Tres noches sin ella

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Washington Cucurto

El Samber es lo más. Todas las tickis van ahí, y eso es rebuey. No mames, cabrón, es así. Creer o reventar. ¡Creer, güey, creer! A mí me gustaba sentarme en las sillitas del barcito de al lado del Maxi Samber. Digo “me gustaba” porque ahorita, ya, hoy, estoy crayón; y no lo hago más. Ya me libré. Me tumbaba a apreciar el desfile de chiris, y yo, gran haragán loquilindo, con el mundo en sus manos, me tocaba por debajo de la mesa. Ponía carucha sonrosada de atorrante enfeliciado. Y de vez en cuando viraba el mache para el lado de las estrellas. Aquello era el infinito, como lanzarse a un abismo sin fondo, y uno cayendo; planeando en picada, aguiluchazo, sí, mamón, el aire me pegaba en la cara; los brazos se me aflojaban; no me pesaban los músculos que eché con el camión de gaseosas.

Habría que explicarles a los cabros jóvenes que la coca es lo peor. Nadie beba coca nunca. Eso; yo perdería mi trabajo, pero el mundo se libraría de su vicio. ¿Y qué es un mundo sin vicios?

¿Quién quiere vivir en un mundo sin fiascos, sin vicios, sin estafas?, ¡sin fiacas!; ¡qué ulcerante todo!

A seguir cargando nomás, y a sentarse a contemplar, que para eso nacimos.

Sentarse ahí, al ramillete, en ese lugar estratégico del universo, es entregarse al flash total, ¡súper éxtasis!

Viernes a la noche: flayear entre tickis y estrellas. ¡Ñandecó, qué cóctel!

El estrellerío, el pajarerío de estrellas, el gran bolonqui que es el cielo, caía encima de mi mesita. Destapaban la tapa de mi cabeza y entraban como por el buche de un sombrero. Yo me paraba súper multiestelar con una constelación de astros en la cabeza, en los ojos, en las manos, en el ombligo, salsero, chacotero, metabardero; a los costados de mis hombros iban y venían las doncellas cum- bianteras. Yo también iba, porque uno siempre anda yendo pal lado que el sabor le tira; y viboreaba por la veredita hasta llegar a la entrada atronadora del Samber. A todas luces.

¡Qué bellísimo escándalo!

Me zampaban los sentidos los coloridos sensores de los carteles anunciadores de bandas y grupos tropicales.

Coloraje. Colorío. Luminiscencia, exuberancia. Colorío caché, cabrón, barroco gritador.

La cervecita chanflea en la vejiga. Cervecita orinadora. Y entro un rato antes de que se colme el salón, y no hay caso, en el bai- le no hay como primerear, ya entraba riendo-gritando un rebaño de juventud de prima. Me largo al baño. En las paredes espejos, ¡cuándo no!; posters de jinetes de grandes sombreros, con botas de estrellas en el talón y caballos blancos, colorados, grises, pintos… México… Pura chiringada, pura cháchara turística… yo un día voy a montarme uno, te digo. Ah, pero las chiris más lindas están acá, en la pista del Samber Disco. Eso no me lo discute nadie. Guaraníes salvajes, bailadoras y dispuestas a dejarme superhepático, deshi- dratado, sin pulmones, al borde, a los pies de la Señora Muerte, a todo, a puro trote, a puro baile, besos, caricias y miradas.

Por culpa de esos señores entré. A esa hora todos estaban afuera contemplando el panorama, tomándose una Condorina helada en mi sillita, preferencialmente ubicados. Y ora que aconteció la des- gracia todos hablan, todos se llenan la lengua de maldades, pero en ésta se anotaban todos; ora muchos vuelven a Itacurubí, a Villarica, a Mariscal Pedro Juan Caballero, y comentan, cizañeros de cizaña, lo feo, lo malo que era el Samber; lo hacen en el micro cruzando la frontera Encarnación-Misiones, y bostean entre los asientos pa que todos sepan. ¿Sepan qué, cabras? El Samber fue lo más y como a todo imperio, a toda cosa llena de fulgor, como a las estrellas, se le descarriló el coco, en un momento tenía que explotar. Hablan… hablan porque no tienen madre…

A eso de las nueve me levanté del barcito intercolegial, me arre- glé el cuello de la camisa y salí al encuentro de la vida. Ranerito, sacudón de botamanga de jeans, y con las servilletitas de papel me daba la última cepillada a los timbos; ¡maña que araña! El mozo siempre me miraba con desprecio.

Pero pago, pongo y sostengo varias Condorinas solo, así que a masticarse las palabras… chito y muti.

Con súper chop de Condorina helada yo soy Gardel, buen mozo, cuando levanto mi chop y me lo llevo a la boca, el mundo se detiene. Con mi súper chop en la mano yo cruzo la Cordillera.

Yo quisiera hablar del Samber, dar una conferencia en varios idiomas sobre el único lugar en esta perra ciudad que vale la pena posta; y un poco también para taparles la boca a esos bocones que escupen brea al techo. Fue lo mejor, y eso no me lo discute nadie.

¿Lo conoce? ¿Fue alguna vez? Bueno, no importa, yo voy a contárselo todo, pero lento, como avestruz, pero ya va a ir cachando la onda, y a veces me voy, entro, salgo, me disperso, soy un desastre pa contar, pero usted de acá va directo al Samber. Acuérdese lo que le digo, acuérdese y olvídese por el bien de todos. Ojo que yo no me lo llevo todo a la boca como los bebés.

Le meto pata; todo empezó en el San Miguel proleta, fue una idea de Ramón Villasanti, paraguayo, el único de San Miguel que tenía dos kiosquitoscervecerías. Tenía unos pesos ahorrados y pri- mero quiso abrir una radio pa pasar música de su país y vivir de la publicidad de profesionales, médicos, dentistas, ginecólogos, etceterísima… Le dije: “No… Mejor es poner un baile”. El paragua cayó más rápido que un rayo. Cerró los kiosquitos y puso cerca de la estación de trenes de San Miguel el primer Samber club de paraguayos, pequeñito, con una sola vitrola y muchas sillitas y mesas como este bar.

Yo le di la idea, yo le tiré la mejor, pero después me despachó; cuando el dinero entra y el negocio crece, no hay para dos. El dinero, como la mujer, nunca se comparte. Uno patronea y el otro sirvientea. Como no me daba me fui. Él se juntó con otros paraguayos con guita y agigantó todo. Entre paisanos, connacionales, compadres, todo va mejor. La nacionalidad te mata, curepí.

Las ondas musicales del Samber son las únicas que atraviesan el cerro San Cristóbal, allá, donde ninguna alma con onda desea ir: los pobreríos del San Miguel proleta. El cerro San Cristóbal divide San Miguel: a la derecha la Virgen de Hormigón (por eso es la única Virgen de todo San Miguel), y la exulticia: las altas Torres. A la izquierda, para allá, donde el cielo no tiene ni estrellas, allá, el San Miguel proleta. Ahí nació mamá, y papá, y un par de mis nenitos.

¿Y yo? Yo vengo de lejazo, ahí tampoco hay bailes, ni estrellas, ni tickis, ni grupos cumbia. Ahí todo es plash, todo es arena, todo es desierto, aunque hay gente por todas partes. La gente sale de abajo de la arena, en medio de los rayos de sol, hay que verlo.

¡Ay, Diosito, por la pachaganga que nunca estuve en lugar más feliz que el Samber! Fue la noche del 14 de febrero o del 17 de agosto, no me olvido que anduve por ahí. Esa noche conocí a mi diva total, conocí a Cilicia; uf, curepí; me pica la sangre, como si fuera un oso hormiguero y aspirara lo que aspira un hormiguero. Esa rubia guaraní, caderas de avispero, hacía que la vida girara a mil; kil y kil, trancosos pasaban. Rubia gerania. Simpatizamos de entrada y ya noviamos antes de simpatizar. ¡Don del Samber!

No voy a decir acá macanas, no voy a pronunciar amor porque sería poco. Me tingleó el corazón, como las chapas cascoteadas de un rancho.

Mi corazón andaba como un nido de lechuzas lleno de pelotas de golf, ahí mismo me zamponié su salivita salvadora en la sangre, para siempre entre los dientes, en las caries, ¡y santo remedio calmador!

Téngame paciencia si me tranco, usted sabe, el lenguaje es un despepite; lingüística, así le dicen ahora a las palabras. Y yo no soy más que un negro que ama la cumbia y le encanta levantarse minas en el baile. Y hasta ahí llega el horizonte de mi vida. Y ahora me pusieron acá a tipiar, en la comisaría. “Narrá todo”, me dijo el comisario. Narrá, qué palabra. Narrá te lleva al fondo de las oscuras aguas de la muerte, de las cuales no regresás. Si yo nunca narré; apenas cuento, y si me acuerdo. Porque se me olvida todo, y todo para qué, para que usted lea en un segundo, pa que pase indiferente las páginas, sin pensar en nada… y de vez en cuando se detenga en una palabra extraña; la curiosidad mata al diablo y justifica la diablura. Se las pongo a propósito, amigo, pa que descanse, pa que se relaje y disfrute un poco. Mamañema, ¡si me viera Ramón Villasanti Cañete!, que en paz descanse.

Volviendo a lo que andaba, soy lenteja pero a mi modo acelero, todavía me acuerdo la música que cantaba X-Pollo, y cuando la vi no se me olvida más, me encanta contarlo: la vi cuando se encendieron las luces; tenía mucho, mucho por todos lados. Rubiota colona-campesina, ojos de fuego, grandes gomas que no se volteaban con nada. Lo primero que le vi fueron los luceros grandes, redondos, expresivos, salían animales vivos de esa cueva… ¡Ahí había mucho de todo! La gran vida es el exceso, lo barroco, lo exasperante hasta la empalagación. Lo bueno, cuando es mucho, doblemente malo. Empalagándonos con flujo o semen pasamos la vida… Era alta, pesada, cascabel, cascabelera como un geranio de hormigas vola- doras. ¡Qué hay!, oro, petróleo, saliva a raudales… ¡Antojón de cabro yasiterado!

Tucanes, alacranes, pecarís quimieleros, pechitos colorados, boas constrictoras, tigres de Bengala, tarántulas, ranas terneras, tucús, pucús, monos titís, todo estaba ahí, en sus ojos, mirándome, agazapados para tirarse encima en el momento más inesperado.

Yaguaretés, yasiterés, yacarés, ¡coño, mamañema! “Llegó la morenita, la reina de las flores, eh, eh, cuando mueve su cintura suenan los saxofones, morena, morena, eh, eh, tiene un cuerpito de azucena y ojitos de algodones”, cantaba el tal Pollo, flaco, delgado, con el pelo atado con una gomita, traje blanco y corbata rosada con palmeras y flores. X-Pollo cantaba sobre el escenario de la bailanta, ¡gracias, X!

La vi acercarse como en una película yanqui, ¡qué gran miedo! Se me aflojaban, se me derretían las ceras de las orejas, su cuer- po se me aparecía entre las luces e iba transformándose en tigres, ranas, yacarés, todo un animalerío. La campanita de la garganta me pizpireteaba molinera. Bailamos casi sin hablar. Cilicia, Cilicia, me decían sus labios, y yo nadita de nada, colita de Feculax. A no embarrar. A no lanzar desviado a la tribuna. Es que mi vidita, mi infiernilla es eso, buey, un gran lanza tuerto que no conoce el acierto ni el tilde, ni el clamor del éxito tribunero…

Ella me agarró de las manos y comenzó a guiarme por la pista, como a un ciego. Manejaba mis movimientos como si fuera un maniquí, como a un niño por el camino de la vida, de los trenes y los subtes. Todo era un descubrimiento… deslumbrante… Cascabel.

Bailo cumbia desde los nueve, pero nunca así. Ella se movía entre las melodías como un congrio en la parte más lodosa de un río. Guiábame por el camino de la limosna y del limosnerío, porque eso es lo que es el amor más fuerte (que yo ya sentía): limosnerío. Que por qué digo esto, que por qué hay tonos de resentido en mis palabras. Mamón, así es el amor; cuando no sos mendigo o esclavo de él, te lo pasás limosneando un poco de amor, decí que ahí hay Diablo y Dios. Que son una misma persona, pero esta raza no lo entiende, no lo memoriza, dizque tan no me escuchan los curas que ponen el trino en el cielo. Y a mí me crucifican por blasfemo; blasfemos son ellos, que chupan vino y morfan pollo todos los días y sólo Dios sabe lo que hacen entre ellos encerrados todito el día, en sus monasterios, iglesias y demás, ahí yo no me meto… En ésa no me alío, nadita me da más miedo que ir a rezar a una iglesia; que me pongan una bomba o me claven un cuchillo, si eso es el infierno… ¡Pecador!

Ya me fui para el lado de los quinotos… volviendo a lo que importa, mi reina… Su mano caliente y fuerte, con callitos suaves, montoncitos finos (sería cocinera o limpiaría piezas en un hotel…), me remontaba a los lugares más lindos de mi imaginación. Sus manos me iniciaban en el gran circo de su girar bajo las luces estrambóticas. Cilicia, qué sensacional sos debajo de las luces, qué lindo todo, cómo el mundo cambia, cómo el misérrimo mundo varía debajo de las luces. Ella era una estrella, amigos, dulce, fina, hermosa, una estrellita perfectamente alcanzable que me zarandeaba de las manos, así, halleyanamente, yo iba encaramado a su cola gigante, dulzón y apetecido, ay, ay, ay. Ya la perfección total me guiaba de las manos y ya no tenía nada que hacer; ya le había hecho el gol a los ingleses, y ahorita corría hacia la tribuna con el puño en alto y la boca llena de Condorina.

Cabro, no sabés lo que es cuando se encienden las luces… Se aparece el otro mundo, uno viaja hasta el centro de las estrellas, uno puede permanecer allí desnudo, sin tomar agua o comer, o tener que pagar entrada o derecho por nada… Cabrón, cuando se te encienden las luces se enciende la vida, pero no ésta de bosta sino la otra, la que vale la pena vivir, la que vive adentro de todos, corrediza, que no se deja cachar tan fácil.

La fuerza de la cumbia no tiene paralelos ni parentelas. Única. Inimitable. Cascabel. Agradezco infinitamente no haber nacido en Yugoslavia, Holanda, Francia, Grecia. En esos lugares no existe la cumbia. Soy cata. En cada cata late la cumbia y vive César Vallejo. Cada vez que vean un cata, verán al engreído, al cumbiantero, al borracho imparable; yo sacaría a este turco ruin, truhán, y pondría de presidente a un borracho. La República andaría mejor con un borracho; un curda es insobornable, incorruptible, un borracho es un descenso al interior de nuestro ser, es la transparencia del alma, la verdad absoluta. ¿No dice el dicho acaso: “un borracho dice siempre la verdad”? ¿Qué político, qué dirigente conoce usted que esté a la altura de eso?

Mi animalesca me infla el corazón con aire de alientos de boca dulce, con colores de miradas. Mueve su cuerpo como una gacela enloquecida por la erupción de un volcán. Se movía… No, rey, no se movía: zumbaba, caballeaba, relinchaba con sus caderas bajo el poder maravillador de la música. Cumbeando. Cumbeanteando… La envidia y el amor son los sentimientos más puros; tumban ciudades y levantan villas. Yo sentía el amor a ella y la envidia hacia mí de los que nos miraban. Una Condorina helada ahora sería lo más, pero también un membrillo, un pañuelo, una briznita de hierba… Felicidad y todo es hermoso, ¡qué para adelante todo!

Mi reina es sonrisas, bellos pasos de baile y movimientos emprendedores. No me saca los ojos de encima, ¡y ya son un peso! Peso para cargar en el esqueleto infinitamente. Estoy rodeado por una jungla a punto de asaltarme.

Me abraza, me acaricia la nuca, los temas cambian, van y vienen como vagones repletos de vagos derechito al carnaval, trayendo la felicidad. ¡No paren nunca vagoncitos musicales! ¡Traigan más felicidad y amor y money, que acá hay lugar!

Gilda, Rodrigo, Los Dados Negros, Los Charros, Mandingo, ella da un par de vueltas y queda muy cerca y aprovecha para rozarme los labios. ¡Ay, bocota de mamoncillo de mamey! Y se aleja.

Se echa atrás como en un manchado e improvisa vueltas aleja- doras, divorciadoras, siento yo, a pesar de que nunca me suelta las manos, ni me quita los ojos de encima. Sus ojos, muralla que me separa del mundo. Una parejita se interpone besándose y derramando cerveza. Pasan rápido como una epifanía en DVD. Su nuca blanca y sus grandes nalgas resplandecen en la tenue oscuridad que producen las luces intermitentes. Sin enterarme, ya estamos en un lugar oscuro de la pista, cerca de unos sillones tomados por parejitas pegoteadas de saliva.

No me acuerdo su nombre ni le dije el mío. ¿Qué importancia tiene? Me siento enamorado. Quiero que este instante se pare acá por paro mundial. Quiero que la vida no continúe más. Ella como si sintiera cómo late mi corazón, lo que siento por dentro, me agarra más fuerte las manos y ahora me abraza y me regala millones de sonrisitas embriagadoras. Me clava arpones y flechazos con sus ojazos de pavo real. Sus ojazos animales que esconden toda la jun- gla. Estoy herido de muerte: enamorado, enamorado… ¡No avances, vida! No atropelles…

Pero la guaina atropella con todo. El diablo mete la cola y me hace acordar que a dos cuadras del río hay toros, juegos de sortijas y calesitas. Día de San Blas. Y me hace decir (pero para qué, si estábamos rebién en ese rinconcito de la oscuridad, con clima de lengua. Ya lo dije, chas): “¿No querés venir conmigo al carrandal de San Blas?”.

Ella me mira y dice: «Me encantaría».

(De: Cosa de negros, Interzona, 2015)