Nació
en Coronel Pringles, Argentina, en 1949. Desde 1967 reside en Buenos Aires. Ha
dictado cursos en la Universidad de Buenos Aires y en la de Rosario), y ha
traducido y editado en Francia, Inglaterra, Italia, Brasil, España, México y
Venezuela.
Este escritor que se define a sí mismo como «Un francotirador que practica un
oficio íntimo, secreto y clandestino», es uno de los autores más prolíficos de
su país, su labor literaria la ha realizado en prácticamente todos los campos,
de modo que ha trabajado como traductor, novelista, dramaturgo, periodista y
ensayista. Su obra está marcada por la originalidad, la subversión y la
capacidad de sorpresa. Las de este escritor argentino son historias cortas en
las que la realidad se ve atravesada por la presencia de lo insólito, en las que
sin casi notarse lo sorprendente llega a convivir con lo habitual. Cada novela
es para él un reto, un espacio para la experimentación, para lanzarse sin red a
un nuevo precipicio, aun a sabiendas de que en un momento dado pueda
estrellarse. Como ha indicado Leonardo Moledo: "En la literatura argentina, Aira
goza del raro privilegio de crear belleza, a la manera de Oscar Wilde o de
Fellini. Fabricar objetos exóticos, que una vez en el aire se tornan necesarios
e inevitables." (www.escritores.org)
[El Universal, Venezuela,
octubre 2013]
"A veces me planteo dificultades
especiales para ver si puedo y con el tiempo la apuesta va subiendo", pero "lo
único que he evitado deliberadamente hacer es escribir sobre Eva Perón, la
tragedia histórica argentina o los desparecidos, que ha sido toda una industria
en la Argentina", planteó el autor, de 64 años.
Oaxaca.- Se considera un escritor rebelde que va contra los moldes impuestos por
la literatura y dice que jamás escribiría sobre el dolor causado en su país por
la dictadura militar (1976-1983), un tema que ha generado grandes ganancias a la
industria editorial.
Desde México, donde participa en la Feria Internacional del Libro de Oaxaca, el
argentino César Aira, autor de 80 libros, como "Cumpleaños" y "El pequeño monje
budista", dijo en entrevista con Dpa que, aunque le gusta plantearse retos, le
parece antiético abordar ciertos temas.
"A veces me planteo dificultades especiales para ver si puedo y con el tiempo la
apuesta va subiendo", pero "lo único que he evitado deliberadamente hacer es
escribir sobre Eva Perón, la tragedia histórica argentina o los desparecidos,
que ha sido toda una industria en la Argentina", planteó el autor, de 64 años.
Escribir de ese tema, prosiguió, le parece "totalmente deshonesto". "La
literatura, por más que sea la literatura minoritaria que hago yo, termina
siempre en plata. Aunque yo no gane mucha plata con los libros, algo recibo
materialmente, y ganar plata con el dolor es otra cosa".
Para él, cualquier momento o circunstancia puede ser una fuente de inspiración.
El domingo, mientras visitaba un museo arqueológico en Oaxaca, en el sur de
México, encontró el título de su siguiente obra: "El mundo de la representación,
porque el ser humano tiene una necesidad ancestral de representar objetos,
cosas".
Luego del título, a Aira le vino a la mente la primera frase del libro: "Yo
entré en ese mundo, pero tuve que pagar un precio muy alto".
César Aira . Tres historias
pringlenses, Ed. Biblioteca Nacional. Clic para descargar
No sabe aún a que se referirá esa
línea, "pero justamente esa sugerencia de algo sin sentido, sin forma, es lo que
me impulsa a escribir", afirmó el creador de decenas de novelas cortas que no
rebasan las cien páginas.
Él las clasifica como relatos: "Yo las llamo 'novelitas' para que no esperen una
novela propiamente dicha. Son más relajadas porque no apuntan tanto a un cierre,
a una perfección".
Aira fue un "niño miope, tímido, retraído" que se refugió en los libros en su
hogar de Coronel Pringels. Sin embargo, fue la pluma de Jorge Luis Borges, a
quien llama "el maestro perfecto", la que le hizo entender en su adolescencia lo
que era el arte de la literatura.
"A veces, cuando voy a otros países, me preguntan cómo se las arreglan (en
Argentina) por tener una figura como Borges. Al menos, en mi caso, es un
estímulo porque marca un nivel y entonces hay que esforzarse", declaró.
Su juventud la pasó rodeado de un grupo de poetas natos conformado por Alejandra
Pizarnik, Arturo Carrera y Osvaldo Lamborghini. A él la poesía no se le dio.
Su camino fue escribir textos breves, profundos, aunque variopintos en género,
temas y lectores. También en sorpresas, ya que uno de los sellos de su estilo es
lo irreverente, lo excéntrico e inesperado.
Luego de fumar un cigarrillo y beber un poco de agua, justificó su vocación
diciendo: "Para mí escribir en un placer. Además es lo único que sé hacer. Yo
voy a seguir escribiendo hasta el último suspiro. Puede haber una decadencia de
las funciones con la edad, pero quizás lo que salga de allí tenga su encanto
propio".
Incluso si las cosas no le salen bien, a Aira le da igual.
"Si hay un camino recto es hacia la libertad, hacia ir liberándose de
convenciones, de trabas que uno se autoimpone. La última será liberarse de la
calidad. ¿Por qué hacerlo bien? ¿Por qué darles ese gusto a los lectores y a los
críticos? ¿Y qué si lo quiero hacer mal?", cuestionó.
El escritor César Aira no sólo vapulea al autor de "Rayuela" al dar cuenta de
sus preferencias en la literatura argentina. Le cae a Sabato, a Piglia, a Saer y
a todo aquel que "pose de escritor serio". Cuenta que todos sus libros son
experimentos, habla de su trabajo con la escritura y dice que su trío tutelar se
integra con Manuel
Puig, Alejandra Pizarnik y Osvaldo
Lamborghini.
Por Carlos Alfieri
[2004]
Poseedor de una imaginación delirante, desestructurador de modelos y certezas
narrativas, Aira se especializa en mezclar los más disímiles materiales
estéticos, en entrecruzar los más inesperados planos de significación. Sus
textos toman los atajos más disparatados, parecen derrumbarse en el momento en
que reanudan más decididamente su marcha, pero siempre se intuyen conducidas por
una especie de canon secreto. Aira es un escritor de prodigiosa fecundidad. La
prolija destrucción de lo verosímil, por ejemplo del lenguaje, es uno de sus
métodos para desintegrar toda sombra de realismo. Tomemos por caso su libro El
bautismo: uno de los personajes, el vasco Mariezcurrena, a quien define como un
chacarero bruto, dialoga con el cura acerca de la naturaleza del viento con la
actitud intelectual y el vocabulario de un epistemólogo.
-¿Reconoce esta
manera de disolver la verosimilitud, en este caso a través de la incongruencia
entre discurso y hablante, como uno de sus ingredientes humorísticos preferidos?
-Nunca me gustó eso de hacer hablar como brutos a los brutos... He escrito
novelas de ambiente de indios, por ejemplo, y algunos me reprochan: "Pero tus
indios filosofan, parecen Bergson." Bien, no importa. En el fondo todo son
convenciones literarias. Pero le haría una observación respecto de una palabra
que usó: humor, o humorístico. El humor a mí me sale un poco involuntariamente,
contra mis propósitos.
-Pues le sale con frecuencia y muy eficazmente.
-Sí, y lo he lamentado. No me gusta el humor en la literatura, me parece
peligroso. Cuando tengo ocasión de darles algún consejo a los jóvenes escritores
les digo que traten de evitar el humor. El humor es una de esas vetas del
discurso que van a buscar un efecto. Y si no obtienen ese efecto se abre un
vacío; un vacío patético, como cuando uno cuenta un chiste y nadie se ríe.
-En sus textos se produce a menudo un deslizamiento paródico hacia un supuesto
discurso científico. Da la impresión de que además de un recurso literario es de
algún modo la expresión de un auténtico interés suyo por la ciencia. ¿Es así?
-No del todo. Creo que mis intereses, los auténticos y los inauténticos están
filtrados por la literatura. Porque el único y definitivo interés mío ha sido la
literatura. Tuve una vocación muy definida desde muy chico y no me aparté nunca
de ella. Lo que no excluye que haya tenido, como todo el mundo, modas
personales, intereses pasajeros por la música, por el cine en mi juventud o por
las artes plásticas. Y dentro del mundo de los libros, por la historia, por la
divulgación científica también. Pero ahora, en mi madurez, siento que todo pasa
y pasa sin pena: no lamento haber perdido el gusto por alguna cosa. Lo que queda
es la literatura.
-En su literatura se
multiplican los posibles planos de significación. Su relato "Mil gotas", para
tomar un ejemplo, parece ser a la vez un discurso aristotélico sobre forma y
materia, una aproximación a la física cuántica, un delirio hilarante sobre la
fuga de todas las gotas de óleo que constituyen la Gioconda de Leonardo y una
reflexión sobre el verosímil literario y muchas otras cosas. ¿Qué puede comentar
al respecto?
-Para empezar, debo
decir que todos mis libros son experimentos. Son pensados como tales, pero no se
trata de experimentos hechos con la seriedad metódica de un científico sino con
la seriedad ametódica de un sabio loco o de un niño que juega al químico y
mezcla dos sustancias para ver qué pasa. Del mismo modo yo mezclo mis sustancias
para ver qué pasa, y yo mismo no sé muy bien qué va a pasar. Con Mil gotas
intenté narrar, dicho muy esquemáticamente, una huida de esas gotitas que van a
todo el mundo pero atraviesan distintos niveles de significación, de lo literal
a lo alegórico, a lo simbólico, o traspasan discursos y dan una idea de una
dispersión verdaderamente multidimensional.
En cuanto a esa simultaneidad que menciona, yo la he notado, porque debe ser así
como funciona mi imaginación. No he tratado deliberadamente que salga así:
sencillamente sale así, y me parece que está bien. Yo trato de tener un estilo o
una prosa lo más llano, simple, transparente posible. En general nunca he hecho
juegos de lenguaje, nunca he cultivado esa sensualidad de la lengua que algunos
críticos alaban tanto en otros escritores.
-Severo Sarduy, Guillermo Cabrera Infante...
-Sí, claro, y Lezama Lima... En fin, los escritores cubanos son muy sensuales
con la palabra. En mi caso no, siempre escribo una prosa simplemente
informativa, porque sino se produciría de verdad un caos. Trato de mantener ese
mínimo de cortesía con el lector. Pero mis delirios son un poco confusos, son
confusos para mí mismo y los saco sin mucho orden, sin mucha disciplina para ver
qué pasa, por lo menos trato de mantener esa superficie por la que la lectura
pueda deslizarse tranquilamente.
-Hablábamos antes de los sabios locos. Usted parece haber sido un lector de
cómics y amante de las películas norteamericanas de ciencia ficción de clase B o
C. ¿Le gusta jugar con ingredientes literarios de las fuentes más disímiles?
-Todo el tiempo. Hay un componente infantil que trato de no perder. En realidad
ese ha sido uno de los pocos aspectos de mi literatura que se me ha reprochado y
criticado seriamente, y con cierta razón. Porque yo he tenido, en general, una
crítica siempre buena, casi he extrañado algún misil, alguna cabeza nuclear bien
dirigida al centro de mi obra. Pero no la han disparado, salvo las críticas a
ese componente no serio. Es decir, se me reprocha que vivimos tiempos muy
graves, muy difíciles, la Argentina pasa por catástrofes inauditas y yo sigo con
mis juguetes, con la fantasía y el delirio.
-¿La puesta en cuestión de lo verosímil es el núcleo de su literatura?
-Sí. Diría que el
verosímil es el centro de todas mis preocupaciones. Buscarlo, lograr un
verosímil que sirva para lo que estoy haciendo. Eso viene con mi método de
escritura: escribo mis novelas casi como diarios íntimos. Empiezo a partir de
una historia, de algo que surge y me parece atractivo, sugerente, o por lo menos
potable, y arranco a ciegas, no sé muy bien hacia dónde va a ir el texto, porque
las ideas son siempre de una escena de comienzo, apenas de una posibilidad. Y
después, voy escribiendo. Como soy muy metódico, escribo todos los días una
paginita a media mañana en algún café de mi barrio. Me abro a lo que me ha
pasado ese día, el día anterior, a cosas que veo por la televisión, a programas
frívolos, a algunas de esas comedias costumbristas. Por supuesto, también están
las lecturas, el cine, las charlas con la familia y con los amigos. Y el barrio,
la gente, las calles. De modo que entran muchas cosas, y las más raras van
directamente a mis novelas. Van, pero la realidad es imprevisible y lo que puede
pasar no lo puedo calcular.
-¿Es justo que lo consideren un escritor posmoderno?
-Bueno, posmoderno es una palabra, y yo siempre digo que las palabras deben
servirnos a nosotros y no nosotros a las palabras. Es decir que cada cual puede
definirla como quiera y usarla conmigo o con quien quiera. Pero yo no me
considero posmoderno en tanto creo haber seguido fiel a la preceptiva modernista
en la que me formé. Mi lema sigue siendo el famoso verso de Baudelaire: "Ir
hacia delante y siempre en busca de lo nuevo." Y sacrificarlo todo por lo nuevo,
¿no? Y esta actitud no es posmoderna. Creo que el posmodernismo deshace esa
línea hacia delante para erigir una especie de estantería de supermercado donde
está toda la cultura de antes, la de ahora, la de después, y entonces procede
con ellas a formular combinaciones al azar. No es lo mío.
-¿Cómo se siente ante la figura todopoderosa de Borges?
-Evidentemente, Borges fue casi demasiado grande para la Argentina, y fue una
especie de sombra paterna que ocupó la literatura de todo el siglo XX. De hecho,
creo que mi primera lectura seria, a los 12 o 13 años, fue la de sus cuentos.
Cuando oí hablar por primera vez de Borges, hacia 1961 o 1962, todavía él no
había empezado su gran carrera de fama internacional, pero ya era un clásico
argentino y salían sus libros en una serie que se llamaba Obras Completas, que
publicaba Emecé. Como yo insistía en leerlos, mis padres me los compraron y los
leí. No sé si yo era un chico inteligente o Borges tiene algo que también sabe
atrapar a la juventud. Yo era jovencísimo, pero aun así sentí toda la grandeza,
la elegancia, la exquisitez de sus textos, eso que es casi un veneno porque nos
mal acostumbra y después todo lo demás en literatura parece no estar a su
altura. Claro que, como todos los escritores en Argentina he tenido mis
altibajos en relación con Borges. Tuve una etapa militantemente antiborgeana, en
la que me pasé a la vereda de Rimbaud: la vida, la vida que entra y se funde con
la literatura. Borges es otra cosa: es frío, es ese Everest de inteligencia, de
lucidez; no se contamina con la realidad... Pero he hecho las paces con Borges y
me siento contento de ello.
-Algunos críticos lo
sitúan a usted junto a Juan José Saer y Ricardo Piglia como referente de la
literatura argentina del último cuarto de siglo. ¿Cuál es su opinión sobre los
otros dos escritores? Si debiera proponer un terceto distinto, ¿a quiénes
nombraría?
-¡Uf qué pregunta difícil! En primer lugar debo aclarar que Saer y Piglia son
diez años mayores que yo y pertenecen a otra generación, otra atmósfera, otro
mundo. De hecho, yo los leía de jovencito (bueno, a Saer; a Piglia prácticamente
no lo he leído). Piglia es un escritor serio, un intelectual muy apreciado como
profesor... en fin. A Saer sí lo leí mucho y lo aprecié mucho; es casi un
clásico moderno argentino. Después, me fui apartando de su poética, y sé que él
no aprecia mucho la mía. Saer también es un escritor serio... pero yo he buscado
otros modelos. Saer ya no me atrae; con el tiempo me he ido alejando de esa
postura seria, responsable hacia la sociedad y hacia la historia.
-¿Si tuviera que proponer otro trío de referentes?
-No tienen por qué ser tres, no seamos tan hegelianos. Yo tuve el privilegio de
estar cerca, o en algún caso de ser muy amigo, de tres escritores que existieron
en la Argentina en estos 25 o 30 últimos largos años: Manuel Puig, Alejandra
Pizarnik y Osvaldo Lamborghini. A los tres los encontré geniales y fueron
modelos para mí, por motivos distintos, como modelos de vida, modelos de
actitud... A veces uno toma un modelo y después hace todo lo contrario de él,
pero el modelo sigue actuando, como contraste tal vez. Los tres han muerto
jóvenes, los tres han dejado su mito, su leyenda, y los tres me acompañaron
siempre. Si buscamos un trío, entonces, propongo ese. Es mi trío tutelar.
-¿Le parece que existe una ruptura total entre la literatura argentina del siglo
XIX y la del XX o reconoce zonas de enlace?
-Hay que reconocer que la literatura argentina del siglo XIX es muy pobre. Lo
mejor que tiene es el género gauchesco, que es nuestra gran invención, y dentro
de la literatura gauchesca está el Martín Fierro, que es un libro del que ya no
podemos opinar porque se ha puesto un poco más allá de las opiniones, como un
libro-fetiche de la Argentina. Sin duda, posee grandes méritos literarios. En el
siglo XX todos los buenos escritores argentinos, que los tuvimos, buscaron ese
punto de conexión. Borges mismo lo buscó en la literatura gauchesca, en el
Martín Fierro, en cambio, nunca le interesaron los románticos -José Mármol,
Esteban Echeverría-. Otros sí exploraron en ellos. Pero en fin, no había mucho
de dónde aferrarse. Después está la línea de los escritores políticos: ellos sí
encuentran en historiadores y escritores del XIX, como Sarmiento o Mitre, puntos
de engarce. Pero yo creo que la literatura literaria argentina nació con el
siglo XX, exceptuando la gauchesca. Nació con las vanguardias, con la visita de
Rubén Darío a Buenos Aires, con el modernismo, con algunos buenos poetas y otros
a quienes no considero buenos poetas, como Leopoldo Lugones. Lugones me pareció
siempre un farsante. Hay muchos chistes sobre él, como aquel comentario irónico
de Macedonio Fernández: "Este muchacho Lugones, tan trabajador, ¿cuándo se
decidirá a darnos un libro?" (y ya había publicado como un centenar). Recuerdo
que Pizarnik me decía que había encontrado un verso bueno en Lugones, que
hablaba de una niña que salía del mar desnuda y nombraba sus "senitos
benjamines". Una vez, leyendo a Jules Laforgue, encontré en él los famosos
senitos benjamines. Por algo dijo Oliverio Girondo: "El mejor Lugones es un mal
Laforgue"
-¿Podría describir las líneas esenciales de la literatura argentina de los
últimos 50 años?
-No creo que vaya a decir algo muy original. Está la línea de Borges-Bioy
Casares-Silvina Ocampo, por un lado. Ellos promovieron esa literatura más
intelectual (se la ha calificado como fantástica), de enigma policial, de tramas
bien construidas, de huida de lo que llamaron "el fárrago psicológico" y metían
en él, con increíble injusticia, nada menos que a Proust, aunque creo que
después Bioy se retractó de eso. Eso marcó mucho, de allí salió toda una
vertiente literaria, sin ir más lejos, Cortázar. Aquí podría yo parafrasear a
Oliverio Girondo y decir que el mejor Cortázar es un mal Borges.
-¡Qué duro!
-No puedo evitarlo.
Bueno, y está la famosa polémica de la década de 1920 entre los grupos de Boedo
y Florida. Este último era el grupo de los escritores de la clase alta,
afrancesados o anglófilos, y Boedo representaba la literatura de combate, que no
dio buenos exponentes pero sí constituyó una línea que tuvo también su clara
descendencia. Así, en la segunda mitad del siglo XX siguió existiendo la novela
llamada realista, que toma los hechos de la historia. Finalmente, creo que se
repiten los paradigmas: la derecha y la izquierda existen en todas partes.
-Pero también hay líneas intermedias, como la que representa Roberto Arlt.
-Arlt para mí es un grande. Bueno, habría que decir uno de los dos grandes: el
otro, claro, es Borges. Tan distintos y tan parecidos, ¿no?
-¿Con qué corriente cree que entronca su obra?
-Mi literatura viene de esa línea intelectual, borgeana, pero con unos vigorosos
afluentes arltianos. De Arlt he tomado el expresionismo, esa cosa que a Borges
lo horrorizaría. Aunque a él le gustaban las viejas películas expresionistas
alemanas, pero casi como una aberración intelectualmente interesante. Arlt es el
escritor que sin saber nada del expresionismo es un expresionista nato,
deformador a ultranza. La imaginación de Arlt funciona por contigüidades
químicas que lo deforman todo, y su mundo está hecho de sombras que se desplazan
y de seres que empiezan a fundirse ante nuestros ojos, de monstruos...
-Apelo a su experiencia como responsable de su Diccionario de autores
latinoamericanos para pedirle un juicio sucinto sobre estos escritores
argentinos: José Bianco, Silvina Ocampo, Alejandra Pizarnik, Ernesto Sabato,
Julio Cortázar.
-A Bianco lo conocí ya viejo, bastante decadente, y presentó un libro mío, Canto
castrato, del que estoy bastante avergonzado. Hizo una presentación muy amable.
Bianco es el escritor que no escribe, una figura un poco triste. Pasó su
juventud entre la influencia de Marcel Proust y la de Henry James, que cubre
enteramente esos dos pequeños libros suyos, Las ratas y Sombras suele vestir.
-¿Silvina Ocampo?
-Creo que Silvina Ocampo es un genio, una de las grandes. Vivió un poco a la
sombra de su hermana Victoria por un lado y de su marido, Bioy Casares, y Borges
por el otro. Era una mujer extravagante, una poeta no muy lograda, pero cuando
escribía sus cuentos, esos cuentitos pequeños y vitriólicos, era perfecta.
-¿Alejandra Pizarnik?
-Escribí un par de libros sobre ella. Uno es un estudio sobre su poesía, salido
de cuatro charlas que di en la Universidad de Buenos Aires, y lo hice con
intención un poco justiciera. Porque con Alejandra se ha creado ese mito de la
angustiada, de la sonámbula, de la pequeña náufraga, etc., etc., y toda la
crítica que se hace sobre ella cae en ese campo metafórico, entra en el juego de
ella y no le hace justicia a su obra. Entonces, traté de tomar un poco de
distancia, de escribir fríamente sobre el procedimiento del que salía su poesía.
Creí descubrir esos deslizamientos de la subjetividad que hay en sus pequeños
poemas, que son como mecanismos perfectos, muy trabajados, y sobre todo quise
hacerle justicia al hecho de que ella era una intelectual, una gran lectora, que
tenía, claro está, problemas psicológicos, pero de allí a hacer hincapié en
ellos y presentarla como una especie de loca, al borde de una cornisa asomada al
vacío, me parece totalmente erróneo e injusto.
-¿Sabato y Cortázar?
-Bueno, a Sabato no lo hemos tomado nunca muy en serio. Y sorprende un poco que
alguien se lo pueda tomar en serio. Es un señor que tiene aristas muy risibles:
esa vanidad, el malditismo... Malditismo que no condice con su personalidad. Es
un señor perfectamente racional que juega al maldito. Así, se ve obligado a
escribir constantemente en sus textos la palabra angustia, la palabra dolor... y
claro, eso no funciona.
-¿Y Cortázar?
-Cortázar es un caso especial para los argentinos, y no sólo para los
argentinos, también para los latinoamericanos y quizás para los españoles,
porque es el escritor de la iniciación, el de los adolescentes que se inician en
la literatura y encuentran en él -y yo también lo encontré en su momento- el
placer de la invención. Pero con el tiempo se me fue cayendo. Hay algunos
cuentos que están bien. El de los cuentos es el mejor Cortázar. O sea, un mal
Borges, o mediano. A propósito de una de las cosas más feas que hizo Cortázar en
su vida, el prólogo para la edición de la Biblioteca Ayacucho de los cuentos de
Felisberto Hernández, un prólogo paternalista, condescendiente, en el que
prácticamente viene a decir que el mayor mérito del escritor uruguayo fue
anunciarlo a él, cuando en verdad Felisberto es un escritor genial al que
Cortázar no podría aspirar siquiera a lustrarle los zapatos. Sus cuentos son
buenas artesanías, algunas extraordinariamente logradas, como Casa tomada, pero
son cuentos que persiguen siempre el efecto inmediato. Y luego, el resto de la
carrera literaria de Cortázar es auténticamente deplorable.
-¿Qué aporte de las vanguardias históricas a la literatura aprecia en
particular?
-Muchos. Para empezar, uno de los rasgos básicos de las vanguardias, que es la
preeminencia del proceso de creación sobre el resultado: ese sigue siendo mi
método de trabajo. Habría que analizar vanguardia por vanguardia. Por ejemplo,
del dadaísmo no puedo sino admirar su actitud, su gesto de ruptura, su
irreverencia, eso de largar la carcajada en medio de la Misa Solemne. Del
surrealismo, mil cosas, como el dominio de la imagen. También me interesa mucho
el constructivismo ruso, que he estudiado mucho, y Rodchenko en particular. He
prestado mucha atención a esta corriente y la he seguido con mucha simpatía,
porque pienso que con ella llegó a su culminación el predominio del proceso
creativo: el arte es un proceso infinito. Ese momento utópico, a finales de la
década de 1910, antes de que cayera el mazazo sobre ellos, me sigue estimulando,
y lo sigo uniendo a la famosa frase de Lautréamont: "La poesía debe ser hecha
por todos". Democratizarla en serio, sacarla de esa cápsula de calidad, de lo
bueno, de lo bien hecho, de lo hecho solamente por el que haya nacido con el don
para hacerlo. Por eso me gusta, por ejemplo, John Cage, un músico que no era
músico, que tenía dos tapones de madera en los oídos, y sin embargo hacía
música, inventaba el modo de hacerla.