Represión, muerte e impunidad

Represión, muerte e impunidad

Por Ricardo Ragendorfer

Un documento oficial reservado que caracterizaba a los mapuches como un peligro para la explotación petrolera fue la antesala al desenlace trágico del lago Mascardi. Mientras el ministro Garavano asentía, la ministra Bullrich aseguró ayer que no necesita presentar pruebas de que los mapuches estaban armados para justificar el haber disparado a matar.

Foto: Joaquín Salguero/enviado especial NV

El eslabón inicial de esta cadena fáctica se podría situar a fines de agosto del año pasado, cuando el Ministerio de Seguridad elaboró un informe de gestión con el siguiente andamiaje argumental: los reclamos de los pueblos originarios no constituyen un derecho garantizado por la Constitución sino un delito de tipo federal porque “se proponen imponer sus ideas por la fuerza con actos que incluyen la usurpación de tierras, incendios, daños y amenazas”. Una dinámica cuasi subversiva, puesto que –siempre según el documento– “afecta servicios estratégicos de los recursos del Estado, especialmente en las zonas petroleras y gasíferas”.

Casi quince meses más tarde una enardecida patota del Grupo Albatros de la Prefectura desataba una cacería humana sobre un puñado de pobladores mapuches de la comunidad Lafken Winkul Mapu, asentada sobre una orilla del lago Mascardi, en Bariloche, que se había replegado hacia un monte, tras el virulento desalojo del jueves 23 de septiembre. Y ahora, exactamente a las 16.30 del sábado, ellos intentaban frenar con piedras a los uniformados; esas eran sus armas. La correlación de fuerzas era desigual; los perseguidores respondían con balas disparadas con pistolas, fusiles automáticos, escopetas y ametralladoras. Los proyectiles rebotaban en los árboles; la corrida era desaforada. De pronto, alguien gritó: “¡Me dieron! ¡Me dieron!”. Era la voz del muchacho que iba a la vanguardia. Otro proyectil dio en el hombro de una mujer; se trataba de Johana Colhuán; aquel plomo le pasó de lado a lado. En ese mismo instante se oyó otro alarido. Había sido lanzado por una silueta que caía. Entonces se le oyó decir: “¡No puedo respirar!”, en medio de un gemido atroz. El tiro le había atravesado un pulmón. Rafael Nahuel, de 21 años, ya agonizaba. Murió minutos después.

Mientras las crónicas periodísticas resaltaban la coincidencia temporal entre el velatorio de Santiago Maldonado en la localidad bonaerense de 25 de Mayo y el asesinato de Rafael, la única reacción oficial fue el silencio. Un estremecedor silencio rematado con la intensificación del accionar represivo en la zona y un novelesco comunicado. Recién el lunes, el ya afamado dúo compuesto por los ministros de Justicia y Seguridad, Germán Garavano y Patricia Bullrich, tomó la palabra.

Las definiciones de esta última seguramente serán recordadas por las futuras generaciones. Primero dijo que “la Prefectura tuvo que enfrentarse con gente que poseía formación militar y armas de grueso calibre”. Y añadió: “Se trata de personas que no reconocen al Estado ni la Constitución, personas violentas que no respetan la ley. También prometió “cuidar a los argentinos que viven en el sur del país”. Luego, al ser consultada sobre si había registros grabados o balas que prueben que los integrantes de la comunidad mapuche tenían armas de fuego como para justificar el ataque de los prefectos, ella soltó: “Es el juez quien necesitará elementos probatorios, nosotros no”. Y tras una breve pausa, como para calibrar la reacción de los presentes, amplió: “Nosotros no tenemos que probar lo que hace una fuerza de seguridad nacional en el marco de una tarea emanada de una orden judicial. La Prefectura fue a enfrentarse con un grupo violento. El juez es quien deberá buscar las pruebas y ya está perdiendo bastantes días”. Así concluyó la conferencia de prensa, Pero un interrogante quedó flotando en el aire: ¿Qué tipo de encono mantenía aquella mujer con el magistrado? Éste era el juez federal de Bariloche, Gustavo Villanueva.

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En ese mismo instante Viilanueva estaba concentrado en la lectura de la autopsia. Aquel informe era concluyente; confirmaba que la víctima fue herida por la espalda con una bala de 9 milímetros que salió de una pistola reglamentaria. El examen precisó que el plomo ingresó por el glúteo y se alojó en el tórax. Eso prueba que Rafael estaba agachado al momento de recibir aquel disparo, y que atravesó órganos vitales, además de producir una hemorragia interna. Otro estudio revela que no tenía rastros de pólvora en sus manos; o sea, no había manejado armas de fuego.

Lo cierto es que era casi una broma del destino que el doctor Villanueva sea nada menos que el encargado de esclarecer aquella muerte, puesto que él había sido quien ordenó el ataque represivo del jueves y su continuación en los días posteriores. Precisamente a ese sujeto se le ocurrió desalojar a sólo 30 personas con una tumultuosa task force integrada por efectivos de Prefectura, Gendarmería y Policía Federal, debidamente enviados por el ministerio de la señora Bullrich.

No hay ninguna duda de que los preparativos del asunto –concretados en forma conjunta por el juzgado y el Poder Ejecutivo– fueron denodados y no dejaron ningún detalle librado al azar; aquella tropa armada hasta los dientes contaba con lanchas, motos de agua, drones, más de cien móviles y hasta un helicóptero. La militarización zonal se articuló con el siguiente esquema: los gendarmes controlaban la periferia territorial con retenes en la ruta 40 desde la cabecera norte del lago Mascardi hasta el río Villegas, donde establecieron un puesto fijo; mientras tanto, los policías tuvieron a su cargo la incursión en el asentamiento mapuche –una “fortaleza” compuesta por un puñado de carpas entre los cohiues del Parque Nacional–; por su parte, los prefectos del Grupo Albatros cercaban el monte para así evitar el repliegue de sus presas. La faena fue bestial; entre los detenidos hubo mujeres y niños de uno a tres años cuyas muñecas fueron debidamente precintadas. Lo cierto es que algunos pobladores lograron escabullirse en el monte, lo cual dio pie a las operaciones de los días posteriores. En el mismo momento que un anillo de prefectos batía su ladera en forma ascendente, el helicóptero depositaba otro contingente en la cima para rastrillarla de modo inverso. En tales circunstancias murió Rafael.

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Entre los cabecillas del operativo se destacaba nada menos que el jefe máximo de la Policía Federal, Néstor Roncaglia. Mientras que la coordinación entre las fuerzas de seguridad y el juzgado estuvo en manos de un viejo pájaro de cuentas: el secretario de Cooperación con los Poderes Judiciales, Gonzalo Cané, cuya celebridad fue fruto de haber sido el “comisario político” del juez federal Guido Otranto durante su intervención en el caso Maldonado.

Con él se completa el elenco jerárquico de esta trama criminal. Trama de la que la ministra Bullrich ya supo deslizar uno de sus nudos conflictivos: las tempranas desavenencias entre sus máximos responsables.

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