Viéndolos pasar

ZONA LITEARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA

Por Rodolfo Fogwill

Foto: Ale Guyot

Las bocas del subte me atraen, me enloquecen. Pero no todas; la de la línea A y B más que ninguna, las de la D poco, y la mayoría de las bocas de la línea C me resultan antipáticas y sosas.

Lo que siempre me atrae en las bocas del subte y, algunas veces, también en la desembocadura de los túneles de ciertas estaciones, es algo que me resulta difícil de definir. Diría: es una vibración, un eco dentro de mí que necesito repetir periódicamente. Pocas cosas del mundo tienen eso que yo supe encontrar en las bocas del subte. Tan pocas veces lo experimenté que podría enumerar prácticamente a todas: mirar el sol desde la base de un fermentador de vino, repetido infinitamente en las costras de ácido tartárico que el tiempo fue depositando en sus paredes; ver una lámina del libro III de Testut-Latarjet, en la que un nervio blanquísimo aflora como una herida entre los pliegues marrones de la duramadre; escuchar el desnivel sonoro que se plantea en el segundo movimiento de la sonata N.º 2 del opus 50 de Beethoven, cuando el cello desciende a lo más grave de su registro y el piano discurre burlesco tres octavas más alto; enterarme de que hay una esencia sintética que simula el olor del negro de humo y que la firma Bagley agrega a sus galletitas, para dotarlas de un dejo de horno casero. Y pocas veces más.

Ahora que mis cosas andan bien, el apego a las bocas del subte ha dejado lugar a otras actividades; esta de fabular y redactar textos, principalmente, me permite aplacar el deseo —que por ejemplo ahora me asalta— de correr hasta la boca más próxima, franquearla, demorarme unos minutos en el andén y volver a cruzarla de regreso, ya satisfecho, al menos por un rato.

Pero hace un par de años, viví una larga temporada durante la que no podía encontrar fórmula alguna para evitar andar rondando las bocas y poniéndome en evidencia.

Porque si uno va, por ejemplo, tres veces por día a la misma boca, al poco tiempo es descubierto. Y hubieron días en los que visité hasta nueve veces la boca de Laprida y Santa Fe, sin contar infinidad de pasadas furtivas por las bocas de la estación Bulnes (tiene cuatro), las de Diagonal Norte, que se llamó en una época Eva Perón y tiene seis bocas, y otras que crucé ocasionalmente porque iba de compras, o porque debía hacerlo para ingresar a una línea que se condujese a alguna boca de mi agrado.

En esas oportunidades me preocupaba mucho la repetición de rostros en mis desplazamientos. ¿A esa mujer de zapatos masculinos que parecía enfermera u obstétrica, la crucé dos o tres veces? ¿Eso ocurrió en la misma o en diferentes bocas? ¿Íbamos en idéntica dirección? ¿Sería esa mujer una apasionada —como yo— por las bocas del subte, o se trataba de una casualidad? ¿Y si no fuese una casualidad y se tratase de una pesquisa contratada por la compañía de transportes para vigilarme y prevenir un posible atentado o sabotaje?

Como en el caso de esa mujer, a menudo tuve la sensación de cruzarme dos, tres y ¡hasta cuatro veces!, a la misma persona. ¿Casualidad?

¿Cómo iría yo a explicar mi presencia a los funcionarios de seguridad que eventualmente me detuviesen, si mi profesión de Pedicuro y mi posición de empresario y rentista (tengo dos automóviles) hacían absolutamente injustificable mi presencia en tal estación, tan alejada del hogar, de los negocios y de cualquiera de mis rutinas verosímiles…? ¿Llegarían a confundirme con un maniático? ¿Con un pederasta?

Reconozco la torpeza de mi imaginación, de mis recursos, pero durante años estuve tratando de elaborar una coartada que me permitiese actuar con soltura y no la encontraba.

El azar me presentó a una señora que tenía un pequeño local destinado a la reparación de puntos de medias en la estación Tribunales. ¡Y Tribunales me gustaba! Pronto trabé amistad con esa señora y comencé a visitarla. Al tiempo le conté —nada mejor vino a mi mente— que mi esposa tenía un negocio en Bella Vista, y que por una enfermedad de la empleada que la ayudaba, tenía que derivar a terceros algunos trabajos que tomaba. Hice un acuerdo con las empleadas del Instituto del Pie para que las clientas de mis tres negocios nos proveyesen de medias con puntos corridos. Ideé un sistemas de facturas y órdenes de trabajo con el membrete del supuesto negocio de mi supuesta mujer y diariamente le llevaba trabajo a la buena señora de Correa en la estación Tribunales.

Habitualmente iba en las primeras horas de la mañana, retiraba el trabajo realizado el día anterior, revisaba las órdenes y dejaba trabajo que pasaría a retirar la mañana siguiente. Este sistema me permitía, en caso de imperiosa necesidad, correrme en las últimas horas de la tarde para verificar la marcha del trabajo, o para satisfacer a alguna clienta apurada.

Una vez montado el sistema se abrían infinitas posibilidades de nuevos pretextos. La misma amistad que se iba fortaleciendo daba lugar a frecuentes visitas a mediodía. Entonces almorzábamos juntos parados en un bar de paso ¡tan cercano a la boca principal de la estación…!

Al principio todo marchó a la perfección: yo encontré la soltura que precisaba y la señora de Correa estaba encantada con el aumento de la demanda de trabajo. Hasta llegó a enviarle a mi fantasmal esposa y a su empleada enferma medallas de Santa Rita y estampas y oraciones que protegen la salud y dan buena suerte.

Alguna vez calculé cuánto me costaba el sistema: con algún dinero que recuperaba de las clientas y de las empleadas del Instituto y tomando en cuenta lo que gastaba en fichas para franquear los molinetes automáticos, creo que era algo así como veinticinco mil pesos, alrededor de cincuenta mil pesos actuales o, para decirlo en una moneda que resista a la corrosión tanto como la literatura: cuarenta dólares. ¡El precio de mi tranquilidad!

Tener cuarenta y cinco años, una buena posición labrada con suerte y grandes esfuerzos —trabajo desde los 14 años y recién a los 33 me diplomé de Pedicuro— y poder al fin consolidar una coartada que me libraba del peligro de caer en evidencia, era una felicidad. Es decir, estaba destinado al fracaso.

Cierta vez —fue el principio del derrumbe— al salir del local de la señora de Correa me sentí tentado a visitar la boca de la estación Uruguay, una de las que menos había practicado. Un tren se ponía en marcha en ese momento conservando sus puertas automáticas aún abiertas, como si el guarda esperase ganar un cliente más antes de cerrar, monté a ese tren y terminé a los pocos minutos rondando afiebrado las cuatro hermosas bocas de esa inexplorada estación. Recuerdo que ese día me enfermé y que debí pasar cuarenta y ocho horas en cama con la gripe más fuerte que padecí en mi vida.

Desde entonces más pesado se me fue haciendo el trabajo de correr puntos de medias, completar facturas y mantener al día la contabilidad con la señora de Correa. Y ya Tribunales no merecía ese esfuerzo: tan poco era lo que obtenía de ella.

(De: Memoria romana y otros relatos inéditos, 2018)