Toka-Ton-Ton
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Osamu Dazai
Estimado Señor:
Le escribo con el propósito de solicitar su ayuda ya que tengo un serio problema.
Estoy a punto de cumplir veintiséis años. Nací en la ciudad de Aomori, en una zona rodeada de templos. A lo mejor usted no tiene conocimiento de la existencia de ese barrio. Junto al templo de Seikaji había una floristería llamada Tomoya, que había sido propiedad de mi familia. Yo soy el segundo hijo.
Tras graduarme en la escuela secundaria de Aomori, trabajé durante tres años como oficinista en una fábrica de municiones ubicada en Yokohama. Más tarde serví en el ejército por un lapso de cuatro años y, al oficializarse la rendición incondicional, regresé a mi tierra y encontré mi vieja casa convertida en una ruina: había sido quemada en su totalidad. Mi padre, mi hermano mayor y mi cuñada habían vivido ahí, y sobre los vestigios calcinados construyeron una pequeña choza. Mi madre había fallecido mucho antes, justo cuando yo cursaba el cuarto año de secundaria.
Ante semejante infortunio, consideré que sería una gran molestia para mi padre y mi hermano que me fuera a vivir con ellos en aquella precaria construcción levantada sobre los escombros. De esta manera, después de consultarlo con ellos, decidí buscar trabajo en la oficina de correos del pueblo costeño A, situado a ocho kilómetros de Aomori. El edificio donde se encuentra la oficina había sido la casa familiar de mi difunta madre, y el gerente del correo su hermano mayor. Llevo trabajando en ese lugar poco más de un año, pero cada día que pasa siento que mi existencia carece de sentido.
Estoy verdaderamente preocupado.
Comencé a leer sus novelas cuando trabajaba en la fábrica de municiones de Yokohama. Desde que leí sus escritos breves publicados en la revista Buntai, me acostumbré a buscar sus obras y a hojearlas. Más tarde llegaría a enterarme de que usted había estudiado en la misma escuela secundaria que yo. Y también tuve conocimiento de que mientras cursaba sus estudios en aquella escuela, había vivido en la casa de los Toyoda, ubicada en un barrio rodeado de templos, en Aomori. Esa información me impresionó.
Los Toyoda tenían una tienda de kimonos en mi vecindario. Los conozco muy bien. Dicen que el fundador de la empresa, el primer Futozaemon, había sido una persona obesa. Los caracteres chinos de su nombre se correspondían a la perfección con su corpulencia: el kanji «futo» significa gordo. Al contrario, el Futozaemon que en mi época administraba la tienda era muy flaco. Daban ganas de decirle Hanezaemon: el «zaemon de plumas», por lo liviano. Era una buena persona. Durante los bombardeos, la casa de los Toyoda, incluido el almacén, fue consumida completamente por el fuego. Fue una pena.
Al enterarme de que usted había vivido en casa de los Toyoda, le pedí al señor Futozaemon que me escribiera una carta de presentación para su persona con la idea de visitarlo, pero mi excesiva timidez me impidió llevar a cabo mi propósito. Ni siquiera me pude imaginar esa escena.
Pero aquí estoy, ocultando mi carácter retraído entre estas líneas, hablándole de mi vida. Después de haber ingresado al ejército, me asignaron la tarea de resguardar las costas de la prefectura de Chiba. Me pasé todo el tiempo excavando trincheras hasta que acabó la guerra, y a veces, cuando me daban medio día libre, me acercaba a la ciudad en busca de sus obras. Y así en algunos momentos tomé la pluma para escribirle una carta. Sin embargo, luego del «Estimado señor» ya no sabía qué más poner.
No tenía un motivo específico para escribirle y, como soy un total don nadie para usted, me quedaba perplejo con la pluma en la mano…
A la postre, Japón se rindió de manera incondicional y pude regresar a mi tierra y ahora trabajo en la oficina de correos de A.
Hace unos días fui a Aomori y estuve husmeando en una librería buscando sus obras. Ahí me enteré, leyendo uno de sus escritos, de que también usted había sido víctima de los bombardeos y de que había regresado a su tierra natal, Kanekicho.
De nuevo mi pecho se estremeció de la emoción. Sin embargo, no tuve el valor suficiente para visitar su distinguido hogar. Después de meditarlo durante mucho tiempo, decidí escribirle una carta. En esta ocasión no me deprimí al escribir «Estimado señor», como me había sucedido en el pasado, ya que esta carta obedece a un motivo. De hecho, se trata de un asunto urgente.
Necesito que usted me ilumine en relación a un tema, que en realidad es un dilema tremendo. Que no sólo me afecta a mí sino a un grupo de personas. Confío en que usted nos sabrá orientar.
Desde que estaba en la fábrica de Yokohama, y más tarde cuando me enrolé en el ejército, había intentado escribirle. Por fin, ahora he podido hacerlo. No pensé que esta primera carta expresara tanto desconsuelo.
El 15 de agosto de 1945, a mediodía, nos formaron frente a la explanada del cuartel militar y nos hicieron escuchar una trasmisión radial, que supuestamente provenía de la voz de su Majestad. No pude escuchar con claridad ninguna de las palabras de la trasmisión debido a las interferencias. Tras aquel extraño evento, uno de los tenientes jóvenes subió corriendo a la tarima.
—¿Han oído? ¿Han comprendido? Japón ha aceptado los Acuerdos de Potsdam y se ha rendido incondicionalmente. Sin embargo, eso no es más que un asunto político. Nosotros somos militares. Tenemos que seguir combatiendo. Al final, no nos quedará otra alternativa que suicidarnos, de tal manera que ninguno de nosotros permanezca con vida. Les pido disculpas. Yo seré el primero en hacerlo, así que también ustedes deben estar preparados para cumplir con ese deber. ¿Han compredido? Bien.
¡Rompan filas, ya!
Después de haber pronunciado estas palabras, el joven teniente bajó de la tarima y mientras caminaba se le escaparon algunas lágrimas. Me pregunté entonces: ¿Es éste un solemne acto simbólico?
Permanecí de pie. Comenzó a oscurecer, desde algún lugar soplaba un viento frío. Sentí que mi cuerpo se hundía hasta el fondo de la tierra, casi de forma natural. Pensé en quitarme la vida. Creía que morir sería lo mejor. Del bosque que había enfrente no provenía ningún sonido, todo era silencio. En aquel momento el bosque se veía negro como el carbón. Una bandada de pequeños pájaros salió volando sin hacer ruido. Era como si alguien hubiera arrojado polvo de sésamo al viento.
Sí. Fue en ese mismo instante. Desde el cuartel, ubicado a mis espaldas, brotaba un tenue sonido: Toka-ton-ton. Parecía que alguien estuviera clavando un clavo con un martillo. Al escuchar el leve martilleo salí de mi ensoñación. Y de repente aquella situación trágica y solemne desapareció por completo. Era como si me hubiera librado de un maleficio y me hubiera transformado en un hombre nuevo. Sin vergüenza alguna, contemplé los valles arenosos de aquel mediodía de verano. Mi pecho no abrigaba ya ningún sentimiento profundo.
Entonces llené mi mochila con todo lo que pude encontrar, y confuso y desorientado regresé a mi tierra.
Aquel tenue y lejano sonido, aquel tibio martillear era increíblemente bello. Me liberó del fantasma del militarismo.
Después de semejante evento, nunca me han atormentado las trágicas y solemnes pesadillas de aquel infausto día, pero parece que el pequeño sonido se incrustó en el centro de mi cerebro. A partir de esa fecha y hasta el presente, sufro unos extraños ataques de epilepia.
Pero no significa que me den convulsiones. Es más bien todo lo contrario. Cada vez que alguna dificultad me atormenta, escucho, proveniente de un misterioso lugar, el tenue sonido Toka-ton-ton. El leve martilleo. El sonido me tranquiliza, y el paisaje delante de mis ojos cambia abruptamente. Se disuelven las imágenes y sólo queda una pantalla completamente blanca, que al observarla detenidamente me doy cuenta de que no contiene absolutamente nada. Me siento como un idiota.
La primera vez que ocurrió tal fenómeno acababa de llegar a la oficina de correos. En aquellos días, me decía a mí mismo: «ya eres libre, puedes elegir lo que quieras hacer. Entonces, escribe una novela». Tomé la decisión de escribirla con la idea de enviársela a usted. En mi tiempo libre intenté escribir mis memorias en el ejército.
Con mucho esfuerzo logré redactar unas cien páginas.
Me restaba apenas un día para terminarla. Recuerdo que era una tarde de otoño. El trabajo en la oficina había terminado. Fui al baño público, y mientras se calentaba el agua comencé a planear cómo sería el último capítulo. Estaba muy emocionado. Podría ser un final muy florido y triste como el Onegin de Pushkin. O quizá pudiera contener alguna escena deprimente como las que aparecen en Por qué se pelearon los dos Ivanes de Gógol.
Estaba muy excitado, y cuando levanté la mirada y observé la escueta bombilla colgada en el alto techo, escuché de nuevo el lejano martilleo: Toka-ton-ton. En ese instante, se calmó el oleaje.
Estaba chapoteando en el agua caliente, justo en la esquina de la oscura tina. Yo era simplemente una figura desnuda agitándose en el agua.
Aburrido, emergí de la tina y mientras me limaba las plantas de los pies presté atención a las conversaciones de los otros clientes.
Tanto Pushkin como Gógol me parecieron nombres de cepillos importados. Salí del baño público y crucé el puente, regresé a casa y cené en silencio. Después subí hasta mi habitación. Hojeé el fajo de hojas del borrador de mi novela, colocado sobre el escritorio. Me di cuenta de que su contenido era extremadamente estúpido. Sentí náuseas y perdí hasta el deseo de romperlas. Desde aquel día las utilizo a diario para sonarme la nariz.
A partir de ese momento y hasta la fecha no he escrito ni siquiera una línea de un texto que se asemeje a una novela. En la casa de mi tío hay unos pocos libros y a veces pido prestada alguna de las notables novelas de las eras Meiji y Taisho. Unas me emocionan, otras no tanto. Intento comportarme de la mejor manera, y en las noches de tormenta procuro dormir temprano. Llevo una vida sin contenido «espiritual».
En estos días asistí a una exposición sobre arte mundial. No mostré ningún interés por los impresionistas franceses que tanto me habían gustado en el pasado. Me concentré en observar obras de la época Genroku, como los trabajos de Korin y Kenzan Ogata.
Considero que Cézanne, Monet, Gauguin o cualquier otro pintor no superará nunca las azaleas de Korin. Parece que de esta manera mi vida espiritual tiende a recuperar un poco su vitalidad perdida.
Sin embargo, ni siquiera poseo la ambición de ser un gran pintor como Korin o Kenzan. Seré un diletante provinciano. Y el único trabajo que podré hacer con esmero será el de estar sentado desde la mañana hasta la noche en la taquilla de la oficina postal, contando billetes. Eso es lo máximo que puedo hacer.
Para una persona que no ha tenido formación académica ni posee talento alguno, no se trata de una existencia tan deprimente.
A lo mejor hay una recompensa para los mediocres. Llevar una vida diaria normal y trabajar duro, es probablemente la mejor existencia espiritual. Últimamente he comenzado a sentirme un poco más de orgullo de mi propia vida. Fue justo en ese momento cuando sobrevino el cambio de paridad monetaria y hasta en nuestra provinciana y pequeña oficina de correos faltaba personal y estábamos siempre ocupados.
En esos días, desde muy temprano, teníamos que cambiar los billetes de yenes viejos por los nuevos. Sin tiempo para descansar, y con la presión añadida de que mi tío era el gerente, acababa exhausto. Casi no percibía la presencia de mis manos, era como si tuviera puestos unos pesados guantes de metal.
Trabajaba mucho y dormía como un muerto. Me levantaba cuando sonaba el despertador y, de inmediato, me iba para la oficina y comenzaba las labores de limpieza. Esa tarea la desempeñaba una de las muchachas de la oficina, pero desde que había empezado este agitado cambio de billetes mis ganas de trabajar aumentaron de forma muy extraña. La velocidad con que hacía las cosas se incrementaba día a día. No paraba nunca.
Estaba medio loco. Parecía una fiera tras su presa.
Finalmente, el cambio de billetes llegó a su fin. Al día siguiente desperté y salí de mi oscuro aposento y aseé la oficina con esmero y precisión. Después de haber limpiado hasta el último rincón de forma impecable, me senté en la ventanilla de la recepción. La luz de la mañana alumbraba justo el lugar donde me hallaba. Cerré mis ojos cansados. A pesar de la fatiga, sentía una gran satisfacción. «El trabajo es sagrado». Me acordé de esas palabras y cuando suspiré con alivio percibí a lo lejos aquel sonido: Toka-ton-ton.
De inmediato sentí que todo aquello no era más que una pura estupidez. Me levanté, salí de la oficina y me encerré en mi habitación. Arropado por las mantas me quedé dormido. A la mañana siguiente, cuando me avisaron de que el desayuno estaba servido, dije bruscamente que me sentía muy mal y que no tenía ningún deseo de levantarme. Aquel día fue uno de los más atareados en la oficina. Todo el mundo estaba desbordado de trabajo, pues el empleado más diestro se había quedado en la cama. Sin preocupación ninguna, me quedé profundamente dormido todo el día. En lugar de corresponder a la ayuda que me prestaba mi tío, mi actitud egoísta se había convertido en un lastre para él. Me había quedado sin energías para trabajar.
Al día siguiente no me podía levantar. A duras penas llegué a la oficina y me senté atontado en la ventanilla de la recepción. Me pasé todo el tiempo bostezando y la mayor parte de mis tareas se las encargué a la empleada que estaba a mi lado. Al otro día y los siguientes continué con la misma cantinela. Me había convertido en un trabajador lento, malhumorado y desganado. Es decir, el típico empleado de ventanilla.
—¿Otra vez tú? ¿Estás enfermo? —preguntó mi tío, al tiempo que sonreía levemente.
—No tengo nada. A lo mejor estoy pasando por una crisis nerviosa —contesté.
—Tienes razón —dijo mi tío como si ya supiera la respuesta—.
Lo mismo creo yo. Eso te pasa por leer libros complicados, esas cosas no son para tontos. Para los tontos como tú y yo, lo mejor es no pensar en cosas tan enredadas —sentenció y sonrió.
Yo también sonreí.
Mi tío se había graduado en la Escuela Técnica, pero no tenía ninguna de las habilidades propias de un intelectual.
Y después (usted se habrá dado cuenta de que en mi prosa utilizo con frecuencia el punto. «Y después» ¿Será ésta acaso la prosa de un tonto? Esto me aflige mucho, pero ocurre que me sale sin querer. Me dan ganas de llorar). Y después me enamoré. No se ría. Bueno, no puedo culparlo, a cualquiera le daría risa una confesión como la mía. Por aquellos días yo era como un pececillo solitario flotando en una pecera. Estaba siempre como perturbado y, sin que lo hubiera advertido, me había comenzado a enamorar: un amor vergonzoso.
Cuando brota el amor, uno siente que la música lo envuelve.
Pienso que ése es uno de los síntomas de la enfermedad del amor.
Se trata de un amor no correspondido, pero quiero y amo a esa mujer. No puedo evitarlo.
Ella es una sirvienta de una pequeña posada, la única de aquel pueblo costero. Al parecer, no tiene más de veinte años. Mi tío, el gerente, es un gran bebedor. Siempre que hay alguna fiesta, se organiza en uno de salones de esa posada, y él es el primero en llegar. Mi tío y la sirvienta se llevan bien. Cada vez que ella aparece en la ventanilla de la oficina de correos para alguna gestión relacionada con sus ahorros o con su seguro de vida, mi tío cuenta chistes tontos con la idea de hacerla reír.
—Últimamente te has dado cuenta de que disfrutamos de una cierta bonanza económica y por eso has comenzado a mostrar un gran interés por el ahorro. Estoy muy impresionado, muy impresionado. ¿Será acaso que has encontrado un buen hombre?
—¡Qué aburrido es usted! —le responde.
Y lo dice mostrando realmente cara de aburrimiento. No es el rostro de una mujer pintado por Van Dyck, se parece más bien al de una princesa. Se llama Hanae Tokita. En la libreta de ahorros aparece así. Antes vivía en la prefectura de Miyagi, tal como aparece escrito en la libreta, pero ese dato ha sido tachado con una línea roja. Al lado figura la nueva dirección. De acuerdo con los rumores de las empleadas de la oficina, allá en Miyagi fue víctima de la guerra, y poco antes de la rendición apareció por casualidad en este pueblo.
Dicen también que la dueña de la posada es pariente lejana suya. Al parecer su conducta deja mucho que desear; aunque su aspecto es el de una niña, aseguran que es diestra en esos
«menesteres». Las personas que huyeron de Miyagi no tienen buena reputación. Yo no creía los rumores acerca de sus habilidades en esos «menesteres», pero no podía negar que Hanae tuviera muchos ahorros. Aunque está prohibido que los trabajadores del correo hagamos pública esa información y aunque el gerente se mofaba de esos extraños ahorros, lo cierto era que Hanae venía una vez a la semana a depositar doscientos o trescientos yenes. Todo en billetes nuevos, y de esta manera el monto total de sus ahorros seguía en aumento.
Yo no pensaba que ella hubiera hallado un buen hombre, pero cada vez que ponía un sello de doscientos o trescientos yenes en la librera de Hanae, mi corazón palpitaba y mi rostro se sonrojaba.
Y poco a poco me invadía el desaliento. Estaba seguro de que Hanae no trabajaba en tales «menesteres», pero pensaba que algunas personas del pueblo, por algún motivo, le estaban dando dinero, y que de esa manera le hacían daño. Eso es lo que sucedía.
Al pensar en aquel embrollo sentía temor y algunos días no podía dormir dándole vueltas al asunto.
Sin embargo, Hanae seguía ahorrando dinero cada semana sin dar muestras de remordimiento. Ahora, ya no me latía el corazón ni me sonrojaba, me sentía acongojado, estaba pálido y un sudor frío corría por mi frente. En varias ocasiones, mientras contaba los billetes de diez yenes, me daban ganas de romper los formularios llenados por Hanae, manchados con su sucio dinero.
Quería decirle algo. Aquella célebre frase de la novela de Kyoka:
«Aunque mueras. ¡No seas nunca el juguete de las personas!». Eran unas palabras demasiado pretenciosas para un pueblerino como yo.
No se las podía decir a Hanae, pero quería decírselas con sinceridad: Aunque mueras. ¡No seas el juguete de las personas!
¿Qué son las cosas materiales? ¿Qué es el dinero?
Cuando uno piensa intensamente en alguien, eso provoca que la persona se fije en uno. ¿Existen realmente esos casos? Aquello sucedió a mediados de mayo. Hanae apareció, presuntuosa como siempre, del otro lado de la ventanilla. Dijo, «por favor», y me alargó la libreta de ahorros. Suspiré y la recibí. Conté cada uno de los sucios billetes experimentando un sentimiento de tristeza. Registré el monto en la libreta y sin hablar se la entregué a Hanae.
—¿Estás libre a la cinco?
No daba crédito a lo que mis oídos escuchaban. Pensé que el viento de la primavera me estaba jugando una mala pasada. Habían sido unas palabras veloces, formuladas en voz baja.
—Si tienes tiempo, ven al puente —dijo, mostrando una tenue sonrisa y se alejó presuntuosa tal como había llegado.
De reojo miré el reloj. Las dos pasadas. Lo que sucedió desde ese momento hasta las cinco debió de haber sido algo muy tedioso, pero hasta el presente no he podido recordar qué fue lo que hice.
Probablemente estuve dando vueltas con cara de preocupación.
De pronto le hablé en voz alta a la empleada vecina: «¡Hace buen tiempo hoy!». El día estaba nublado y al ver que la aludida se había sorprendido, la miré con ojos enojados y me levanté para ir al baño. Seguro que mi aspecto era el de un perfecto idiota. Siete u ocho minutos antes de las cinco salí de la oficina. En el trayecto, descubrí que las uñas de mis manos estaban largas. No sabía por qué. Todavía recuerdo que quise llorar de verdad.
Hanae estaba de pie al lado del puente. Pensé que su falda era corta. Vi sus largas piernas desnudas y desvié la mirada.
—Vamos hacia el mar —dijo con calma.
Hanae iba adelante, yo la seguía a cinco o seis pasos.
Caminamos con lentitud rumbo al mar. Y aunque nos manteníamos separados, a medida que caminábamos, nuestros pasos acabaron por coincidir. Eso me preocupaba. Estaba nublado y soplaba un poco de viento. En la costa se observaban torbellinos de arena.
—Aquí está bien.
Hanae se situó entre un banco grande y otro chico que estaban puestos en la playa. Y se sentó en la arena.
—Venga. Si se sienta no le dará el viento. Está caliente.
Me senté a unos dos metros de ella. Hanae había estirado sus piernas con comodidad.
—Disculpe por haberlo llamado, pero tengo algo que decirle. Me refiero a mis ahorros. Usted ha estado pensando que se trata de algo raro ¿cierto?
Pensé que aquel era el momento. Contesté con voz ronca.
—Sí, pienso que se trata de algo inusual.
—Es natural —dijo Hanae mientras se ladeaba y dejaba caer un chorro de arena entre sus piernas desnudas—. Pero lo que sucede es que ese dinero no es mío. Si fuera mío no lo estaría ahorrando.
Es un fastidio tener que estar haciendo depósitos continuamente.
Como me lo temía, pensé en voz baja y asentí en silencio.
—Así es. La libreta de ahorros es de mi patrona, pero ese es un secreto, por favor, no se lo diga nadie. Sospecho por qué ella procede de esa manera, pero como se trata de un asunto muy complicado, no se lo voy a contar. Es un tema que me atormenta.
¿Me cree?
Hanae mostró una leve sonrisa, y me di cuenta de que sus ojos tenían un extraño brillo, como si estuvieran velados por las lágrimas.
Quería besarla. No podía contenerme. Pensé que podría hacer cualquier sacrificio por ella.
—Todas las personas piensan mal. Parece que esa sea la ley.
Por un momento llegué a creer que usted había malinterpretado mi conducta, y por esa razón me animé a hablarle.
En ese momento, desde una de las cabañas cercanas se dejó oír el sonido de un martilleo: Toka-ton-ton. Aquel sonido no era una alucinación auditiva como las que me solían acometer. En la choza del señor Sasaki alguien había comenzado a martillear de verdad.
Toka-ton-ton. Toka-ton-ton. Toka-ton-ton. El martilleo se escuchó repetidas veces. Mi cuerpo tembló y me levanté.
—Entendido. No se lo diré a nadie.
Observé que detrás de Hanae había una gran cantidad de excremento de perro. Pensé advertírselo, pero no lo hice.
Las olas golpeaban fatigadas contra la arena. Algunos barcos sucios con las velas desplegadas pasaban lentamente cerca de la costa.
—Bueno, ahora sí me despido.
Sentí una profunda desgana. Aquel tema de los ahorros no era asunto mío. Para comenzar, no había nada entre nosotros, éramos unos perfectos desconocidos. El hecho de que ella pudiera ser el juguete de alguien no me concernía. ¡Qué estupidez! Me había dado hambre.
Después de aquel día, Hanae continuó viniendo como siempre cada semana o cada diez días a depositar dinero. Los ahorros alcanzaban varios miles de yenes, pero eso a mí no me importaba.
Ella había dicho que el dinero era de su patrona, pero a lo mejor era de la misma Hanae. Fuese lo que fuese, aquel asunto era por completo ajeno a mis intereses.
Entonces, ¿quién sufrió un desengaño amoroso? Desde mi punto de vista, el afectado fui yo. Sin embargo, de haber sucedido de esa manera, no llegué a sentirme realmente mortificado. Pensé que semejante forma de desengaño era muy extraña. Me convertí de nuevo en un empleado normal y sin ningún relieve de la oficina de correos.
Al comenzar junio, tuve que ir a resolver un asunto a Aomori, y por casualidad pude observar la manifestación de unos obreros.
Hasta ese momento yo no había mostrado ningún interés por los movimientos sociales y políticos. Mejor dicho, más bien sentía una especie de aversión hacia esos asuntos.
En realidad, no importaba quién organizara las manifestaciones, para mí todas eran iguales. Además, tampoco importaba en qué movimiento pudiera uno participar, pues pensaba que al final resultaría sacrificado defendiendo el honor y los interés políticos de los dirigentes. Ellos nunca dudaban de sus propias opiniones, como si fueran poseedores de la verdad. Te garantizaban que si te unías a ellos aceptando todo lo que decían, nuestra familia, el pueblo y el mundo entero se podían salvar. Pero todo aquello no era más que una farsa. Mentían al decir que aquellos que no seguían sus dictados no tendrían oportunidad de salvación.
Como habían sido rechazados por alguna mujerzuela, abogaban a gritos por la derogación de la prostitución. Golpeaban con saña a sus camaradas más apuestos. Cometían todos los desmanes posibles.
Algunos habían recibido por suerte cierta distinción militar y lo proclamaban a los cuatro vientos. Uno de ellos entraba corriendo en su casa diciendo con cara presumida: «¡Mira, mujer!». Abría con cuidado una pequeña caja y mostraba su contenido. Pero su mujer le decía con frialdad: «¡Esa es una condecoración de quinta categoría, si al menos fuera de segunda!». Entonces el marido se deprimía y con el tiempo se iba desquiciando, y acababa sumándose a los movimientos sociales y políticos de la época.
Yo no tenía ninguna confianza en esos tipos. En las pasadas elecciones generales, las de abril de este año, habían estado agitados hablando esto y lo otro acerca de la democracia. El partido Liberal y el Conservador estaban presididos como siempre por individuos de pensamiento arcaico. Por su parte, en los partidos Socialista y Comunista reinaba el entusiasmo, pero esto sólo se debía al hecho de que se estaban aprovechando de los nefastos efectos de la derrota. Todavía no se había podido borrar la sucia imagen surgida de los montones de cadáveres que condujeron a la rendición incondicional.
El 10 de abril, día de las elecciones, mi tío, el gerente, me pidió que votara por el señor Kato del Partido Liberal. Le dije que así lo haría y salí de casa en dirección a la playa con el propósito de dar un paseo. Luego regresé. No importaba cuánto se interesara uno en los problemas sociales y políticos. Los desencantos de nuestra vida cotidiana no hallarían remedio alguno. Yo pensaba de esa manera, pero después de haber presenciado aquel día en Aomori, por pura casualidad, la manifestación de los obreros, me di cuenta de que todas mis ideas al respecto estaban equivocadas.
En esa espontánea vivacidad sí se podía confiar.
[Título original: «Toka-ton-ton», 1947]
(De: La felicidad de la familia, Editorial Candaya, 2017. Traducción: Isami Romero Hoshino)