Seré breve

Por Juan Forn

Nació en Honduras y llevaba sesenta de sus ochenta años viviendo en México cuando se murió, pero se definió siempre como guatemalteco. Poco le importaba haber pisado sólo seis años de su vida el suelo de su patria (desde los dieciséis hasta los veintidós) y que debiera exiliarse de apuro a esa edad, con ayuda del cónsul mexicano en Guatemala, para no ir a parar a las cárceles del dictador Ponce Valdés. Esa partida al exilio merece ser contada: el cónsul lo acompañó todo el viaje en tren, sentado a su lado, hasta que cruzaron la frontera. Llevaba consigo una bandera mexicana que había descolgado del mástil del consulado y con la que planeaba envolver al prófugo «para que ya estuviera en territorio azteca» si las fuerzas del orden amenazaban tocarlo. Hacía falta ser bastante exiguo para caber en ese rectángulo de territorio azteca y el prófugo lo era: «Desde pequeño fui pequeño», escribiría en su autobiografía.

Un par de años después de aquella fuga, cuando estaba por aparecer su primera foto en un suplemento literario mexicano, sus amigotes del diario le preguntaron qué epígrafe ponerle a aquella imagen de él y el lungo poeta peruano José Durand. «Pongan Augusto Monterroso al lado de un hombre de estatura normal», les contestó él. Años más tarde agregaba: «Desde entonces, la mayoría de los críticos que se ocupan de un libro mío empiezan señalando que soy un escritor pequeño, lo cual les permite elogiar mi estilo y mis ideas sin peligro de que se los tome en serio».

Monterroso es, como todo el mundo sabe, el autor del mejor cuento breve de la historia de la literatura, El Dinosaurio, cuyo texto completo dice: «Cuando se despertó, el dinosaurio todavía estaba allí». No siempre se celebró El Dinosaurio como una proeza narrativa. Cuando Monterroso lo incluyó en su primer libro, un crítico le dijo con desdén: «¡Eso no es un cuento!». Él le contestó que tenía razón: en sentido estricto, era una novela. Años después, cuando el texto amenazaba hacerse legendario sin que la persona de su autor recibiera ni el diez por ciento de aquella notoriedad, Monterroso coincidió en una cena con una dama que dijo admirarlo sin sonar muy convincente. ¿Ha leído tal vez mi cuento El Dinosaurio?, le preguntó él, resignado. «¡Ay, es lo que más me gusta de todo lo que ha escrito! Y eso que aún voy por la mitad», contestó la dama con una mano en el corazón. Pasaron unos años más, Monterroso logró por fin establecerse en casa propia y figurar por primera vez en la guía telefónica del DF mexicano, y entonces comenzó el verdadero calvario: «Desde que vivo en esta casa, no hay semana que no se presente en la puerta de mi casa algún niño conducido por sus padres, con el propósito de confesarse y pedirme perdón porque en un concurso escolar ganaron el primer premio plagiando un cuento mío y desde entonces no han podido dormir, enfermos de culpa y arrepentimiento».

Aunque su aspecto de gnomo afable lo desmintiera, Monterroso no perdonaba nunca. Uno de sus tantos propósitos fallidos para un año nuevo fue: «Perdonar a mis colegas por haber escrito más que yo, o por haberlo escrito antes, o por aparecer en los diarios que hojeo, ocupando el lugar en que debería estar yo, en vivo o comentado». No le importó pasarse la vida pagando el precio de sus lapidarias humoradas (durante un congreso en el que conoció y se puso a charlar con otro pitufo ilustre, el gran Jorge Amado, se les acercó uno de los organizadores y les preguntó a ambos si ya habían sido presentados: «No hizo falta», contestó Monterroso, «los enanos tenemos un sexto sentido que nos permite reconocernos a primera vista»). Él era quien más contribuía a aquella confabulación general para no tomarlo en serio: al primer libro que publicó le puso de título Obras Completas; veinte años después publicó otro que llamó El resto es silencio. Entremedio hizo un librito de fábulas llamado La oveja negra, en cuya presentación dijo: «Soy un hombre de frases breves y paréntesis largos». Y también: «A todo escritor debería prohibírsele por decreto publicar un segundo libro hasta que él mismo logre demostrar que su primer libro era lo suficientemente malo como para merecer una segunda oportunidad».

Al pecado de publicar poco, le sumaba el de escribir corto («El mundo de la literatura me queda grande»). Cuando le preguntaban cómo escribía, confesaba: «Yo no escribo, yo sólo podo». Cuando daba clases de escritura en El Colegio de México, recomendaba a sus alumnos que, de las dieciséis horas útiles del día, dedicaran doce a leer, dos a pensar y dos a no escribir. Con los años debían invertir esas proporciones y dedicar las dos horas de pensar a deshacerse de lo pensado, y las dos horas de no escribir a garabatear algo y reescribirlo una y otra vez hasta que esas dos horas se convirtieran en dieciséis. Los alumnos le preguntaron un día: «¿Podemos tratarlo de tú, maestro?». Él contestó: «Sólo durante la clase».

Monterroso padeció el problema de vivir en un tiempo de gigantes. Pero cuando los novelones del Boom latinoamericano empezaron a saturar el gusto general y a dejar un poco de lugar en el canon, sus textos breves estaban ahí, como el dinosaurio de su cuento. Para entonces llevaba años perfeccionando silenciosa y empecinadamente un «probable» nuevo género: «Vendría a ser una conjunción de ensayo y cuento y poema en prosa y conferencia y confesión, más o menos breve, y muy libre, en tono aparentemente serio pero envuelto en un vago y ligero humor, y si se desprende de él cierta melancolía, mejor, sin el menor afán de afirmar nada concluyente, recurriendo a citas de amigos y desconocidos que existieron en la realidad o no, todo eso escrito con un estilo perfecto pero que no se note, o incluso que parezca descuidado, como redactado por alguien que lo hiciera para cumplir un requisito que no puede eludir».

En ese nuevo género, Monterroso descollaría como un pequeño titán, merecería en sus últimos años todos los premios y honores que sus amistades obtuvieron antes que él y hasta se daría el lujo de escribir su autobiografía (Los buscadores de oro), un libro aun más breve que todos sus otros libros, que termina en el momento en que él cumple quince años, «porque es el momento en que dejé de crecer». Todos creyeron que era un chiste más. Pero a él ya no le importaba, porque había alcanzado por fin la altura exacta que toda su vida había querido tener.

(De: Los viernes. – 1a ed. – Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Emecé, 2015)