Regreso de la Atlántida

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Fabrice Colin

—Los tres intervenimos en esta historia —observa Mercedes con lágrimas en los ojos mientras acaba de secar los platos—. Siempre hemos estado unidos, y ahora eso no va a cambiar. No haga caso —añade para tranquilizarme—; estamos felices, no se imagina hasta qué punto.

La sigo por el pasillo. A un lado, el cuarto donde descansa su marido, Cayetano, en coma desde hace varios años. Al otro, el de Júpiter, su hijo, siete años: un niño que ya no es como los otros.

Supe de la existencia de los Lascaray por casualidad, gracias a un foro dedicado a los fenómenos paranormales. Uno de los participantes, el profesor Ortolano, especialista en civilizaciones perdidas, intervino en él personalmente para recordar su última expedición hasta la fecha. Copio aquí lo esencial de su artículo:

Aunque una comunidad científica cada vez mayor admite ya la existencia de la Atlántida, su localización sigue siendo objeto de grandes especulaciones. Diversos expertos, coincidiendo en esto con el filósofo Platón, piensan que estaba situada en los confines del Mediterráneo; otros, entre los que me encuentro, la sitúan en algún lugar del océano Atlántico, considerando que las islas Bimini, en el mar de Florida (donde recientemente se han descubierto unas ruinas submarinas), constituyen sus últimos vestigios. Los megalitos de las regiones costeras de Europa y de África del Norte, aparecidos por primera vez alrededor del quinto milenio antes de Cristo, o sea, poco tiempo después de la supuesta fecha del hundimiento de la civilización atlante, respaldan esta tesis.

Nosotros postulamos que los atlantes debieron de colonizar los ríos de Europa, la costa del norte de África y de Egipto, y una parte del litoral italiano, antes de desaparecer. Existen suficientes evidencias arqueológicas a lo largo del Paleolítico para que el predominio de la navegación en esa época dé credibilidad a esta teoría. […] Por otra parte, la influencia atlante en las culturas neolíticas es indudable cuando se comparan los métodos de construcción de los edificios ciclópeos y los dispositivos arquitectónicos de los monumentos megalíticos con ciertas estructuras submarinas de varias zonas costeras, particularmente en Europa occidental y en el Mediterráneo.

Hace dos años y medio organicé una expedición científica a unas cincuenta millas náuticas al sur de Tenerife, en las islas Canarias, para tratar de identificar un enorme objeto paralelepípedo localizado a ciento veinte metros de profundidad.

Gracias al apoyo de un grupo industrial español, la expedición fue dotada de los medios adecuados, incluido un submarino de bolsillo, y la participación de eminentes especialistas en arqueología. Rodamos una serie de películas mostrando que, además del paralelepípedo, dos estructuras piramidales de ciento cincuenta metros de altura y una base de trescientos metros de ancho, situadas a una distancia de varios cientos de metros, pero conectadas por un muro exterior, componían un conjunto mucho más extenso de lo que habíamos imaginado: una ciudad submarina.

Por desgracia, como sin duda ustedes sabrán, las películas en cuestión, que constituyen a mis ojos una prueba irrefutable de la existencia de la civilización atlante, fueron requisadas por el gobierno español con pretextos jurídicos relacionados con unas malversaciones aparentemente efectuadas por el grupo financiero. […] A día de hoy, unos documentos fundamentales para el conocimiento de las civilizaciones perdidas, documentos que somos los únicos que podemos aprovechar y analizar como se merecen, yacen inútilmente en los archivos del Estado español, esperando una resolución judicial que aún tenemos la esperanza de que sea favorable.

Escribí al profesor. No sé qué era lo que me fascinaba de él: ¿su fe desesperada en sus teorías? ¿La indiferencia manifestada hacia sus autores? El caso es que nos carteamos durante algunos meses, y así fue como la historia de Cayetano Lascaray, de cuarenta y cuatro años, buzo profesional y miembro de su expedición, llegó hasta mí.

Hace más de tres años que Cayetano vegeta en un coma profundo. Al término de una de sus inmersiones, y por una razón hasta ahora desconocida, subió demasiado deprisa a la superficie sin respetar las etapas reglamentarias. Unos minutos después de que lo hubieran izado al puente, sufrió lo que los buzos llaman un síndrome de descompresión.

Los médicos no saben si volverá a despertar algún día. Según Mercedes, las lesiones causadas en su cerebro no parecen irreversibles. Por lo tanto, subsiste una ligera esperanza; aparentemente, la esperanza es lo único que les queda a los Lascaray.

Las Galletas, en el extremo sur de Tenerife. Mercedes y su marido viven en un piso de tres habitaciones frente al mar, encima de una marisquería. Las ventanas están abiertas, la brisa mueve las cortinas. Todo es cálido, silencioso, casi perfecto. En el horizonte, el azul del cielo se funde con el gris del mar. Cuando le pregunto cómo llegó hasta aquí, Mercedes me sonríe.

—Es mi ciudad natal —me explica, acodada en el balcón—, y también la de Cayetano. Nos conocimos en el colegio y nunca nos hemos separado. Mi hijo nació en este piso. Mi madre vive a quinientos metros. ¿Por qué deberíamos marcharnos?

Situado a unos quince kilómetros de las playas de los Cristianos y de las Américas, ambas muy frecuentadas por los turistas, Las Galletas es un tranquilo pueblo de pescadores que goza de un clima uniforme durante todo el año. Es también, y sobre todo, un paraíso para los buceadores. Formada por las erupciones volcánicas, la isla ofrece un panorama submarino espectacular: coladas de lava solidificadas, cúmulos irregulares, grutas, arcos, órganos basálticos y cañones entrecortados por arenales amarillos. Es fácil imaginar, cuando se baja algunos metros, el choque entre el agua y las coladas candentes, el trabajo de la materia, la violenta fusión que ha esculpido estos paisajes fantasmagóricos.

La tarde se alarga. El pequeño Júpiter se ha metido en su cuarto y trabaja en su gran obra (volveré a ello). Mercedes y yo hemos sacado unas sillas al balcón. Esta mañana, la mujer ha procedido al aseo de su marido: dos horas de cuidados diarios. El resto del tiempo lo dedica a las tareas de la casa.

—No hemos recibido indemnización alguna por el accidente de Cayetano —aclara—. Hemos tenido problemas con la aseguradora porque la inmersión era ilegal. Contratar a un abogado nos costaría demasiado. Prefiero salir del paso de otra manera. Con una auxiliar de enfermería.

—¿Y el profesor Ortolano? ¿Está usted en contacto con él?

—El profesor es un marginal. Me escribe dos o tres veces al año para pedirme noticias. Promete que me enviará dinero. Todavía estoy esperando.

—¿Dónde vive?

—En Sevilla. Pero viaja constantemente.

Reflexiona durante un momento.

—Con respecto a sus teorías sobre la Atlántida… Me gustaría preguntarle…

—¿Si las comparto? No me apetece responder a eso. Sé que allí, debajo de la superficie, hay algo. —Abarca el mar con un gesto de la mano—. Una ciudad submarina. Ignoro los detalles. No soy especialista.

—¿Ha visto las películas de la expedición?

Niega con la cabeza.

—Que yo sepa, nadie las ha visionado nunca, salvo Ortolano.

Silencio. Hace unas semanas, Mercedes me envió una larga carta contándome su vida y la de su familia. Me quedé boquiabierto: los pocos correos electrónicos que habíamos intercambiado hasta entonces no permitían presagiar esa confidencia.

Hoy sigo ignorando por qué Mercedes decidió abrirse a mí de esa forma, pero me alegro de que lo haya hecho.

La habitación de Júpiter da a un patio. En una esquina hay una cama de niño y, junto a ella, una mesa barata con una silla plegable. Fijada en la pared, una repisa se arquea bajo el peso de los libros y trofeos: el chico, que quiere ser deportista profesional «cuando sea mayor», participa regularmente en competiciones de natación. Pero por ahora se dedica a otro proyecto. Proyecto que se revela incapaz de explicitar de forma inteligible. En medio de la habitación, una tabla de contrachapado montada sobre unos caballetes soporta una amplia maqueta de una ciudad laberinto, rica en innumerables detalles, provista de templos, de casas y de fuentes. En los extremos se alzan dos pirámides. Las construcciones, pintadas a mano en tonos ocres, son de plástico y de poliestireno. Cada una posee sus puertas, sus ventanas, su atrio… ¿Es necesario preguntar el nombre de esta ciudad?

—De hecho —explica el chico—, no lo tiene. Pero sé muy bien dónde se encuentra. Y sé que en la vida real se parece a esta.

—¿En la vida real?

—Bajo el mar.

Me inclino sobre la construcción. Callejuelas, escaleras, lavaderos y hornos de pan, todo está reproducido casi al milímetro. A nivel arquitectónico, es una mezcla del antiguo Egipto, las ruinas de Herculano y los jardines colgantes de Babilonia. Señalo una pirámide.

—Tu padre hizo una inmersión aquí, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Cómo se te ocurren estas ideas?

Señala la habitación de sus padres.

—No lo sé. Habría que preguntárselo a mi padre. Me puse a hacer este trabajo unos días después de que regresara a casa. Antes estaba en el hospital: demasiado lejos de nosotros. Ahora es como si él me inspirara. Y no puedo parar.

—¿Te hablaba tu padre de sus inmersiones?

—No. Yo era demasiado pequeño.

—Y desde su… accidente, ¿has tratado de conocer más cosas sobre su trabajo?

Júpiter niega con la cabeza. Las pirámides son edificios escalonados, provistos de boquetes laterales y cilíndricos.

—¿Y esto qué es?

—Esto era para el dios del viento.

—¿El dios del viento?

—Sonaba cuando el viento rugía, y la gente decía que era el dios del viento, y ellos le dejaban hablar de muchas formas diferentes.

—¿Tienes una idea de quiénes eran esas gentes que evocas?

—No mucho.

—¿Los atlantes? ¿Has oído hablar de los atlantes?

—Sí.

Mercedes consigue llamar mi atención y adivino por su expresión que es conveniente que ponga fin a la conversación.

—Ya sabe usted lo que se dice de los grandes artistas —me conduce a la sala—: la obra se realiza «a través» de ellos. Francamente, no veo otra forma mejor de explicar lo que le omite a mi hijo. Apenas es consciente de lo que construye. Algunas noches me lo encuentro sentado encima de la cama, con las pinzas y los pinceles en las manos. Si le dejara, trabajaría en ello las veinticuatro horas del día.

Ha anochecido, pero las ventanas se han quedado abiertas y las cortinas siguen moviéndose. Mercedes me ha hecho pasar a su cuarto hace un rato. Me ha contado cómo vivía Cayetano, para qué sirven las máquinas a las que está conectado. Otra ya estaría sumida hace tiempo en el abatimiento y en la resignación; pero ella no conoce esa palabra.

Vive para su hijo, por supuesto. Pero no solo.

En la cocina inmersa en la penumbra, Mercedes sopla sobre su taza de té.

—Mis primeros sueños, la gran ciudad bajo el mar, empecé a tenerlos a los pocos días de haber regresado mi marido. Al principio eran pesadillas, solo eso. Me perdía en el corazón del laberinto y acababa ahogándome. Después, Júpiter empezó con su maqueta. Parecía construirla para guiarme. Cuando sueño me limito a explorar los lugares que él ya ha construido: así no corro el peligro de perderme.

Enciende un cigarrillo, da una calada y me mira fijamente.

—¿Usted no fuma?

—No.

—Yo antes tampoco. Ahora esto me prepara para el sueño. Es como un rito especial.

Ríe, y su risa cae en cascada en medio de la noche, como un collar de perlas roto.

—Usted se pregunta adonde nos conducirá todo esto, ¿no?

—Yo no pienso en esos términos.

—Busco la pieza central.

—No le entiendo.

Da otra calada y luego aplasta su cigarrillo en el cenicero.

—No exploro esta ciudad en vano. Mi marido se encuentra en el interior, en alguna parte. Lo importante es saber dónde. Sé que puedo seguir buscando durante años. Sé también que acabaré por encontrarlo. Estará ahí, sentado en medio del patio, en una silla sencilla. Estará ahí esperándome.

Las dos de la mañana: ya es hora de dormir. Mercedes abre el sofá cama para mí.

Como cada noche, ella se conformará con un colchón instalado al pie del lecho conyugal.

Nos damos las buenas noches. Leo durante un cuarto de hora y después apago la luz.

Las dos y media: no consigo conciliar el sueño. Las palabras que Mercedes ha pronunciado antes de irse continúan dando vueltas en mi cabeza. «Los tres intervinimos en esta historia».

Cayetano ha visto las ruinas. Júpiter construye la ciudad. Mercedes se desliza por ella en sueños, deambula por sus meandros. Un día encontrará a Cayetano. ¿Qué pasará entonces? Misterio.

Mercedes no ha considerado útil contarme lo que le sucedió al profesor Ortolano. Los sueños de su familia los vive como un don, como una aventura interior. Al igual que a su hijo, le da igual saber si la ciudad que su marido ha explorado es realmente una ciudad atlante.

—Ante todo es la ciudad de nuestro amor —me confía—. Usted no sabe lo que sucede en mi interior. Mi hijo me habla a veces de ello. Venga usted a verme dormir, si quiere.

Las tres de la mañana: el típico insomnio. Avanzo de puntillas por el corredor. Las puertas de las habitaciones están entornadas. Envuelto en las sábanas, Júpiter duerme profundamente. Su maqueta palpita con un extraño resplandor; quizá solo sea el fruto de mi imaginación.

Ahora abro la puerta del dormitorio conyugal. Tardo unos minutos en acostumbrarme a la oscuridad.

La ventana está abierta. Tumbada boca arriba, al pie de la cama eléctrica, Mercedes tiene cogida la mano de su marido. Suavemente, su otro brazo se mueve. Parece nadar a braza. De sus labios sale un gemido. Una frase se destaca perfectamente clara: «Creo que nunca había venido todavía por aquí».

Tengo la sensación de estar violando un santuario. Conteniendo la respiración, me bato en retirada, llego a la sala y apago todas las luces.

Al día siguiente, en la cocina, Mercedes me saluda como si nada hubiera pasado. Su rostro está tranquilo. Sus párpados entrecerrados filtran la luz dorada.

Acerco una silla y me siento a su lado. Son las ocho y Las Galletas se anima poco a poco; se oye a unos hombres insultarse afuera.

—¿Ha dormido bien?

—Muy bien, gracias.

Júpiter se ha ido al colegio. En cuanto a Mercedes, hoy va más tarde a trabajar. A Cayetano le han lavado y le han cortado las uñas, y ella le ha masajeado las piernas. La auxiliar a tiempo parcial vendrá para relevarla.

—Es extraño —digo.

—¿El qué?

—Sus ojos. Aquí nadie los tiene azules.

Sonríe.

—Antes no los tenía azules. Los tenía marrones. Me cambiaron de color hace tres años, nada más tener mis primeros sueños.

—ES…

—¿Difícil de creer? Eso me dicen. Los vecinos están convencidos de que me he puesto lentillas. No intento convencerlos. En cuanto a Júpiter, sabe muy bien que es mi verdadero color. Honestamente, es lo único que me importa.

(De: Vidas extraordinarias de gente corriente, 2010)