Una nueva ciencia

ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Sara Gallardo

Contaré lo que llegué a saber.

Era 1942. El año en que Silvina Ocampo dio a conocer sus «Epitafios para doce nubes chinas». Un hombre alto y melancólico quiso hablar con ella. Tipógrafo. Había visto por azar las pruebas de los poemas sobre una mesa. El hombre tosía como tantos tipógrafos; desistió del intento. Fue una fantasía, comprensible si se considera la empresa en que había empeñado su vida.

Quien me contó estas cosas era su sucesor, en una pieza, un sótano cerca del río.

La empresa tenía el aspecto de un montón de papeles, en parte amarillos. Arturo Manteiga, el tipógrafo, Claudio Sánchez, que era quien me hablaba, habían sido el tercero y cuarto en heredarla y continuarla.

La parte más amarilla empezaba con una portada llena de rúbricas de la mejor caligrafía. Eran de mano del autor. Circundados por las rúbricas podían leerse su nombre, la fecha y el título del trabajo.

Giacomo Pizzineíli. 1852. «La influencia de las nubes en la historia».

Pizzineíli había observado durante treinta y siete años. Día por día había descrito las formas de las nubes, su marcha, y día por día las variaciones de la política y los estados de ánimo de las élites y del pueblo, en la medida de lo posible. Desde 1852 hasta 1889.

Al principio se limitó a su ciudad, Verona. Turín fue el segundo paso. Seguía a los acontecimientos. Pudo dibujar las nubes que flotaban el 24 de mayo de 1856, cuando los austríacos se retiraban de Toscania, y las del 17 de marzo de 1861, durante la proclamación del Reino de Italia.

Gracias a una recomendación, vino en 1889 como ingeniero de los ferrocarriles. Al mes murió en Concordia. En cama, entre períodos de fiebre, pudo conquistar un discípulo.

Muy pálido, anotando a la luz del quinqué, José Manteiga se propuso hacerle justicia. Era un joven boticario español. Tardó un tiempo en transferir la botica y llegó a Buenos Aires el 1º de enero de 1890. Dibujó las nubes sobre el Parque, durante el tiroteo entre tropa y revolucionarios. Con qué temblor comprobó que sus formas coincidían con las que Pizzinelli había consignado en París en abril de 1871, días de la Comuna.

Decidió consagrarse a un punto que había inquietado a Pizzinelli. La forma de las nubes depende de la distancia respecto al mar, de la humedad, del viento, de la temperatura, del hemisferio. ¿En qué medida lo que se consideraba acción de las nubes no era acción de condiciones atmosféricas, de las que las nubes constituían sólo el signo visible?

Para estudiar este problema apeló a corresponsales, se vinculó con dos meteorólogos en Italia, con el conocido de un amigo en España, con un experto, asimilado al ejército, en Buenos Aires. Completó además la morfología básica establecida por Pizzinelli. Era el «Catálogo de las formas de las nubes, con sus posibles consecuencias históricas, políticas y económicas». Constaba de cuatrocientos croquis analíticos.

Hasta 1920 perseveró José Manteiga. Un derrame lo inmovilizó por un largo período. Murió sin recuperar el habla.

Hacia entonces la nueva ciencia contaba con sesenta y ocho años de estudios ininterrumpidos. En su archivo: 1267 acuarelas, carbonillas y croquis a lápiz, de Pizzinelli; 4305 dibujos a lápiz, gouaches y fotos de José Manteiga. Había que sumar anotaciones de los dos, en variadas caligrafías, informes ilustrados de los corresponsales de Manteiga, carpetas de recortes periodísticos, comentados, desde 1852 hasta 1920. Quien observara podía notar coincidencias asombrosas.

Arturo Manteiga fue ayudante de su padre adoptivo desde la infancia. En los últimos años, su fotógrafo. Pizzinelli había descubierto ya en 1852 que la historia cambia siempre durante la noche, aunque por desdicha o por fortuna los ciudadanos se enteren de tales cambios sólo al despertar. Arturo aprendió a fotografiar las nubes nocturnas.

Manteiga, Arturo, renunció a casarse. Renunció a todo con tal de continuar con la empresa. Pero la tipografía rinde poco y la fotografía cuesta mucho.

Aquí la nueva ciencia registra la entrada de una mujer. Nora. La nueva ciencia no consigna el apellido. Directora de una casa de modas, un poco gorda, alegre, según foto con Arturo sacada en el parque Lezama. Durante nueve años Arturo y ella se aman. Ella se casó después con el dueño de una fábrica de pastas. No era traición a la ciencia de las nubes. El hombre de las pastas ignoró toda la vida que parte de sus dividendos servía para sostener las investigaciones de Arturo. Arturo contó con el auxilio, el automóvil, la capacidad de observación de Nora.

En carpetas prolijas hasta lo extraordinario figuraban registradas las nubes que determinaron el golpe de 1943. Y al examen resultaron ser casi mellizas de las que había el 6 de setiembre de 1930, mientras los cadetes del Colegio Militar avanzaban hacia la capital. Después se pudo anotar y notar la coincidencia entre las nubes que presidieron los movimientos populares de 1916 y 1945.

Determinaron, dije. Presidieron, dije. Sí.

La gran duda de Pizzinelli y de José Manteiga había sido resuelta por Arturo.

Son las nubes, no los pobres factores que las forman, quienes actúan sobre los acontecimientos colectivos de la humanidad. Los conjugan, los deciden, los precipitan.

Esto quedó claro. Establecido.

¿Cómo?

Debo apelar aquí a mi falta de conocimientos. Claudio Sánchez, el último discípulo, en el sótano cercano al río, me mostró páginas cubiertas de números. Nada entiendo de números. Pero si confío en mi memoria, diré que la explicación era más o menos así: es verdad, las nubes resultan de un concierto de factores. Sin embargo ellas no son esos factores, poseen una energía esencial, hacen la historia.

Yo tenía veintitrés años el día de la entrevista. Era en julio de 1954. Hacía un frío húmedo. Aquel joven frente a mí me explicaba estas cosas. Era gordo, estudioso, pobre. El archivo, desparramado sobre la mesa, parecía la quintaesencia de innumerables vidas.

Era ahijado de Nora. Visitante dominical durante la niñez, la orfandad lo hizo asiduo. Y querido. Heredó las inquietudes de ella. Después heredaría la fábrica de tallarines.

Claudio Sánchez. Los estudios de Pizzinelli y de los Manteiga, José y Arturo, cobraron cierto cariz novedoso a través de él. Esa tarde pude ver dos cuadernos. «Conjeturas históricas» se titulaban. Describía, sobre bases estrictamente científicas, las nubes del día del asesinato de César, las nubes de la coronación de Napoleón, las nubes de Maipú, de Caseros.

Fue en aquel sótano, con aquel frío, en aquel julio de 1954, cuando llegué a saber lo que estoy contando.

Como el arte, la ciencia no suele reparar en medios.

Claudio tenía un proyecto.

Un siglo y dos años de estudios continuados. Pruebas concluyentes. Ninguna publicación. Así resumía Claudio Sánchez el estado de la nueva ciencia. Se indignaba. ¿El inconsciente valía más que el cielo? ¿El capital valía más que el cielo? Se enojaba en una forma impresionante.

Y como la ciencia no repara en medios y como urgía una publicación digna, Claudio no vacilaba. Recurriría al gobierno.

Su novia conocía a un franciscano cuyos sermones políticos daban que hablar. El franciscano, comparando de todo corazón a los gobernantes con los santos, había encontrado un camino hacia los gobernantes. Bien dicen que el amor despierta el amor.

Ese franciscano respondió a Claudio Sánchez con un eco extraordinario. Un tratado de ciencia celestial sobre la política correspondía a un gobierno de gobernantes comparables con los santos. La orden se encargaría de la publicación. Diez tomos. Fotografías en colores, biografías de los fundadores de la nueva ciencia. Todo. Garantizado.

Debo decir que no hice nada por disuadir a Claudio Sánchez. Como fuera, era tiempo de que el mundo conociese aquel descubrimiento. Por otro lado, en aquel día de junio de 1954, con aquel frío, mi entrevista era casual.

Poco supe de Claudio Sánchez. Es decir, supe sólo dos cosas.

Una, al año siguiente.

En julio de 1955, cuando algunos jóvenes enviados por el gobierno incendiaron iglesias, hubo un hombre que se precipitó a rescatar algo de la hoguera de San Francisco. Como se sabe, nada se salvó en San Francisco. La policía extrajo al hombre, lo encarceló. Cuando cambió el gobierno, quisieron honrarlo como héroe.

En 1975 un programa de televisión presentó a un señor obeso, asmático, propietario de una cadena de fábricas de pastas. Explicó a qué dedicaba la mayor parte de sus horas libres, que eran muchas. Por algún tiempo aquella aparición alimentó el humor del país. El señor fotografiaba y clasificaba nubes. Era Claudio Sánchez.

(De: El país del humo, 1977)