Se complican las cosas
(Fragmento del libro Conocer a Perón. Destierro y regreso, 2022)
Capítulo 22
Finalmente, Cámpora, su señora y sus dos hijos viajaron a Roma el 25 de marzo. Allí los esperaba el General, en compañía de la señora Isabel y de López Rega. Por su parte, y en un viaje armado por Rodolfo Galimberti y Héctor «el Vasquito» Mauriño, viajaron a Roma Mario Eduardo Firmenich, Roberto Perdía y el Negro Quieto. Antes de la partida, hablé de nuevo con Cámpora para reiterarle la mala situación con la que se iba a encontrar.
Para esas fechas, Rucci me había comentado que Alberto Manuel Campos, candidato a intendente de San Martín, de regreso de un viaje a Madrid, en el que solo se había visto con la señora Isabel y López Rega, le había dicho: «La señora está muy molesta con Cámpora». José Rucci había ido tomando cada vez más distancia de Cámpora. Fue él quien me contó de una frase de Cámpora: «Yo siempre fui un señor de las señoras», haciendo referencia a su estrecha relación con Eva Perón y ahora con Isabel.
Le comenté esta nueva referencia a Cámpora y le agregué que tenía que tener mucho cuidado con Santiago de Estrada, que era el embajador ante la Santa Sede, porque sabía que había estado averiguando datos sobre él. De Estrada era del grupo del Ateneo de la República, escindido de Azul y Blanco, y ahora de nuevo cercanos. El encuentro de Cámpora con el General fue muy cálido, pero, como era obvio, ya en Fiumicino estaba De Estrada para saludar al presidente electo y ofrecer sus buenos oficios para solicitar una audiencia con el papa Paulo VI.
Se le dijo que la audiencia debía incluir al general Perón y al doctor Cámpora, y el embajador partió con su encargo. Recién el 28 de marzo el Vaticano anunció la audiencia para Cámpora y su familia. Perón quedó excluido. Cámpora consideró esto «una catástrofe», pero el General pensó que podía ser prudente no desairar a Su Santidad. La audiencia sería a la mañana siguiente. Sánchez Sorondo me avisó —yo lo había puesto en alerta— sobre cómo iba a ser la audiencia, e intenté comunicarme con Cámpora, que me eludió. Di con su hijo Héctor, al que le dije —sin que pareciera entender nada— que era importante que su padre presentara en la mañana un cuadro de muy fuerte gripe, con alta temperatura, y no fuera a la entrevista. Fue un diálogo de sordos. Finalmente, fueron a la audiencia y avanzaron otro paso más hacia la «catástrofe».
Mientras tanto, se había producido el primer encuentro de los dirigentes montoneros con el General. Llegó primero el Vasquito, que fue recibido por López Rega, quien de inmediato cargó contra Cámpora diciéndole que los estaba traicionando, que el General estaba mal de salud y que Cámpora quería cortarse solo, pero que ellos no lo iban a permitir. Cuando llegaron Firmenich, Perdía y Quieto y, mientras avanzaban hacia la suite de Perón, López Rega fue repitiendo los mismos ataques contra Cámpora, diciéndoles que tenían que unirse para evitar la traición. Esto me lo contó al día siguiente Galimberti, a quien había llamado el Vasquito para informarle.
En el tomo II de Perón. Exilio, resistencia, retorno y muerte, (24) cuenta Galasso, tomando declaraciones publicadas en la revista Noticias del 21 de febrero de 2004, que Firmenich dijo:
Lo conocí a Perón en Roma en abril de 1973. Yo estaba con el Negro Roberto Quieto y Roberto Perdía. Era la primera vez que Perón veía a Cámpora después de que hubiera sido electo. Desde que José López Rega nos recibe en la puerta, nos fue hablando pestes de Cámpora y diciendo: «Nosotros tenemos que decirle todo esto al General, en presencia de Cámpora». Supongo que pensaría que éramos más tontos que lo que parecíamos.
De manera similar, Perdía dijo que «Perón no ocultaba su preocupación por la necesaria reconversión de nuestra fuerza, y nos reseñó sucesos históricos para ejemplificar las dificultades para el reintegro a la vida civil por parte de quienes venían de protagonizar una resistencia que incluía actividades militares». (25)
En Montoneros, (26) Roberto Perdía cuenta que, el último día en Madrid, López Rega los invitó a tomar un café en el Hotel Monte Real, cercano a la casa del General. Allí «desplegó su teoría sobre el futuro apelando a la metáfora del guitarrista de Gardel». Lo que les dijo López Rega fue lo siguiente: «El más eximio de esos guitarristas de Gardel murió con él en el accidente de Medellín.
El otro, menos habilidoso, había quedado en Buenos Aires, para reducir los costos de la gira. Eso fue lo que lo salvó. Pero, a la muerte de Gardel y de su mejor guitarrista, este, el menos habilidoso, se ganaría la vida suplantando su menor calidad con la fuerza de su título de El Guitarrista de Gardel». Y cerró la anécdota diciendo que ese era su futuro. Que el General sería presidente y que, a su muerte, lo sucedería Isabel. Entonces, llegaría su momento, porque ejercería el poder a través de Isabel, que era su discípula. Remarcó que, como aquel «guitarrista malo», él suplantaría sus deficiencias con el título de «secretario de Perón».
Finalmente, Perdía reflexiona: «Nosotros no asignamos a esas y otras anécdotas e ideas ninguna significación y valor más que los de sueños de un delirante. Con el tiempo, comprenderíamos cómo nos habíamos equivocado». En esas reuniones, los dirigentes montoneros entregaron las carpetas con sus trescientas propuestas para los cargos públicos y los vetos, que incluían a Antonio Cafiero, lo que no pude dejar de considerar una nueva desconsideración hacia mí, ya que mi amistad con Cafiero era muy conocida. El General, en una comunicación telefónica en la que no se cuidó en los temas que trataba, me comentó que había visto las carpetas de las que ya habíamos hablado (yo lo había informado de inmediato al conocer su existencia), que a mí me ponían como único candidato a ministro del Interior.
Me dijo que iba a ser quizás un poco menos fácil controlar a los muchachos, pero que lo que me encargaba era que no lo soltara a Rodolfo, que impidiera de cualquier manera que lo «encuadraran». Como hablaba sin reservas, le dije la dificultad que veía: Rodolfo no quería quedar subordinado a la «orga», pero había entrado en una especie de competencia, haciéndose cada vez más el duro, por lo que no soltarlo me obligaba a endurecerme yo también, poniendo en peligro la unidad del movimiento.
Es interesante conocer todo esto, porque demuestra el origen de los manejos de López Rega contra Cámpora. No parece haber habido inicialmente una motivación ideológica, sino exclusivamente personal, en su deseo de debilitarlo. Su plan fue siempre llegar a que el General fuera presidente y la Señora, vice. Cuando la salud de Perón se deterioró a partir de febrero, temió que el tiempo no alcanzara y quería quemar etapas. Pero, además, la primera alianza que buscaba era conmigo y con la Tendencia.
Cámpora regresó a Buenos Aires, y lanzamos la gira para la segunda vuelta, viajando a todos los distritos donde no se había llegado al 50%. Antes de viajar, tuvimos una reunión en su casa, de la que participamos Cámpora, Galimberti y yo. Con Galimberti, le dimos una información completa de lo que estaba pasando en los alrededores del General, y le destaqué el gravísimo error de la audiencia con el papa. Cámpora dijo que mi llamada a Roma había sido una imprudencia, que podía haber sido registrada por cualquier servicio, y que lo que no podíamos tener era un problema con la Iglesia. No hubo caso de hacerlo entrar en razones acerca de lo que iba a suceder.
El día que Cámpora estaba viajando hacia Buenos Aires, había recibido muy temprano en mi casa la inesperada visita de Raúl Lastiri, que luego de pedirme una reserva absoluta me dijo que su suegro, nada menos que López Rega, se había vuelto loco, pero que estaba armando, al parecer con apoyo de la señora Isabel, una intriga para voltear a Cámpora. Me dijo también que él veía complicada la elección en Capital y que le preocupaba, porque era muy injusto que me cargaran a mí el asunto, por la candidatura de Sánchez Sorondo.
Él sabía que yo no había tenido nada que ver y que todo en Capital lo había manejado Santiago Díaz Ortiz con Alejandro Díaz Bialet. Yo únicamente le había ofrecido a Enrique Graci Susini la segunda candidatura a diputado, luego de Díaz Ortiz, para lo que había pedido la autorización del General. Mi amigo Enrique, que no compartía muchos matices del proceso, tuvo la hidalguía de no aceptarla. Lastiri me mostró un boceto de un afiche que le habían llevado para que se pegara luego del 15 de abril si, como se pensaba, el peronismo salía derrotado: «¿Quién puso al piantavotos?», en relación a Sánchez Sorondo. Ese era todo el contenido. No me dijo (y me pidió que no le preguntara) quién le había llevado ese diagrama, que era una clara agresión en mi contra.
La candidatura de Marcelo Sánchez Sorondo y toda la cuestión de la candidatura de Anchorena en la provincia de Buenos Aires merecen un párrafo. En Gaspar Campos, con el General, y luego en casa de Llambí con Cámpora, reiterado dos días después en lo de Solano Lima, quedó claro que yo no intervendría para nada en esos dos procesos, por ser los distritos del candidato y de sus colaboradores más cercanos. Lo de Sánchez Sorondo, a su vez, fue un claro error político, ya que se lo candidateaba en la única posición, segundo lugar para el Senado, que iba a tener que disputar una segunda vuelta en la Capital. Si la ciudad de Buenos Aires nunca fue un distrito muy proclive al peronismo, menos lo sería para alguien con el perfil de Marcelo. De haber ocupado cualquier otra candidatura, fuera a disputado o a primer senador, nos hubiéramos ahorrado un disgusto. Pero prevaleció el interés de los armadores de la lista de ocupar ellos los primeros lugares.
Lo mismo, palabra más, palabra menos, me había dicho el día anterior Norma Kennedy, que pidió verme de urgencia. Dijo que la estaban «reclutando» en una conspiración, aunque ella prefería negociar, pero que Galimberti tenía que entrar en razones y debíamos despegarnos del Tío Cámpora, porque «ya no tiene arreglo».
Acordé que viniera al día siguiente a las ocho de la mañana a casa, porque salíamos para Córdoba a las once, y apreté a Galimberti para que fuera. Empezaron insultándose, pero acabaron en un cierto acuerdo de continuar hablando. Yo los había dejado solos, con Wenceslao Benítez a cargo, y fui a una cita que había armado por otro canal con Alberto Brito Lima, que no quería verse con Galimberti sin ciertas garantías. Más o menos me contó las mismas cosas que Norma Kennedy, y quedé en llamarlo.
En el viaje a Córdoba, conseguí aislarme con Cámpora y volví a insistirle, agregando los nuevos datos (no dije lo de Lastiri, porque podía generarle un lío serio). Dijo que él estaba manejando toda la situación, que la señora Isabel había estado sumamente afectuosa con él y que, para consolidar la relación, iba a enviar a su sobrino, Mario Cámpora, con su mujer, Magdalena Díaz Bialet, para acompañar al General y señora en París, que conocían muy bien, y donde podían serles muy útiles a Perón. Insistió en que Mario iba a convencer al General para que viniera el 25 de mayo, día de la asunción presidencial, y con el papel absolutamente central que el General tendría entonces se acabarían las intrigas. No hubo manera de hacerle entender lo equivocado que estaba, y se me salía del tema diciendo siempre que yo no entendía el manejo de «la Corte».
En El presidente que no fue, Miguel Bonasso cuenta:
El 7 de abril, cuando partieron de gira para la campaña de la segunda vuelta, Abal Medina habló largamente con el Presidente electo. Le comentó que el ambiente se estaba enrareciendo en la quinta y le propuso viajar a Madrid para frenar la intriga. Cámpora pensaba que Abal manejaba mal la corte de España y les restó importancia a los avisos. (27)
Debo aclarar que todo esto es parte de la versión que de esta época le da Mario Cámpora a Bonasso, a quien sigo citando:
Durante la vertiginosa gira que abarcó Neuquén, Santiago del Estero, Mendoza, San Luis, San Juan, Paraná, Santa Fe y Córdoba, Norma Kennedy envió varios mensajes a Galimberti y a Abal Medina exigiéndoles que entablaran inmediatas negociaciones. […] El 11 de abril en Córdoba, el dirigente de la JP y el secretario general se reunieron a puertas cerradas con el Tío, insistiendo en la necesidad del viaje a Madrid.
Pero Cámpora se volvió a negar. A todo esto, Galimberti ya me había contado en detalle lo sucedido en Roma y en Madrid, tanto con los Cámpora como con Firmenich, Perdía y Quieto. Coincidimos con Rodolfo en que, al no haber encontrado aliados ni de ellos ni míos, López Rega estaría ya reclutando disconformes, como lo demostraba el acercamiento de Norma Kennedy. Por otra parte, las reuniones con los jefes montoneros deben haber resultado por lo menos complicadas para el General.
Tal como me había anunciado el doctor Cámpora para estas fechas, Mario Cámpora y Magdalena viajaron a París, donde se encontraba el General, para reunirse con el presidente mexicano, Luis Echeverría. El viaje fue un desastre. Perón dejó a Mario largamente a solas con López Rega, que se despachó con todo tipo de acusaciones contra su tío, para culminar afirmando que «Cámpora cree que el poder es de él, pero el poder no es de él».
Luego de eso, cenaron con el General, que no pareció interesado en ninguno de los comentarios de Mario y lo trató con gran frialdad. Al despedirse, le ratificó que no iba a ir a Buenos Aires para el 25 de mayo: «No voy a ir para no robarle el show al doctor Cámpora. Yo iré después y entonces el balcón será para mí». (28)
Antes de ese viaje, López Rega, con sus contactos con Licio Gelli y Giancarlo Elia Valori, le había montado una trampa a Mario Cámpora, para hacerlo aparecer ante el General como intentando negocios usando desde ya las influencias políticas y presentarlo como un corrupto. Se valió para eso de un personaje turbio de nombre Alejandro Ferreira, que había llegado por Buenos Aires y se había presentado al doctor Cámpora como enviado del ministro de Agricultura italiano, Lorenzo Natali, al que Cámpora había conocido en su reciente viaje.
Una llamada, supuestamente desde Roma, acreditaba a este personaje que, además, citó a López Rega como su contacto. Cámpora verificó con López, quien le confirmó la seriedad del asunto y lo mandó con Mario. Su sobrino, a pedido de Ferreira, le dio unas líneas de saludo para Natali, con las que Ferreira se fue a Roma, entrevistó a Natali como supuesto enviado de los Cámpora, y sobre esa base armaron el escándalo que llegó hasta el General, antes del viaje de Mario y Magdalena a París.Mario volvió de inmediato a Buenos Aires e informó a su tío. Su conclusión era que evidentemente Perón quería ser presidente. Cámpora respondió: «Bueno, acá se hará lo que el General quiera. Nosotros estamos para cumplir su voluntad». Pero Bonasso, en su libro, cuenta que Cámpora, embarcado en la segunda vuelta, tampoco tomó tan en serio como hubiera debido esa advertencia. (29) No solo eso; en su entorno más íntimo, se continuó pensando que Cámpora podía seguir siendo presidente con el general Perón en el país. Esteban Righi le dijo a Marcelo Larraquy, el 13 de diciembre de 2016:
Si tengo que estar a lo que le dijo a Cámpora, Perón no quería ser presidente. Pero dicho «a lo Perón», que era un gran ambiguo. A cada uno le decía una cosa distinta. No estaba claro si Cámpora pensaba ser presidente por cuatro años, pero su renuncia no estaba pactada. Creo que la renuncia de Cámpora, en cambio, Perón la tenía en mente desde el principio, porque siempre quiso ser presidente. O bien la adquirió por influencia de su núcleo más íntimo, o por cómo se fueron dando los hechos. Perón tenía, a mi juicio, la imagen vieja de la Argentina. Veinte años provocan una distorsión enorme de cómo está el país. Él creía que volvía y todo se tranquilizaba. No tengo la experiencia del «Perón seductor», sino la del Perón mañero, complicado. Lo que le reclamábamos era que fuera claro. Que dijera: «Acepto ser presidente». (30)
El 15 de abril, el frente se impuso ampliamente, pero las derrotas de Santiago y Neuquén, y en especial la de la Capital, donde De la Rúa se consagró senador, descartando a Sánchez Sorondo, comenzaron a cargármelas. Ya empezaba a ser bombardeado desde Madrid, claramente por López Rega.
De inmediato tuve la solidaridad de Rucci, Lorenzo Miguel y Galimberti, que emitieron un comunicado conjunto muy fuerte, denunciando a sectores minoritarios y al «frigerismo», el sector desarrollista liderado por Rogelio Frigerio, que manejaba Clarín, como los responsables. Rucci fue especialmente duro en sus declaraciones, y se produjo una comida que fue difundida por la prensa, organizada por Cafiero, a la que además concurrieron Rucci, Lorenzo y Galimberti, que me propusieron viajar de inmediato a Madrid para aclarar todos los temas. Esto fue el 17 de abril, cuando me comuniqué con el General, que me dijo que esperáramos unos días, porque estaba muy cansado, y me insistió en que no «soltara» a Galimberti. El 18, en un acto en el Sindicato del Calzado, donde se hizo el lanzamiento de la Unión de Estudiantes Secundarios, Rodolfo Galimberti anunció la creación de «una milicia de la juventud argentina para la reconstrucción nacional». Yo estaba a su lado y lo respaldé, siguiendo la línea de no soltarlo. Creo que fue un error, porque el asunto, de inmediato, fue manejado por la prensa como la creación de milicias populares. Las aclaraciones posteriores de poco sirvieron.
Enseguida, y vía Cámpora, llegó una indicación de «no innovar» respecto a la reorganización del movimiento. La verdad es que yo estaba muy fastidiado de todo este juego ridículo y sin ninguna motivación para intentar aclarar nada ni defender una posición que hacía rato había dejado de interesarme. Si había continuado, era por la expresa orden del General, y si a su lado aparecían estos cuestionamientos no pensaba permanecer un minuto más. Se lo dije a Cámpora, con quien ya estaba francamente fastidiado, porque no se hacía cargo de ninguno de los problemas que él había generado, como los de la Capital, la provincia de Buenos Aires y el enfrentamiento en «la Corte».
Fuimos convocados a Madrid. El viernes 27 de abril, llegamos Cámpora, Galimberti y yo a Puerta de Hierro, donde se había reunido un exótico grupo de dirigentes menores, con Norma Kennedy llevando la voz cantante contra Galimberti y rehuyendo incluso mirarme. El caso es que yo solo dije que Galimberti había usado un lenguaje poco adecuado, pero era algo que se había aclarado. El escándalo fue generado por Clarín, y una versión de lo dicho manejada por Enrique Vanoli y su amigo, Jorge Osinde. Ese último, que estaba presente en Madrid y se puso pálido, intentó desmentir el hecho sin lograrlo.
Se vinieron en mi contra Jorge Osinde, Víctor Damiano y Alberto Campos. Sacaron a relucir el caso de Neuquén, donde Sapag nos había derrotado con claridad, y el General dijo que fueron instrucciones suyas. López Rega intentó argumentar que «las maneras no fueron las adecuadas», pero Perón lo mandó callar. Pasaron a hablar de Santiago del Estero, donde Carlos Juárez nos había derrotado, y les fue peor.
Luego mencionaron que el mal manejo de la provincia nos había dejado sin candidatos en unos siete distritos, con la pérdida de votos que eso significaba. El General me defendió diciendo que yo no había manejado la provincia, que solo había intervenido para frenar a Anchorena. Entonces, salieron con la Capital, donde según ellos «Abal Medina puso a un piantavotos». El General me miró, y yo esperé la aclaración de Cámpora, que se puso rojo, pero no dijo nada. Mi fastidio era muy grande y, pidiéndole disculpas al General, les dije: «Ese piantavotos es mi amigo, es mucho mejor argentino que cualquiera de ustedes y es un político más importante que todos ustedes juntos». Nadie se animó a decir nada.
Reiteré mi pedido de disculpas a Perón por lo que iba a decir, pero le pedí que me relevara del cargo, como se lo había pedido ya cuatro veces, que enumeré. El General dijo: «No, doctor, de ninguna manera podemos cambiar de caballo en mitad del río». Ahí saltó López Rega diciendo que Galimberti tenía que ser cesado, que él ya lo había anunciado. Todos coincidieron, y el General le dijo: «Rodolfo, con el afecto que siempre te he tenido, te pido des un breve paso al costado». Rodolfo se cuadró y le dijo al General que por supuesto. Perón empezó a levantar la reunión, pero antes insistió en decirme, adelante de todos, que yo continuaba a cargo y que, tal como me lo había dicho otras veces, yo iba a ser el último secretario general del peronismo.
Al despedirme el General en voz fuerte, para que todos lo escucharan, dijo que me esperaba a almorzar al día siguiente a las 12:30. Cada uno se fue por su lado; yo llevé a Rodolfo para tranquilizarlo y ver cómo seguíamos. Al llegar al hotel, Cámpora nos estaba esperando y, delante de Galimberti, me agradeció que no lo hubiera mencionado en ninguno de los temas. La verdad es que yo estaba muy molesto y le dije que no se preocupara, pero que aclarara con el General lo de Capital.
Más tarde, nuevamente Cámpora me buscó para hablar a solas y me dijo que «nunca había visto a nadie hablar así delante del General» y que había estado a punto de interrumpirme, pero que tuvo temor de que «la emprendiera también conmigo». Me hizo gracia, me reí y, palmeándolo, le volví a expresar mi afecto.
Al día siguiente, el General me recibió solo. La Señora se acercó en varias ocasiones, pero el General guardaba silencio, y yo, por supuesto, me paraba hasta que ella salía. El General estaba muy molesto con todo. Hizo un resumen de las reuniones con Firmenich, Perdía y Quieto y opinó que estaban convencidos de que todo se debía a ellos. La realidad es que sobrellevé la conversación sin ir a fondo en ningún tema. Al despedirlo, le dije que cumpliría las tareas formales que fueran necesarias, pero que había quedado sin autoridad para la conducción del movimiento y que realmente quería retirarme. Insistió en que no se podía y me citó para la mañana siguiente. Le dije que Rodolfo esperaba saludarlo, y me dijo que lo llevara.
Al día siguiente, llegamos con Rodolfo a las 10:30 en punto. El General estuvo extremadamente cordial con Rodolfo y le dijo que me había dado instrucciones para que lo colocáramos en la reestructuración del movimiento. Le dije: «Perdón, General, pero la reestructuración está detenida», a lo que él contestó: «No, no, esas son cosas de López». Le dijo a Galimberti que lo invitaba a cenar y se quedó hablando conmigo en el estudio, que cerró con llave. Al rato, se levantó despacio, siguió hablando y me hizo una seña para que hiciera silencio, abrió la puerta bruscamente, y López casi se cae de boca adentro del estudio. El general le dijo: «Vaya a hacer las compras y no ande de chismoso». Me reí abiertamente. López me miró con odio, pero no me sostuvo la mirada.
Le pregunté al General qué era lo que íbamos a hacer, confesándole que estaba desconcertado y que había muchos heridos que se cobraban conmigo. Le dije que eso a mí no me importaba, pero que evidentemente me quitaba el poder que había tenido y hacía difícil avanzar en la estrategia diseñada. Le pedí disculpas, pero necesitaba hacerle algunas preguntas concretas. «Adelante, adelante, siempre hemos hablado así», me dijo el General.
Entonces, empecé: «General, ¿cómo seguimos con el movimiento? Primero: ¿vamos adelante con su llegada a la presidencia?». Me dijo: «No vamos a tener más remedio, porque es difícil que Cámpora pueda controlar las cosas», y le contesté: «Él no parece tenerlo claro». Me pidió que no me preocupara, y yo seguí preguntando: «¿Cómo vamos a manejar el tema de las organizaciones armadas y la reorganización del movimiento? ¿Qué tipo de amnistía va a ser? ¿Soltamos a todos, ERP incluido?». En fin, el plan general ¿en qué quedaba? Y, al final, le hablé de una cuestión que me resultaba difícil comentar, pero inevitable: «¿Qué va a hacer con este payaso?», en alusión a López Rega,
Finalmente, toqué los dos temas más delicados, porque implicaban decisiones difíciles y que habría que continuar con mucho conocimiento y diálogos adecuados. Me refiero, por un lado, a la determinación de la constitución vigente y la convocatoria a una asamblea constituyente, que iba a ser indispensable, y, por otro, a la definición de fondo sobre la cuestión militar. Junto con la reestructuración del movimiento, estos eran los temas de fondo que me había encargado el General, y yo tenía gente seria trabajando en ellos.
Respecto al tema constitucional, no había problema en hacer una pausa, sobre todo si podía ser un obstáculo para la política de Unión Nacional que el General ponía en el centro de sus preocupaciones, pero respecto a la cuestión militar la cosa era distinta. Desde que se había logrado rescatar y evitar que fueran sancionados varios de los oficiales comprometidos con el levantamiento conocido como de Azul y Olavarría, pero más definidamente desde enero de 1972, el plan de fondo en la cuestión militar era asegurar la masa crítica interna que hiciera posible la salida electoral y avanzar en ganar nuevas adhesiones que facilitaran una real renovación de los cuadros superiores de la fuerza. En esta tarea, fueron adquiriendo relevancia dos figuras: los coroneles Horacio Ballester y Fernando de Baldrich. Yo era portador de una carta de este último que le entregué al General.
Para esas fechas ya sabía que Osinde, sintiéndose desplazado, estaba intrigando, diciendo que su trabajo era dificultado por las interferencias de personas ligadas a Galimberti. Esto no era cierto, y el General lo sabía bien, porque esas personas habían quedado desactivadas desde enero.
Pero Osinde complicaba las cosas. La carta de Baldrich, en lo esencial, decía:
El partido con la camarilla militar hay que librarlo hasta que la victoria sea total. Sería nefasto que se quisiera negociar dándoles posibilidades de insurrección. Así le fue a Frondizi, al margen de sus propias claudicaciones. Todo debe ser hecho desde el primer día o, mejor dicho, lo fundamental, que es cortar la pirámide a nivel de coronel, sin perjuicio de las purgas que deben hacerse, después en todas las jerarquías. Hay que acabar con el ejército mitrista y de una vez para siempre.∫ (31)
Mi impresión clara es que, a esas alturas, el General se sentía sobrepasado por estos temas centrales y prefería ir tomando soluciones de compromiso, por lo que no insistí.
Perón no me dio respuestas claras a ninguna de las preguntas. Era evidente que estaba cansado y que no se sentía acompañado por su entorno. «Usted no lo suelte a Rodolfo, no lo suelte», me insistió. Me dio un fuerte abrazo y me dijo: «Le mando un abrazo fuerte a sus padres y mis respetos a su señora. Hasta pronto».
24- Norberto Galasso, Perón. Exilio, resistencia, retorno y muerte, t. II, Buenos Aires, Colihue, 2005, p. 1166.
25- Roberto C. Perdía, La otra historia, Buenos Aires, Ágora, 1997, pp. 139 y 140.
26- Ibid., p. 144.
27- M. Bonasso, op. cit., p. 425.
28- Ibid., p. 426.
29- Ibid.
30- Marcelo Larraquy, Primavera sangrienta, Buenos Aires, Sudamericana, 2017, p. 214.
31- N. Galasso, op. cit., p. 1186.
(De: Conocer a Perón. Destierro y regreso, 2022)