Una muerte cristiana

Por Horacio Verbitsky

Fragmento de Historia política de la Iglesia Católica. La mano izquierda de Dios. Tomo IV. La última dictadura (1976-1983)

La mano izquierda de Dios es el cuarto y último tomo de la Historia Política de la Iglesia católica argentina, cuya primera edición fue en 2012. No es un libro sobre religión, sino una historia de la Argentina a lo largo de un siglo siguiendo a la Iglesia católica como hilo conductor. Los tres tomos anteriores son: Cristo Vence, La Violencia Evangélica y Vigilia de Armas.

Una muerte cristiana

La Fuerza Aérea consagró el cuerpo de cadetes de la Escuela de Aviación Militar al corazón inmaculado de María. Massera puso como ejemplo el Vaticano para exigir que la Junta Militar, a la que asignaba prelación sobre el presidente delegado Videla, tuviera una sede propia. Además distribuyó un póster que reproducía un óleo del siglo XVII, La Trinidad, de José Rivera, El Españoleto. La nueva Junta Central de Acción Católica visitó a Videla para desearle éxito, teniendo en cuenta sus «valores cristianos». En vísperas de episodios tremendos, Laghi, Aramburu y Laguna acompañaron a Massera y al empresario Carlos Pérez Companc en la ceremonia de colación de grados de la Universidad Católica.

Había mucho más que reverencias sociales en esos encuentros. Hacia fuera, la Iglesia Católica constituía una de las fuentes de legitimidad del gobierno militar. Hacia al interior de las propias filas castrenses, santificaba la represión y acallaba escrúpulos por el método escogido, de adormecer con una droga a los prisioneros y arrojarlos al mar desde aviones militares.

Esa decisión fue comunicada en 1976 por el comandante de Operaciones Navales a una multitudinaria reunión de oficiales de la Armada en la base naval de Puerto Belgrano. El vicealmirante Luis María Mendía les informó que lo habían consultado con las autoridades eclesiásticas para buscar que fuese «una forma cristiana y poco violenta».

Al regresar del primer vuelo, en el que desnudó a los prisioneros y los empujó al vacío, el capitán de corbeta Adolfo Scilingo se sintió perturbado y recurrió al capellán de la ESMA, que lo calmó con parábolas bíblicas sobre la separación de la cizaña del trigo.

—Decía que era una muerte cristiana, porque no sufrían.

En junio de 1976, el vicario general castrense almorzó en esa misma Base Naval de Puerto Belgrano con Massera y un nutrido grupo de capellanes navales. Luego, disertó ante oficiales y jefes de la Armada. La ESMA ya funcionaba a pleno como campo de concentración y sus oficiales estaban en contacto permanente con Grasselli, que era el enlace eclesiástico con el grupo de tareas.

Mientras Tortolo departía con los marinos, Bonamín se ocupaba de los aviadores de la Base de Chamical, en La Rioja. Con inocultable regodeo dijo que los guerrilleros eran «hijos del demonio» y «degenerados» que debían «sufrir las consecuencias».

La identificación con los militares llegó a tal punto que aun hoy pocos capellanes aceptan hablar sobre los acontecimientos de aquellos años. Los que lo hacen, repiten un discurso justificatorio.

Se hace llamar Padre Antonio y se dice amigo de Bonamín. Es un inmigrante italiano que llegó a la Argentina en 1949. Hasta la finalización de la dictadura fue capellán de la Fuerza Aérea. Admite que «amigos militares» que participaron en los vuelos «hoy sienten grandes remordimientos».

—¿Alguno de estos militares se confesó con usted?, ¿qué les decía?

—Que en combate yo no puedo saber si el que tengo delante es inocente o culpable. Es mi vida o la suya.

—Pero eran prisioneros indefensos…

—Sí, pero se habían declarado enemigos del régimen militar. De hecho, al final la Argentina se liberó de todos sus problemas. Si los militares no hubieran hecho lo que hicieron, hoy la Argentina sería peor que Cuba.

Agrega que no hubo más de cinco o seis mil desaparecidos y que muchos «escaparon al exterior con pasaportes falsos y hoy a lo mejor trabajan en España».

Siete mil es el número que le suministró a la periodista francesa Marie-Monique Robin el general Ramón Genaro Díaz Bessone, ex comandante del Cuerpo de Ejército II. También le dijo que «al fusilar tres nomás, mire el lío que el papa le armó a Franco. Se nos viene el mundo encima. Usted no puede fusilar 7.000 personas».

Casi lo mismo le dijo al periodista Jacobo Timerman un alto oficial de la Armada.

Timerman le argumentó a favor de la represión legal. «En ese caso intervendría el papa, y contra la presión del papa sería muy difícil fusilar», le respondió el marino.

Preguntas y respuestas

La teología era apenas una parte de las jornadas de formación cristiana y las semanas de religión y moral. En el encuentro de Puerto Belgrano de setiembre de 1976 el capellán mayor de la Armada leyó un mensaje de Massera, escrito en una prosa muy distinta a la de sus empalagosos discursos. Confiaba en la «actualización y profundización de los principios cristianos» que realizaba el Vicariato, frente al materialismo de «la subversión apátrida». Un vehículo de la Flota de Mar llevó a los capellanes a recorrer la base y luego a un almuerzo con Mendía. Poco después de haber comunicado a los oficiales en la misma base que los vuelos habían sido aprobados por la jerarquía eclesiástica, el comandante de Operaciones Navales agradeció a sus invitados:

«Los hombres de las Fuerzas Armadas cuentan con la asistencia, muy de cerca, de los capellanes, para confortarlos en la lucha cristiana que libran».

Para Tortolo la actitud de los jefes de las Fuerzas Armadas era «única en el mundo».

A la cuarta jornada, en los últimos días de setiembre, asistieron los comandantes de Institutos Militares y del Cuerpo de Ejército I, generales Santiago Omar Riveros y Carlos Guillermo Suárez Mason, quienes confraternizaron durante un almuerzo en el que los curas cantaron, recitaron y contaron anécdotas. El capellán del Colegio Militar, Norberto Eugenio Martina, pidió que se incluyera la religión como materia de enseñanza. El del Hospital Militar de Campo de Mayo, Federico Gogala, explicó la ayuda importantísima de los cursillistas que lo apoyaban. En esa unidad funcionó una maternidad clandestina para los partos de prisioneras a quienes luego se enviaba a la muerte, mientras sus hijos se entregaban a matrimonios de confianza en falsa adopción. Un oficial cursillista destinado allí, que cooperó en la formación de los cadetes, era el médico militar Mario Caponnetto, yerno de Jordán Bruno Genta.

Gogala tenía acceso al sector de las embarazadas, desnudas y con los ojos vendados, a las que luego del parto enfermeras y religiosas les aplicaban una inyección para cortar la lactancia.

En ese ámbito íntimo Suárez Mason aludió a los crímenes del terrorismo de Estado como «las desgracias que se nos pueden ir de la mano», pero dijo que eran «cosas no fundamentales», mientras hay «una guerra en la que dos mundos discuten de la propiedad privada: ella será o cuna para los hijos o poder para los funcionarios del Estado. Lo demás es cháchara de distracción».

En su avance por el mundo, el comunismo tiene incluso «al Santo Padre rodeado de comunistas», por eso «el que se rinde muere. Esto es Vietnam». Parte de su mensaje contuvo una amenaza implícita hacia la Iglesia, por lo que los aplausos que le brindaron los capellanes muestran la profundidad de su fractura. Suárez Mason dijo que tenía una fe inquebrantable en la Iglesia pero que sólo «respetaremos a los que nos respeten. Caer en otras tentaciones es una soberana estupidez».

A continuación habló de quienes en la Iglesia pregonan el mensaje social y así «convocan a la masa de incautos que después hay que despejar a la fuerza». Esa prédica de las virtudes cristianas «se convierte en el camino del cementerio». Por si se precisara alguna aclaración sobre los métodos empleados el jefe de la unidad más poderosa del Ejército dijo que no habían elegido las leyes de la guerra sucia pero tenían la obligación de ser eficaces.

«Cuando esta guerra se acabe esperamos volver a aquellos principios que regían una sociedad decente, normal y cristiana. Si ganamos nosotros, porque si ganan ellos no volverán a estos principios, sencillamente porque no los tienen.»

Después aceptó preguntas. El capellán del Centro de Instrucción Profesional de Aeronáutica, Celestino Biaggioni, agradeció «la claridad y crudeza de sus palabras» y la colaboración de las Fuerzas Armadas «con el servicio religioso». Así había sido hasta la traición del liberalismo triunfante.

Lo siguió el capellán del Comando de Arsenales, José Fernández:

—¿Qué podemos responder a los familiares de los subversivos presos, que son las primeras víctimas de sus hijos, sobre su paradero o sobre el trato que reciben?

Suárez Mason celebró esta idea de que los detenidos-desaparecidos fueran los responsables del padecimiento de sus padres.

—Está muy bien hecha la pregunta. Hay que pedir templanza y conducta, pero yo no puedo tampoco poner unilateralmente en la vidriera a los que se juegan por nosotros todos los días. La nuestra es sólo una réplica y cesará cuando ellos no insistan más.

El capellán auxiliar de la Escuela de Ingenieros de Campo de Mayo, Humberto Núñez, planteó dudas sobre la legitimidad de la violencia irregular. No le contestó Suárez Mason sino el capellán del Batallón de Arsenales 101, José Lombardero:

—La posición ideológica del enemigo es tan irreductible, su lucha tan cruel y su objetivo tan monstruoso que a su vez la lucha patriótica de las Fuerzas Armadas debe ser hasta las últimas consecuencias.

Tortolo cerró complacido las jornadas:

«Démonos a nosotros mismos y a los militares los motivos teológicos que nos hagan obrar sin temor y en conciencia».

Estas jornadas de adoctrinamiento tenían efectos prácticos. En 2004, cuando la Junta de Calificación de Oficiales del Ejército lo declaró no apto para ascender, el teniente coronel Guillermo Enrique Bruno Laborda pidió por escrito que se reconsiderara esa decisión. Para ello narró su participación en el asesinato de prisioneros indefensos. Los hechos, descriptos con insoportable detalle, ocurrieron en la Guarnición Militar Córdoba. Según Bruno Laborda, esos crímenes clandestinos fueron ordenados por sus superiores a través de la cadena de comando y las ejecuciones se realizaron en presencia de los jefes de la unidad en la que él revistaba. Por eso entiende que constituyen méritos militares que debieron tenerse en cuenta al evaluar su legajo. Entre las víctimas mencionó a una mujer que el día anterior al asesinato había dado a luz. Pero no dijo qué ocurrió con la criatura recién nacida. Según su relato, cuando intentó descargar su conciencia con un ministro de su fe católica el sacerdote le dijo que era loable abatir a los enemigos de Cristo y que «como soldado de la Iglesia» sería recompensado en el más allá.

Los capellanes también cumplían funciones de vigilancia y control sobre los obispos diocesanos. El párroco de la catedral de Quilmes era al mismo tiempo capellán del batallón de arsenales del Ejército Domingo Viejobueno. Allí denunció a un laico, del movimiento de los focolares. La policía lo secuestró, lo metió en un auto donde lo interrogó amenazado con un revólver mientras lo paseaba por calles oscuras y le pasó la picana eléctrica en una comisaría. La intervención de Novak impidió que lo trasladaran a La Plata o desapareciera. Un capellán de la Armada era amigo de un matrimonio de colaboradores de Novak. Una noche fue a cenar con ellos y les advirtió en forma amenazante: «Aléjense del obispo, no quisiera que una de estas noches venga la Marina a llevárselos».

El manual para la Cruzada

La doctrina cristiana sobre la guerra y sus medios también fue desarrollada en un libro por un presunto capellán, Marcial-Castro Castillo. El nombre y los apellidos sugieren un seudónimo. Según uno de sus camaradas, era un discípulo de Jordán Bruno Genta.

Su libro fue dirigido a los oficiales de las Fuerzas Armadas para que cada uno de ellos «sea un cumplido Caballero Cruzado por Dios y por la Patria». Su propósito declarado es demostrar la licitud de medios descartados por «el sentimentalismo liberal». También él sigue a Santo Tomás y Vitoria para fundamentar la diferencia entre la subversión, que ataca los derechos de Dios, y la justicia, que los defiende.

La única causa legítima de guerra es «castigar o reprimir una grave ofensa al orden natural». Para Castro Castillo «la paz de Cristo empieza en la espada de la justicia» porque «sin justicia la paz es sucia». En esa guerra se justifica penar al «delincuente ideal, que no obra pero incita, que inventa teorías justificatorias».

El ataque indiscriminado contra distintos sectores de la sociedad tiene fundamento en esta doctrina de la guerra contrarrevolucionaria, según la cual la acción debe dirigirse a las causas de la subversión y no sólo a sus efectos. «No es justicia perseguir a guerrilleros y terroristas —brazo armado de la subversión, pero no la subversión misma— si mantenemos la libertad de opinión, de cátedra y de prensa», si no se entiende que la guerra subversiva «depende del poder internacional financiero».

El derecho divino, dice Vitoria en sus Relecciones de indios y del derecho de la guerra, no prohíbe matar a un hombre, sino a un inocente. Ese derecho no reside en los individuos sino en la autoridad legítima. Para la Iglesia no cuenta cómo se ha llegado al poder, la legitimidad de origen, sino la forma en que se lo ejerce para el bien común, la legitimidad de ejercicio. Hasta un mal gobierno puede ordenar con justicia una ofensiva útil al bien común, «como el gobierno constitucional que en 1975 ordenó por fin pasar a la ofensiva en Tucumán». Pero también postula el derecho a derrocar a ese mismo gobierno, «para restablecer el orden, la justicia y enderezar el gobierno al bien común».

Su admisión respecto del rol de los capellanes es la más explícita:

«Escuchamos relatos de oficiales combatientes que nos plantean conflictos de conciencia y nos preguntan angustiados: ¿Hice mal o bien? ¿Cometí un crimen al matar o al torturar?»

La respuesta es que el agresor contra la Verdad sólo puede invocar el derecho a que el castigo sea proporcionado a su falta y no mayor. Esto explica que «ante todo los ideólogos, pero también los combatientes y participantes en las operaciones subversivas, sean reos de muerte por el crimen de lesa patria».

Quienes niegan el orden moral natural se hacen «indignos de ser considerados personas humanas». No hay mayor crimen contra el bien común y contra la Patria que apartarla del destino «que nos legara la Hispanidad misionera». Durante la Edad Media, los gobernantes cristianos reconocían a la Iglesia el carácter de árbitro en las guerras que libraban. Pero esas normas canónicas que regulaban la violencia disminuyendo la crueldad y el daño no eran obligatorias contra los infieles que no obedecían a la Iglesia. Tampoco en la guerra subversiva son obligatorias las convenciones internacionales. La legislación positiva, inútil para el bien común, sólo interesa al delincuente subversivo para protegerse de la Justicia.

La guerra contrarrevolucionaria es la más justa de todas, porque repele la peor agresión, para restaurar el orden cristiano. El enemigo no es el guerrillero sino «todo lo que se oponga al Reinado de Cristo y al orden natural». Esto incluye a «todos los individuos que sirven a ese propósito, sean profesores o combatientes armados, sean políticos de partido, juristas o financieros, sean sacerdotes infieles o malos militares». La extensa enumeración de enemigos describe bien el amplio espectro de víctimas que dejó la dictadura militar:

«el comunismo y el liberalismo materialista que le hace el camino; la Revolución anticristiana en todas sus facetas: religiosas (anticatólicas o pseudo católicas como el progresismo), filosóficas (nominalismo, idealismo, positivismo, materialismo, existencialismo, etc.; políticas (democracia populista o sufragio universal); sociales (igualitarismo, proletarización y masificación); económicas (capitalismo liberal y capitalismo de Estado, desarrollismo, usura, etc.). El enemigo se encarna en el imperialismo internacional del dinero (como dicen Pío XI y Pablo VI), que mediatiza todas las agresiones de hecho y los errores doctrinarios, con el fin de implantar el reinado del Anticristo, y esclavizar a los hombres y a las naciones separándonos del único Salvador, a quien los judíos anticristianos de hace veinte siglos crucificaron y los judaizantes de hoy pretenden desterrar de los corazones y de todo lo humano. […] Atacar la guerrilla y dejar lo demás es o bien ceguera suicida o bien traición infame».

Debido a la generalización del uso de la anestesia y los analgésicos, el hombre moderno siente espanto por el dolor y las penas corporales. En cambio, es menos sensible a los males morales, como el sacrilegio o el deshonor, dice. Aunque las maneras de hacer sufrir han progresado con auxilios técnicos y científicos, «la doctrina moral que los condena o justifica no ha cambiado». Según el ilustrado sacerdote, cuyo libro «no se escribió para juristas, teólogos o filósofos, sino para responder a los requerimientos de la acción», la tortura es inmoral e irracional si se aplica a alguien no declarado culpable. Con una cita del coronel Roger Trinquier agrega que los interrogatorios en la guerra moderna deben estar a cargo de especialistas, de modo de evitar lesiones físicas y morales porque su objetivo es convertir al prisionero en un colaborador.

Si el fin perseguido es conocer la verdad, «bajo tormento se puede uno acusar de cualquier cosa, reconocer todo lo que le sugieran». El tormento es inmoral para obtener confesiones o información de un sospechoso pero no ocurre lo mismo cuando se trata de convictos confesos. En este caso, Castro Castillo recurre a la autoridad de Verbo, la revista de Ciudad Católica. Es lícito condenar al culpable a una pena de sufrimiento a título de justo castigo, lo que constituye una «pena vindicativa», pero también en razón de la utilidad común e inmediata. Ésta es la denominada «pena medicinal» y el ejemplo es «conseguir informaciones indispensables para la protección del bien común». Agrega que si es lícito quitar la vida de un culpable convicto también puede afectarse su integridad física. Su conclusión es que la tortura es aceptable en casos especiales. Para Santo Tomás el criminal se despoja de su dignidad humana y se hunde en «la esclavitud de las bestias, de modo que puede disponerse de él para utilidad de los demás». Armado con este bagaje teológico, antes de torturar el hombre que ejerza la autoridad deberá responder a tres preguntas:

«¿Es tan grave la amenaza al bien común?

¿No puedo proteger el bien común de otra manera lícita?

¿Es realmente imprescindible que haga esto?»

El manual también se refiere al derecho sobre los bienes del enemigo. La respuesta no debe buscarse en la Constitución liberal de 1853, que asigna a la propiedad derechos absolutos, sino en la doctrina católica del orden natural. Como dice Santo Tomás, «en caso de necesidad todas las cosas son comunes; y por lo tanto no constituye pecado que uno tome una cosa de otro, porque la necesidad la hace común».

También Vitoria afirma que en la guerra justa «es lícito resarcirse con los bienes del enemigo». Por si no fuera bastante claro, Castro Castillo especifica que se refiere «a todos sus bienes, los que pudiera poseer civilmente: casas, campos, muebles, valores, etc., y que se encuentren, por ejemplo, en poder de su familia o depositados en bancos». Como siempre hay dilemas morales, Castro Castillo añade que los soldados y policías cometen rapiña si se apoderan de los bienes del enemigo «sin autorización superior», por codicia del botín.

Parece claro que en la guerra sucia argentina ese riesgo fue purgado con una autorización genérica.

Otro capítulo está dedicado a los inocentes. No es lícito matarlos en forma deliberada y sólo por excepción lo es hacerlo en casos en los que «de otra forma no podría hacerse la guerra contra los culpables». En cambio, «no caben dudas ni vacilaciones cuando se comprobase su activa militancia subversiva: niños, mujeres, clérigos y civiles serán culpables y enemigos, a pesar de su condición aparentemente pacífica».

Para este expositor del derecho natural la ejecución debe ser dispuesta por la autoridad en un juicio público, como «un acto de gobierno ejemplar que haga brillar la majestad divina judicial, enseñe a los vacilantes y tranquilice a los inocentes». Es decir, lo contrario del consejo de la jerarquía a las Fuerzas Armadas golpistas.

Castro Castillo sostiene que «la ejecución secreta, subrepticia, clandestina e irresponsable, deja intacto el delito, no lo sanciona, y además convierte en víctima al reo y en asesino a su ejecutor». Por eso, «la matanza clandestina nos haría sospechosos al mundo —el cual igualmente la conocería, tarde o temprano, veraz o distorsionadamente— y le haría presuponer: a) falta de razones válidas para matar; b) falta de autoridad moral y civil; c) injusticia de quien no puede afrontar un juicio público; d) cobardía prepotente. […] Todas estas razones son oscuramente captadas por una población que así, presumiendo bajeza en el matador, concluye en la inocencia del muerto, a quien dedica sus simpatías y su apoyo moral. […] Algún día se sabrá y ‘la opinión pública mundial’ nos juzgará como a Hitler por Dachau y por Auschwitz».

Ya sabemos qué respuesta dieron los ejecutores en el terreno a los dilemas planteados por esta doctrina justificatoria pero no indulgente.

(De: Historia política de la Iglesia Católica. La mano izquierda de Dios. Tomo IV. La última dictadura (1976-1983))