Y entonces pensé en
mi amigo muerto de hambre que se la tira de aristócrata para codearse con la
gente de plata, en nuestra aristocracia con olor a bosta, que necesita de un
marqués para sentirse aristocrática. Una especie de ley del embudo. Y entonces
vi salir a una formidable vaca blanca, con su corte de peones detrás. Una vaca
enorme, hermosa, con la cola trenzada, que se veía que la habían estado cuidando
entre todos porque era la estrella de la jornada. Y mientras caminaba
pesadamente, a la vaca se le ocurrió hacer sus necesidades. Entonces uno de los
peones que iba detrás, le levantó la cola para que no se la ensuciara, agarró un
gran pedazo de estopa y le limpió suavemente los cuartos traseros.
En fin. Vaquitas de Anchorena, Himno Nacional, marqueses en decadencia,
trepadores que no se muestran el coche para no pasar vergüenza, peones
analfabetos que cuidan toros como si fueran princesas, discursos presidenciales,
granaderos que alguna vez fueron libertadores. Y dale que va.
Toda una fiesta de la argentinidad.
[Publicado en Revista Compañero, Nro. 11, 20 de agosto de 1963]
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