Yo y los anónimos
ZONA LITERARIA | EL TEXTO DE LA SEMANA
Por Juan Filloy
—Monseñor…
—…
—¿Me permite, Monseñor?
—No le permito. ¿No ve que estoy ocupado? ¿Cuántas veces quiere que le diga que no me moleste mientras trabajo?
—Es precisamente para ayudarle… Lo veo abrumado por la correspondencia. Quisiera aliviarle escribiéndole sus cartas.
—No son cartas. Son anónimos. Una carta puede escribirla cualquiera: Usted, Mengano o Perengano.
Un anónimo, no. No se ha publicado aún el Manual del Perfecto Propalador de Anónimos, que enseñe la manera de redactarlos y expedirlos. A lo mejor lo edite yo cuando las tareas de mi diócesis lo permitan.
—¿Su Señoría Ilustrísima? ¡No puedo creerlo!
—En materia de fe privada, no discuto. Crea o no, poco me importa. Como Secretario mío y como sacerdote sólo puedo recabarle fidelidad en cuanto concierne al dogma. En lo demás, nones. Si bien la palabra “secretario” proviene de “secreto”, y aludía primitivamente a quienes mantenían la reserva de secretos y confidencias, esa acepción está en desuso. No ha habido nunca escribas o amanuenses fieles. La traición los tipifica. No pienso modificar ese criterio mediante su colaboración. Puede retirarse.
—Así lo haré. Pero, ¿cómo podré borrar de mi ánimo su confesión de que escribe anónimos? ¿Cómo no atribularme ante la profusión vitanda de los que está en trance de remitir? Ruego a Monseñor que recapacite.
—¿Recapacitar yo?… No me irrite con sus escrúpulos. Vivimos una época crispada. Porfías, encontronazos, decepciones. No ganamos nada con añorar la mansuetud de otrora. El fracaso de las buenas intenciones y el malogro de la esperanza nos sume en angustias permanentes. Ya no existe la bondad como imperativo moral ni la magnanimidad como placer íntimo. Todo es corrupción en un mundo corrupto. Repito: no me fastidie con sus escrúpulos. Porque es así, y nuestra Santa Religión tiene la culpa. Con el hábito de callar las afrentas de sumirnos en renunciamientos, hemos extirpado una de las virtudes máximas que nos legó Jesús: la iracundia. Yo pretendo rescatar su ira del olvido. La ira que restalló contra los mercaderes del Templo, la que zahirió con insultos a los fariseos. ¿Pero cómo? ¿Lanzándola contra políticos y publicanos desde el púlpito? ¿Precipitándola desde la prensa adicta contra gentiles, heresiarcas y pecadores? No, por cierto. La estrategia de la lucha impone la táctica de las ideas. Hay muchos tipos de acción. En cuanto a mí concierne, he dispuesto manejar la ira desde el bastión insospechado de mi jerarquía. He descubierto el poder tremendo del anónimo. Obús cargado por el resentimiento con la pólvora de iras concentradas, he logrado ya maravillosos impactos en la conciencia humana.
—¡Válgame Dios! ¡Qué itineratium clericorum! ¡Adónde ha ido a parar Su Ilustrísima!
—Adónde, adónde… No se extrañe tanto. Deje el estupor para los imbéciles. Deje el asombro para los feligreses que se alucinan cuando luzco mitras y dalmáticas, sin ver la interrogación que culmina el báculo que porto… Pregunte. Pregunte mejor: ¿Por qué nos hemos domesticado? ¿Por qué hemos perdido la pugnacidad y la intransigencia antiguas? ¿Por qué hemos abjurado la potestad de mandar con el ejemplo de los mártires y la violencia de los santos? ¡Abra los ojos! El soviet ocupa hoy la cuarta parte del mundo. Y según marchan las cosas, desmembrada la fe por la ingerencia de pastores heterodoxos, no está lejana la fecha en que se proclame a Karl Marx apóstol décimo tercero, a Lenin apóstol décimo cuarto, a Mao…
—¡Vade retro! Por favor, omita la nómina.
—Concedo. No seguiré con lo que reputa usted un escarnio. Empero, peor escarnio para el dogma es la patientia servilis en que hemos caído. Nuestro orgullo repta en la irrisión de su pasada gloria. Nos hemos convertido en una dependencia estatal, en un comodín filantrópico, nosotros que iluminamos el mundo con la aurora del amor entre los hombres e iluminamos la humanidad con la aurora de belleza del Renacimiento. Estamos en pleno crepúsculo. La razón —¡esa frívola Madame J’Ordonne!— desbarajustó en el siglo XVIII la apoteosis en que vivíamos. Después, apoderándose de la palanca del voto universal —surgido por rara coincidencia en 1848, el año fatídico del Manifiesto Socialista— Juan Pueblo nos está moliendo las costillas. Y en fin, la linotipo —terrible arma de un adicto de Lutero— difunde doquiera el pistolerismo periodístico que acabará con nosotros. ¡Qué porvenir nos espera! Prevalece un clima de enojos y cuchillos fuera de la vaina en el orbe lleno de remiendos que soportamos. Es menester prepararse. La batalla es inminente. ¡Preparémonos, por tanto! Siempre certero, San Pablo nos manda la consigna: “Despojaos del hombre viejo y revestíos del hombre nuevo”.
—Empiezo a retirar mis objeciones. Estoy comprendiendo el quid de su vehemencia. Ya no me parecen tan nefarias sus ideas.
—Pronto las compartirá por completo. Guardemos las formas rituales, la mansedumbre de corazón y de palabra, para todos los que nos quieren. Mientras podamos conservar la tradición de nuestro humanismo seamos conservadores. Pero estemos alertas, a tono con nuestros enemigos. Montemos los palios en jeeps y los sagrarios en motocicletas. No es justo que persistamos en el anacronismo de dejarnos aniquilar como viejos inválidos, mientras las cohortes de la maldad se lanzan al exterminio munidas de todos los portentos del progreso. La milicia de Cristo debe movilizarse como las demás. Cuando el émbolo del progreso accione los entumidos resortes del dogma, la Santísima Trinidad estará más segura en el contando de las almas. Basta ya de rezos y aleluyas. ¡Realidades! ¡Concreciones! ¿Acaso nuestros salmos apagaron el brío de los himnos nazis? ¿Acaso nuestras laudes desplazan las loas que zahuman a los jefes del Frente Popular?
—¡Es pavorosa la perspectiva! Monseñor, oremus flexis genibus.
—¿Orar de rodillas? Dígame, ¿usted es idiota o qué? Tan pronto se despabila como se abruma. El cristiano moderno debe templarse para lo que vendrá. Ser como Scaligur —la espada del Rey Arturo— un arma mágica que cercene la perversidad ni bien la empuñe la decencia. Cuando lo observo tan cambiante y timorato, me acuerdo de la etimología francesa que hace derivar crétin de chrétien —cretino de cristiano. Ya le he dicho. Estamos abocados a una época bravía que urge definiciones. Dejémonos de Gloria Patri y de antífonas a la Beatae Mariae… ¡Abur las preces! Estamos acosados por la bestia del Apocalipsis. Hay que defenderse. Bien sabe el vulgo lo que le pasa a quien confía en Dios y no corre… Debemos recapitular todo nuestro fracaso. Hemos perdido y estamos perdiendo el tiempo en rituales y monsergas. En no hacer “más que cruces en el aire”, como dijo Almafuerte.
¡Reaccionemos, entonces! Mientras la multitud avanza con el puño en alto ¿le parece digno que nos postremos? ¡Oh! Mientras una humanidad pujante ha ido adiestrándose en la fatiga, nosotros nos hemos amancebado en la indolencia. Somos los únicos obesos del siglo XX. Entre persignarnos la boca con el pulgar derecho al iniciar los rezos del día —Domine labia mea aperies— hasta persignarnos a fronte ad pectus al finalizar la oración nocturna, el tiempo se nos va en mascullar latines, en cambiarnos oropeles y en hincarnos frente al pasado. ¡Arriba! ¡Levantémonos! Vivimos mirando las imágenes del pasado en el libro de lujo de nuestra historia —tonto proceder de sibaritas— cuando lo lógico consiste en pulsar las fuerzas del presente en viva tensión hacia el futuro. En esa nonchalance contemplativa estamos perdiendo la actualidad y el devenir. Observe el contraste. Mientras los otros afinan la puntería y se entrenan con ahínco para el choque final, nosotros nos embotamos con plegarias, los ojos en alto, fijos en cúpulas vertiginosas con molduras doradas y santos al óleo… ¿Hay algo más ridículo que contestar las afrentas con rogativas para ablandar el alma del enemigo? Ecce iterum moribundus!… Dios mío, ¿hasta cuándo viviremos anquilosados por la tortícolis del éxtasis y la artritis deformante de nuestra incapacidad?
—Repórtese, Monseñor. No olvide su infarto de miocardio.
—¡Qué infarto ni qué demonios! ¿Cómo no indignarnos si, frente a la avalancha de lo gregario, nuestra individualidad suspira o gruñe submissa voce en la decadencia? ¿Si infatuados con nuestra grandeza, en vez de bregar atléticamente en los estadios de la verdad, nos hemos recluido en el confort de los recuerdos? El instante es grave. Estamos en el grimorio recitando nuestras culpas, casi vencidos por el materialismo dialéctico. Pero podemos insurgir. Hay tiempo todavía. No esperemos milagros. Ya no se producen. Desde Bernadette a los pastorcillos de Fátima, la milagrería ha entrado en tirabuzón… Sólo tarados o infelices “ven” a la Virgen… Sólo napolitanos rasposos se embaucan con la sangre de San Genaro… No esperemos tampoco soluciones geniales. Ya no existen genios. Promociones de hombres superiores que avanzan por el mundo los eclipsan y suplantan. Ellas salvarán al humanismo cristiano. Frente a turbamultas ensoberbecidas por capciosos conductores, ellas arbitrarán la defensa de la especie. Habrá que luchar con uñas y dientes. ¿Cómo? Aboliendo en primer término el mandamiento de amar al prójimo como a uno mismo. No hay peor injusticia para nosotros que la de hacer y haber hecho justicia al enemigo. ¡Abajo la piedad al adversario! Mientras su odio nos debilita, nuestro amor los fortalece. La perfidia debe suplir a cuantas delicuescencias traben la inflexibilidad de nuestra conducta. Debemos practicar el insulto directo, como León Bloy, y la furia solapada del maquiavelismo político. Los dicterios que no pueden gritarse se propagan murmurando. Los místicos del marxismo proceden así. ¿Quién puede vedarme, por tanto, que yo maneje todos los recursos de la infamia para destruir la paz del enemigo?
—Nadie. Ad majorem Dei gloriam!
—La política del perdón y de la caridad ha sido desastrosa. Por perdonar a nuestros enemigos estamos a su merced en la ciénaga en que estamos. Yo he escrito al Papa a este respecto. La Iglesia puede conminarnos a ser suaves pero no a ser sonsos. Nuestra mansedumbre linda al Este con la irreverencia del soviet y, al oeste, con el pragmatismo yanki. Moscovitas y protestantes se ríen de nuestra debilidad y nuestro dandysmo: dos formas de consunción. Si no reaccionamos, antes del 2000 la Iglesia Católica será menos que un recuerdo, una nostalgia romántica.
—Me angustia su profecía. ¿Por qué no obrar en consecuencia?
—Sí. Hay que cubrir los déficits de la conducta. Ya nadie testimonia ni testifica. Mártir significa testigo.
Hace cinco siglos se clausuró el martirologio. Si no fuera por unos cuantos monjes irlandeses —últimos “hinchas” de Dios— el clero sería ominoso. Todo el cristianismo romano “se ha tirado a muerto”. Perdone estos lunfardos exactísimos. Me asquean esos teólogos que sostienen que sólo “se ha resfriado el fervor” y se reducen a espantar las moscas de la tonsura mientras recitan unos cuantos Psalmi poenitentiales…
—Ilustrísima, por favor…
—Nada de remilgos. Lo importante es no ceder. Tengo orgullo de mi fanatismo. Por eso resisto el contagio de todas las doctrinas opuestas a la Santa Madre Iglesia. Estoy inmunizado. Mi autovacuna es en el fondo sacrílega, reconozco. Son anticuerpos que se oponen al corpus divinal, pero salvan su vida, en pequeñas dosis. Cada anónimo que redacto es un medio caviloso de aliviar los males de la Iglesia. Cuanto más confundo a sus detractores, tanto más saneo la comunión que nos une. Sé el efecto que producen. Si no fuera así no utilizaría estos recursos. Mediante falsos membretes, escritos fraudulentos, cartas apócrifas, he logrado magníficos impactos en la conciencia de magistrados, militares y funcionarios de toda calaña. La persuasión de lo maligno es superior a la de la verdad. No me molesta en lo más mínimo esta actitud señera y subrepticia. Cada cual pelea como puede. Lo vital consiste en nutrir con rudas pasiones un pensamiento sustancial de lucha.
—Beatus vir! Beatus vir!
—No es invento mío. Evite la adulación. Abra ese volumen De Schismnate Libri III, A.D. 1411, ahí donde está señalado. Lea en voz alta la opinión de mi colega, el Obispo de Verden, Dietrich Von Nieheim.
—“Cuando su existencia está amenazada, la Iglesia queda exenta de sujetarse a la moral. La unidad como fin justifica todos los medios: la astucia, la traición, la violencia, la simonía el envenenamiento y la muerte. Para el orden y los fines de la comunidad debe ser implacablemente sacrificado el bienestar general”.
—¿Qué me dice? Sigo un consejo de cinco siglos… Bien. En esa lucha nos quedan aún la perfidia y la calumnia. No son armas vedadas. En la guerra fría a nuestros enemigos, difamar, entenebrecer, zaherir, es menos grave que matar. En la guerra bacteriológica, los virus arrasan pueblos enteros. ¿Por qué la virulencia de la palabra emponzoñada no ha de arrasar el error de napas humanas estratificadas por el ateísmo? No hay que ahorrar ninguna maldad que persuada, ninguna ignominia que convenza. Soy optimista. Bernanos decía que “el optimismo…
—…es un ersatz de la esperanza”.
—Muy bien. Ersatz… No importa. Necesito que me interprete a fondo. Prefiero ser yo el profanador de lo que respeto a que lo sean los bastardos que nos odian. Por más profanador que fuere, no profanaré en plenitud lo que reverencio. Siempre quedará un margen de piedad en el oprobio causado, que irrogará la comprensión de mi fechoría. Y comprender es perdonar… Sépalo: si la lucha me conduce a ser implacable con nosotros mismos es para salvar quirúrgicamente la unidad vital de la fe. Hay una docilidad que aplaudo: la que me insta a servir, no a mis semejantes, sino a la fatalidad de que lo sean. Porque si Dios ha hecho al hombre a su imagen, el hombre no ha hecho —según André Breton— más que estatuas y manequíes…
—¿Entonces Su Señoría preconiza un sistema de liberación de las almas por medio de la intriga?
—Ni más ni menos. No nos queda otro. Lo hemos practicado siempre; pero, últimamente, con desgano e ineficacia. Debemos agilizarlo, y amén. Heredera de una larga cadena de culturas, la Iglesia ha dilapidado su capital sin estructurar uno nuevo. Los jesuitas, es cierto, pugnaron por reestablecer la firmeza del dogma procediendo ad modus astutum. Preciso es reconocer su verba imaginativa y las grandes maquinaciones de su solercia…
—¿De qué?
—De su solercia: vale decir de sus amaños para hacer o tratar una cosa. Pero la Compañía de Jesús chocó con otras compañías más hábiles; porque junto a la Biblia llevaban biblioratos de facturas y libretas de cheques. Y el dinero lo hace todo… La cristiandad ha perdido su poderío económico, político y feudal. Propietaria de toda la riqueza del mundo occidental, distribuidora de dinastías y territorios, dueña absoluta de la vida humana, resulta sarcástico que su antiguo señorío se avenga a convivir ahora entre la mugre de la plebe. ¡Quién iba a pensar que la magnificencia de nuestra organización teocrática llegara a codearse con la vileza de la chusmocracia! ¿No lo atormenta comprobar que el refinado totalitarismo de la Iglesia sucumbe cada día más al totalitarismo ateo?
—Por cierto, Monseñor.
—¿No lo conturba saber que la más estupenda creación de sofismas y supersticiones ceda a la bajeza de esta realidad que vivimos?
—Por cierto, Monseñor. Pero recuerde el apotegma de Valéry. ¡Es invencible “la absurda superstición de lo nuevo”!
—Invencible, no. Digamos: dura de vencer. La Santa Madre Iglesia es todavía una superpotencia. Podemos vencer, aún. Tal como van las cosas se columbran ya los grandes bloques de naciones: el europeo, el panamericano, el soviético, el panislámico, etc. Las comunidades étnicas e ideológicas formarán potentes commonwealths o super-estados. El cristianismo, laxo pero organizado todavía, tendrá un rol mentor preponderante en ellos. Y es posible que se opere en el futuro, por su intermedio, la fusión de todas las religiones de origen judaico, en una sola armonía ecléctica. Entonces…
—Entonces ¿qué?
—Entonces podremos descansar. Hoy por hoy es ineludible luchar. Luchar inexorablemente, empezando por nosotros mismos. Por eso yo lanzo este grito de insurrección al sumiso rebaño de la cristiandad. ¡Basta ya de Pax et Bonum! Hemos agotado la paciencia esperando que se interprete nuestra magnanimidad. Es necesario que se incorpore la decepción que bulle en nuestro fracaso. Es preciso huir del tremendo exilio de una moral que nadie respeta. Si el báculo de los pastores espirituales no puede nada contra la hoz y el martillo, ¿por qué no usar tenazas y limas como símbolos de la nueva fe? Debemos agarrar en sus pinzas a las almas que huyen. Debemos borrar sus rencores limando cuanto se opone a nuestra soberanía. Es preferible que persista nuestro odio en vez del suyo. El odio es una pasión decisiva. Imposible extirparla en quienes han amado mucho. Por consiguiente, ¿qué mejor que vigorizarla con las taimerías más sutiles, como hicieron los papas y cardenales del Renacimiento?
—Estoy pronto a servir a Su Ilustrísima.
—En épocas de ignominia como ésta, yo predico la cruzada de escribir anónimos. Una cruzada tenaz, confusionista, contra quienes pretenden aniquilarnos porque detentan el poder y la gloria, las armas y el dinero. En el misterio glacial del anónimo se condensa la fobia de nuestro orgullo herido. Ninguna obscenidad supera a la jugosa que destila la impotencia. Nada estraga más la calma de los destinatarios que el pus que segrega la abnegación de la envidia. Escriba diez todos los días. Apunte alto, lo más alto posible, a hombres y mujeres que culminan en la dicha, ¡en la dicha que nos han robado! El que escribe una carta divaga con afectos de amor y amistad. Pamplinas. El que escribe un anónimo documenta la inconducta, fiscaliza la desvergüenza y homologa la bastardía que empuja hacia el éxito. Cada anónimo es una revelación y una terapéutica. Revela al destinatario que se conocen sus vicios y aberraciones, sus delitos y canalladas. Y después de escribirlo, como por ensalmo, llegan a nos las fuerzas del olvido, despejando el resentimiento que lo provocó. ¡Escriba, escriba gozosamente diez anónimos por día! No sólo constituye ese régimen el más noble de los sadismos, comporta también una higiene moral maravillosa; pues saca los detritus de la conciencia propia para verterlos en las conciencias ajenas que merecen el escarmiento de sus culpas. ¿Quiere algo mejor para limpiar nuestro sosiego de tribulaciones?
—En verdad, es una profilaxis que promete mucho. David, el autor de todos los salmos, según San Agustín, seguramente la aprobaría. Los salmos han sido en todo tiempo la delicia de las almas piadosas, comparándolos Radulfo con el maná. Digo lo propio de los anónimos, pues contienen también omne delectamentum et omnem saporeni suavitatis. De tal suerte, Monseñor, prometo depurarme con ese nuevo maná…
—Mis parabienes. Acepto su colaboración en la cruzada que propugno. Temeraria como las otras, esta cruzada a base de astucia, infundios e hipocresía ofrece la ventaja de ofender menos a Dios que las cruzadas llevadas a sangre y fuego. Entre contradecir los mandamientos matando infieles de toda edad y pelaje, la ventaja de ésta es obvia, al victimar solamente el espíritu de relapsos y heréticos… Frente a la filosofía atea que trepa y se afirma en la prominencia de la vida pública, frente al turbión multitudinario que arremete contra la Iglesia, nuestra cruzada será arma de venganza y dique de consuelo. Y cuando su proyección alcance los topes que anhelamos, entonces, entonces se percibirá la grandeza de haber promovido con medios tan precarios un acontecimiento histórico de redención humana. Nuestra tarea de egregio carbonarismo católico no estará exenta de sacrificios. Pero no llegaremos por ella al martirio. Por escribir anónimos no seremos serruchados en dos partes como Isaías. Cuanto más nos espera una cárcel confortable tras las evidencias grafotécnicas de algún gabinete de policía judicial. Paparruchas…
—Dice bien Su Ilustrísima: paparruchas… Un proceso a lo Mindzenti… Una temporada en el infierno…
—A propósito de infierno. Nosotros los teólogos, como turistas obligados del cielo, conocemos sus polos de imantación divina y sus paisajes excelsos. Mas ¿cómo negar que nos obsede la fascinación del infierno? ¿Cómo negar que, usando la ubicuidad del dogma, buscamos en sus profundidades los riesgos que adornan la monotonía de la bienandanza? Por ello, ante la turbia tentación del anónimo, es menester templarse en la responsabilidad y curtirse en la cautela.
—Conozco los peligros. Algo me dice que no incurriré en torpezas y apresuramientos.
—Perfecto. Abomino la devoción mecánica que convierte a los fieles en repetidores de avemarías y kirieleisones. Veo en usted a un clérigo emancipado del absurdo minucioso del Breviario. Observo que posee la virtud de disimular bajo la sotana la protervia de un fariseísmo auténtico. Mis alabanzas, querido secretario. Juntos, iremos lejos. Restauraremos el imperium de una religión que perdura nada más que por su pintoresquismo arquitectónico e iconográfico. Quite usted las catedrales góticas, queme las pinturas del Renacimiento. ¿Qué queda? Nada. Es forzoso reconocer el gran éxito de la Reforma, al pervivir en templos desnudos sin otro fervor que el de cantos y plegarias aburridas… Digo todo esto confortado con su adhesión. Nuestra cruzada será inscripta entre las Ephemerides Liturgicae. Significará una palingenesia del carácter cristiano. Porque es pavoroso lo que sucede. Estamos pobres de defensas interiores. Ya nadie es capaz de la proeza moral de indignarse totalmente. Día a día se nos han ido sonsacando cuotas y cuotas de indignación. Mil motivos de oprobio cotidiano nos han despojado de la facultad de irritarnos, de reaccionar. De ese modo, carentes de rebeldía, incurrimos en la bajeza de tolerar, de tolerar. Y tolerando, tolerando, hemos llegado a la pena de ver nuestra virilidad castrada y nuestro espíritu viviendo en la nostalgia del honor como los eunucos en la nostalgia de su sexo.
—¡Aleluya, Monseñor! Venite exultemos! Dios indulgentemente bendecirá nuestra cruzada anónima.
—No abrigo la menor duda. Estando la prensa acaparada por enormes trusts demagógicos; estando la opinión pública canalizada en dirección al unicato gubernamental; estando la voluntad de la ciudadanía domesticada por la presión del miedo sistemático, ¿qué otro recurso queda al hombre que discrepa sino ejercitar en su esfera de influencia los fueros minúsculos de su libertad? Es triste lo que pasa. Ya no tenemos antorchas que llevar por las amplias avenidas del mundo. Las lampadoforias, las procesiones religiosas, las manifestaciones populares no pertenecen como otrora al arconte o al jerarca. Dependen exclusivamente del dictador que se padece. Él maneja las muchedumbres a su antojo. ¡Allá él y ellas! Lo cierto es que no manejará nunca el pundonor de una conciencia libre. ¡Ya no hay antorchas! Que cada cual encienda un fósforo en su soledad heroica. Basta un fósforo para iluminar la desesperación. Con el fósforo de una idea indomeñable incendiaremos la estopa acumulada para amordazarnos.
—Me entusiasman sus palabras. ¡Veni creator Spiritus, amparadnos! Jamás ha paralizado el miedo la audacia de mi pensamiento y de mi instinto. Nunca he abdicado ante el pecado. Finco en la capacidad de pecar la esperanza de arrepentirme: única vía viril que conduce a Dios. Quede para pudibundas monjitas y untuosos sochantres las calles asfaltadas que conducen a la “estatua” de Dios. ¡Yo quiero un Dios que lo sea en inmanencia, no en yeso policromado!
—¡Cómo me tonifica escucharlo! Pero, cautela. En esta empresa debemos extremar los recaudos.
Recuerde el refrán criollo: “Víbora que sale al camino es para que la maten”… Yo he aprendido este arte maquiavélico a través de los anónimos que he recibido. Jamás he recibido peores procacidades unidas a críticas más certeras. La tortura de ser blanco de ellas me ha mortificado de tal guisa que he cambiado mi comportamiento, mi idiosincrasia, todo, todo… Así, por su afligente intercepción, he comprendido que el hecho de escribirlos no es pecado ni involucra ninguna deformación intelectual. Al contrario, al abolir los resortes éticos en la ebriedad que sacrifica la pureza por el ideal, resalta la grandeza del envilecimiento y la sublimidad de la sabiduría que se complace en crapulizarse. Pero noto que Usted ríe. ¿A qué esa sorna? Nada de lo que concierne a la esencia del anónimo merece risa.
—Río por reír…
—En ellos —guardo toda la colección como un repertorio de inmundicias aleccionantes— he estudiado las argucias de redacción y las diversas técnicas escriturales. Pasma la variedad de tintas, ápices, sobres y papeles que se usan. Desde el panfleto que emerge de la imprenta casera del mimeógrafo a los collages con recortes impresos; desde la ramplonería deliberada, que repiten las hojas estográficas a los brulotes escritos con la mano izquierda o con mayúsculas cuadradas, nada escapa a los escribas de este altruismo agresivo. Por lo demás, los recursos empleados para desorientar las pesquisas de su origen y despistar los exámenes caligráficos superan al ingenio más sagaz. ¿Y qué decir del morbo que infunde la protección magna del misterio? La circulación clandestina de libelos y diatribas acrecienta su poder persuasivo. Lo sé por experiencia propia. Es formidable la eficacia de este escape libre del resentimiento y la inquina. Mas ¿por qué sonríe ahora mefistofélicamente?
—Sonrío porque sí…
—¿Porque sí?… Advierto pasar a través de su fisonomía de santo de trascoro una risa jocunda que enciende sus ojos y anega el cauce seco de sus arrugas… ¿Qué farsa lúgubre me está haciendo?
—Ninguna, Monseñor…
—¡Oh, Virgen Santa! Me sofoco… ¡Qué revelación! Ahora caigo… ¡Usted! ¡Usted… el autor… de todos los anónimos que he recibido… ¡Usted!
—…
—¡Oh, no lo incrimino! Puede jactarse de ser el fundador de una escuela de mistificación sublime. Perdono sus sacrilegios y demasías. ¡Perdono todo! La fuerza de sus escarnios ha sido tan obsesiva para mi alma, y tan ejemplarizantes sus reproches para mi voluntad, que finco en la enseñanza de ambos el triunfo de la acción que he emprendido. ¡Dios lo bendiga por el favor que me ha hecho insultándome, vejándome!
—Monseñor, no se excite. ¡Se le cae el solideo! Recuerde su infarto de…
—¡Deje mi corazón solazarse en la ventura de esta revelación! ¡Usted! ¡Quién iba a imaginarlo! ¡Qué alegría saber cómo me han engañado su unción, su dulzura, sus modales beatíficos! Es Usted un artista. Un prodigio de tortuosos envenenamientos. Un genial precursor de la diatriba apócrifa que salvará a nuestra fe.
—Su Señoría me halaga sobremanera. No soy más que un alma fangosa vestida pulcramente.
—No. No. Ya está vindicado ante mí. Y ya vendrán tiempos mejores en que nos vindiquen a los dos, santificándonos desde la abyección como a San Agustín y al Pobrecito de Asís. ¡Usted, tan cándido y piadoso! ¡Quién iba a imaginarlo!
—Ya que insiste en ello, permítame Su Ilustrísima decirle que no estuvo sagaz. Cuando se recibe un anónimo, hay que atribuirlo a la persona más ingenua o venerable de nuestra vecindad. Por lo mismo que todos ponderan su pureza o humildad, se escudan precisamente en ello para despacharse con terrible desenfado. Esa regla no falla nunca. La he comprobado hartas veces, ya en declaraciones de amor puercas de lujurias, ya en epístolas sucias de dicterios. Provenían siempre de seres positivamente seráficos. A lo mejor…
—¡Oh, no! Mi palabra…
—Esa regla de oro del psicoanálisis debemos tenerla en cuenta en la cruzada que iniciamos. Y no divulgarla en absoluto. Nuestro decoro eclesiástico será nuestra pantalla. ¿Quién podrá sospechar de nosotros?
—Nadie, nadie: ratione dignitatis… Es Usted un portento. Gracias por esta lección final. Ahora, acompáñeme a rezar. Nunca he rebosado tanta dicha como hoy.
—Encantado, Monseñor.
—Benedicamus Domino!
—Pater noster, qui es in coelis…
(De: Yo, yo y yo. Monodiálogos paranoicos, El cuenco de plata, 2006)