Sin lágrimas
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Para Nora Gome
La vi por primera vez en el velorio de la señora de Lombardi. Era diminuta como un pétalo de una rosa de juguete, tan delicada y blanca dentro de esos trajecitos negros que parecían hechos para una muñeca de trapo, una muñeca perfecta y rota. No parecía una mujer, parecía un ave, uno de esos pájaros a los que les faltan plumas y ganas de volar, uno de esos pájaros por los cuales uno siente una extraña mezcla de compasión y repugnancia. Un águila sin alas. Tenía un perfil agudo, filoso, una especie de cara de Platón, pero sin el halo brillante de inteligencia que uno esperaría encontrar en semejante rostro. Un Platón sin sustancia ni personalidad. A veces pienso que tal vez la tenía, pero yo no se la encontraba o quizás su personalidad se diluía en medio de ese charco de estupidez que iba creciendo a su alrededor. Pero esa era la imagen que pretendía mostrar y que encajaba perfecta con la sonrisa de porcelana antigua, de gorrión muerto de frío, de diminuta flor de loto hundiéndose lentamente en el pantano más repugnante. Tenía los ojos como los de un gato mugroso, infértil y solitario. El pelo le llovía en la cara, era agua sucia y pálida, agua que destiñe, que agrieta las miradas. Ella era peligrosa.
En un primer momento, antes de saber que ella quería desafiarme, que esperaba la guerra, en el instante en el que la vi parada sola cerca de un ramo de calas, sentí curiosidad y una leve pulsión porque mi cuerpo y sobre todo mi piel entera querían corroborar la ley que dice que a un objeto frágil y delicado puede rompérselo en miles de pedazos introduciéndole un elemento punzante en forma repetida y con un ritmo que podría decaer o ser más veloz, pero que nunca, jamás podría parar y que en ese acto mecánico, preciso como el de un reloj, uno podría sentir un dolor tan parecido al placer, pero repleto de sangre y fluidos menos nobles. En cuanto me acerqué y le pregunté qué relación tenía con la difunta supe que mentía, que era una novata, un ave estúpida que estaba ocupando un lugar inventado, que no le pertenecía. Pero no le di importancia porque me considero una persona de bien, pacífica; sería acertado decir y podía aceptar que de vez en cuando otro hiciera el intento, jugara con la posibilidad de arrebatarme lo único que ha distinguido a mi familia, la única tradición que todos los integrantes hemos cumplido sin dudar, con orgullo y solemnidad.
Mi nombre es Juan de Tartáz. El primer Tartáz que pisó estas tierras en la época colonial fue el fundador del legado familiar. José de Tartáz era su nombre. Dedicaba sus horas de ocio a concurrir a velorios ajenos. No le interesaba el muerto, su único objetivo era evitar las lágrimas. No podía soportarlas bajo ninguna forma. En el libro que dejó como Manifiesto Integral de sus nobles acciones, Velorio, Familia y Tartáz: explica que él jamás derramó una lágrima. Nunca. Mi padre, Joaquín de Tartáz, me leía el Manifiesto de los Tartáz todas las noches, durante la cena, y de esa manera aprendí el arte de hacer reír a aquellos que no pueden dejar de llorar. Lógicamente mi padre me entrenó para evitar las lágrimas. Las mías y las ajenas. Los dos nos enorgullecíamos de no haber llorado jamás. Nunca. Cuando él murió sus últimas palabras fueron: «No abandones la tradición familiar y nunca llores. Nunca». Ese fue su último deseo.
El nuestro, señores, es un arte, un trabajo de orfebrería, una obra que, si caben las comparaciones, me permito poner como ejemplo a las Puertas del Paraíso de Ghiberti que enaltecen el Baptisterio de Florencia. Porque el nuestro es un trabajo de esa categoría, un trabajo superior y dentro del círculo familiar somos respetados y admirados por el nivel, el compromiso que asumimos en todo momento. Como primera medida hay que lograr que los parientes del muerto no se pregunten qué hace un total desconocido contando chistes en medio del velorio del ser querido. Pero también hay que saber cuándo es el momento para empezar, hay que aprender a leerlo en el aire, en los rostros. Luego uno debe elegir el repertorio adecuado porque los públicos son numerosos, así como también las reacciones. Una sola vez en mi vida, en mi juventud, tuve que correr bajo una lluvia de rosarios, biblias y calas. Claro que yo no podía saber que el muerto se había tirado de un noveno piso cuando conté el chiste del hombre que quería volar. Pero sobre todo hay que aprender a contener la repulsión por las lágrimas, las ganas de vomitar cuando uno ve que ese líquido transparente repta por las caras, moja la ropa, la comida, se mezcla con el humo de los cigarrillos y con los pañuelos sucios, húmedos, se mete en la boca como miles de gusanos blancos, recorre las manos, se mezcla con los mechones de pelo, descansa en las uñas, devora los ojos, nubla la mirada, traspasa la piel entera y deja una mancha permanente, que no se ve, una mancha que va creciendo dentro de las venas, ensuciando la sangre, tiñéndola de tristeza, de muerte. Quizás eso sea lo más difícil.
Vi por segunda vez al águila desplumada en el velorio del doctor Ezcurra. Automáticamente opté por ignorarla, por olvidarme de su presencia, de la sombra alada que proyectaba su cuerpito blando, de muñeca de pantano. Me aboqué a conquistar a mi público, a consumar la tradición, la honorable vocación familiar, a modelar sonrisas, a cinceladas, a trabajarlas como Donatello lo hizo con los relieves del altar de Padua. Había conseguido detener los llantos y consideré que ya era el momento de lograr que la gente sonriera para terminar con las risas y los aplausos, pero nunca, y con esto soy muy cuidadoso, nunca con carcajadas porque estas pueden desembocar en el llanto. Ella me miraba fijo, sin pestañear, como si pensara, como si realmente lo estuviese haciendo. Me detuve un momento a observar su cara y noté, vi claramente que ahora era un águila majestuosa planeando por el cuarto, calculando el momento para el ataque. No entendí, entonces, cómo era posible que dentro de su ilimitada fragilidad se escondiese una inteligencia capaz de determinar el momento en el que iba a empezar a arruinar mi vida. Pero fue un segundo, una minúscula fracción de tiempo. Después volvió a su natural postura de gorrión desnutrido.
Por eso el día en el que la volví a ver en el velorio del licenciado Anchorena, que fue por la tarde, y en el de la señora de Viel Temperley, que fue por la noche de ese mismo día, lo que en un principio había sido una simple curiosidad, una molestia casi metafísica, empezó a tomar la forma del odio puro, reluciente, íntegro.
La vi mirando a la gente con cara de paloma blanca, de muñeca de colección, pero era evidente que no las veía. Le hablé. Usted, nuevamente. Es extraño encontrarse con la misma persona en velorios completamente distintos. Parece que ya se le está haciendo una costumbre. Me miró con ojos descoloridos, llenos de niebla y sentí que el águila majestuosa rozaba mi hombro y enseguida pude ver cómo el líquido, el agua de la tristeza corría por una mejilla. Vengo a llorar y no me gusta llorar sola. No me importa el muerto, sólo quiero sentirme acompañada en mi dolor y usted con esos chistes imbéciles no me lo está permitiendo. En esta ciudad miserable no hay tantas muertes como correspondería a cualquier ciudad que se precie de tal, por eso, déjeme a mí y a mis velorios en paz.
La primera imagen que tuve fue la de una gran fosa donde descansaban felices sus huesitos de mármol, de piedra agrietada. Puse lentamente su mano blanca sobre la mía y la acaricié despacio. Toqué la piel de aire y la miré directo al centro de los ojos negros, ojos de gato de baldío. Si no te vas, lo último que vas a ver en tu vida va a ser mi cara de alegría mientras con mis manos aprieto tu cuello de pajarraco de circo. En seguida, sin dejar de mirarme, estalló en un llanto violento. Miles de lágrimas como abejas transparentes, como víboras saladas, como escorpiones de agua, como arañas mojadas golpearon mi cara, mi ropa, mis ojos, y no pude más que correr, escapar, y mientras lo hacía, mientras buscaba desesperadamente la puerta de salida, pude ver que el águila me miraba, sonriendo.
Mis opciones, a partir de ese trágico día, no eran muchas. Matarla era la alternativa más gratificante, pero manchar el honor familiar con un asesinato, aunque plenamente justificado, debo aclarar, era impensable. Enfrentarla y exigirle una retirada silenciosa de mi vida, de mis velorios, era peligroso, inimaginable. No podía soportar bajo ninguna condición otro ataque, otro encuentro con los ojos de agua. Desaparecer vencido y frecuentar velorios en pueblos menores era absurdo, era un claro sinónimo de traición a la familia, de suicidio, una manera brutal de pisotear la memoria de los Tartáz. Opté por el camino de la cautela, por la filosofía del cazador que simplemente mira y espera, espera el momento justo para disparar y luego, pacientemente recoge al águila que acaba de matar de un disparo en el medio de los ojos.
La vi en el velorio de la señora de Rosales. Estaba sentada, rodeada de mujeres que insistían en acompañar el ritmo de la respiración entrecortada, secándose los ojos al unísono, retorciendo las manos como si pudiesen llorar con ellas. Las cabezas juntas, los vestidos negros formando un círculo macabro, patético al extremo de asemejarse a un grupo de buitres, de aves de carroña representando un acto lamentable, artificial, penosamente infeliz. Me senté en un sillón alejado y esperé. Tuve, sí, el impulso desproporcionado y poco caballeresco de acercarme y, ahí mismo, sacar un arma y matarla de un solo disparo en la frente, o de dos, uno en cada ojo. Estaba concentrado regodeándome con la imagen de su carita agujereada, con los ojos llenos de pólvora, cuando vi que el pájaro me miraba. Estaba sorprendida, abría la boca apenas, con las cejas levantadas. La miré fijo, traspasando la niebla, el mar desteñido y sucio. La miré por un largo rato, despacio, asentando mi posición de cazador, convirtiéndola en una víctima, en un águila temerosa, un águila sin alas. Miles de insectos transparentes comenzaron a reptar de sus ojos y mientras lloraba me miraba sin siquiera pestañear. Era el desafío, la guerra, porque mientras llevaba a cabo la farsa, la deplorable representación de un dolor falso, debajo de la lluvia descolorida podía ver claramente una sonrisa. Los buitres mugrosos estaban mimetizados con el águila real y cuando ella aumentaba el caudal de lágrimas, el resto intentaba hacer lo mismo. Habían convertido la sala entera en un santuario dedicado al dolor y ella era la principal responsable. Sin embargo, tuve que reconocer que era un espectáculo fascinante. Parecían juncos negros moviéndose al ritmo del viento en medio de una tormenta. Parecían animales, una jauría de perros solitarios temblando bajo los destellos helados de las nubes. Parecían un relieve de bronce negro, gastado, que tuviese vida propia, pero que en realidad estuviese muerto.
Estaba concentrado en estos pensamientos cuando noté que el pájaro de agua me miraba. Sentí los ojos pálidos mordiendo mi piel, gritando. En un principio me costó entenderlo, pero luego noté, vi claramente que ella me miraba desesperada. Los buitres habían reducido el nivel de quejidos y lágrimas y comprendí perfectamente que ella estaba seca. Los ojos se movían consternados buscando ayuda. Supe que se veía a sí misma repetida hasta el cansancio en cada una de las mujeres. Supe que ese era su pequeño infierno, su tormento privado porque ahora no tenía con qué llorar, porque estaba más vacía que nunca y las alas finalmente se habían diluido en la tristeza. Ella me necesitaba. Ella quería que yo detuviese a los buitres, que les borrara las lágrimas que ella ya no tenía.
Me quedé sentado, sabiendo que no iba a hacer nada por ayudarla. La miré sin siquiera pestañear. El cuerpito de muñeca abandonada, de juguete de barro, temblaba un poco y la neblina de los ojos empezaba a despejarse. Estaba quemándose con el fuego transparente de las lágrimas ajenas y mientras lo hacía se hundía un poco más en el pantano, en el charco de estupidez y desdicha que había comenzado a formarse bajo sus zapatitos de flor de loto.
Le sonreí y cuando me disponía a acercarme y decirle al oído que todo había terminado, que era el momento de una retirada silenciosa y definitiva, cuando me disponía a recoger a mi presa como un buen cazador, sentí que volaba por ese calvario de sufrientes con alas majestuosas y que ella era un ratón embarrado, muerto de frío y al borde de la locura. Mi vuelo era pleno, absoluto, porque lo llenaba todo, incluso a ella, y eso me producía un placer que no tenía forma porque las abarcaba todas, ni tenía palabras porque todas estaban dentro de él. Es por eso que nunca entendí por qué en ese mismo instante, en el momento de mi solemne vuelo de águila real, una lágrima, un maldito bicho de agua, el aborrecible signo del fracaso familiar, rodó levemente de mi ojo izquierdo.
(De: Diecinueve garras y un pájaro oscuro)