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Un
viejo Nuevo Orden Internacional |
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Si
de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten sino en bandas
de criminales a gran escala? Y esas bandas ¿qué son sino reinos en pequeño?
Son un grupo de hombres, se rigen por un jefe, se comprometen en pacto mutuo,
reparten el botín según la ley por ellos aceptada. Supongamos que a esta
cuadrilla se le van sumando nuevos grupos de bandidos y llega a crecer hasta
ocupar posiciones, establecer cuarteles, tomar ciudades y someter pueblos.
Abiertamente se autodenominan entonces reino, título que a todas luces les
confiere no la ambición depuesta, sino la impunidad lograda. Con toda profundidad
le respondió al célebre Alejandro un pirata caído prisionero, cuando el
rey en persona le preguntó:
– ¿Qué te parece tener el mar sometido a pillaje?
– Lo mismo que a ti el tener al mundo entero – le respondió–. Solamente
que a mí, que trabajo en una ruin galera, me llaman bandido, y a ti, por
hacerlo con toda una flota, te llaman emperador.
AGUSTÍN DE HIPONA (350-434)
Al terminar la guerra fría,
Estados Unidos emergió como el gran árbitro del planeta. El juego era complicado.
Y el arbitraje, extraño: Washington también competía en uno de los campos,
y con mucha
ventaja. Lo cierto es que en el mundo de principios del siglo XXI hay más
guerra que paz, más caos que orden, y parece que no queda lugar para la
esperanza.
El juego ha ido degenerando, como el rugby inglés degeneró en futbol americano.
Norteamericano, mejor dicho. Se pueden rastrear algunos antecedentes que
se remontan al siglo XIX y se extienden a lo largo de la siguiente centuria.
La historia es siempre la misma y muy sencilla; sólo cambian los escenarios,
ciertos personajes, algunas frases.
A mediados del siglo XIX, un periódico de Nueva York editorializó brutalmente,
con un pragmatismo típico de la época del Lejano Oeste: "Nos ha ido bastante
bien con Louisiana, Florida, Texas y California, y el Tío Sam puede tragarse
a México y Centroamérica, con Cuba y las islas de la India Occidental, por
vía de postres y sin intoxicarse".
Quien mejor ilustró acerca de esta mentalidad no fue un politólogo, sino
un militar. En 1935, el mayor general Smedley M. Butler, comandante del
cuerpo de marines y dos veces condecorado con la Medalla de Honor, pronunció
un memorable discurso en el Congreso de Estados Unidos:
He servido durante 30 años y cuatro meses en las unidades más combativas
de las fuerzas armadas norteamericanas: en la infantería de marina. Tengo
el sentimiento de haber actuado durante todo ese tiempo de bandido altamente
calificado al servicio de los grandes negocios del Wall Street y sus banqueros.
En una palabra, he sido un rackeeter al servico del capitalismo. De tal
manera, en 1914 afirmé la seguridad de los intereses petroleros en México,
Tampico en particular. Contribuí a transformar a Cuba en un país donde la
gente del National City Bank podía birlar tranquilamente los beneficios.
Participé en la "limpieza" de Nicaragua, de 1902 a 1912, por cuenta de la
firma bancaria internacional Brown Brothers. En 1916, por cuenta de los
grandes azucareros norteamericanos, aporté a la República Dominicana la
"civilización". En 1923 "enderecé" los asuntos en Honduras en interés de
las compañías fruteras norteamericanas. En 1927, en China, afiancé los intereses
de la Standard Oil.
Fui premiado con honores, medallas y ascensos. Pero cuando miro hacia atrás
considero que podría haber dado algunas sugerencias a Al Capone. Él, como
gángster, operó en tres distritos de una ciudad. Yo, como marine, operé
en tres continentes.
El problema es que cuando el dólar americano gana apenas el seis por ciento,
aquí se ponen impacientes y van al extranjero para ganarse el ciento por
ciento. La bandera sigue al dólar y los soldados siguen a la bandera.
Al Capone (1899-1947), rey del
hampa de Chicago y el más violento en un mundo donde reinaba la violencia,
fue el pez que mejor nadó en el río revuelto de la Ley Seca de 1920.
Al año siguiente de la promulgación de esa graciosa ley –que sólo sirvió
para que Hollywood filmara cientos de películas de pistoleros– un joven
llamado George Kennan, nacido en 1904, egresó de la Academia Militar de
Saint John. En 1925, se graduó en Arte e Historia en la Universidad de Princeton,
y se especializó en relaciones internacionales. Un año después, ingresó
en el cuerpo diplomático. En 1933, realizó su primera visita a Moscú, como
ayudante del embajador norteamericano, y permaneció en la capital rusa dos
años.
La carrera diplomática de Kennan continuó con estancias en Berlín (1939-41)
y Lisboa (1942-43). Entre 1944 y 1946 asesoró al gobierno de los Estados
Unidos sobre cuestiones de política exterior. De 1947 a 1949 fue jefe de
planeamiento en el Departamento de Estado. Entre 1950 y 1952 permaneció
en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Princeton, hasta
que fue nombrado embajador en la Unión Soviética. Su estancia en Moscú fue
corta: comparó al sistema comunista con el régimen nazi y terminó declarado
"persona no grata". En 1961, el presidente John Kennedy lo designó embajador
en Yugoslavia, puesto que ocupó hasta 1963. Kennan es autor de varios libros
y ganador de un premio Pulitzer. El presidente George Bush (padre) le otorgó
la Medalla de la Libertad, una de las más altas condecoraciones de Estados
Unidos, como premio a su destacada labor en la formulación de las relaciones
entre su país y la Unión Soviética.
George Kennan no estaba hecho con la misma madera que el mayor general Butler.
En realidad, se aproximaba un poco más a Capone. Con otro estilo, por supuesto,
y diferente lenguaje. En 1948 afirmó:
Poseemos alrededor del 50 por ciento de la riqueza mundial, aunque sólo
el 6.3 por ciento de su población... En esta situación no podemos dejar
de ser objeto de envidia y rencor. Nuestra verdadera tarea en el período
que se avecina es diseñar un patrón de relaciones que nos permita mantener
esta posición de disparidad sin daño a nuestra seguridad nacional.
Para lograrlo tenemos que prescindir de sentimentalismos y de ilusiones,
y concentrar nuestra atención en nuestros intereses nacionales en el exterior.
No podemos engañarnos y pensar que podemos permitirnos hoy altruismos y
beneficencia mundial. Deberíamos dejar de hablar de objetivos vagos e irrealizables,
como derechos humanos, ascenso del nivel de vida y democratización. Cuanto
menos nos permitamos ser obstaculizados por consignas idealistas, tanto
mejor.
Noam Chomsky no estudió en ninguna
academia militar, no ocupó ningún puesto diplomático, nunca fue condecorado
por ningún presidente de Estados Unidos. Pero sí se aproximó bastante a
que el gobierno lo declarara "persona no grata" en su propio país. Puede
decirse a su favor que quizá sea uno de los más importantes pensadores norteamericanos.
Graduado en la Universidad de Pensilvania, es lingüista, profesor universitario,
escritor y activista político, y se incorpora Instituto Tecnológico de Massachusetts
(MIT) en 1955. Es conocido como permanente opositor a la intervención militar
de Estados Unidos en la guerra del Vietnam y a su injerencia política en
América latina, además de ser uno de los principales críticos de Israel
en relación con los palestinos. Es autor de una extensa serie de libros,
entre los que se cuentan La Propaganda y la opinión pública, El Nuevo Orden
mundial (y el viejo), El miedo a la democracia, Actos de agresión, Los guardianes
de la libertad, La segunda guerra fría, Conocimiento y libertad, Secretos,
mentiras y democracia, El pacifismo revolucionario y La cultura del terrorismo.
A mediados de 1994, Chomsky dictó una conferencia en Londres. En su charla,
resumió irónicamente los cambios operados en el siglo que estaba cerca de
concluir:
Existe una doctrina convencional sobre la era en la que ingresamos y la
promesa que ésta, se supone, conlleva. La historia es que los buenos ganaron
el tiroteo de la guerra fría y ahora cabalgan firmes sobre la silla de montar.
Puede que aún quede algo de terreno duro por delante, pero nada que ellos
no puedan manejar. Se alejan hacia el poniente marcando el camino hacia
un futuro brillante, basado en los ideales que siempre han atesorado pero
que no muchas veces fueron capaces de proteger: democracia y derechos humanos.
Un viejo orden nuevo
Después del colapso del comunismo en la Unión Soviética y el derrumbe del
Muro de Berlín, el presidente George Bush (padre), sin esforzar demasiado
sus neuronas, sintetizó el conjunto de todas estas concepciones bajo la
denominación de Nuevo Orden Internacional.
El 2 de marzo de 1991, cuando terminaba la operación Tormenta del desierto
e Irak sucumbía bajo el peso demoledor de toneladas de bombas, Bush aseguraba
alborozado: "El Nuevo Orden Internacional ha pasado su primera prueba y
el espectro de [la guerra de] Vietnam ha sido sepultado para siempre en
las arenas". Y quince días después, reiteraba: "Estados Unidos se ha liberado
de sus antiguos fantasmas y ha restablecido sus viejos sueños".
¿Cuáles serían esos "viejos sueños"? ¿Quizá a los que se referían Butler,
Keenan y Chomsky? En otras palabras: ¿las antiguas pesadillas de tres continentes?
La idea del Nuevo Orden no era original. El concepto, según Edmund Jan Osmañczyk,
simboliza "la destrucción del statu quo en una región definida y su sustitución
por otro modelo bajo la hegemonía de la potencia más fuerte de la región"
(Enciclopedia Mundial de Relaciones Internacionales y Naciones Unidas, Fondo
de Cultura Económica, México, 1976). En los años veinte, el líder fascista
Benito Mussolini ya había proclamado en Italia el Ordine Nuovo. Posteriormente,
Adolfo Hitler, lo retomó y lo llamó Tercer Reich, el "nuevo imperio", que
duraría mil años. Los fascistas ingleses y franceses se refirieron al New
Order y al Nouvel Ordre.
Después de la guerra del Golfo Pérsico, sin embargo, los políticos y los
militares norteamericanos se convencieron de que ya no podían iniciar solitarias
aventuras bélicas como en las épocas del mayor general Smedley Butler o,
incluso, años posteriores.
Habían tenido carta blanca en acciones como una frustrada operación de rescate
en Irán bajo la presidencia de James Carter (1977), el bombardeo a Libia
(1986), la guerra encubierta contra Nicaragua en los primeros años de los
ochenta y las invasiones a la isla de Granada (1983) y la pequeña Panamá
(1989). Todas esas veces cabalgaron "firmes sobre la silla de montar". Pero
ahora necesitaban, por lo menos, el consenso de sus adeptos en la Comunidad
Europea y en la Organización de Naciones Unidas.
Por esas fechas, el ex secretario de estado y ex profesor de Harvard, Henry
Kissinger, lanzó una advertencia: "La responsabilidad por la seguridad internacional
es muy grande y el mundo demasiado complejo para que Estados Unidos se eche
toda esa tarea a cuestas. Washington no puede cumplir solo ese papel de
policía del orbe. Debe ser generoso y realista, compartir su poder y administrar
el Nuevo orden Internacional junto con sus aliados en todas las regiones"
La tarea no era tan grande como la describía Kissinger. Sobre todo cuando
de disponía de la diplomacia, el garrote y los dólares.
Y para dejar las cosas bien claras, el ex funcionario dijo que después de
Vietnam había que incorporar la siguiente enseñanza: "Para que la guerra
sea políticamente viable, tiene que asegurarse de antemano que su desenlace
sea predecible y que ocurra en un lapso de tiempo muy breve y con un costo
de vidas norteamericanas socialmente aceptable".
El retorno al planeta de los simios
En febrero de 1993, cuando William Clinton llevaba tres semanas en la Casa
Blanca, el analista en temas militares William Hartung, del World Policy
Institute, escribió: "Clinton es el comandante en jefe de las fuerzas armadas
de Estados Unidos. La buena noticia es que todavía no ha iniciado nuevas
guerras. La mala es que ni el presidente ni sus asesores han abandonado
la mentalidad de guerra fría que ha hecho de este país el poder intervencionista
más agresivo de la tierra".
Hartung sabía de lo que hablaba. En su discurso de toma de posesión, el
mandatario demócrata había dicho: "No nos encogeremos frente a los retos
ni fallaremos en aprovechar las oportunidades de este nuevo mundo. Junto
con nuestros amigos y aliados trabajaremos para darle forma al cambio. Cuando
nuestros intereses vitales sean enfrentados o la voluntad de la comunidad
internacional sea desafiada, actuaremos con la diplomacia de la paz cada
vez que sea posible o con la fuerza cuando sea necesario".
Parece que todas las administraciones norteamericanas, sean republicanas
o demócratas, viven enfrentando retos o aprovechando oportunidades desde
su independencia en 1776. Las "buenas noticias" a las que hacía referencia
Hartung terminaron el 12 de junio de 1993. En la madrugada, aviones artillados
AC-130, helicópteros Cobra y una fuerza de intervención rápida de mil 200
hombres atacaron los reductos guerrilleros de Somalia en represalia por
la muerte de 23 cascos azules de la ONU.
Así, en lugar de debutar con una intervención en la ex Yugoslavia para detener
el genocidio de las bárbaras "limpiezas étnicas" o en Haití –el país más
miserable de América– para reinstaurar la siempre interrumpida democracia,
Clinton prefirió hacer un poco de gimnasia en un alejado país africano.
En su mensaje de justificación del "estreno", el presidente dijo: "No podemos
permanecer indiferentes a los problemas. Estados Unidos debe continuar desempeñando
su papel de líder mundial, pero cada vez más de una forma multilateral".
Lo que el presidente demócrata quiso decir, en otras palabras, fue que iba
a continuar con el mantenimiento del Nuevo Orden Internacional establecido
por su antecesor republicano. Y, aunque no lo mencionó, ahí estaban aplicadas
las recomendaciones del inefable Henry Kissinger.
¿Y dónde se ejecutaban? En un país semidesértico de 600 mil kilómetros cuadrados
–14 veces más pequeño que Estados Unidos– con pocas ciudades y mucha población
nómada y seminómada. Un 60 por ciento de sus habitantes deambulaba por el
desierto. Para los invasores era casi como recorrer al trote la pista de
combate en cualquier base de entrenamiento. Alrededor de ocho de cada diez
niños de escuelas secundarias de Nueva York, Chicago y Los Ángeles ignoraban
dónde estaba Somalia.
Un comunicado de la ONU mencionó que en el operativo de Somalia participaron
soldados de 20 nacionalidades y civiles de 66 países. Pero en realidad esto
fue tan relativo como la decorativa intervención de las fuerzas aliadas
en la guerra del Golfo Pérsico.
En pequeña escala, podían aplicarse las palabras que Eugenio Trías, catedrático
de Filosofía en la Universidad de Barcelona, dedicó al devastador ataque
contra Irak en "Aforismos para una guerra" (El País, Madrid, 4 de febrero
de 1991):
Esta es una guerra entre países aliados por la supremacía que gozan (en
poderío tecnológico, militar, económico y civilizatorio) y pueblos desheredados,
condenados a convertirse en los parias del Nuevo Orden Internacional. Es
una guerra entre dominantes y dominados. Estos últimos ni siquiera son necesariamente
pueblos productores; constituyen el potencial ejército de reserva de un
orden mundial semejante a aquella película premonitoria, El planeta de los
simios. Los simios, en esta película que vivimos hoy a nuestro pesar, son
las potencias aliadas.
Morir en Yugoslavia
En mayo de 1980 falleció el mariscal Josip Broz, más conocido Tito, después
de 35 años en el gobierno. Nacido en 1882, era fundamentalmente un hijo
del siglo XX, un testigo –y en varias ocasiones protagonista– de sus grandes
acontecimientos: la Revolución Rusa, la guerra civil española, las dos guerras
mundiales, la ascensión y caída de Hitler y Mussolini, las grandes purgas
soviéticas de 1930, el surgimiento del llamado Tercer Mundo y la creación
del "no alineamiento".
En cuatro décadas había logrado mantener unido, mediante un socialismo autogestionario
independiente de la Unión Soviética, a un Estado federativo compuesto por
seis repúblicas y dos provincias autónomas Allí convivían descendientes
de 13 etnias, dentro de las cuales los principales grupos eran seis: serbios,
croatas, dálmatas, eslovenos, macedonios, montenegrinos. Existían tres religiones
– católica, cristiana ortodoxa y musulmana– y se hablaban tres lenguas oficiales:
el servo-croata, el esloveno y el macedonio.
A la muerte de Tito, se decidió establecer un sistema en el que la presidencia
se rotaría durante un año por un representante de cada república federada
y las dos regiones autónomas. Tres años antes de la muerte del líder, el
viceministro de Información yugoslavo le dijo a un enviado de la revista
española Cambio 16: "Aquí no va a suceder ese drama shakespereano que ha
ocurrido en China a la muerte de Mao". Otro funcionario entrevistado por
el mismo reportero, expresó: "La desesperación tiene de común con la esperanza
que también es una ilusión". Había citado, con un guiño, a Lu Hsun, un autor
chino.
Ninguna de las previsiones se cumplió. Diez años después de la muerte de
Tito se desencadenó una sistemática y sangrienta carnicería. Sólo en 1992
murieron asesinadas 130 mil personas en Bosnia-Herzegovina, hubo dos millones
de desplazados de sus lugares de origen y 250 mil hogares quedaron destruidos.
Setenta mil civiles estaban recluidos en campos de concentración y 20 mil
mujeres habían sido violadas. Después, cuando el ejército serbio llegó a
controlar el 70 por ciento del territorio bosnio, esas cifras aumentaron
dramáticamente.
A mediados de abril de 1993, el semanario Newsweek afirmó: "Occidente simplemente
se cruzó de brazos". Aunque Clinton criticó durante su campaña electoral
a Bush, precisamente, por quedarse de brazos cruzados mientras la ex Yugoslavia
se desintegraba en pedazos, por esas mismas fechas reconoció que la guerra
de los Balcanes era "el problema más difícil y frustrante que existe en
el mundo". E hizo exactamente lo que antes le criticaba a su antecesor.
Newsweek dijo que el gobierno de Clinton "apostó todo en una estrategia
diplomática que fracasó, y se convirtió en una opción militar cuando fue
demasiado tarde para hacer algo bueno". Los cuatro miembros del equipo de
consulta presidencial para la crisis – que incluía al secretario de Estado,
al secretario de Defensa, a un asesor de seguridad nacional y a la embajadora
ante la ONU– se concentró en tímidas presiones en pos de una solución diplomática,
pero la estrategia no funcionó. Los serbios, aunque se quedaban cada vez
más aislados internacionalmente, nunca se dieron por vencidos. Los asesores
consideraron entonces alternativas militares: levantar el embargo de armas
a Bosnia, lanzar ataques aéreos para poner fin al implacable asedio a Sarajevo,
bombardear algunas zonas de Serbia.
Pero el quinteto no hizo absolutamente nada. El presidente y sus cuatro
asesores especiales se cruzaban y descruzaban de brazos frente a enormes
mapas de situación, fotografías de alta resolución tomadas desde aviones
e informes diarios sobre la lúgubre contabilidad de las matanzas. Según
Newsweek, el general Colin Powell, jefe del estado Mayor Conjunto, "alegó
insistentemente acerca de los dudosos logros de ataques aéreos: podían causar
dolor sin detener el avance serbio y obligar a estados Unidos a un mayor
involucramiento, quizá hasta el grado de tener que enviar tropas terrestres".
Esta delicadeza militar, mientras miles de civiles desarmados se convertían
el blanco de tiro o morían como cucarachas pisoteadas, no existió en Granada,
Libia, Nicaragua, Panamá, Irak y Somalía.
Mientras tanto, un puñado de belicosos señores de la guerra serbios bosnios
puso en jaque a los estrategas militares de la ONU y la OTAN, y causó continuos
dolores de cabeza a los jefes de Estado de los países más poderosos del
mundo, con Estados Unidos a la cabeza, mientras la población civil padecía
lo que algún día la historia recordará como algo equivalente al sitio de
Leningrado o el guetto de Varsovia.
El general Radko Mladic, comandante de las fuerzas militares serbias bosnias
dijo que si Occidente intentaba imponer un plan de paz mediante una intervención
militar bombardearía Londres y que "si los agresores entran a Bosnia no
saldrán con vida". Mladic, quien alguna vez fue un disciplinado coronel
serbio, devoto del croata Josip Broz, se erigió en un "cruzado" cristiano
orodoxo contra el catolicismo y el Islam. En una entrevista aseguró: "Los
muertos no me importan. Yo soy huérfano desde los dos años".
Vojislav Seselj, ex funcionario comunista, líder del derechista Partido
Radical Serbio y considerado un criminal de guerra, causó escozor internacional
cuando aseguró que sus milicianos poseían dieciséis misiles SS-22 –una versión
soviética mejorada del SCUD estadounidense– y que no vacilarían en lanzarlos
contra los países europeos que prestaban apoyo logístico a las fuerzas norteamericanas,
especialmente Italia.
La locura se reflejaba en espejos más antiguos. Ya antes, a principios de
año, el "ministro" de Relaciones Exteriores de la autoproclamada República
Serbia de Bosnia había amenazado con enviar aviadores kamikazes –los pilotos
suicidas japoneses durante la Segunda Guerra Mundial– contra las centrales
nucleares en Europa. Como coreaban las tropas de asalto de las Waffen-SS:
"Si el mundo se hunde, nosotros nos hundimos con él...".
Pies de plomo sobre algunas docenas de huevos
El 11 de junio de 1993, apenas unas horas antes de la intervención en Somalia,
el secretario general de la ONU, Boutros Ghali, declaró en Viena que ese
organismo había gastado en 1992 más de tres mil millones de dólares en operaciones
de mantenimiento de la paz. Es decir, en 365 días desembolsó el triple de
todas las cifras precedentes en situaciones similares. En los últimos cuatro
años, informó Ghali, se habían ejecutado tantos operativos pacificadores
como en las cuatro décadas anteriores. Al elegante funcionario egipcio no
se le movió un músculo de la cara; parecía un gerente hablando de inversiones,
marketing y calidad total ante un grupo de ejecutivos de empresa.
Mientras tanto, desde los Balcanes hasta África pasando por el sudeste asiático
y el Caribe, muchas personas se hacían la misma pregunta que muchos años
antes otra gente se formulaba acerca de la Sociedad de Naciones: ¿para qué
sirve la institución mundial?
Las fuerzas multinacionales de paz de la ONU eran blanco de críticas por
su incapacidad para impedir masacres y restablecer el orden en los países
donde se encontraban desplegadas. En un convulsionado mundo unipolar de
fin de milenio –mucho más alterado que en la época de la guerra fría– la
propia ONU había quedado desfasada en sus respuestas y había perdido toda
credibilidad. Y eso –como señaló The New York Times a mediados de junio
de 1993– porque parecía que sus esfuerzos dependían siempre, al final, del
poderío militar de Estados Unidos.
Unos días antes, por primera vez en la historia de la ONU, los cascos azules
estadounidenses establecidos en Somalía abrieron fuego desde aviones apoyados
por helicópteros artillados contra una multitud de civiles en las calles
de Mogadiscio, la capital. Catorce personas murieron y muchas más fueron
heridas. La acción se produjo porque una semana antes, 23 cascos azules
pakistaníes habían sido asesinados por las milicias rebeldes del general
Mohamed Farah Aidid. Los soldados pakistaníes aprovecharon el tercer bombardeo
para tomar revancha y matar a otros 30 civiles. Total del operativo pacificador:
44 personas masacradas, casi el doble que los cascos azules. Nada mal...
pero para una película de guerra dirigida por Oliver Stone, Stanley Kubrick
o Ridley Scott.
Cuarenta y ocho horas después de la matanza, el columnista Michael Gordon,
de The New York Times, se preguntaba: "¿Conducirá la acción militar en Somalia
a una doctrina más enérgica para las operaciones pacificadoras en otros
sitios conflictivos? ¿O significa que los pacificadores estarán preparados
para emprender una acción militar decisiva solamente cuando el adversario
es una chusma inofensiva, mal entrenada, como la milicia de Aidid, y que
Washington y sus aliados continuarán “arrugándose” ante desafíos más difíciles,
como es sofocar la lucha en Bosnia?".
Se suponía que la misión de las tropas de la ONU en el país africano – calificada
con el pomposo nombre de Devolver la esperanza– consistía en salvar a hombres
mujeres y niños de una hambruna atroz, y no matarlos desde aviones equipados
con misiles.
Somalia era sólo uno de los muchos casos ilustrativos acerca de la inoperancia
de las fuerzas de paz. En Kampuchea, aunque las tropas de la ONU lograron
la realización de elecciones no consiguieron el desarme de las guerrillas
del khmer rojo. Y en la ex Yugoslavia, que quizá es el ejemplo más pavoroso
de su ineficacia, los cascos azules eran poco menos que espectadores pasivos
del genocidio que en nombre de la "limpieza étnica" se ejecutaba día tras
día contra la población civil musulmana de Bosnia-Herzegovina.
Estas realidades, si bien golpearon las buenas conciencias desprevenidas
de la época, no eran ninguna novedad. De 1945 a 1992 se registraron en diversas
regiones del mundo alrededor de cien conflictos en los que participó –precisamente
para evitarlos– la ONU. Se calcula que en total perdieron la vida aproximadamente
20 millones de personas, sin que el organismo pudiera hacer nada. La cantidad
equivale a la mitad de muertos durante la Segunda Guerra Mundial.
El gasto en operaciones pacificadoras en 1990 había sido de 400 millones
de dólares. Tres años más tarde era de tres mil millones. Por eso era muy
difícil comprender el comentario de Boutros Ghali al final de su informe
en Viena: "Soy consciente del costo cada vez mayor de las actividades de
mantenimiento de la paz y de la carga que entraña para los países miembros,
aunque estoy convencido de que esas operaciones rinden muy buenos resultados
en relación a su costo".
La pregunta que surge inevitablemente es: ¿cuáles resultados?
Porque parecía que existían dos medidas distintas para actuar. Una, que
podía definirse como la diplomacia de "los pies de plomo", se aplicaba en
el caso de Bosnia-Herzegovina. Otra, que podía denominarse la política de
"los huevos rotos", era la que se ejecutó en Irak y Somalia. Y ninguna de
las dos respondía a propósitos eficaces de paz.
"Sufrimiento para todos los hombres..."
Según la mitología griega, Atenea, la diosa de la sabiduría, dotó a Pandora
de todas las gracias y todos los talentos. Zeus le regaló una caja en la
que estaban guardados todos los bienes y los males de la humanidad, y la
envió a la Tierra junto con Epimeteo, el primer hombre. Curioso, Epimeteo
abrió la caja y el contenido se esparció por todo el mundo. Cuando Pandora
la cerró, sólo había quedado la Esperanza.
Con el final de la guerra fría y la caída de la Unión Soviética, se abrió
una pavorosa caja de Pandora en el planeta, cuyo contenido disperso puso
en jaque a las potencias occidentales y ex comunistas: guerras regionales,
separatismos, odios étnicos, xenofobias, fundamentalismos religiosos, ultranacionalismos
y resabios terroristas, a los que se suman flagelos en aumento como el poder
de las mafias, el tráfico de drogas y la venta clandestina de armas al mejor
postor.
A mediados de 1993, el novelista inglés John Le Carré dictó una conferencia
en Estados Unidos acerca de un mundo que se vino abajo y otro que emergió,
y que no es necesariamente mejor. El autor de numerosos best sellers de
espionaje, dijo:
La guerra fría ha terminado, pero no recuerdo haber visto a nadie en las
calles cantando o echando a vuelo las campanas. ¿Estamos muy cansados de
cantar? ¿O demasiado deslumbrados por nuestra suerte? ¿O muy consternados
por el caos que enfrentamos?
Hace algunos años, cuando un país lejano era amenazado por el comunismo,
corríamos en su ayuda. Su problema era nuestro problema. Hicimos héroes
a títeres dictadores que no nos hubiéramos atrevido a convidar a entrar
a nuestro jardín.
Ahora, cuando un país no tan lejano se debate en una guerra civil y una
de sus minorías étnicas es torturada, violada y asesinada ante nuestros
ojos, nuestros políticos nos dicen que no nos volvamos emocionales. ¿Qué
es un poco de limpieza étnica entre viejos enemigos?
Estados Unidos no sólo es el árbitro del mundo sino, después de la guerra
fría, su salvador. Y lo que vemos en el sombrío mundo de ahora es más caos
que paz.
"No nos volvamos emocionales...". Ya lo había dicho el ex embajador George
Kennan en 1948: "Deberíamos dejar de hablar de objetivos vagos e irrealizables,
como derechos humanos, ascenso del nivel de vida y democratización. Cuanto
menos nos permitamos ser obstaculizados por consignas idealistas, tanto
mejor".
En este sombrío mundo de fin de siglo parece que, lamentablemente, no hay
lugar para la esperanza. Dicen que a consecuencia de la curiosidad de Epimeteo
surgió la filosofía. De ese "querer saber" nació la conciencia que impulsó
a los humanos a una indefinida búsqueda de conocimiento, con el fin de superar
la incertidumbre de la existencia. Pero la esperanza continúa guardada en
el fondo de su caja, custodiada por Pandora. "Pan", además del alimento
de harina de trigo, quiere decir "todos". Cuando los moradores del Olimpo
le eligieron ese nombre también la dotaron del don de la represalia: "Sufrimiento
para todos los hombres, comedores de pan...".
© Roberto Bardini bambupress@iespana.es
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