Una vuelta por Buenos Aires

Por Juan Manuel Abal Medina

(Fragmento del libro Conocer a Perón. Destierro y regreso, 2022)

Capítulo 16

Volvamos a nuestro relato de lo hecho por el General en esos inolvidables días. Una de aquellas primeras tardes, creo que la del 22, ya efectuadas la Asamblea de la Civilidad en el restaurante Nino y las dos visitas de Balbín, Perón me preguntó si al día siguiente teníamos compromisos de agenda. Le dije que, por lo que yo sabía, no, y entonces me pidió que fuera temprano para dar una vuelta por Buenos Aires, la primera en diecisiete años.

Nos fuimos con Juan Esquer, el suboficial a quien Perón llamaba Chueco. Se había ganado el afecto y la confianza del General desde los lejanos años cuarenta, cuando cuidaba de sus caballos, y lo había acompañado por años en la presidencia. Él organizó al grupo de suboficiales peronistas para que fueran su custodia personal.

Dimos una larga vuelta por la ciudad de Buenos Aires. Esquer manejaba, el General iba al lado, y yo iba en el asiento de atrás de Perón. Esquer llevaba su arma y me había dado a mí una ametralladora, pero la dejé en el piso del auto porque no tenía ni la menor idea de cómo se manejaba.

Yo no había hecho el servicio militar, no era «fierrero» y no me causaba ninguna impresión ese tema, pero ¿qué podía hacer con eso? Nada. Solo la primera parte hablamos de la actualidad. En una reunión con los mandos de Ejército en Palermo, Lanusse había declarado que «el camino a las urnas pasa por un acuerdo previo». El General me preguntó si yo creía posible que se interrumpiera el proceso en marcha. Le dije que para mí imposible no era, pero que le veía poco margen a Lanusse para hacerlo. Y entonces Perón, sonriéndose, dijo: «Si quiere un acuerdo, que busque con quién hacerlo, porque conmigo no va a ser». Y ya no habló más del asunto.

Dimos una vuelta muy linda. El General quería ir a ver el edificio de la calle Posadas en el que había vivido con Eva. Pero primero pasamos por lo que había sido la residencia presidencial, el Palacio Unzué, donde había muerto Evita, que fue mandado demoler por Aramburu, a través del decreto 14576/56. Solo se salvaron algunos árboles y el edificio donde residía el personal, que desde 1997 es la sede del Instituto Nacional «Juan Domingo Perón» de Estudios e Investigaciones Históricas, Sociales y Políticas, y donde ya estaba en construcción, quizás en un intento irónico, la nueva Biblioteca Nacional. «Son unos miserables», musitó el General.

De ahí seguimos hacia Posadas. Perón le pidió a Esquer que nos detuviéramos y me mostró el edificio en el que había vivido con Eva. Desde allí partimos hacia Plaza de Mayo y dimos una vuelta completa a la plaza. Al General le divertían estas cosas.

De paso, por el Congreso, dos señoras en un semáforo nos miraron. En esa época no había vidrios polarizados. Eran apenas un poquito oscuros. Viajábamos en un Fairlane. Podía verse el interior del auto, pero evidentemente nadie podía suponer que Perón estuviera dando vueltas por ahí.

Estuvimos casi dos horas paseando. Él hacía comentarios asombrados. Decía: «Esto está igual», o: «Qué raro esto». Después de andar por Plaza de Mayo, subimos por Avenida de Mayo hasta el Congreso otra vez. Seguimos por Rivadavia hasta Liniers. En el camino, el General quiso entrar al barrio de Flores, lugar donde había vivido un sobrino de él. Después quiso pasar por donde vivía yo en ese momento, en Callao y Quintana, y también, a pedido suyo, pasamos por la casa de mi familia en la calle Moreno 1130, en la que habían puesto la bomba. Todavía se veían los destrozos. Cuando llegamos a Liniers, tomamos la avenida General Paz y volvimos a Vicente López.

Yo ya le había dicho al General —el 18 en Gaspar Campos— que entendía mi tarea cumplida y que no podía dirigir al movimiento en los pasos siguientes, porque mi conocimiento del peronismo era escaso y dirigir el proceso de selección de candidatos no me sería sencillo. Perón afirmó que yo tenía buen equipo y que mi imparcialidad era difícil de repetir, y que no se podía cambiar de caballo en mitad del río. Me dijo: «Yo lo quiero, como ya se lo dije, como el último secretario general del movimiento, y para eso tiene que completar el proceso, pero eso lo hablaremos en los próximos días».

Completar el proceso

Yo no trabajaba solo. Tenía un equipo que me acompañaba. Desde la muerte de mi hermano Fernando, fue inseparable Horacio Maldonado, que venía del nacionalismo. Era mi secretario, chofer, representante o lo que hiciera falta, un tipo de primera que murió joven. El segundo era el salteño Julio Mera Figueroa, también procedente del nacionalismo, pero que ya había sido abogado de varios sindicatos. Completaba el elenco más cercano Wenceslao Benítez Araujo, también nacionalista, que había estado preso por su pertenencia a Tacuara. A los tres los quise mucho; eran como hermanos conmigo. Cuando me hice cargo de la Secretaría General, invité a acompañarnos a Enrique Graci Susini, un querido amigo que se excusó porque no veía muy claro el proceso que se estaba dando en el peronismo. Era y es una persona muy apreciada en el nacionalismo y peronista de nacimiento.

Hugo Anzorreguy me había ayudado desde mis primeros pasos en el peronismo y luego se incorporó con su gran capacidad política, y a través de él llegaron Eduardo Setti y Armando Blasco, dos economistas formados en la escuela de Alfredo Gómez Morales. Además, Eduardo tenía una gran cercanía con Antonio Cafiero.

Ese era el equipo permanente. Se sumaban mi amigo Luis Rivet, que había sido director de Azul y Blanco y de una pluma de gran calidad, especialmente para redactar discursos, informes y declaraciones; Jorge Bernetti, un viejo amigo de Fernando, que si bien estaba en JAEN me acompañó como jefe de prensa del movimiento, y Mario Herrera, también de JAEN, que era un muy buen periodista y un fino analista. En determinado momento, Antonio Cafiero me hizo notar que prácticamente de ese grupo salía casi todo lo que se producía en el movimiento y en la CGT. La otra usina era la que giraba en la órbita del doctor Héctor Cámpora, encabezada por su hijo Héctor, su sobrino Mario y el Bebe Righi, a los que se sumó Miguel Bonasso como jefe de Prensa del Frejuli.

A propósito de mi querido amigo y compañero Mario Herrera no puedo dejar de mencionar que fue asesinado por una banda militar poco después del 24 de marzo y que su mujer Marité Lodieu y su hija Lucía Herrera son como de la familia para nosotros.

Aunque habíamos tomado posiciones distintas, varios de los abogados del grupo que se creó en torno al juicio por el caso Aramburu siguieron colaborando cuando los requería. Más allá de esas diferencias, Eduardo Luis Duhalde y Mario Hernández eran mis amigos personales, y muchas veces fueron asesores espontáneos, con juicios atinados. Lo mismo debo decir de Alicia Eguren, con la que me unía una ya larga amistad y tenía —más allá de su tendencia a posiciones ultras— ocurrencias que en ocasiones eran directamente geniales. Al General le causaban mucha gracia. Claro que prefería que fuera a la distancia.

También, y para evitar que algunos señalamientos puntuales que hago a lo largo de estas líneas se tomen como un juicio de conjunto, quiero destacar el papel central que cumplió el doctor Cámpora en todo el proceso que llevó al regreso, así como en la campaña electoral que culminó con las victorias del 11 de marzo y el 15 de abril de 1973.

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La lealtad total al General y el notable coraje cívico que desplegó en ese proceso lo hacen más que merecedor del recuerdo emocionado que me asalta al evocarlo. Por su parte, el manejo político partidista, sobre todo a nivel de La Hora del Pueblo y del Frejuli, fue de alto nivel. Allí fue acompañado por el excelente trabajo del Bebe Righi, juicio general que no cambio por observaciones puntuales que hago a lo largo de estas páginas.

Volviendo a esa primera conversación con el General el 18 de noviembre en Gaspar Campos, luego de desechar cualquier intento de retirarme, me encargó hablar con mi amigo Facundo Suárez, que, como ya dije, había sido el primer radical en visitarlo en Madrid con conocimiento de Ricardo Balbín, y con el que había hecho una muy buena relación. Perón quería que, en la reunión que se realizaría el 20 en el restaurante Nino, Balbín dijese algo: «No hace falta que sea un pedido de perdón, pero sí que sea algo sobre las bombas de 1953 y del 16 de junio de 1955, porque en los dos hechos hubo radicales notorios y ­nosotros estamos haciendo todos los acercamientos. Ayer me abracé con Balbín y no parece haber mayor reciprocidad. Prepare con Suárez dos o tres frases posibles y vea qué se puede obtener».

También me pidió que le avisara sobre las novedades antes de entrar al Nino, donde se iba a llevar a cabo la importante reunión del General con representantes de las otras fuerzas políticas, para saber con qué se iba a encontrar.

Facundo Suárez estuvo, como siempre, muy amable y cercano, pero me dijo que creía difícil que Balbín pudiera decir algo. Me explicó con lujo de detalles la interna radical, que estaba al rojo vivo, con un crecimiento inesperado de los seguidores de Raúl Alfonsín, quien capitalizaba todas las variantes gorilas que venían muy disconformes desde el inicio de La Hora del Pueblo.

Me manifestó que los más duros eran los grupos de activistas universitarios, que desde 1955 habían considerado la universidad como propia y veían con temor el crecimiento de sectores antirreformistas, encabezados por el peronismo. De todas maneras, preparamos dos o tres frases más o menos genéricas que pudiera eventualmente decir Balbín.

Pero a la mañana siguiente, el lunes 20 de noviembre, día de la reunión en Nino, Facundo me avisó que no había logrado nada, y yo pude trasmitirle la información al General poco antes de ingresar al restaurante.

Como ya dije, el domingo 19 se había producido, a partir de las siete de la tarde, la reunión Perón con Balbín, que ingresó por la casa del fondo. En el jardín lo esperaba el General, y se estrecharon en un fuerte abrazo. Luego atravesaron juntos el parque y se reunieron con tres o cuatro dirigentes de los otros partidos de La Hora del Pueblo. En esa ocasión, el General dijo por primera vez: «Usted, doctor Balbín, y yo, representamos el ochenta por ciento del país».

El 20 a las seis de la tarde, Perón salió de su casa para trasladarse las diez cuadras que lo separaban del restaurante Nino. Fue la estrella absoluta de la reunión. Esta transcurrió dentro de los carriles que esperábamos, en el sentido de que fueron inútiles los intentos del doctor Héctor Cámpora por sacar una declaración de repudio a la cláusula proscriptiva, la reforma de facto que establecía que, para poder ser candidato, había que residir en el país desde el 25 de agosto. Pero el solo hecho de que se hiciera la reunión era políticamente positivo, y hubo un clima de gran cordialidad y trato deferente de todos hacia el General.

Al salir, pasada la medianoche y luego de haber saludado desde un balcón a los miles de militantes que lo aclamaban sobre la avenida Maipú, de manera imprevista, el General me indicó que lo acompañara en su auto para el breve recorrido hacia Gaspar Campos, y vi que también iba a ir Solano Lima. Me sentí un poco incómodo, porque esa era la reunión organizada por Cámpora, y me parecía adecuado que fuera él el distinguido por Perón. Se lo dije, pero me respondió que Cámpora nos seguiría en su auto.

El caso es que salimos con el General y Solano Lima en el asiento trasero, y yo, al lado de Juan Esquer, que conducía. Perón iba muy serio y en silencio. Comenté que la reunión había sido un éxito, y él dijo que, en efecto, era un avance, pero agregó: «Yo le encargué al amigo Solano una gestión similar a la suya y ya ven… Ni una palabra. Nosotros venimos teniendo todos los gestos de pacificación y acercamiento, hasta he abrazado a Balbín, y ellos no son capaces, por sus problemas internos o por lo que sea, de pedir perdón por las cosas atroces que han hecho contra el pueblo peronista».

Entonces, dirigiéndose a Solano Lima, le contó —sin entrar en detalles— sobre la primera reunión que habíamos tenido en Puerta de Hierro, y con las consideraciones que habíamos compartido sobre la violencia, me apretó el brazo y me dijo: «Aunque seamos tan distintos, tan distintos, seguiremos trabajando por la paz y la unión de los argentinos».

Llegamos a Gaspar Campos y estuvo muy cálido con Cámpora, al que felicitó por la reunión y por los intentos de presionar por su candidatura. Solano se sumó a la felicitación, y asimismo lo hizo de manera muy cálida la señora Isabel. Yo también lo felicité a Cámpora y, dirigiéndome al General, le dije que además Cámpora tenía un equipo de alto nivel para estas altas tratativas políticas. Mencioné al doctor Righi y a Mario Cámpora, además de a Héctor, que estaba presente y al que Perón trató con mucho afecto. El General dijo: «Llegamos hasta donde se pudo. Ahora tenemos que pensar en cómo seguir sin mi candidatura».

Cuando ya nos retirábamos, me citó para el sábado 25, a la mañana temprano. Esa reunión, que fue a solas, salvo por algunas apariciones de la señora Isabel, sería clave en los meses posteriores, porque se trató de la planificación de todos los pasos siguientes: una verdadera hoja de ruta del porvenir inmediato.

El sábado 25 a las ocho de la mañana, llegué puntual a Gaspar Campos y compartí con un café el final del desayuno del General y la señora. Dos veces se sentó López Rega y las dos veces Perón dejó de hablar y le encargó cosas menores. Luego pasamos a la zona que utilizaba como estudio, y a lo largo de dos horas me expuso, con mínimas observaciones de mi parte, cómo veía la continuación del proceso político.

Es difícil comprender desde hoy la profundidad y precisión del pensamiento del General. Estamos hablando de noviembre, cuando Lanusse decía, ante los altos mandos, cosas como que «el proceso electoral pasa por un acuerdo previo», y todo parecía estar por jugarse. Éramos conscientes de que con el regreso habíamos obtenido una clara victoria, pero esta era todavía precaria, y no se podían cometer errores.

Perón dijo que él se iría en unas tres semanas a Paraguay, Perú y —si no se sentía cansado— también China. Mientras tanto, teníamos que cubrir todas las candidaturas, empezando por la de presidente —tema que dejó para una conversación posterior— y siguiendo con todas las demás, provincia por provincia. En esta materia, me encargó que en los siguientes quince días tuviera un informe de cada provincia y que, si era necesario, enviara a alguien de mi confianza a cada una; precisábamos ­tener, en lo posible, tres opciones de candidatos a gobernador y una idea clara de los grupos existentes, para tratar de no dejar a nadie afuera.

Dijo que podía utilizar la palabra «veedores», que él había empleado para esos enviados. Me alertó acerca de las maniobras que con seguridad iba a intentar el Gobierno para que no llegáramos a presentar candidatos y del peligro de los enfrentamientos internos, que también iban a ser estimulados desde afuera. Me dijo que mi falta de pertenencia a algún grupo era conocida, así como la estrecha relación que tenía con él, lo que, sumado al buen grupo de colaboradores con que yo contaba (me sorprendió el conocimiento que tenía de muchos de ellos), aseguraba el éxito de esta tarea.

Dijo que el Gobierno iba a poner todos los obstáculos posibles, y teníamos que estar prevenidos, pero que ya no veía que pudieran detener el avance. «Querido doctor, como les dije a usted y a Rucci cuando bajé del avión, nosotros ya hemos triunfado».

Cuando tuviéramos el candidato definido, había que hacer algunas precisiones, pero en general debíamos pensar en una campaña corta, con actos cortos que evitaran enfrentamientos entre sectores. Había que dar mensajes muy pacíficos de los candidatos, manteniendo la presión con la participación mía y de algunos de los compañeros de la juventud. También me dijo que le parecía importante que Galimberti participara, pero que había que cuidar que no lo procesaran, porque tenía información —que se demostró acertada— de que iban contra él.

En cuanto a los candidatos, lo que dijeran y los compromisos que asumieran, había que tomar precauciones. Él había sostenido una larga conversación con Jorge Antonio y lo vio preocupado por la evolución que iba notando en la juventud hacia posiciones cada vez más radicalizadas en lo ideológico y cada vez más «fierreras». Me pidió que estuviera atento al fenómeno y, sobre todo, que evitara enfrentamientos con el sindicalismo, porque los dos sectores eran indispensables.

Me preguntó varias veces cómo veía este tema. Le dije —como siempre hacía— lo que realmente pensaba: había un espíritu de época que tendía a esa radicalización y la realización de acciones conjuntas de los grupos armados (en el caso de Montoneros con las FAR, era algo más profundo), en las que las posiciones marxistas se iban imponiendo sobre concepciones más imprecisas sobre compañeros de baja formación política, algo que yo percibía como un peligro concreto.

Por otra parte, lo que estaba pasando con el grupo de Galimberti —en el que cada día había alguna incorporación a Montoneros— mostraba la fuerza de atracción que ejercía sobre muchos compañeros. El General dijo que él lo veía como un peligro, pero que creía que cuando estuviera en la Argentina, y todos en la legalidad, iba a poder encausarlos. Solo me indicó, de manera muy insistente, que tenía que evitar que Galimberti fuera absorbido por los sectores más radicalizados: «Yo creo que nuestro amigo ha sido tan importante como todos los demás juntos en este proceso».

Con bastante detalle, me contó algunas providencias que había ido tomando para evitar que la cuestión se fuera de las manos y dijo: «Como se me fue con Cooke y Alicia Eguren». Y allí supe, por primera vez, de la existencia de un canal absolutamente privado y directo que mantenía con Fidel Castro. Dijo: «Un amigo de toda mi confianza, que también sé que ha hecho buena relación con usted, es mi vínculo con Cuba: Manuel Urriza. Converse con él y que le cuente de sus viajes, y dígale que yo se lo comenté». Con la relación estrecha con Fidel Castro a través de Urriza, el comercio con Cuba rompiendo el bloqueo y del cual ya había hablado con Gelbard en aquel entonces, más su ascendiente sobre los compañeros jóvenes, el General creía que se conjuraría el peligro, pero me insistió en que contuviera a Galimberti.

Sobre este aspecto, dijo que era muy importante ir pensando, y eso me lo encargaba, en una reorganización del movimiento, con una rama juvenil democratizada que fuera el espacio de actuación de los muchachos que estaban en la acción directa y había que darles un cauce político. De la misma manera, había que estimular su participación en el partido, mediante el proceso de afiliación masiva. Había que evitar que la rama juvenil interfiriera con la sindical y viceversa y estimular que quedara para el ámbito partidario la definición de las líneas dominantes en elecciones internas.

Me remarcó que había tomado de mí, en una conversación que habíamos tenido en Madrid en abril o mayo, que era ­inadecuado que la juventud llamara «traidores» a los sindicalistas, y estos, «infiltrados» a los jóvenes. Me dijo: «Es muy bueno eso que usted dice de que las diferencias tienen que quedar en el terreno político y que si se ponen esos calificativos entramos en diferencias morales que son insalvables».

De la misma manera consideró muy importante que en la reorganización del movimiento se utilizara con criterio moderno lo que había sido la Escuela Superior Peronista, para tener los márgenes flexibles, pero márgenes al fin, de la concepción justicialista. «Así se queda tranquilo su amigo Sánchez Sorondo», bromeó, recordando la «recomendación» de aquel de no inclinarse hacia la izquierda.

Yo había llevado un documento, preparado con la participación de Hugo Anzorreguy, Eduardo Setti y Luis Rivet, que le había comentado a Antonio Cafiero, sobre la reorganización en general y sobre la Escuela Superior Peronista en particular. El General lo miró con detenimiento y lo aprobó en sus líneas generales, dejando las precisiones para más adelante.

En esa reunión, también me preguntó cómo pensaba yo que debía manejarse la posibilidad de una amnistía. Le transmití la opinión generalizada de que tendría que haber una amnistía amplia y que eso debía votarse con acuerdo de todas las fuerzas políticas. «Mi opinión —agregué— es que tiene que haber algún mecanismo de solicitud de inclusión en la ley, con algún tipo de compromiso de dejar las armas, o al menos de no participación en nuevos actos de violencia». Si nuestra posición era que «la violencia de arriba provoca la violencia de abajo», no había motivo para que no se hiciera esto. El General estuvo totalmente de acuerdo, pero agregó que veía difícil la instrumentación del asunto y que la presión iba a ser muy fuerte. Le dije que mi opinión era compartida por muchos compañeros, ya que sería absurdo dejar en libertad a personas que al día siguiente iban a volver a las mismas acciones.

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Para el General, eso sería absurdo, pero me advirtió que casi todas sus informaciones eran en el sentido de que los grupos no pensaban desmovilizarse y veían las elecciones como un paso más en la lucha, no como un objetivo final. Lo que le parecía importante era que el grueso de los jóvenes se encausara, para presionar a los restantes a algún tipo de tregua. Con los peronistas, él creía que no iba a tener problemas en encauzarlos. Es indudable que, en este punto, Perón sobrestimaba sus posibilidades.

Hablamos de Gelbard. Me dijo que continuaba intentando que se reuniera con Lanusse y que tenía la información, de muy buena fuente, de que el 17 de noviembre Gelbard quiso llevar a Lanusse a Ezeiza para que lo esperara a la llegada del avión y se saludaran. Gelbard le dijo a Lanusse que era una maniobra con el 50% de posibilidades de realizarse, y Lanusse le contestó con un chiste: «Sí, 50% de posibilidades de que me maten los peronistas en Ezeiza; y otro 50% de que me maten mis camaradas cuando vuelva».

En cuanto a la Constitución, teníamos que ir midiéndolo, porque podía generar inquietudes entre militares y radicales, pero también había que pulir detalles para tenerlo listo en el momento oportuno. Desde los primeros encuentros en Madrid, yo había coincidido con el General en la idea de la absoluta nulidad de todo el entramado constitucional montado a partir del bando militar de 1956 que derogó la Constitución Nacional, y que esta situación tenía que ser corregida.

Uno de los deseos más grandes de Perón era la devolución del grado militar, pero no de cualquier manera. Me dijo que apenas hubiera diputados y senadores nuestros entrando a las cámaras todos iban a querer presentar proyectos para que esa devolución se hiciera efectiva, pero él no quería la intervención de ninguna instancia que no fuera la militar. Otro de sus deseos era el regreso definitivo al país y una tercera presidencia. Entonces, cuando hablamos de eso, le repetí lo que le había dicho en Puerta de Hierro: «El proceso termina con usted de presidente, en el balcón y de uniforme. Esa es la unidad nacional». El General se rio.

El gran tema acerca de cómo resolver la presidencia en el regreso del peronismo lo conversé por primera vez con Perón en Puerta de Hierro, en enero de 1972. En esa ocasión, le dije que yo creía que las condiciones para su regreso se iban a completar en los próximos meses, durante ese año, pero también que, producido su regreso, se habría obtenido la victoria que abriría un proceso cuya propia dinámica lo llevaría necesariamente a la presidencia de la nación. Me parecía evidente que era impensable su regreso y permanencia en la Argentina con cualquier peronista en la presidencia que no fuese él. Luego de algunas frases generales respecto de cierto papel de su liderazgo en el proceso, aceptó que esa disociación de poder real y poder formal no era muy apropiada. Entonces volví a decirle aquello que habíamos hablado sobre su salud y cuáles podrían ser las consecuencias de asumir el liderazgo en esa Argentina atravesada por conflictos y tensiones máximas. Volví a ser crudo con él, como en la primera conversación, ya que las especulaciones de entonces se habían corroborado con creces. Perón no modificó sus argumentos, estaba decidido a saldar lo que consideraba una deuda con el pueblo argentino.

El tema no volvió a ser conversado hasta su llegada a Buenos Aires el 17 de noviembre. Pero en la preparación de la reunión del restaurante Nino apareció otra vez. Cámpora consideraba que el objetivo central de esa reunión era obtener una declaración de todos los partidos contra la cláusula prescriptiva del 26 de agosto, que establecía esa fecha como obligatoria para residir en el país si se quería ser candidato.

Yo creía que era un objetivo imposible, porque el centro del plan de Lanusse, manejado por el ministro Arturo Mor Roig y Ricardo Balbín, era forzar a que nosotros no pudiéramos llevar la candidatura del General, con lo cual no llegaríamos al 50% de los votos, y allí se forzaría una segunda vuelta en la que el antiperonismo reunido nos derrotaría. Sobre esta ilusión se basaba el avance del proceso.

Para consolidar esta posición, hubo una larga reunión de Lanusse con todos los oficiales del Ejército con mando de tropas, que se realizó el 23 de noviembre en el comando de Palermo. Tuvimos buena información de todo lo tratado, que entregamos al General. Al terminar, Lanusse declaró que «el camino a las urnas pasa por un acuerdo previo», y reiteró que «no hay posibilidad alguna de retorno al pasado ni de restauraciones de ninguna especie».

Ese mismo día, el 25 de noviembre, el General realizó su primera conferencia de prensa en el país, fundamentalmente con la prensa extranjera, otra vez en el restaurante Nino. Lo acompañamos, a su derecha, Cámpora y yo, y a su izquierda; López Rega y Jorge Osinde, dos presencias que con esa relevancia causaron sorpresa, sobre todo para quienes desconocían la audacia sin límites de López.

Fue muy firme y ridiculizó las declaraciones de Lanusse del día anterior. «¿Qué sentido tiene un proceso electoral si tiene que pasar por un acuerdo previo?», se preguntó y se extendió en otras referencias que demostraban su conocimiento de la reunión de Lanusse. Y cerró con su conocida referencia a su condición de «ciudadano del Paraguay y general del Ejército más glorioso del continente».

Lanusse reaccionó con radiogramas muy agresivos contra Perón y, en nuevas declaraciones en los cuarteles de Mar del Plata, dijo: «Una última reflexión respecto de Perón. Ese señor podrá ser o hacer, pretender hacer cualquier cosa, menos presidente de la república».

El domingo 26 de noviembre se celebraron las elecciones internas en el radicalismo. El doctor Ricardo Balbín obtuvo 113.163 votos, mientras que el doctor Ricardo Alfonsín, 73.087, una elección exitosa para Balbín, pero que constituía un impedimento fuerte para profundizar la política de alianza con el peronismo.

Así lo analizamos esa noche, en una reunión realizada en Gaspar Campos y presidida por el General, de la que participamos Cámpora, Rucci, Lorenzo Miguel, Jorge Taiana y yo. Era evidente que el juego del radicalismo era ir a elecciones en las condiciones establecidas. Su participación en La Hora del Pueblo había sido de gran utilidad para terminar de enterrar el GAN, que tenía como eje la candidatura de Lanusse. Cuando los hechos, sobre todo el regreso del General, hicieron imposible esa candidatura, de hecho los intereses del radicalismo coincidían con los del Gobierno; no por nada el juego era dirigido por el doctor Mor Roig. Este esquema era simple: con la cláusula del 25 de agosto, sacar del juego al General y con la necesidad de alcanzar el 50% de la votación para ser presidente, se especulaba que no llegaría a ese porcentaje ningún otro candidato, lo que llevaría a una segunda vuelta donde podría darse la unidad de todos contra el candidato peronista y hacer a Balbín presidente.

En esa reunión de dirigentes del movimiento, con el General analizamos acciones complementarias, como estimular la formación de un frente de centro-izquierda, que finalmente sería la Alianza Popular Revolucionaria, con la fórmula Alende-Sueldo. También intentaríamos sacarle votos a la candidatura de Francisco Manrique, que acababa de hacer, desde el Ministerio de Bienestar Social a su cargo, una política de actualización de haberes jubilatorios, que le había ganado la simpatía de mucha gente mayor.

Los analistas políticos cercanos al Gobierno y al radicalismo estimaban que el peronismo sin el General de candidato estaría en los alrededores del 40%, con lo que la maniobra parecía contar con buenas posibilidades de éxito. Esto era lo que ­difundían Lanusse y sus incondicionales en el Ejército, y en el mismo sentido informaban a sus cancillerías los expertos de la CIA acreditados en Buenos Aires. Años más tarde, estos informes se publicaron y, en el mejor momento de la campaña, le asignaban a Cámpora entre el 42 y el 46 por ciento.

(De: Conocer a Perón. Destierro y regreso, 2022)