Yo y la oratoria
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Juan Filloy
—…tautologías, monsergas…
—Adiós, Profesor.
—…logomaquias… ¡Cháchara, nada más!
—Adiós, Profesor.
—¡Ah! ¿Era usted?
—¿Adónde va tan apurado?
—Tengo un compromiso ineludible de aquí a media hora.
—¿Puedo acompañarlo? Voy en su misma dirección.
—Puede. Pero tendrá que oírme. Vengo hablando solo, como la mayoría de los transeúntes de esta capital. Mejor dicho, protestando. Protestando contra la oratoria. Es una plaga nacional. Una ignominia de la sociedad presente. Una aberración de la humanidad. El espíritu está en crisis. Su bancarrota proviene de tanta locuacidad sin motivo, de tanta palabrería sin provecho. Todo el mundo lanza impunemente palabras en circulación. Nadie ofrece responsabilidad de lo que dice y sostiene. De yapa las radios. Las radios ¿qué son sino bancos que emiten frases y frases sin garantía moral? Es una vergüenza. Ninguna acción pragmática avala sus compromisos. ¡Qué peste de lenguaraces y micrófonos! Está bien que “en el principio fue el Verbo”; pero después fue el Adjetivo. Casi podría expresar que toda la oratoria no es más que el resultado abusivo de la adjetivación. Tome una perorata cualquiera, analice sus cláusulas y verá que todo es un amontonamiento inútil de epítetos y calificativos. Nada substancial en concreto. Si se cercenaran de cada discurso, de cada charla, de cada conferencia, implacablemente, los adjetivos ¿qué quedaría? Quedaría el estilo puro que pretendo. Estoy harto de esta bacanal nauseabunda de la palabra. Por eso execro con todas mis fuerzas esos pomposos decidores de naderías: taimados infladores de vejiga, viles rellenadores de esqueletos. No se asuste. Tengo derecho a irritarme. Hay que predicar el evangelio de la acción. Hay que dictar leyes-mordazas que sofoquen esta manía universal.
—Dé el ejemplo, doctor. Nos miran con curiosidad.
—No me importa. Estoy vituperando. El oprobio, la imprecación, la afrenta, constituyen el único empleo digno de la palabra proferida. Ya ha embaucado bastante su tonito de persuasión, sus especiosos sortilegios. Déjeme gritar. El grito bronco, el alarido inconexo, la admonición furibunda, representan lo más noble y gentilicio del idioma. Encarnan, en síntesis, la reviviscencia de las expresiones más cabales de la vida primitiva. En este sentido, cuanto más cavernícolas seamos, más nos aproximaremos al punto justo para retomar el desviado curso de la civilización.
—¿Entonces, usted…?
—Sí. Preconizo un ritorno all’antico. A lo más arcaico de lo antiguo. Es forzoso cambiar de raíz la educación de la especie. Oponer al auge del desvarío el silencio que absuelve su pecado. Nada de normas verbales ni de libros verbosos. ¡Ejemplos, actitudes, concreciones! Escuelas primarias en donde afloren los instintos de la acción. Liceos para convertir en útil dinamia la vehemencia juvenil. Universidades que orienten la energía vital del adulto. ¡Basta ya de parloteos y dialécticas! La depravación moral busca justificativos y la oratoria se presta voluntariamente para darlos. El hombre de acción es parco, porque sus hechos constituyen pruebas fidedignas. Siempre que usted encuentre un haragán no le incrimine sus vicios: lo tapará con palabras…
—Dispense, doctor. Pasa un cortejo fúnebre. ¿Usted no se descubre?
—Nunca. El cadáver es, al fin, un hombre emancipado de la oratoria. Está bien que le falte todavía el tiro de gracia del discurso necrológico; pero es el último, y ése se tolera… Yo me descubro únicamente ante los pobres vivos que soportan la garrulería incoercible de los dictadores, el vómito verbal de los políticos, la facundia de los literatos, el borbollón de los declamadores. ¡Ellos sí son dignos de lástima y respeto! Viven, es cierto, pero alimentados por el plasma sanguíneo de la oratoria. Sí: así como lo oye. Lo mismo que Miguel Servet, aquel baturro genial que descubrió la circulación de la sangre, yo he descubierto que la linfa de la oratoria sostiene el privilegio de unos cuantos. “Anima in sanguine!”, profería aquél ante Calvino. Yo profiero ante el mundo que la oratoria mantiene mercenariamente el sistema circulatorio de la mentira. Charlas, discursos, sermones, arengas, repetidas día tras días, han acabado por idiotizar a las gentes. Es tremenda la presión que ejerce por doquiera. La voz dura y seca del ascetismo ya no existe. La suplanta el rezongo de los beatos. No se elevan tampoco las viejas jaculatorias que elevaban consigo el corazón del creyente. Nadie cree nada. Se despotrica, se gruñe, no se reza. De tal suerte, el cielo otrora limpio de maldad y materialismo, se ha llenado de ruidos, reclamos y protestas. Y el antiguo campo astral que acogía el mensaje de las palomas y las plegarias, vive conturbado con la universal algarabía de las ondas eléctricas. El sístole de mil broad-castings empuja la sangre espuria de la palabra hacia todos los oídos del mundo. Es pavoroso. El hombre vulgar ignora que se lo imbeciliza técnicamente. Yo denuncio ese sistema circulatorio de la mentira radiada. Yo denuncio la masificación del individuo, ordenada por la propaganda, desde los Cuarteles Generales del Engaño y la Prepotencia. No temo ser considerado hereje. Mi corazón pulsa tranquilo. Yo me río, como Servet, de cuantos pretenden planificar mi personalidad dentro de la ortodoxia de la época.
—¿Y si lo queman vivo como a Servet en Ginebra?
—Que me quemen, en Ginebra o en cognac; ¡no cejaré! Soy enemigo número uno de esa oratoria siruposa. La elocuencia es “el paco”, el ardid, el artificio canallesco que han empleado y emplean señores, magnates y oligarcas, en su estafa milenaria. ¡Cuántos siglos de humillación y de esclavitud logrados con palabras bonitas! Pero ya “l’éloquence se moque de l’éloquence”, como vaticinó Pascal. Estamos haciendo cátedra. ¡Nada de faramalla elocuente! ¡Nada de arrequives de frases engañosas! La humanidad ha cruzado ya el ciclo de la sonrisa. Nadie cede a sus habituales engatuzamientos. Desde que el hombre levantó el puño, las marquesitas y los abates se acurrucan en la sombra. Ahora refunfuñan los lacayos que beben las heces de los banquetes. Los bribones que mendigan la sobra de los poderosos. Los viles que aprovechan los residuos del amor. Los…
—¡Cuidado ese auto!
—La oratoria no convence a nadie. Un puro escepticismo se adelanta a las tribunas para exigir ejemplos. La psicología popular está saturada de promesas. Arribistas efectivos y potenciales no usan otra cosa que palabras para modelar el éxito. La oratoria es y ha sido la cómplice de todos los despotismos. No hay sátrapa que no haya empleado la ganzúa de la palabra antes de la fuerza, la exacción y el crimen. ¡Ahí tiene la prueba!
—¿Qué prueba? ¿Dónde?
—Ahí. Fíjese. En ese vendedor de baratijas. Ese charlatán, con su lampalagua enroscada como bufanda, es un sátrapa en edición de bolsillo. Un profesional en escala mínima de la oratoria. Un demagogo que promete artefactos y pomadas maravillosas por un peso. Nunca he podido cortar un vidrio, enhebrar una aguja ni pelar una papa con los utensilios que vende. Jamás he sacado una mancha con sus menjurjes. Sin embargo, ellos lo hacen. Su labia encubre el virtuosismo de manos que poseen. Carlyle alude a “la industria oratoria”. ¿Sabe usted que estos tipos son aleccionados para esquilmar la buena fe que transita por las urbes? Sí, señor. Existen academias para mercachifles de esta calaña como hubo academias para educar a príncipes y condotieros. ¿Qué fueron Séneca, Maquiavelo, Voltaire y Lenin sino directores de estas academias de verbosidad? Cada cancillería, cada seminario, cada facultad de letras son viveros de charlatanes que venden baratijas trascendentes. Quincalla para los blancos, cuya angustia trabaja a brazo lánguido. Abalorios para los negros, cuyo dolor trabaja a destajo. Fruslerías para los rojos, cuya desesperanza trabaja horas extras… Sí, amigo, la industria oratoria fabrica de todo: meneurs, líderes, caudillos, agitadores, diplomáticos, rompehuelgas, parlamentarios, saboteadores.
—Tanto, no sabía. Yo he sido alumno de una Escuela de Locutores. Allí…
—¡No me diga más! El locutor es un especimen curioso de orador. Tiene algo de profeta, de vate y de heraldo. Encarna un tipo representativo de la época, como el chofer y el astro de cine. Enamorado de su melosis verbal, el speaker es un sujeto de gran poder sugestivo. Los radioescuchas lo suponen siempre joven y apuesto. La seducción de su voz engolada radica en el misterio de la palabra embellecida por la onda. La foniatría obra milagros con ellos. Cuando se piensa en los afanes de Demóstenes por mejorar su dicción, se compulsa el peligro de dotar a eunucoides y palurdos con el encanto de la voz ortofónica. ¡Palurdos, sí! Es en vano que se enoje. Palurdos que se apoderan del éter envenenándolo con eslogans o discursos que les hacen amos taimados, patrones a sueldo del despotismo o jerarcas con delirio cesáreo. Sí: la oratoria del locutor es avasallante. Invade todo: la conciencia y la casa; la sensibilidad y el paisaje. ¡Abran la radio los imbéciles que no cuidan su intimidad ni protegen su silencio! Locutores, mil locutores melosos y astutos tomarán por asalto su sosiego, convenciéndolos de tal o cual cosa. Intrusos invisibles, no respetan nada: interrumpirán la cena apaciblemente conversada o el combate de amor finamente cincelado con caricias. ¡Cuidado, cuidado! Los hombres que salen a ganar el pan de cada día, dejan a las mujeres solas en las casas. Y ni bien abren la radio, entra la pandilla adúltera y corrompida de los locutores. Esa turba aprovecha las ausencias del carácter para infiltrar su canallería de letra de tango o su sofistería cívica envuelta en música teutona. ¡Cuidado de esos Casanovas con voz de bolero y esos Goebbels con susurros de Circe! ¡Se les permite hablar por curiosidad al principio y después enardecen amorosa y políticamente hasta doblegar la voluntad! ¡Eso es lo terrible! Porque implica el triunfo de una propaganda interesada. No hay propaganda que no obedezca como un loro dócil y locuaz. ¿Cuándo reaccionaremos? ¿Cuándo haremos la gran conspiración del silencio contra esa oratoria que medra confundiendo nuestros sentimientos y nuestros ideales? ¿Cuándo? ¿Cuándo?
—No se exalte, Profesor. Noto que la gente nos mira y murmura.
—Que murmure todo lo que quiera. Yo no soy Mussolini para abrogarles el jus murmurandi. El hombre dispone de un órgano verbal que va desde la imprecación al susurro, desde el desgañitamiento al bisbiseo. No puede renunciar a él. Debe usarlo por lo menos para protestar contra el abuso. Debe legitimar la admonición contra el desborde. Indigna que la boca, hecha para el beso, sea utilizada como catapulta verbal. Como disparadero de disparates. Como casamata de diatribas… No es posible tolerar más. Se ha abolido el respeto a todo lo respetable. Es menester defenderse gritando más fuerte u oponiendo un muro compacto de silencio. Y cuando eso no sirva, defenderse aún de la palabra con la música, como los alemanes; con el cálculo, como los sajones; o con el amor, como los franceses.
—Convengo en ello. Pero defiéndase también de los autos. Ese con cuatro megáfonos casi lo atropella.
—Poca cosa: costilla más o menos. El atropello peor está en el discurso político que difunde. El oratorismo moderno ha inventado esa nueva forma de suplicio: el altoparlante. No le basta ya el volumen normal de la voz. Necesita amplificarla hasta romper los tímpanos, hasta hacernos sentir su prepotencia. Usted sabe: hay tres clases de hombres. Los hombres-ecos, que prestan su alma acústica a la perorata de cualquier fulano. Los hombres-receptivos, que absorben las ideas cuando son buenas. Y los hombres-impermeables, que repelemos automáticamente toda interferencia del pensamiento ajeno. Los oradores políticos odian a quienes militamos en esta categoría. Acostumbrados a toser su importancia y contagiar sus virus ideológicos, se retuercen delante de nuestra mofa aséptica. Lo que más execran es la indiferencia ciudadana y la soberanía mental del individuo. Por eso nos castigan estentóreamente con sus megáfonos. ¡Óigalos! Inundan la avenida con el torrente sonoro del discurso grabado. ¡Óigalos! Discos y cintas fonoeléctricos repiten miles de veces sus manifestaciones grandílocuas. ¡Óigalos! Una tremenda verborragia está ahogando a la ciudad y la patria. ¡Ah, pero no hay que confundir la dignidad con la ínfula de la petulancia! La oratoria política requiere, aun siendo extremista, espíritus centrados. La boca que vomita diariamente su melena de infundios y trapacerías podrá electrizar al partidario pero no al ser criterioso que pondera lo que escucha. La demagogia constituye una escuela de perversión cívica, subvencionada por el logrerismo. Solamente la buena fe y los idiotas se inscriben en ella. Los que analizamos su programa y vemos cómo sistematiza el engaño, cómo infiltra su desvergüenza en el pueblo iletrado, ¿qué nos resta sino reírnos de la falsía y la falacia de sus promesas? Frente a un Cicerón retórico y decente ¡cuántos Cleones palabreros se levantan! Una vez Thiers, que hablaba, dicho sea de paso, teniendo cerca una copa de Bourgogne en vez de agua…
—A propósito, Profesor. ¿Por qué no tomamos algo en este bar?
—Bueno. Pero dos minutos, nada más.
—¿Una copa de Bourgogne?…
—Diez puntos. Eso era lo lindo de antes: la ironía, la esgrima verbal, la sutileza. ¡Oh tiempos de fintas y florilegios! Ahora hablamos a sopapos. El voceo se ha convertido en boxeo… ¡Adiós júbilos de la eufonía y el ritmo! Avanza la cacofonía infernal de los irredentos. Atropella la cháchara incoherente de las muchedumbres desorbitadas. ¡Adiós júbilos de aliteraciones y onomatopeyas! ¡Adiós belleza de la frase bien hecha! El Verbo se ha convertido en Verba. Y el voceo de los conceptos en un boxeo efectivo y contundente. La palabra articulada ya no se adapta a la pureza del pensamiento. Hay un factor nuevo: la táctica de la conveniencia. La propaganda de cualquier cosa, de cualquier doctrina, de cualquier sistema, utiliza el instrumento del lenguaje para sus fines morales o inmorales. Una malvada estrategia de la conducta humana impone el exceso como regla y la elocuencia como poder subyugante. Y el resultado es este maremagnum de floripondios y demasías en que naufraga la sensatez del mundo. Es fácil comprobarlo. Desde cualquier tribuna el resentimiento apabulla a golpes la razón y descalabra sus raciocinios. Furias chirriantes se ciernen sobre aulas y parlamentos. Cada cual tartajea su encono y su interés. Cuanto más brutal es el decir más fácil será el saqueo. La palabra descoyunta, quiebra, aniquila. Por algo la humanidad se debate en pleno catch as catch can después de sesenta siglos de ignominia.
—No exagere. Recuerde el aforismo: audi alteram partem…
—Jamás. No tengo por qué oír a las otras partes. ¡Bastante tengo con no oírme! Soy dogmático en ello. Por lo demás, sigo el “ejemplo” que me dan… El hombre tuvo el privilegio de ser el único animal que habla. Ya no lo tiene. Antes una persona hablaba y otra respondía. Ahora una charla o perora y las demás escuchan. Eso ha roto el equilibrio. La buena costumbre de conversar trasvasaba la inteligencia y la sensibilidad recíprocas en el trato del semejante. Ahora no. El orador abre el agujero de la boca y vierte a grandes chorros todo el tanque de su pasión. Así, cuando no vivimos sumergidos en “latas” insoportables, sufrimos las salpicaduras de fulanos exactamente denominados “regaderas”… Nadie escapa a esta fatalidad. Por eso amo la boca sin ruido y el gesto difunto de la actitud. Y al imaginar el mundo primigenio, sueño en la resurrección de una humanidad de mimos —como en el lapso del cine mudo— en la cual la mueca y el gesto suplanten a la palabra. En una sociedad donde nos entendamos por señas, donde convenzan los ojos, donde primen los actos. Entonces, suprimidos los “oradores por escrito”, que decía Unamuno, y los “oradores por decreta”, que repiten la voz del amo, toda la oratoria fracasará en el ridículo de hablar a un mundo deliberadamente sordo… Dígame: ¿usted se ha sonreído?
—Sí.
—Sepa que yo no busco la sonrisa de nadie. Tampoco la suya. No estamos aún en el mundo que imagino. Al sonreír, usted se ha ubicado del lado de la farsa. ¡Mucha cautela! El orador es histriónico por interés y naturaleza. Por eso no se humilla nunca. No puede hacerlo: es el gran infatuado. Posee la altanera ignorancia de sus vicios que tipifica a los viciosos natos. Su vanidad es declamatoria. El escritor, en cambio, se humilla en continuo renunciamiento. ¡Virtud sublime que sublima su independencia! Porque el orador es secuaz. Secuaz en todo. Cree tener plenipotencia en la persuasión por el mero hecho de convencer algunas veces. Y al engreírse, se tasa y se denuncia por sí mismo. Ello explica por qué siempre hay un orador a mano para auspiciar o defender cualquier infamia. Total, su firma no figura… Guárdese de sonreír, entonces. Yo no busco la sonrisa. La simula todo el mundo. La explotan secularmente los astutos. La flamean los hipócritas. Yo no quiero ninguna sonrisa muscular: ese leve plegamiento de moralistas disolutos y de shylocks encanallecidos. Busco el rictus. El rictus trágico en que florece la sonrisa del alma. La mueca dolorosa que esconde la sonrisa de la conciencia.
—No, no. Déjeme pagar a mí: yo invité.
—No haga escenas. Mozo: ahí queda eso. Vámonos. Caminemos rápido.
—Volviendo al tema, me choca un poco su posición. Por un lado, usted preconiza torcerle el gañote a la elocuencia y, por otro, usted se expide con la elocuencia de un vir bonus dicendi peritus, según los antiguos definían al orador…
—Lógico, amigo, lógico. Son resabios. Durante veinte años he tenido el alma prosternada de Gambettas, Castelares y Roldanes. Hoy me dan náuseas. Quien ha sido orador-jardinero, como Platón en el huerto de Akademos; u orador-labriego, como Cincinato en su chacra latina; u orador-hachero como Lisandro de la Torre, en su estancia de Pinas, no puede desprenderse así como así del olor de las palabras. Yo empecé hace un lustro atrás, veinte años de espíritu recto. ¡Mis últimos veinte años! Abjuro por eso de todos los tropicalismos que cultivé: ¡abyecta flora de tropos! Y de todos los moños que coloqué sobre la urdimbre del pensamiento: ¡abyectas flores de trapo! Sí, mi amigo. Moños son los adjetivos superfluos, los adverbios inconducentes, las locuciones parásitas y los estribillos chantajistas del aplauso. Moños son las mariposas variopintas posadas aquí y allá sobre conceptos básicos para embelesar cretinos; para columpiar su imaginación en la fantasía en vez de fijar su criterio en la realidad. Bien dijo ese viejo zorro de Talleyrand: “La parole a été donnée á l’homme pour dequiser sa pensée”… Yo estoy en plena depuración, harto de discursos, disertaciones, arengas, conferencias, sermones y panegíricos. Y por lo mismo que he sido ducho en orar, declamar y salmodiar, he roto definitivamente con el pasado. Esta ruptura catártica prueba mi designio de enmendarme. Porque el orador no puede corregirse. Puede tacharse, mejorarse o alambicarse lo escrito; pero la palabra que entró en el aire no se recupera jamás: queda vibrando eviternamente con su error, su paroxismo o su platitud. Por eso está sucia la atmósfera. Sucia, sin remedio, de hediondas monsergas de políticos venales, de patriotas de efemérides, de literatos, docentes y locutores. Sucia, sucia, sin remedio… Para Bally, para Benot, para Vossler, el idioma es el alma del pueblo. En ambos debiera vibrar la fe, el carácter, la alegría. Pero no. Los santones de la oratoria no han dejado ningún ámbito limpio. Su altruismo de escuela municipal es falso. Su civismo de colegio secundario más falso todavía. Y su procerismo de universidad el colmo de la falsía. Eternos fariseos, no trepidan en saltar de un liberalismo rabioso y declamador a totalitarismos cínicos y unívocos. Saben muy bien: ¡no hay mejor trampolín que el de los discursos altisonantes! Así, saltando desde las cuerdas vocales al micrófono, desde la voz al éter, se han apoderado del ámbito celeste… El cielo, amigo, era la pista de la oración, de las aves y las campanas. De cosas puras: de miradas de niños y cálculos de astrónomos. Hoy está enfermo y corrupto, lleno de gruñidos y miasmas sonoros. Los locutores —fígaros de una nueva perversión— peinan las ondas diuturnamente. Los catedráticos vomitan en él su petulancia. Y los truchimanes conchabados a la plutocracia sus puercas loas. El éter otrora ingenuo, está emburdelado por silfos y deidades de una mitología infame. ¡Ya no doy más! ¡Me asfixio! ¡Nos asfixiamos!…
—Doctor: ¿No convendría…?
—Alguien ha dicho: “Contra la estupidez hasta los dioses luchan en vano”. Desespero, desespero. La oratoria está hondamente metida en la carne. Repica y repica la lengua —incansable badajo— en su campana bordeada de bigotes o pintada de rouge. Porque es terrible: ¡hasta las mujeres se han lanzado al ludibrio de la palabra, seguidoras de lo peor! Deteriora sequentis hubiera dicho si fuese como usted, afecto a los latinajos…
—¡Oh, sí, muy bien! Deteriora sequentis: seguidoras de lo peor.
—…porque hoy repudio también el griego y el latín de mis mocedades. Ambos hincháronme de presunción con esa elocuencia artificial que se llama retórica. ¿Qué me importan ahora los Tratados de Aristóteles y la Institutione Oratoria de Quintiliano? ¿Qué las invectivas de Demóstenes contra Eskines y las imprecaciones de Cicerón contra Filipo y Catilina? Tan tonta fue mi juventud declamatoria que, en el propio Teatro yonisos de Atenas, recitaba fragmentos de los Discursos de la Corona —Peri tou stephanoy—, y paseando por los foros romanos, párrafos enteros de los cincuenta y seis discursos del Cónsul asesinado. Desde el tope de la madurez contemplo al joven soñador que vivió en mí. Al muchacho insomne sumido en los textos de La Harpe, Blair y Hermosilla, para desentrañar las claves secretas del triunfo en ágoras y tribunas. Y no puedo menos, la compasión llena el trayecto de mi mirada. Y al juzgar las calamidades de la elocuencia a través de siglos y naciones acabo preguntándome como el propio Cicerón: “¿Cómo extrañar que se hayan visto los naufragios más espantosos, si el timón de la nave del Estado estaba en manos de hombres locuaces e indiscretos?”… Perdone que lo aburra con estas evocaciones. Bostece sin ambages. ¿Quién puede impedírselo? ¿Acaso Augusto no se dormía oyendo los hexámetros de Virgilio? ¿Acaso no se dormía Nietzsche con los dramas sinfónicos de Wagner? ¿Acaso no se dormía Maeterlinck con la música que Claude Debussy puso a su Pelleas et Mellisande? ¿Acaso no me he dormido yo —como el presidente De la Plaza y el canciller Murature— escuchando en la Facultad de Derecho una lata de cinco horas de Ruy Barbosa a la confraternidad argentino-brasileña? Bostece. El bostezo es una forma sincera de crítica.
—Tanto como bostezar, no; pero me separaré pronto. Tengo clase, precisamente, de retórica…
—¡Vaya coincidencia! ¡No pierda tiempo en sofisterías! ¡Hay que escacharrar todas las rimbombancias! En vez de gastarse los ojos en las triquiñuelas del “discurso perfecto” —oiga cómo las enuncio sin resollar: exordio, proposición, división, narración, refutación, peroración, epílogo— yo le aconsejo que se afane en tres cosas fundamentales: la concisión, la nitidez, la simplicidad. Lo demás son pamplinas. Ser breve, preciso y compendioso fue una virtud espartana. Muchos ignoran que “laconismo” viene de Laconia: el estado griego cuya capital era Esparta. Abomine de toda abundancia. Sea breve con lealtad. Porque hay oradores que al ocupar la tribuna sacan un pequeño papel recordatorio de los tópicos a abordar. ¡Esos son los soporíferos! ¡Huya en seguida! El público juzga por la pequeñez del apunte que serán igualmente breves. Craso error: son los que no acaban nunca… Yo llamo a esos charlatanes “oradores long play”; porque la exigüidad del papelito queda desvirtuada por la inusitada extensión del “disco”… Le repito mi consejo: sea breve con lealtad. “Breve debet esse et pura oratio”, dijo San Benito. ¿Quiere algo más sublime que el “Sermón de la Montaña” o algo más tocante que la oración de Lincoln en el cementerio de Gettysburg? Apenas duraron dos minutos… Huya de la facundia. No se deje arrastrar por el torrente retórico. Como Frank Lloyd Wright, en su campo experimental de Matiesin, Estados Unidos, envía a los profesionales de sus cursos de perfeccionamiento en arquitectura a juntar fresas y atar matas de apio, yo mandaría a todos los profesores de retórica y a todos los alumnos de oratoria a pescar en las débiles barcas de los pescadores de Mar del Plata. Así aprenderían a callarse oyendo al mar en borrascas y sudestadas… Es una vergüenza que todavía se enseñen formas de inducción y silogismos, fórmulas de arengas y homilías. ¡Basta ya de bizantinismos deformantes! La mímica estrafalaria, la prosopopeya, colocan al orador en plena zona de lo cursi. Pero el orador no advierte el ridículo. Vive gozosamente como el actor teatral en esa amplificación temperamental que es la Escala de Sarcey. Para él, más importante que el discurso es la publicidad. Y repite por doquiera el disco de la ficción creadora; porque el orador no improvisa nunca. Son trucos de la memoria. Logorreas pestilentes. Humores en libertad… Jamás hallará usted en su facundia ni seriedad pesada de intenciones ni gravedad llena de pensamiento. El orador es un deformador profesional. Tiene un cerebro de ameba, pero una vanidad conectada a cien megáfonos. ¡Eso es lo trágico! Así deforma de un modo especial. El caricaturista auténtico simplifica. Extrae el rasgo principal de la personalidad suprimiendo la faramalla que la oculta. El orador procede de manera inversa. Descaracteriza siempre. Amigo de lo profuso, confuso y lo difuso, la realidad del espíritu se esfuma en brumas verbales, en polvaredas sonoras… Por consiguiente, no vaya a clase. Acompáñeme dos cuadras más, todavía.
—Francamente, con su apología me quedan pocas ganas.
—Y le quedarán menos aún cuando discierna a fondo los coeficientes intelectuales. Una cosa es la oratoria en esencia y otra el discursismo virtuosista o parlamentario en auge. Allá, algunas veces, la palabra se jerarquiza en arte. Aquí el palabrerío se reduce a solos de cháchara o a romanzas entre la mermelada de los debates. La frase medulada y bien dicha, es obvio, alcanza la altura del ideal. La perorata degrada y envilece el pensamiento. Cuando la emoción rima con el concepto, quien la absorbe goza la fruición de conmoverse. Lo contrario sucede cuando la voz es simple instrumento venal y especioso: en vez de arrullar, fastidia. La oratoria pura jamás conduce a fines contraproducentes: es un motor que dinamiza la voluntad espontáneamente hacia el bien. Su generosidad difiere a fondo con la garrulería de la boca llena y del pecho inflamado por el interés. ¡Pero no hay actualmente oratoria pura y esencial! ¡Es una variedad extinguida! Ejemplifico solamente para escarnio de la sonsera rapaz que sufrimos. Chocante, rastrero, frívolo, el orador de hoy ignora otro fin que el de convertir al oyente en un cómplice de sus trapacerías. Su labia lábil, su estupidez avasallante, repelen la triple responsabilidad de la palabra sensata, del gesto mesurado y del móvil ético. Y por lo mismo que utiliza herramientas teatrales para suplirla, en cada orador hay un farsante que hace mutis cobardemente aprovechando la ovación y los vivas… Bien. Muchas gracias. Estamos llegando al Círculo de la Prensa. Aunque no lo crea, voy a una conferencia…
—¡No! ¿Usted, a u-na con-fe-ren-cia? ¡Después de lo que ha vomitado contra la oratoria? No, doctor. Es absolutamente absurdo.
—Sí, mi amigo. Parece mentira, pero es así. Jamás piso conferencias, congresos, meetings y recepciones. Resultan la suma total, ominosa, de la vanidad, la estulticia y el opio.
—¿Entonces, por qué va? No puedo creerle.
—Es amargo decirlo. No tengo más remedio. Debo asistir a las conferencias que doy…
—¡Oh, todavía eso! Adiós para siempre.
(De: Yo, yo y yo [monodiálogos paranoicos], El Cuenco de plata, 2006)