Una guerra perdida
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
A Juan Osvaldo Viviano
Con mi mujer hablábamos de todo. Aunque a su lado yo era bastante feliz, la dejé por Diana, en cuyo carácter adiviné una combinación de inestabilidad y firmeza que me atrajo.
Durante años viví con Diana, hablando de todo (porque la intimidad no consiste únicamente en desnudarse y abrazarse, como personas ingenuas lo imaginan, sino en comentar el mundo). Una tarde, en un cinematógrafo, Diana mencionó los médanos. Los mencionó tan al pasar que ahora no puedo menos que preguntarme por qué recuerdo ese momento. No aclararé nada con reconocer que el tema era insólito, porque lo insólito y lo inopinado sin dificultad se asociaban con Diana. Ésta se veía a sí misma como una pecadora decente, propensa a las caídas, y noche a noche lloraba contra mi pecho las culpas de tener un amante y de engañarlo. Empezaba a cansarme esa rueda de llantos y caídas, cuando agravó nuestra situación un técnico en fijación de médanos. Diana, que lo había conocido no sé dónde, se convirtió en el acto en su fervorosa alumna y, con esa buena fe de las mujeres, que siempre nos desconcierta un poco, se empeñó en reunirnos. Por aquel entonces la resignación era para mí una segunda naturaleza, de modo que me avine a cuanto me pidieron, incluso a complicarme en un proyecto de viaje a la zona atlántica, para que procediéramos a un examen crítico, sobre el terreno, de los trabajos de fijación de médanos emprendidos, con muy relativa seriedad, por el gobierno de la provincia. Yo conversaba de estas cosas como si me interesaran.
Faltaba una semana para el viaje cuando conocí a Magdalena. Seguro de que me sacaría del tembladeral en que estaba hundiéndome, la consideré mi predestinada salvadora. Para esta misión dos atributos la volvían particularmente apta: la belleza (dorada, rosada) y la juventud. A su lado, hablando de todo, viví con despreocupación, hasta la noche en que me dijo que se había anotado en un curso. Traté, por un tiempo, de no entender.
En ocasión de su cumpleaños, lloró de gratitud al recibir mi regalo y ponderó la imposibilidad de agradecerme debidamente el amor, ya que sólo por amor yo adivinaba sus deseos más íntimos. Añadió que si quería darle el regalo que ella más íntimamente deseaba, me anotara en el referido curso. Lo confieso con melancolía: no obtuvo su deseo. Me avine en cambio a debatir las ventajas y desventajas de la fijación por tamarindos o cinacinas; la plantación de coníferos y aun de árboles de otras especies; la necesidad de palizadas; el cómo y el dónde de la palizada volante… También discutimos, con reverencia, la personalidad de Brémontier y analizamos brevemente el mérito de algunos discípulos, como Billandel, sin escatimar elogios a los fieles, ni reprobación a los heréticos y a los renegados.
Cuando apareció Mercedes la comparé a una campesina y a una odalisca. La tuve por inocente (como la primera) de ciertas hondonadas del alma y se me reveló tentadora (como la segunda) por el blanco de la piel y el fulgor oscuro del pelo y de los ojos. Si mal no recuerdo, aventurando una metáfora que entonces me pareció atractiva, reflexioné: «La sencillez de su índole me protegerá, como una palizada, de los vientos malsanos que ya se levantan»… No indagué la firmeza de tal protección, porque me acordé de don Quijote y de su yelmo y me dije que las apariencias engañan, que las mismas cordilleras, a la larga, se mueven como simples médanos. Pensé también que el cambio —por el hecho de ser eso, un cambio— constituía una ventaja suficiente.
Al principio viví agradablemente con Mercedes, porque toda persona es un mundo y porque a mí siempre me entretuvo la paulatina exploración de esa particular especie de mundos que son las muchachas. Un aspecto del carácter de Mercedes me sorprendió y, aun, me divirtió: el culto de los antepasados, cuyas deprimentes fotografías, testimonios de mortalidad, abundaban en nuestro dormitorio. Presidiendo la cama, desde arriba del alto respaldo, nos contemplaba, enmarcado en ovalada caoba, un señor de aire respetable y antiguo.
Desde luego llegó el día en que me enteré de que la muchacha se había anotado en un curso de fijación de médanos. Como la pobre no descollaba por la curiosidad intelectual, tardó en interiorizarse de la sutil complejidad del sistema y con frecuencia cometía errores, que yo me apresuraba en corregir. «No», la atajaba, tratando de ocultar la soberbia. «Por favor, no confundas palizada volante con dunas de defensa, también llamadas litorales. No olvides el principio fundamental: la plantación, por ningún motivo, quedará expuesta a vientos que soplen a través de un sector de arenas todavía no fijadas.»
Mientras retuve mi papel de maestro, esas largas disquisiciones me entretuvieron; en el de alumno (Mercedes, con sus tres clases por semana, finalmente progresó) no las toleré. Para peor descubrí que el personaje del retrato ovalado, sobre la cabecera de la cama, no era pariente suyo. Sin duda me había equivocado solo, pero me sentí víctima de una impostura. «Entonces, ¿no es tu abuelo?», pregunté, dolido. «Es mucho más que un abuelo», replicó. «Es el padre de la fijación de médanos.» «¿Brémontier?», inquirí en un murmullo. «Brémontier», contestó. Le di la espalda.
En la soledad de mi escritorio, yo pensaba: «Evidentemente, el azar me echó en medio de esta racha… Hay que esperar que pase». O quizá, cambiando tanta mujer, como dice el tango, envejecí. Envejecer y distraerse (ya se sabe) es la misma cosa. Durante mi distracción, el mundo cambió, se llenó de fijadoras de médanos y, por buena cara que le ponga a Mercedes, a mí el asunto me aburre. No sólo me aburre; me enoja. Si toda mujer se dedica a fijar médanos, disminuye la variedad de mujeres (pero, ¿no hay precedentes? Los filósofos, al clasificar la realidad, ¿no la empobrecieron?). En todo caso, la Historia conoció muchas obsesiones no menos universales.
Yo no quería entregarme a la impaciencia, pero desembocaba siempre en la conclusión de que nada se gana con fingir que uno es otro… ¿No resultan patéticos y ridículos esos viejos que se disfrazan de jóvenes? La conclusión de mi conclusión era evidente: si me contrariaba el tema de la fijación de médanos, me quedaba la alternativa de la ruptura con Mercedes y del regreso a mi mujer.
Pensé, para alentarme: «La abandoné por unas locas. ¡Tan señora!». Mi mujer me recibió muy bien, con el té servido, en la confitería donde la había citado, pero no tardó en prevenirme: «No podremos vivir en nuestra vieja casa, porque la vendí. Además ¿quién, en su sano juicio, vive hoy en Buenos Aires?». Añadió que había comprado una casa frente al mar, entre los médanos, a cuya fijación nos aplicaríamos en cuanto llegáramos. Para distraerse de la soledad en que yo la había dejado, seguía, por las tardes, un curso que dirigía un técnico, amigo de Diana. Con alarma le pregunté desde cuándo la frecuentaba. Diana y ella se habían sentido unidas como si tuvieran algo en común. «Te prevengo que te conoce perfectamente», declaró. «Te quiere, pero te llama neurótico. Peor aún: psicópata. Te acusa de incapacidad de querer. También dijo una frase muy rara, muy graciosa y, no lo dudo, muy injusta. Dijo que si veías a un técnico en fijación de médanos, no te alcanzaban las piernas para disparar.» Como no quería desilusionarla demasiado pronto, reprimí cualquier objeción y me avine a sus planes.
Ostende, 15 de agosto de 1971
(De: El héroe de las mujeres)