Un amor imaginario
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Me gusta poner inyecciones. Los culos cuentan cosas que las caras ocultan. Son como la segunda lectura que te proponen las buenas historias, una forma de releer. La ropa interior y el modo en que alguien se tumba, se baja los calzones para que la aguja entre en la carne y la velocidad con la que se los suben cuando todo ha terminado también cuentan.
Hay mucho relato encerrado en los cuerpos.
Me gustan las mujeres mayores que usan tangas de encaje. Y el lado cómico de los hombres serios que usan calzoncillos con estampados colorinches. O a la inversa, los hombres de amplias sonrisas que visten interiores oscuros. Hay culos esmirriados, culos avaros en las carnes y en el alma. Y también, redondos culitos enérgicos, tan bien proporcionados como caprichosos: de querubín. Culos fofos enfundados en pretenciosos calzoncillos de seda negra y monograma. A mí me gustan los grandes culos, muy blancos y mullidos, que dan cuenta en silencio de un carácter sedentario e imaginativo: culos de gente de interior que sorbe copitas de licor y lee novelas antiguas mientras come chocolate.
Hay un mundo allí, debajo de la ropa y en la carne.
–Bájese los pantalones –digo y me dispongo a leer lo que la mano tímidamente me descubre.
Llevo casi cuatro meses poniendo inyecciones a domicilio. Es algo temporal. Estoy reemplazando a mi amiga Fernanda que estará fuera de Madrid hasta finales de la semana próxima. No tengo titulación de enfermera en España, pero eso lo sabemos solo nosotras. Sé hacerlo bien, me enseñó mi abuela en Rosario para que la inyectara cuando ya no tenía buen pulso. Tengo la mano firme y delicada a la vez. Cuando les froto la carne con el algodón embebido de alcohol, los pacientes reciben mis movimientos como un bálsamo.
–Tú sí que sabes hacerlo –me dice Alberto con picardía. Tiene el culo como una pasa de uva. Necesita que le inyecten un complejo de suplementos minerales y vitaminas una vez por semana.
Por toda respuesta, ejerzo presión con el algodón en torno al pinchazo con una fuerza exagerada. La fría autoridad del alcohol lo reprende por mí, pero él no se queja. Supongo que sabe que se lo tiene un poco merecido. Es solo un juego, no me molesta la doble intención de sus palabras: su culo me dice que está triste. Soy una sentimental, lo sé; no tengo remedio.
–¿Cómo no vas a tener remedio si tan solo tienes diecinueve años?– me dice siempre mi Tomás, un excartero septuagenario y mi paciente favorito.
Mi zona de trabajo son las inmediaciones del Parque del Retiro. Esos barrios están llenos de gente mayor. Fernanda llama la zona Jurassic Park y es cierto: hay cada ejemplar. Cuando empecé con este trabajo, me tracé el recorrido en un mapa para no perderme y lo consultaba cada vez que debía trasladarme de una casa a la otra, pero ahora mis pies conocen el trayecto y van solos, también hacia los desvíos, dos domicilios fuera de esa zona.
El primer desvío es Gerti, una alemana de quijada marcial y ojos clarísimos, que vive pasando la Puerta de Alcalá. El segundo es mi Tomás, que vive en la esquina de las calles Lope de Vega con San Agustín.
No son grandes desplazamientos. A la casa de Tomás iría, aunque tuviera que atravesar todo Madrid. Es un viejito lindo con el que suelo hablar de libros y de la vida en general. Es curioso: cuando hablamos de las vicisitudes de la Vida, así con mayúsculas y en abstracto, parece que lo estamos haciendo de algún libro; y cuando hablamos de un libro, de sus personajes y particularidades, parece que estamos hablando de la vida.
También me gusta el desvío que hago para Gerti. Necesita inyecciones una vez por semana, por lo que todos los lunes cruzo el Parque del Retiro.
Me toma unos veinte minutos. Es un paseo agradable que hago con la vista en lo alto, en la espesura de los árboles, hasta que pierdo un poco la noción del tiempo y el espacio. A veces, me devuelve a Madrid el silbo de un estornino o un viento inesperado que revuelve las hojas, pero –en general– voy pensando en mis versos.
Quiero escribir un buen libro de poesía. Trabajo en uno que se titula Las correcciones y es como un álbum de pequeñas estampas felices. Son todas vidas falsas de personajes reales y famosos: parto de una situación que no me gusta y la corrijo en el papel, como un dios de tinta. ¿Que María Callas sufrió la traición de Aristóteles Onassis? Pues en mi poema son felices. No sé si seré buena poeta pero aunque lo consiguiese, tengo que buscarme un trabajo fijo si quiero hacer dos comidas calientes al día. Por el momento pongo inyecciones y trato de no perder la calma: el otoño madrileño vela de colores tenues el parque, como si todo lo mirara a través de un filtro suavemente dorado, y puedo pensar sin desesperación ni estridencias.
La primera vez que entré en la casa de Tomás me impresionaron la decadencia de las paredes y la pila de papeles desordenados sobre un escritorio de madera oscura. Aquí y allá, libros y restos de colillas. El olor a humedad del lugar era el mismo que tenía la casa de mis abuelos los días de lluvia. La vida es una complicidad que también incluye la devastación. Eso es lo que sentí cuando conocí su sala y me lo apunté porque por ahí puede ir algún poema.
–A ver cómo lo hacemos –me dijo, quería que lo atendiera allí mismo.
Yo estaba distraída mirando el retrato de una mujer muy rubia, de unos cuarenta años, joven para Tomás que rondará los setenta y cinco. La foto era en blanco y negro y me imaginé que la del retrato sería su esposa, ya muerta. Me iba a fijar si Tomás llevaba todavía el anillo de bodas, pero me distraje pensando en el empeño que había puesto el fotógrafo para que la belleza de esa mujer no muriera jamás, para encerrar en un retrato el abierto desorden al que nos lanza el mundo y que todo lo pudre.
–¿Estás mirando a Tere? Es mi gran amor –dijo, y la voz emocionada de Tomás me devolvió a Madrid. Me confundió el tiempo presente: es mi gran amor, había dicho; ¿entonces la mujer del retrato estaba viva?, ¿era su esposa?–. ¿Me tumbo aquí?
Asentí, indicándole el sitio donde debía colocar la cabeza.
–Bájese los pantalones antes de recostarse.
Por primera vez prestaba más atención a las palabras que al culo, blanco y con algunas pecas, de Tomás. Mientras preparaba la inyección, me contó que había sido cartero, pero que desde que se había jubilado solo fumaba, leía y escribía.
Y la carne lo confirmaba.
Tomás tenía un gran culo de centauro que todavía conservaba la tonicidad muscular de quien ha caminado toda su vida, recubierto por la piel ajada que flácidamente exhibía los últimos años de enfermedad y sedentarismo. Las nalgas eran desiguales, la derecha más pequeña como si se hubiera encogido para hacer lugar a la bolsa con las cartas que apoyaría sobre ese costado.
Esa primera vez o la vez siguiente me contó que escribía.
–¿Y qué escribe? –Quise saber.
–Es casi una novela. Iba a ser un cuento o un episodio aislado nomás, pero se fue estirando sin que yo me diera cuenta.
Mientras camino ahora hacia su casa, me reprocho mi despiste: he dejado pasar casi cuatro meses sin verificar si mi Tomás lleva aún su alianza matrimonial. Tampoco he tenido la oportunidad de preguntar quién es la mujer del retrato. Hoy sin falta miro si lleva alianza; hoy sin falta averiguo si está casado o es viudo, me digo mientras dejo atrás la estación de Atocha, su gentío con bolsos y valijas y subo por el Paseo del Prado. Se me acaba de ocurrir que esa mezcla de sensatez e imaginación que yo le adjudico a mi excartero casarían bien con el carácter de acorazado germánico de Gerti. Sí, hasta visto con buenos ojos, mi paciente alemana podía parecerse un poco a la Tere de la foto del salón con quince años más.
Soy una sentimental sin remedio, me digo y suspiro. Un adolescente de pelo largo me golpea una rodilla con el estuche de su violonchelo.
¿Sabrá tocar a Elgar? El chico no se disculpa y me hizo daño, pero yo sigo creyendo en el amor y en los buenos sentimientos de todos modos, mientras cargo un maletín repleto de algodones y agujas hipodérmicas. Soy cursi y celestina y no puedo evitar imaginarme una convivencia de felicidad entre Gerti y Tomás, pero en mi fantasía eso solo es factible si él no lleva anillo de bodas. Podrían mudarse al piso de ella, que es más grande y luminoso y no tiene humedades y enseguida empiezo a preocuparme porque Tomás querrá llevarse con él toda esa parva de papeles de la novela que dice que escribe y no creo que a Gerti le hagan gracia ni el desorden ni sus cigarrillos. Si lo tiene que expulsar, a él y a sus papeles, no le temblará la quijada germánica. Pienso en mi Tomás volviendo al piso de las humedades, triste y con dos retratos, dos mujeres que se parecen y que lo han dejado solo en épocas distintas.
El resultado de este amor imaginario es doloroso; el golpe en la rodilla también.
No es raro que, perdida como voy inventándome mil cosas, me haya pasado de la calle Lope de Vega y esté ya en el Paseo del Prado, casi a la altura de la fuente de Neptuno. Ahora tengo que desandar el camino, con este viento que el otoño acaba de lanzarme en los huesos y esta angustia porque Fernanda está por volver y yo voy a dejar este trabajo. ¿Y qué voy a hacer además de escribir poemas y jugar a ser una Cupido? Tendría que estar buscándome un empleo ya, me digo, en vez de resolverle la vida a mi Tomás con un amor, pero es que el viejito lindo está cada vez más tristón.
Le escribí a Fernanda para ver si sabía de qué enfermedad está aquejado, pero no lo sabe. No parece grave, me respondió, ahora no me acuerdo lo que le recetaron, pero la medicina no es para tanto, ¿no? No. No creo que sea algo físico lo de Tomás, me digo mientras toco el timbre de su casa, por fin he llegado. Es más bien una preocupación, algo espiritual lo que lo oscurece, pero no creo que llegue a saberlo: me quedan ya solo dos inyecciones hasta el próximo jueves cuando Fernanda retomará sus tareas.
Me abre la puerta y lo veo excitado. Es la primera vez que sonríe ampliamente, con ilusión, en estos cuatro meses. Me contagia el buen humor, pero esta vez no me distraigo y controlo su mano izquierda. Ahogo una risa de felicidad: no lleva anillo. Entre su alegría y la falta de alianza, creo que todo es posible. Tengo una foto que le tomé a Gerti con una Polaroid que le trajeron sus hijos de Alemania ayer en mi maletín. Me pareció casi un milagro ver la imagen emerger ante mis ojos desde la superficie negra enmarcada en blanco. Se la ve guapa junto a su ramo de flores de cumpleaños. La luz que se filtraba por la ventana la hace parecer más joven en el retrato y el vestido azul le resalta los ojos. Se la voy a mostrar a mi excartero en cuanto encuentre la ocasión.
Me hace pasar casi a la carrera. Mientras voy detrás de él por el largo pasillo que conduce a la sala, tengo el presentimiento de que está por suceder algo, algo bueno que me va a revelar por qué tengo tanta debilidad por este viejito.
Llegamos a la sala y la noto cambiada.
La ha ordenado. Los libros que estaban por el suelo han desaparecido, ha limpiado los ceniceros. Las pilas de papeles sobre el escritorio han quedado reducidas a tres carpetas: una es roja, la otra azul; la más gruesa es verde. Miro y busco disimuladamente, pero sin suerte: no veo la foto de Tere.
–Pensé que ya no vendrías –me dice agitado mientras se sienta en el sofá.
–Me pasé de calle, llegué hasta la fuente de Neptuno.
–Por poeta, ¿cómo no me dijiste que tú también escribías?
Me explica:
–Ayer recibí carta de Fernanda. Me escribió para avisarme que en dos semanas regresa y para saber cómo me encontraba. Me contó que tú estabas preocupada por mí. Sacó la carta del cajón y leyó: es poeta y sensible; es probable que se preocupe por cosas irreales, cuestiones que solo ella imagina.
–Se supone que uno no revela las conversaciones privadas, pero Fernanda no puede tener la boca cerrada ni dos minutos seguidos.
Tomás sonrió.
–Te voy a enseñar algo, querida.
Se pone de pie, impulsado por una energía que no le conozco.
–¿Un té? –me dice mientras abre la carpeta roja con decisión.
Miro el reloj.
–¿Tienes apuro?
–Se nos va a pasar el horario de la medicación.
–No es importante, ¿hago té?
Advierto una brusca inquietud en sus movimientos y respuestas y no puedo reprimir la pregunta:
–Tomás, ¿y el retrato de Tere?
–Está aquí –dice con una sonrisa.
Abre la carpeta roja y me enseña la fotografía. Lo noto nervioso. El labio inferior tiembla.
–Para esto te esperaba. Quería hablarte de Tere, ella tiene que ver con mi novela.
Todavía tengo el maletín con las agujas y los remedios colgado del hombro. Ahí está también la polaroid de Gerti, guardada en un sobre, y empieza a pesarme como si fuera de plomo.
–¿Cuántos años estuvo casado con ella? –pregunto ya sin esperanza.
–A Tere nunca la vi, pero hace tiempo que le escribo. Desde 1960, hace cinco años.
Se desploma sobre el asiento. Sus grandes nalgas de centauro hacen bufar la silla de piel marrón.
–Tere es una carta traspapelada, la única que no entregué por error.
Dejo caer mi maletín sobre el sofá e imagino una lluvia de agujas hipodérmicas y ampollas que resbalan en su interior. Yo también me siento.
Me cuenta que se tuvo que jubilar inesperadamente a causa de su enfermedad. Un mes después de haber cesado en sus funciones descubrió una carta perdida entre los pliegues de su bolsa, procedente de Cuba. No recuerda por qué no la entregó en ese momento, pero sí sabe que tardó dos días hasta que se decidió a abrirla. Así supo que Tere le escribía a Manuel, un español que había conocido en Cienfuegos de vacaciones. Mientras Tomás me explica los pormenores de la historia que en cinco años de correspondencia ininterrumpida con la cubana ha ido ordenando como un puzle, yo voy midiendo sus cambios de ánimo a través de sus manos y del ritmo al que parpadea según habla: en los pasajes más tristes de la historia, se olvida de parpadear y los ojos se le llenan de lágrimas, como ahora que me dice que apenas leyó la carta y supo que Manuel había dejado de responder a Tere hacía dos o tres cartas, se decidió a escribirle.
Me cuesta imaginar a mi excartero, a quien he tenido por un hombre tranquilo y sensato, tomando esta decisión de arrojo.
–¿Por qué le escribió?
–Por piedad. Para enmendar en una única carta dos errores: el mío por no haberla llevado a su destino y el de Manuel. Porque no se puede dejar sin respuesta a una mujer apasionada.
–¿Puedo leer esa primera carta, la traspapelada?
Me sorprende mi arrojo, pero a Tomás no.
–Luego –me responde con calma–, es la primera de la carpeta azul.
También podrás leer la mía. Le escribí diciendo que no había respondido porque no quería seguir en este intercambio epistolar que no conducía a nada, le dije que la quería pero del modo en que se quiere a la distancia.
–¿Se hizo pasar por Manuel?
–Sí. Y también le dije que mi madre estaba enferma y que me había mudado a su casa. Y despaché la carta con mi dirección postal.
–¿Por qué, Tomás?
–Porque sospeché que me respondería.
–No me refiero a eso. Le pregunto por qué se hizo pasar por Manuel.
Tomás ha ido más lejos que yo, que solo me atrevo a corregir la desprolijidad de la vida en mis poemas.
–Acércate –me pide.
Me pasa la foto de Tere. La miro como no la he mirado jamás en estos cuatro meses: los preciosos ojos azules del desencanto por el abandono de Manuel que Tomás ha deshecho con sus palabras.
–¿Qué le ha contado?
–Está todo allí. –Señala la carpeta azul.
En el reverso de la foto, la caligrafía de Tere: Para Manuel, un amor a la distancia y a la vez tan real.
–Nunca saldrá de Cuba –me tranquiliza.
–Mientras esté Fidel Castro. ¿Qué va a pasar cuando muera o si vuelve la democracia a Cuba?
–Hay más de un dictador en esta historia, querida.
No me alcanza la imaginación para pensar hipótesis que resuelvan el misterio de Tere y Manuel mientras hablamos.
–Según entiendo, en la roja están las cartas de ella y en la azul las suyas, ¿qué hay en la verde?
Abre la carpeta. Tiene cientos de fichas: la progresión de los cigarrillos que fuma por día, la presión arterial, el ritmo cardíaco, el nivel de azúcar en sangre, pero también las horas que duerme, lo que come y lee.
–Estoy cansado y quién sabe cuánto más voy a vivir.
Tomás tiene un registro estadístico de su vida desde hace veinte años y ha concluido, quién sabe por qué variables, que su muerte se aproxima.
–Quiero pedirte un favor: que seas tú la que le sigas escribiendo. Que te lleves todo esto y que sigas adelante mi historia de amor con Tere, la historia de Manuel y Tere.
La mano de Tomás tiembla cuando me acerca las carpetas. No las cojo.
–Pensé en decirle la verdad: que Manuel se está muriendo, pero no me atrevo a lastimarla. Me dijo que estos últimos cinco años, desde que le escribo, han sido los más felices de su vida.
Todavía tengo la foto de Tere en las manos: su precioso pelo y sus ojos tan azules bajo la luz de una ciudad perdida en el Caribe.
–Eres poeta, no será tan difícil para ti escribirle. ¿Lo harás?
Me pregunto si soy capaz de continuar esta historia de amor imaginario. No me gusta mentir y en mi «no» cabe todo el infierno de Tere; en mi «sí», todo su posible paraíso.
–¿Lo harás? –Tomás insiste con un temblor en la voz.
Oigo sus palabras agitadas y pienso en el té que nunca preparó; el calor que podría proveerme la bebida para que yo también dejara de temblar.
(De Hubo un jardín, Páginas de Espuma, 2022)