¿Tendrás por allí alguna situación irrisoria de la que hayas sido más o menos protagonista y que nos quieras contar?

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

COMPILADO: 31 escritores argentinos responden la pregunta 7 del ‘En cuestión: un cuestionario’ de Rolando Revagliatti.

Entre diciembre de 2018 y diciembre de 2020, treinta y un escritores argentinos fueron respondiendo las treinta y cinco preguntas que conforman el ‘En cuestión: un cuestionario’ de Rolando Revagliatti. Estas entrevistas-cuestionarios fueron difundiéndose en la Zona Literaria de El Ortiba. Con el formato de Compilados cada una de las preguntas y respuestas se publican periódicamente en el orden establecido por el entrevistador.


7. ¿TENDRÁS POR ALLÍ ALGUNA SITUACIÓN IRRISORIA DE LA QUE HAYAS SIDO MÁS O MENOS PROTAGONISTA Y QUE NOS QUIERAS CONTAR?


RODOLFO A. ÁLVAREZ: Idiota por aprehensión escolar dura toda la vida. He tratado de dinamitar esa voluta veneno siempre.

FERNANDO DELGADO: Por el año 1972, con recién cumplidos dieciocho años, efectué un viaje al sur de nuestro país. Íbamos tres personas, un tío, un primo y yo, en una pick-up Dodge con carrocería preparada con cuchetas para dormir. Realizábamos relevamiento de espacios públicos y privados para instalar cartelería de ruta. En una de las tantas paradas que hicimos, esto fue en zona de Bariloche, nos metimos por los bosques, dispuestos a lavar algo de ropa, ordenar el vehículo y hacer unos pollos a la parrilla: la idea era pasar un día de descanso. Cuando sentí muchas ganas de hacer mis necesidades, me escabullí detrás de unos arbustos, y cuando estaba en cuclillas, en plena faena, escucho la bocina de un auto, giro la cabeza y era toda una familia muriéndose de risa, y yo con mi culo al aire. Hui lo más rápido posible agarrándome los pantalones. El auto se fue. Yo, también muerto, pero de vergüenza. Luego, cuando les conté a mi tío y a mi primo, pude reírme. Igual, cada vez que evoco el episodio, establezco que los que llevaron la mejor parte para contar, fueron los del auto.

JOSÉ MUCHNIK: Año 1978, Asamblea sobre Derechos Humanos, Palacio de Luxemburgo, París. Apercibo a Julio Cortázar en la concurrencia, me las arreglo para sentarme cerca, espero la ocasión, una pausa entre discursos: —Maestro, un gusto saludarlo, me presento, él muy amable, charlamos. Sigo avanzando: Maestro, tengo el manuscrito de un poemario (vaya a saber por qué intuición extraña lo tenía conmigo), me gustaría su opinión. Por supuesto, dejámelo, esto continúa dos días, mañana nos vemos. Día siguiente, lo busco en la asistencia, esta vez no era fácil sentarme cerca, decido esperar la pausa del mediodía, al regreso del almuerzo lo veo tomando un café, me animo: ¿Cómo va? Conversamos sobre las conferencias, ésta qué interesante, ésta un aburrimiento, etc. Finalmente me decido: ¿Tuvo tiempo de leer el manuscrito? Me mira antes de responder, la respuesta estaba clara, agrega por las dudas, la verdad que no, pero te voy a decir una cosa, si escribís y no publicás estás loco o te vas a volver loco. Y a partir de ahí empecé a publicar, durante muchos años no me preocupó difundir, ni ir a lecturas o festivales, publicaba para no volverme loco.

BIBI ALBERT: Mi vida entera es una situación irrisoria, soy tremendamente torpe. Pero creo que mi récord fue el siguiente. La medibacha se me había estado bajando todo el día. Subí a un colectivo, cuando todavía se sacaba boleto en la maquinita; todos los pasajeros sentados, nadie de pie, es decir: todos los ojos en mí. Sentí que otra vez se me deslizaban las medias. No les di pelota. Total, la entrepierna del pantalón las retendría. No. Se me había abierto el cierre del pantalón, que me llegó a los tobillos, y había quedado en cola, ante todo ese anfiteatro. Me levanté el pantalón y me senté sin mirar a nadie, en el primer asiento. Fin de la anécdota.

CLAUDIA SCHVARTZ: Tengo gran vocación por el ridículo. Si recuerdo alguna situación específica más allá de la natural cotidiana ridiculez que padezco, la contaría con detalle. Pero mi mala memoria me juega pasadas tremendas.

JORGE CASTAÑEDA: Varias. Desde volcar las copas, mancharme la indumentaria, perderme en las rotondas, y otras más “que contar no quiero”.

JORGE LUIS LÓPEZ AGUILAR: Yo trabajaba en el Banco Nación, y vi, junto con algunos compañeros, que estaban descargando unos escritorios desarmados: hierro marrón y fórmica color cremita. Y comenté: “Qué lindos que deberían ser, una vez armados.” Uno de mis compañeros, después de mirarme, me informó que así eran los que nosotros estábamos usando en la oficina.

LUISA PELUFFO: La primera vez que se me ocurrió enviar mis poemas a un concurso, las bases exigían original, dos copias, constancia de registro en la Dirección Nacional del Derecho de Autor y la fecha de presentación estaba a punto de vencer.
No existían las computadoras y yo tenía un solo original, laboriosamente tecleado a dos dedos, lleno de tachaduras y enmiendas y ninguna confianza en mi habilidad para lograr una copia más decente. En mi desesperación, decidí recurrir a uno de los tantos locales que había por entonces en la zona de Tribunales, donde pasaban en limpio escrituras, contratos y boletos de compra venta.
Abrazando la carpeta de cartulina con mis poemas, entré a un salón bastante grande, donde tecleaban unas veinte dactilógrafas. Solicité un turno y enseguida me asignaron una rubia platinada que mascaba chicle con desgano.
Extendió la mano para tomar mi carpeta, pero yo le dije:
—Mejor te dicto.
La rubia me miró escéptica y ni me contestó. Cuando se sentó frente a la máquina de escribir me miró de nuevo con cara de “a ver con qué me salís ahora…” y yo le expliqué:
—Bueno, en realidad, esto no es un escrito… Son poemas. Yo te voy a ir dictando cada
verso.
La rubia ahora me miraba con desconfianza.
—…mejor dicho te voy a dictar cada línea, que es un verso, pero no te preocupes
porque son cortitos. Lo que pasa es que no soy de aquí y no tengo mi máquina de escribir y los quiero enviar…
—¿Empezamos? – me cortó.
—Sí, sí – y le dicté: “MATERIA VIVA”. Esto va todo con mayúsculas.
Me miró como si la hubiera insultado.
—¿Qué?
—“MATERIA VIVA”. Y va todo con mayúsculas porque es el título.
Lo escribió con expresión impenetrable, mirando al frente como si estuviera en penitencia.
—Bueno, ahora, en otra página, va el primer poema. Te voy dictando cada verso, porque van separados, cada uno en un renglón – le volví a explicar.
Cambió la hoja sin mirarme y se quedó esperando con cara de ofendida. Yo empecé:
—Mayúscula en la primera letra nada más: “Nacer al desconcierto”
Lo tecleó en un segundo y esperó.
—Y abajo, en otro renglón…
Movió la palanca de la máquina y el papel subió.
—“y a la sombra” coma.
Tecleó y esperó con cara de infinita paciencia.
—Y abajo: “sin conocer aún”
Tecleó.
—“las pequeñas espadas”
Siguió tecleando.
—“que acosan”
Tecleó con ímpetu.
—“contra una pared” punto. Y ahora, en otra hoja: “Ser el húmedo centro” coma.
—¿En otra?
—Sí.
—¿Y todo esto en blanco?
—Sí, lo que pasa es que son haikus…
—¿Qué?
—Poemas muy, muy cortitos. En el renglón de abajo va: “la atracción y el rechazo”
Después del quinto poema, dejó de teclear, me miró de arriba abajo y con infinito desprecio dijo:
—No le veo la gracia.

RITA KRATSMAN: Frecuentemente me encuentro en alguna situación que provoca risa. Y me doy cuenta cuando me lo señalan, pero no me molesta porque yo misma encuentro gracioso ese momento. Poseo un gran sentido del humor y me hago cargo de mi propia ridiculez y a veces me río de eso hasta la carcajada. El humor me enriquece, me ayuda a reconocer los errores y efectos del impulso, la distracción y el desacierto.
Es una manera de ver las situaciones con distanciamiento ingenioso, próximo a la comicidad y que aparece en mí espontáneamente. El humor es compatible con una variedad de argumentos y actitudes y eso depende de las culturas, de las etapas históricas y tal vez hasta del nivel social. Mi humor propio está alimentado por la pertenencia a una tradición cultural judía y mis referentes al respecto fueron Scholem Aleijem y Bashevis Singer, en distintas épocas. El primero de ellos optó por el uso del humor ante la ruina, los sinsabores, la enfermedad o la tristeza, adoptando la postura de quien observa los hechos desde afuera, creando un vínculo irónico entre la lógica y el lenguaje.
Respecto al segundo, gran escritor también en lengua idish, concentra en su literatura las facciones más marcadas de su pueblo, intrincándose con él. La tristeza del ghetto, la amargura del exilio milenario, el terror de las persecuciones y la conciencia de la marginación, tejen una trama en la que el humor constituye esa incongruencia que permite ver la dimensión exacta de lo real.
No obstante, la importancia que tiene para mí el uso del humor, sobre todo en lo cotidiano, debo decir que paradójicamente mi obra no está atravesada ni mínimamente por ese rasgo. En otras palabras, dejo ver ahí un profundo dramatismo.

LAURA CALVO: La vez que, en un encuentro de poesía, tras mi lectura y aún arriba del escenario, la anfitriona se acercó a darme un abrazo y su pulsera quedó enganchada en mi vestido. No podíamos separarnos, no nos podíamos mover.

ROGELIO RAMOS SIGNES: Siempre hay algún fracaso, en cualquier terreno y no sólo en el de la literatura, que es mejor callar. Lo bueno es que se lo puede procesar, maquillar y envolver para regalo. En fin, disfrazarlo hasta convertirlo en confesión privada; escraches a uno mismo que seguirán siendo historias secretas de las que nadie encontrará la llave exacta, sino apenas una que otra ganzúa.

LUIS BENÍTEZ: Papelones protagonicé mil, como todo el mundo, pero algo gracioso y que todavía me causa mucha risa fue lo que me sucedió en 1979, yendo por una calle del centro de Buenos Aires. Años antes yo había escrito un folleto sobre trabajo manual para un sello editorial muy importante en aquel entonces, bien conocido porque, además, era tacaño y demorón para pagarle a los escritores. Iba distraído yo por ahí, cuando una mujer madura me llama y me vuelvo hacia ella y no la reconozco. Era la jefa de la colección donde esa editorial me había publicado el fascículo, en mi caso puntualmente pagado. La señora, tras darse a conocer, me pregunta si me habían pagado entonces aquel trabajo. Yo francamente ni me acordaba de él, conque le dije que no. Inmediatamente me citó en la sede de la empresa, para al día siguiente abonarme lo correspondiente. Antes de acudir a la cita recordé que sí me lo habían pagado, pero de todas maneras fui y muy seguro de que me sacarían de allí a patadas. Eso no sucedió y así fue que me pagaron dos veces. Con ese dinero y algo más que había ahorrado, pude editar mi primer poemario, que, como la mayoría de los autores, tuve que financiar de mi bolsillo… y gracias a la mala contabilidad de aquellos sujetos.

LILIANA AGUILAR: Supongo que te referís a situaciones irrisorias para el espectador, no para el protagonista, en este caso, yo. Si es lo primero ¡bingo! Soy una papelonera mundial. Lo más leve es confundir una persona con otra o cambiar un nombre por otro.

GUILLERMO FERNÁNDEZ: Mis olvidos son frecuentes. He dejado llaves en cualquier lado y he tenido que recurrir a que me auxilien. En una ocasión tenía turno con el odontólogo. Llamé a mi hija para que me trajera su propio juego de llaves. En el momento en el que subo al taxi para llegar a la entrevista, advierto que las tenía en el bolsillo de atrás del pantalón. Igualmente, tuve que pedir un nuevo turno. Indefectiblemente, llegué tarde.

MÓNICA ANGELINO: Todos tenemos muchas historias o situaciones de ese tipo. La que marcó un hito, un quiebre en mi vida personal y literaria, ocurrió cuando luego de deambular de médico en médico y ya pensando que iba a morir sin saber el nombre de mi enfermedad, finalmente, en 2011, me diagnosticaron fibromialgia, al mismo tiempo que me noticiaban de su incurabilidad y de que todas las medicaciones existentes eran paliativos. Tenía que aprender a convivir con el dolor muscular generalizado, el insomnio crónico, la fatiga, amigarme con la enfermedad, continuar con mi terapia psicológica, evitar las situaciones estresantes, los esfuerzos físicos, etc. Así que lo primero que hizo mi especialista fue medicarme con psicofármacos: uno, para inducir el sueño, y otro, para menguar el dolor y “no se preocupe si se siente rara, es hasta acostumbrarse al remedio, en un mes nos vemos”.
Durante ese lapso noté que la pastillita para el dolor, “Pregabalina”, aunque la dosis era mínima, me producía falta de reflejos, tropezones, oír voces, dialogar en voz alta con nadie, caerme. Al mes le referí esta situación a mi reumatólogo, quien optó por recurrir a otra medicación: “Duloxetina” y “en un mes volvemos a vernos”. Fue genial, monstruoso, desopilante. Entré en una especie de locura medicamentosa por intoxicación, donde no distinguía el día y la noche. Recibí amigos, parientes (vivos y de los otros), tomé mate con ellos a las tres de la mañana, salí de caminata en la noche y me encontraron los vecinos. Al volver mi marido de su trabajo nocturno y encontrar el mate y galletitas sobre la mesa, preguntándome qué había hecho yo, le contaba lo ocurrido en forma muy natural (para mí, lo era). Con 35 grados de temperatura junté palitos, hice especies de carpitas y les prendía fuego en la esquina de mi casa. Hablaba con las personas en una lengua inentendible y no comprendía porqué me contestaban con estupideces. No recordaba palabras y no podía pronunciar mi nombre completo. Por supuesto, no recuerdo estas aventuras que, luego, desintoxicada, me fueron relatando (algunas imágenes, entre nebulosas, volvieron a mi mente). Ahí entendí por qué mi hijo vino a dormir a mi casa y por qué insistían en hacerme comer y comer cuando yo miraba el tenedor y no acertaba a captar para qué servía (rebajé once kilos en veinte días). De toda esta funesta y magistral experiencia, algo, sí, recuerdo: estar durmiendo la siesta (aunque no puedo asegurar que “fuera la siesta”) y de pronto oír un mugido, un extraordinario mugido; me sobresalté, pero no me extrañó que una vaca estuviese en mi cocina; lo que me desconcertó fue cómo había podido entrar por una puerta tan estrecha. Tras meses de desintoxicación y estimulación cognitiva para volver a hablar, escribir y reanudar una vida “normal”, esa vaca, en mi delirio descollante de resiliencia, se convirtió en mi musa poética y hasta tiene nombre: Telma. Telma mi vaca en la cocina que me ha dado mucho cuero y leche para poetizar y me lo seguirá dando.

DAVID ANTONIO SORBILLE: En algún rincón de la memoria tengo atesorado el primer encuentro con Ernesto Goldar [1940-2011]. Fue en una librería de la avenida Corrientes cuando tuve la ocasión de adquirir su libro de ensayos “El peronismo en la literatura argentina”. En ese texto elaborado con el rigor analítico que lo caracterizaba, sentí que Ernesto estiraba su mano para estrechar la mía, más allá de la presencia física que tuvo lugar años después. En efecto, cuando lo conocí personalmente en la Sociedad Argentina de Escritores, él estaba entre los asistentes de la reunión del grupo AERA, conducida por Alejandro Drewes y Silvia Long-Ohni. En esa oportunidad leí una serie de poemas que concluyeron con el dedicado a Gelman. Al concluir, Ernesto se me acercó y me estrechó esa mano que había quedado pendiente desde el primero de sus libros que tuve el placer de leer. Desde entonces, era muy común encontrarnos en distintas veladas donde hacía honor a su amistad, al intercambio de ideas políticas y sociales afines, y a ese fervor que compartíamos por la poesía. Su fascinante personalidad y sus profundas convicciones nos permitía disfrutar de sus exposiciones, virtuosas por su conocimiento y precisión. Ernesto era un verdadero compañero de ruta que nos brindaba su cariño y su sabiduría. En cada uno de los lugares que frecuentó, su imagen ha quedado grabada para siempre.

CARLOS NORBERTO CARBONE: Tengo muchas y no sé ahora cuál es más graciosa. Acaso aquella de la presentación de un libro donde el presentador, después de alabar al autor durante varios minutos, chasqueó los dedos y le preguntó a viva voz: ¿Cómo te llamabas vos¬?

LEONOR MAUVECIN: Nos suceden, por suerte, situaciones irrisorias y graciosas que forman parte del bagaje de la memoria y nos dejan enseñanzas. Te cuento una, algo incómoda, pero que me ha servido para reflexionar. Era septiembre del 2003, formaba parte, junto a otros poetas y narradores, de El Caldero de los Cuenteros, grupo literario que nació en los noventa. En septiembre sucede en nuestra ciudad La Feria del Libro, y decidimos invitar a Héctor Yánover, poeta cordobés, nacido en Alta Gracia, que se radicaba en Buenos Aires. Yo, poeta joven, me sentía emocionada por la visita de tan prestigioso poeta, y me tocó, junto al poeta César Vargas, coordinar su mesa de lectura. Los amigos me dijeron: “Leonor, hazte cargo del invitado.”
Cuando terminó la lectura, que se realizó en una de las salas del Cabildo histórico, decidimos acompañarlo a cenar. Yo, nerviosa, le hablaba sin parar, tal vez fastidiándolo con preguntas y relatándole anécdotas insulsas. Tengo fama de conversadora.
En el trayecto al restaurante me pregunta Yánover: “¿Usted siempre habla así?” Me quedé muda, sin saber qué responder, y él me dice: “Si es así, en la cena me siento en otro lado.” Imaginate el apuro que pasé; pero, por supuesto, él, todo un caballero, sonrió y en la cena se sentó a mi lado. Se reía de mi expresión mientras me servía un exquisito vino Syráh. Evoco aquello con mucho cariño. Desde entonces he logrado no abrumar a las personas con mi charla. Como ya dije, lo que narré sucedió en septiembre del 2003, y en octubre de ese año, el localmente famoso librero y poeta Héctor Yánover falleció. Esa lectura en el Cabildo de Córdoba fue una hermosa despedida.

RUBÉN SACCHI: Cierta vez, en 1979, estábamos con mi compañera de entonces en el Bar Los Pinos (sitio que se llevó la modernidad, ubicado en Avenida Corrientes y Rodríguez Peña). Yo llevaba mi morral repleto de revistas “Lilith”, que solía publicar todo lo que la dictadura decidía prohibir. Venía, además, del Pasaje Obelisco Sur, donde había hallado un viejo ejemplar de “A disposición del Poder Ejecutivo”, de Samuel Schmerkin y había arrasado con un saldo obligado del libro “Alarido”, del poeta Tomás Rodríguez Arias; una docena de ejemplares, mínimo. Digo saldo obligado porque era un libro de poesía urgente, que quemaba, y era peligroso conservarlo. Recién habíamos encargado sendas ginebras, cuando uno de esos famosos vehículos color verde con que la multinacional Ford había dotado a los grupos de tareas clava los frenos en medio de la avenida y tres sujetos entrajados bajan y se dirigen, sin escalas, a nuestra mesa. Lo irrisorio no fue el viaje del que participamos sin ánimo de elegirlo, que incluyó interrogatorio y simulacro de fusilamiento en una plaza porteña, tampoco nuestra tardía liberación bajo la orden de ¡Corran!, que no acatamos, sino que todo ese despliegue no incluyó la requisa del morral, que nos acompañó pegado a la luneta trasera y me fue devuelto luego de un rápido vistazo que, evidentemente, buscaba armas o algún otro tipo de prensa. Hoy, sobreviviente, puedo reírme.

HORACIO PÉREZ DEL CERRO: Sí, y bastante reciente. Fue cuando me internaron en el 2017, por una casi septicemia que se me produjo por el linfedema crónico que tengo en las piernas.
Me internaron en el Hospital Balestrini del partido de La Matanza, donde vivo, con un cuadro de coma febril agudo. Luego de varios días de internación, ya consciente, mi pareja de entonces me refirió que cuando ingresé por guardia, el o la médica, no sé, que me revisó al comienzo, trató de sacarme la dentadura, metiéndome la mano en la boca y comenzó a tirar con fuerza sin éxito; entonces mi pareja le explica que no tengo dentadura postiza, que los dientes y muelas, restando algunos, eran los míos. Cuando terminó de contarme la escena, mi pareja y yo nos desternillamos de risa.

MARÍA AMELIA DÍAZ: Bueno, irrisoria vista desde el ahora. Una de las tantas veces que fui jurado literario, estaba entregando premios sobre el escenario de un teatro colmado de gente junto a los otros dos jurados, en primera fila las autoridades locales. Cuando tocó el turno del primer premio de poesía, se le pidió al autor que leyera el poema y se le acercó la hoja de la obra. Entonces, esa persona, muy confundida y mirando hacia todos lados, dijo que ese no era el trabajo suyo. Gran desconcierto, cuchicheos, las voces de todos los que acompañaban al supuesto primer premio, las voces, digo, comenzaron a elevarse hasta convertirse en gritos airados hacia los jurados que estábamos sorprendidos, rojos de vergüenza y paralizados, sin saber qué hacer. Lo último que recuerdo fue a una señora mayor que se subió al escenario, y mientras nos decía improperios, sacudía por el mástil una bandera argentina que estaba presidiendo el acto. Resultó que los organizadores, al momento de abrir los sobres o plicas (las obras que los jurados elegimos estaban bajo seudónimo), no habían notado que había dos con el mismo seudónimo, y habían tomado justo el equivocado, y con ese resultado elaboraron las actas. El jurado, nosotros, nos llevamos la peor parte, y aquí va otro refrán: “Sin comerla ni beberla”.

CRISTINA MENDIRY: En la presentación de mi libro “Lucía Vermehren no ha muerto”, pautada para el 29 de octubre de 1993, en la Sala de Representantes de “La Manzana de las Luces” —como constaba en las invitaciones y las publicaciones respectivas— hubo una modificación inesperada. Noche de lluvia, todos con impermeables como detectives de novela negra, fuimos derivados sin previo aviso a la Sala Leopoldo Torre Nilsson. Obvio, mi libro era una composición de poesía policial de ese film que él dirigiera: “El crimen de Oribe”. Torre Nilsson se llevó lo suyo para su guarida. Su espíritu estuvo en mí allí. Todos sentimos lo mismo. Y nos reímos mucho al respecto.

SANTIAGO SYLVESTER: El ridículo, si se trata de eso, es algo que todos queremos evitar, sobre todo cuando es involuntario. No veo entonces la gracia de recordarlo. Por otra parte, el peor ridículo es el que uno desconoce de sí mismo; y de eso habría que preguntarle a otro, tratando de que no sea un enemigo.

ROBERTO D. MALATESTA: Me remito a otra historia que pude incluir en un poema, “El pelo de los Beatles”; yo era muy niño, estaba en la peluquería de mi madrina, allí unas señoras comentaban con grandilocuencia y a grandes voces que “al fin los Beatles se van a cortar el pelo”; no sabía qué eran esos “Beatles”, pero las señoras hablaban con tal pesadez, dogmatismo y engreimiento, que yo me puse del lado de los melenudos, deseé que pronto me creciera el pelo, ser un Beatles.

GLORIA ARCUSCHIN: Yo había escrito un unipersonal teatral para el gran actor Walter Soubrié (además, destacado actor brechtiano), quien, opino, era un gran personaje. Nos avisa, a mí como autora y al elegido director, que a tal hora debíamos estar en la puerta del edificio en el cual, según él, vivía el empresario que pondría el dinero para la producción de la obra. Allí estuvimos. Impresionante piso en barrio exclusivo, inmenso living, personal de servicio con uniforme nos servía té o café con masitas, y el empresario no aparecía. Luego de una hora y media llega agotado de sus tareas, se toma tiempo para cambiarse, se sienta en un imponente sofá. Walter se sienta, casi arrodillado, a su costado y comienza a contarle el proyecto. Lo increíble es que así comenzaba la obra, Walter la estaba representando en la vida real. El tipo, indiferente, considera que era muy inseguro todo eso y nos despide. El director y yo, casi caemos desmayados de risa en la puerta del lujoso edificio. Walter nos miraba atónito, y más nos reíamos Justo, el director, y yo.

RAFAEL FELIPE OTERIÑO: No sé si será por autocompasión o por sabia distribución de los recuerdos, pero no me viene a la cabeza ninguna situación irrisoria de la que haya sido protagonista. ¡Aunque sí, ahora me llega una de mi más remota infancia!: cuando en la plaza de mi barrio, ante la mirada de la chiquilina que me quitaba el sueño, patee una pelota y se me fue el zapato con el impulso.

ALEJANDRO MÉNDEZ CASARIEGO: Tengo situaciones irrisorias como para hacer un manual, porque soy un despistado de origen, el típico distraído que no sabe en qué día vive y no puede recordar ni su propio cumpleaños. Además, tuve un período de la vida en que solía hablar sin reflexionar mucho (debo decir que esa etapa quedó, por suerte, superada), lo cual me llevaba a metidas de pata épicas. Pero relacionados con la actividad poética, se me hace presente un caso que, en una de esas, vale la pena mencionar: cuando Gerardo Curiá y Lidia Rocha me invitaron a hacer tres presentaciones de libros simultáneas. Eran libros recientes de Leticia Hernando, Leonardo Martínez y Daniel Muxica. No tuve mayor dificultad con Leticia y Leonardo, a quienes había leído y escuchado profusamente y con quienes tenía amistad cercana. Muxica, en cambio, era un descubrimiento para mí: no había leído nada de él, y seguramente “El elogio de la dispersión” no era su obra más transparente. Fue arduo. Me hizo sudar como nunca nadie. Pero, finalmente, quedé conforme con el resultado: me pareció haber encontrado el meollo, la fuerza motriz del libro. Terminadas las presentaciones, charlando en rueda, Daniel, me felicitó afectuosamente, con las siguientes palabras (aprox.): “Es la reseña más brillante que haya escuchado sobre un tema que no tiene absolutamente nada que ver con lo que quise decir en el libro”. Tendamos un manto de piedad.

LILIANA DÍAZ MINDURRY: Tantas: el mundo es irrisorio por donde se lo mire.

CARMEN IRIONDO: He estado muchas veces sobre un escenario, bailando clásico, cantando o trabajando en una obra de teatro; en casi todas esas exposiciones suceden anécdotas graciosas. También es cierto que uno busca reír para no morir del pánico que nos inundaría si tuviéramos conciencia de la exhibición ante el público. Recuerdo una vez, muy joven en Mar del Plata, un cantante amigo me pidió que le diera vuelta las páginas a su pianista que iba a hacer un recital de canciones francesas en la Villa Victoria Ocampo al aire libre. Accedí encantada y me vestí para la ocasión con una falda cortita y de color fuerte, y una camisola arriba liviana ya que hacía bastante calor. Ni bien comenzó el recital me di cuenta de que mi silla se hundía en el pasto húmedo y yo tenía que levantarme muy seguido ya que las partituras eran breves y estaban escritas de un solo lado. Había viento. Como siempre en Mar del Plata. Bastante viento. Mucho viento. Sonaba Debussy. Hermoso. Mi amigo tenor venía superando el trance con solidez y buen gusto. Me levanté para dar vuelta la página número 4 y la pollera se me levantó hacia arriba y se pegó a mi cuerpo como una flor al revés. Quedé en bombacha y traté de hacer como si nada. Fue acrobacia después, hasta el final, tomarme la ropa con una mano y seguir dando vuelta las hojas con la otra mientras la silla se hundía en el rocío del espléndido jardín de la casa de Victoria Ocampo. (Muchos se dieron cuenta y fue siempre tema de risa, aun hoy me lo recuerdan.)

LUCAS MARGARIT: Mandar saludos a gente que ha muerto. Y varias veces me ha sucedido, claro que con muertos diferentes.

CARLOS DARIEL: Me viene a la memoria una escena de mi temprana adolescencia. Estaba cursando el primer año de la enseñanza media. Una de las materias que menos me gustaba era Matemáticas. La profesora, antes de terminar cada clase, solía darnos una serie de ejercicios combinados para resolver como tarea en el hogar. En la siguiente clase, la profesora acostumbraba llamar al azar, por apellido, a algunos de nosotros para que, en voz alta, dijéramos nuestra solución a alguno de los ejercicios. Como no me gustaba la materia no me resultaba nada difícil olvidar hacer la tarea. Pues bien, un día de esos, llega la profesora al aula, abre la libreta donde se asentaba nuestra presencia y nombra el primer apellido. Acertaron, era el mío. Hasta ahí la situación, más que irrisoria era bastante dramática, ya que yo no sabía dónde meterme; pero me repuse enseguida e intenté resolver el ejercicio en ese mismo momento y mentalmente, disimulando que lo estaba leyendo de mi carpeta. Claro, eso era más que imposible, por lo tanto, no tardé en poner en evidencia, con omisiones de pasos o saltos de procedimiento, que no había hecho nada y que estaba intentando engañar a la profesora. Lo que contribuyó a que se enojara más que si le hubiera confesado mi inacción. Todo lo cual no hizo más que convertirme en el objeto de las carcajadas de mis compañeros.

Noviembre 2021