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![](graph/linegoth.gif)
![](images/julio_cortazar2.jpg) Casa
tomada
Nos gustaba la casa porque
aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas
sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales)
guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo
paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo
que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas
sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos
a las siete, y a eso de las once yo le daba a Irene las
últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos
a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer
fuera de unos pocos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar
pensando en la casa profunda y silenciosa y como nos bastábamos
para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era
ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes
sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes de
que llegáramos a comprometernos. Entrábamos en los cuarenta
años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y
silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura
de la genealogía asentada por los bisabuelos en nuestra
casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos
se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse
con el terreno y los ladrillos; o mejor nosotros mismos
la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado
tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte
de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo
en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto,
yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa
labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era
así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno,
medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces
tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque
algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el
montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma
de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle
lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores
y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas
para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente
si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no
llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que
me interesa hablar de la casa y de Irene, porque yo
no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho
Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero
cuando un pullover está terminado no se puede repetir
sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de
la cómoda de alcanfor llenos de pañoletas blancas, verdes,
lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería;
no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer
con ellas.
No necesitábamos ganarlos la vida, todos los meses llegaba
la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a
Irene sólo la entretenía el tejido, mostraba una destreza
maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las
manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo
y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban
constantemente los ovillos. Era hermoso.
Julio Cortázar - Casa
tomada. Producción Agencia Radiofónica de Comunicación (Argentina).
Fuente Radioteca.net |
Como no acordarme
de la distribución de la casa. El comedor, una sala
con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes
quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia
Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta
de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había
un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living
central, al cual comunicaban nuestros dormitorios y
el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica,
y la puerta cancel daba al living. De manera que uno
entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living;
tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios,
y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada;
avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de
roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o
bien podía girar a la izquierda justamente antes de
la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba
a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta
advertía uno que la casa era muy grande; si no daba
la impresión de los departamentos que se edifican ahora,
apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en
esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de
la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues
es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos
Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus
habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en
el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en
los mármoles de las consolas y entre los rombos de las
carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero,
vuela y se suspende en el aire, un momento después se
deposita de nuevo en los muebles y en los pianos.
![](ayer/cortazar-1916.jpg)
Julio Cortázar a los dos años en
Suiza, 1916. Foto Archivo General de la Nación |
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple
y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo
en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente
se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui
por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de
roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina
cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca.
El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse
de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación.
También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después,
en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas
hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que
fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el
cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro
lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve
de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
- Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado
la parte del fondo. Dejó caer el tejido y me miró con
sus graves ojos cansados.
- ¿Estás seguro?
Asentí.
- Entonces
- dijo recogiendo las agujas - tendremos que vivir en
este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó
un rato en retomar su labor. Me acuerdo que tejía un
chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco. Los primeros
días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado
en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros
de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en
liv biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par
de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo
sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una
botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia
(pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos
algún cajón de la cómoda y nos mirábamos con tristeza.-
No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido del
otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ven tajas. La limpieza se simplificó
tanto que aún levantándonos tardísimo, a las nueve y
media por ejemplodiv no daban las once y ya estábamos
de brazos cruzados.
Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme
a preparar el almuerzo. Lo pensábamos bien, y se decidió
esto: mientras yo preparaba el almuerzo Irene cocinaría
platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque
siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios
al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba
con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes
de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para
tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros,
pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la
colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para
matar al tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en
sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de
Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos
un cuadradillo de papel para que viese algún sello de
Eupen y Malmédy. Estábamos bien y poco a poco empezábamos
a no pensar. Se puede vivir sin pensar. (Cuando Irene
soñaba en alta voz yo me desvelaba enseguida. Nunca
pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz
que viene de los sueños y no de la garganta.
Irene me decía que mis sueños consistían en grandes
sacudones que a veces hacían caer al cobertor. Nuestros
dormitorios tenían al living de por medio, pero de noche
se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar,
toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave
del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
A
parte de eso estaba callado en la casa. De día eran
los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas
de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico.
La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza.
En la cocina y en el baño, que quedaban tocando la parte
tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene
cantaba canciones de cuna. En una cocina hay mucho ruido
de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en
ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio,
pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living,
entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta
pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo
que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba
a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De
noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene
que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua.
Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido
en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño
porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene
le llamó la atención mi brusca manera de detenerme,
y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando
los ruidos, notando claramente que eran de este lado
de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en
el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado
nuestro.
No nos mirábamos siquiera. Apreté el brazo de Irene
y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin
volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuertes
pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un
golpe la cancelé y nos quedamos en el zaguán. Ahora
no se oía nada.
- Han tomado esta parte - dijo Irene. El tejido le colgaba
de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se
perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado
del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? - le pregunté
inútilmente.
- No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil
pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once
de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene
(yo creo que ella estaba llorando) y salimos a la calle.
Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta
de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese
que algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera
en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
![](graph/Cortazar_habano.jpg) Las
puertas del cielo
A las ocho vino José
María con la noticia, casi sin rodeos me dijo que Celina
acababa de morir. Me acuerdo que reparé instantáneamente
en la frase, Celina acabando de morirse, un poco como
si ella misma hubiera decidido el momento en que eso
debía concluir. Era casi de noche y a José María le
temblaban los labios al decírmelo.
-Mauro lo ha tomado tan mal, lo dejé como loco. Mejor
vamos.
Yo tenía que terminar unas notas, aparte de que le había
prometido a una amiga llevarla a comer. Pegué un par
de telefoneadas y salí con José María a buscar un taxi.
Mauro y Celina vivían por Cánning y Santa Fe, de manera
que le pusimos diez minutos desde casa. Ya al acercarnos
vimos gente que se paraba en el zaguán con un aire culpable
y cortado; en el camino supe que Celina había empezado
a vomitar sangre a las seis, que Mauro trajo al médico
y que su madre estaba con ellos. Parece que el médico
empezaba a escribir una larga receta cuando Celina abrió
los ojos y se acabó de morir con una especie de tos,
más bien un silbido.
-Yo lo sujeté a Mauro, el doctor tuvo que salir porque
Mauro se le quería tirar encima. Usté sabe cómo es él
cuando se cabrea.
Yo pensaba en Celina, en la última cara de Celina que
nos esperaba en la casa. Casi no escuché los gritos
de las viejas y el revuelo en el patio, pero en cambio
me acuerdo que el taxi costaba dos sesenta y que el
chófer tenía una gorra de lustrina. Vi a dos o tres
amigos de la barra de Mauro, que leían La Razón en la
puerta; una nena de vestido azul tenía en brazos al
gato barcino y le atusaba minuciosa los bigotes. Más
adentro empezaban los clamoreos y el olor a encierro.
-Andá velo a Mauro -le dije a José María-. Ya sabes
que conviene darle bastante alpiste.
En la cocina andaban ya con el mate. El velorio se organizaba
solo, por sí mismo: las caras, las bebidas, el calor.
Ahora que Celina acababa de morir, increíble cómo la
gente de un barrio larga todo (hasta las audiciones
de preguntas y respuestas) para constituirse en el lugar
del hecho. Una bombilla rezongó fuerte cuando pasé al
lado de la cocina y me asomé a la pieza mortuoria. Misia
Manita y otra mujer me miraron desde el oscuro fondo,
donde la cama parecía estar flotando en una jalea de
membrillo. Me di cuenta por su aire superior que acababan
de lavar y amortajar a Celina; hasta se olía débilmente
a vinagre.
-Pobrecita la finadita -dijo Misia Martita-. Pase, doctor,
pase a verla. Parece como dormida.
Aguantando las ganas de putearla me metí en el caldo
caliente de la pieza. Hacía rato que estaba mirando
a Celina sin verla y ahora me dejé ir a ella, al pelo
negro y lacio naciendo de una frente baja que brillaba
como nácar de guitarra, al plato playo blanquísimo de
su cara sin remedio. Me di cuenta de que no tenía nada
que hacer ahí, que esa pieza era ahora de las mujeres,
de las plañideras llegando en la noche. Ni siquiera
Mauro podría entrar en paz a sentarse al lado de Celina,
ni siquiera Celina estaba ahí esperando, esa cosa blanca
y negra se volcaba del lado de las lloronas, las favorecía
con su tema inmóvil repitiéndose. Mejor Mauro, ir a
buscar a Mauro que seguía del lado nuestro.
De la pieza al comedor había sordos centinelas fumando
en el pasillo sin luz. Peña, el loco Bazán, los dos
hermanos menores de Mauro y un viejo indefinible me
saludaron con respeto.
-Gracias por venir, doctor -me dijo uno-. Usté siempre
tan amigo del pobre Mauro.
-Los amigos se ven en estos trances -dijo el viejo,
dándome una mano que me pareció una sardina viva.
Todo esto ocurría, pero yo estaba otra vez con Celina
y Mauro en el Luna Park, bailando en el Carnaval del
cuarenta y dos, Celina de celeste que le iba tan mal
con su tipo achinado, Mauro de palm-beach y yo con seis
whiskies y una mamúa padre. Me gustaba salir con Mauro
y Celina para asistir de costado a su dura y caliente
felicidad. Cuanto más me reprochaban estas amistades,
más me arrimaba a ellos (a mis días, a mis horas) para
presenciar su existencia de la que ellos mismos no sabían
nada.
Me arranqué del baile,
un quejido venía de la pieza trepando por las puertas.
-Esa debe ser la madre -dijo el loco Bazán, casi satisfecho.
«Silogística perfecta del humilde», pensé. «Celina muerta,
llega madre, chillido madre.» Me daba asco pensar así,
una vez más estar pensando todo lo que a los otros les
bastaba sentir. Mauro y Celina no habían sido mis cobayos,
no. Los quería, cuánto los sigo queriendo. Solamente
que nunca pude entrar en su simpleza, solamente que
me veía forzado a alimentarme por reflejo de su sangre;
yo soy el doctor Hardoy, un abogado que no se conforma
con el Buenos Aires forense o musical o hípico, y avanza
todo lo que puede por otros zaguanes. Ya sé que detrás
de eso está la curiosidad, las notas que llenan poco
a poco mi fichero. Pero Celina y Mauro no, Celina y
Mauro no.
-Quién iba a decir esto -le oí a Peña-. Así tan rápido...
-Bueno, vos sabés que estaba muy mal del pulmón. -Sí,
pero lo mismo...
Se defendían de la tierra abierta. Muy mal del pulmón,
pero así y todo... Celina tampoco debió esperar su muerte,
para ella y Mauro la tuberculosis era «debilidad». Otra
vez la vi girando entusiasta en brazos de Mauro, la
orquesta de Canaro ahí arriba y un olor a polvo barato.
Después bailó conmigo una machicha, la pista era un
horror de gente y calina. «Qué bien baila, Marcelo»,
como extrañada de que un abogado fuera capaz de seguir
una machicha. Ni ella ni Mauro me tutearon nunca, yo
le hablaba de vos a Mauro pero a Celina le devolvía
el tratamiento. A Celina le costó dejar el «doctor»,
tal vez la enorgullecía darme el título delante de otros,
mi amigo el doctor. Yo le pedí a Mauro que se lo dijera,
entonces empezó el «Marcelo». Así ellos se acercaron
un poco a mí pero yo estaba tan lejos como antes. Ni
yendo juntos a los bailes populares, al box, hasta al
fútbol (Mauro jugó años atrás en Ra-cing) o mateando
hasta tarde en la cocina. Cuando acabó el pleito y le
hice ganar cinco mil pesos a Mauro, Celina fue la primera
en pedirme que no me alejara, que fuese a verlos. Ya
no estaba bien, su voz siempre un poco ronca era cada
vez más débil. Tosía por la noche, Mauro le compraba
Neurofosfato Escay lo que era una idiotez, y también
Hierro Quina Bisleri, cosas que se leen en las revistas
y se les toma confianza.
Íbamos juntos a los bailes, y yo los miraba vivir.
-Es bueno que lo hable a Mauro -dijo José María que
brotaba de golpe a mi lado-. Le va a hacer bien.
Fui, pero estuve todo el tiempo pensando en Celina.
Era feo reconocerlo, en realidad lo que hacía era reunir
y ordenar mis fichas sobre Celina, no escritas nunca
pero bien a mano. Mauro lloraba a cara descubierta como
todo animal sano y de este mundo, sin la menor vergüenza.
Me tomaba las manos y me las humedecía con su sudor
febril. Cuando José María lo forzaba a beber una ginebra,
la tragaba entre dos sollozos con un ruido raro. Y las
frases, ese barboteo de estupideces con toda su vida
dentro, la oscura conciencia de la cosa irreparable
que le había sucedido a Celina pero que sólo él acusaba
y resentía. El gran narcisismo por fin excusado y en
libertad para dar el espectáculo. Tuve asco de Mauro
pero mucho más de mí mismo, y me puse a beber coñac
barato que me abrasaba laboca sin placer. Ya el velorio
funcionaba a todo tren, de Mauro abajo estaban todos
perfectos, hasta la noche ayu-daba caliente y pareja,
linda para estarse en el patio y hablar de la finadita,
para dejar venir el alba sacándole a Celina los trapos
al sereno.
Esto fue un lunes, después tuve que ir a Rosario por
un congreso de abogados donde no se hizo otra cosa que
aplaudirse unos a otros y beber como locos, y volví
a fin de semana. En el tren viajaban dos bailarinas
del Moulin Rouge y reconocí a la más joven, que se hizo
la zonza. Toda esa mañana había estado pensando en Celina,
no que me importara tanto la muerte de Celina sino más
bien la suspensión de un orden, de un hábito necesario.
Cuando vi a las muchachas pensé en la carrera de Celina
y el gesto de Mauro al sacarla de la milonga del griego
Kasidis y llevársela con él. Se precisaba coraje para
esperar alguna cosa de esa mujer, y fue en esa época
que lo conocí, cuando vino a consultarme sobre el pleito
de su vieja por unos terrenos en Sana-gasta. Celina
lo acompañó la segunda vez, todavía con un maquillaje
casi profesional, moviéndose a bordadas anchas pero
apretada a su brazo. No me costó medirlos, saborear
la sencillez agresiva de Mauro y su esfuerzo inconfesado
por incorporarse del todo a Celina. Cuando los empecé
a tratar me pareció que lo había conseguido, al menos
por fuera y en la conducta cotidiana. Después medí mejor,
Celina se le escapaba un poco por la vía de los caprichos,
su ansiedad de bailes populares, sus largos entresueños
al lado de la radio, con un remiendo o un tejido en
las manos. Cuando la oí cantar, una noche de Nebiolo
y Racing cuatro a uno, supe que todavía estaba con Kasidis,
lejos de una casa estable y de Mauro puestero del Abasto.
Por conocerla mejor alenté sus deseos baratos, fuimos
los tres a tanto sitio de altoparlantes cegadores, de
pizza hirviendo y papeli-tos con grasa por el piso.
Pero Mauro prefería el patio, las horas de charla con
vecinos y el mate. Aceptaba de a poco, se sometía sin
ceder. Entonces Celina fingía conformarse, tal vez ya
estaba conformándose con salir menos y ser de su casa.
Era yo el que le conseguía a Mauro para ir a los bailes,
y sé que me lo agradeció desde un principio. Ellos se
querían, y el contento de Celina alcanzaba para los
dos, a veces para los tres.
Me pareció bien pegarme un baño, telefonear a Nilda
que la iría a buscar el domingo de paso al hipódromo,
y verlo en seguida a Mauro. Estaba en el patio, fumando
entre largos mates. Me enternecieron los dos o tres
agujeritos de su camiseta, y le di una palmada en el
hombro al saludarlo. Tenía la misma cara de la última
vez, al lado de la fosa, al tirar el puñado de tierra
y echarse atrás como encandilado. Pero le encontré un
brillo claro en los ojos, la mano dura al apretar.
-Gracias por venir a verme. El tiempo es largo, Marcelo.
-Tenes que ir al Abasto, o te reemplaza alguien?
-Puse a mi hermano el renguito. No tengo ánimo de ir,
y eso que el día se me hace eterno.
-Claro, precisás distraerte. Vestíte y damos una vuelta
por Palermo.
-Vamos, lo mismo da.
Se puso un traje azul y pañuelo bordado, lo vi echarse
perfume de un frasco que había sido de Celina. Me gustaba
su forma de requintarse el sombrero, con el ala levantada,
y su paso liviano y silencioso, bien compadre. Me resigné
a escuchar -«los amigos se ven en estos trances»- -y
a la segunda botella de Quilmes Cristal se me vino con
todo lo que tenía. Estábamos en una mesa del fondo del
café, casi a solas; yo lo dejaba hablar pero de cuando
en cuando le servía cerveza. Casi no me acuerdo de todo
lo que dijo, creo que en realidad era siempre lo mismo.
Me ha quedado una frase: «La tengo aquí», y el gesto
al clavarse el índice en el medio del pecho como si
mostrara un dolor o una medalla.
Julio Cortázar - Presentación Torito. Producción Agencia Radiofónica
de Comunicación (Argentina). Fuente Radioteca.net |
Julio Cortázar -
Torito. Producción Agencia Radiofónica de Comunicación (Argentina).
Fuente Radioteca.net |
-Quiero olvidar -decía
también-. Cualquier cosa, emborracharme, ir a la milonga,
tirarme cualquier hembra. Usté me comprende, Marcelo,...
-El índice subía, enigmático, se plegaba de golpe como
un cortaplumas. A esa altura ya estaba dispuesto a aceptar
cualquier cosa, y cuando yo mencioné el Santa Fe Palace
como de pasada, él dio por hecho que íbamos al baile
y fue el primero en levantarse y mirar la hora. Caminamos
sin hablar, muertos de calor, y todo el tiempo yo sospechaba
un recuento por parte de Mauro, su repetida sorpresa
al no sentir contra su brazo la caliente alegría de
Celina camino del baile.
-Nunca la llevé a ese Palace -me dijo de repente-. Yo
estuve antes de conocerla, era una milonga muy rea.
¿Usté la frecuenta?
En mis fichas tengo una buena descripción del Santa
Fe Palace, que no se llama Santa Fe ni está en esa calle,
aunque sí a un costado. Lástima que nada de eso pueda
ser realmente descrito, ni la fachada modesta con sus
carteles promisores y la turbia taquilla, menos todavía
los junadores que hacen tiempo en la entrada y lo calan
a uno de arriba abajo. Lo que sigue es peor, no que
sea malo porque ahí nada es ninguna cosa precisa; justamente
el caos, la confusión resolviéndose en un falso orden:
el infierno y sus círculos. Un infierno de parque japonés
a dos cincuenta la entrada y damas cero cincuenta. Compartimentos
mal aislados, especie de patios cubiertos sucesivos
donde en el primero una típica, en el segundo una característica,
en el tercero una norteña con cantores y malambo. Puestos
en un pasaje intermedio (yo Virgilio) oíamos las tres
músicas y veíamos los tres círculos bailando; entonces
se elegía el preferido, o se iba de baile en baile,
de ginebra en ginebra, buscando mesitas y mujeres.
-No está mal -dijo Mauro con su aire tristón-. Lástima
el calor. Debían poner estractores.
(Para una ficha: estudiar, siguiendo a Ortega, los contactos
del hombre del pueblo y la técnica. Ahí donde se creería
un choque hay en cambio asimilación violenta y aprovechamiento;
Mauro hablaba de refrigeración o de superheterodinos
con la suficiencia porteña que cree que todo le es debido.)
Yo lo agarré del brazo y lo puse en camino de una mesa
porque él seguía distraído y miraba el palco de la típica,
al cantor que tenía con las dos manos el micrófono y
lo zarandeaba despacito. Nos acodamos contentos delante
de dos cañas secas y Mauro se bebió la suya de un solo
viaje.
-Esto asienta la cerveza. Puta que está concurrida la
milonga.
Llamó pidiendo otra, y me dio calce para desentenderme
y mirar. La mesa estaba pegada a la pista, del otro
lado había sillas contra una larga pared y un montón
de mujeres se renovaba con ese aire ausente de las milongueras
cuando trabajan o se divierten. No se hablaba mucho,
oíamos muy bien la típica, rebasada de fuelles y tocando
con ganas. El cantor insistía en la nostalgia, milagrosa
su manera de dar dramatismo a un compás más bien rápido
y sin alce. Las trenzas de mi china las traigo en la
maleta... Se prendía al micrófono como a los barrotes
de un vomitorio, con una especie de lujuria cansada,
de necesidad orgánica. Por momentos metía los labios
contra la rejilla cromada, y de los parlantes salía
una voz pegajosa -«yo soy un hombre honrado...»-; pensé
que sería negocio una muñeca de goma y el micrófono
escondido dentro, así el cantor podría tenerla en brazos
y calentarse a gusto al cantarle. Pero no serviría para
los tangos, mejor el bastón cromado con la pequeña calavera
brillante en lo alto, la sonrisa tetánica de la rejilla.
Me parece bueno decir aquí que yo iba a esa milonga
por los monstruos, y que no sé de otra donde se den
tantos juntos. Asoman con las once de la noche, bajan
de regiones vagas de la ciudad, pausados y seguros de
uno o de a dos, las mujeres casi enanas y achinadas,
los tipos como javaneses o mocovíes, apretados en trajes
a cuadros o negros, el pelo duro peinado con fatiga,
brillantina en gotitas contra los reflejos azules y
rosa, las mujeres con enormes peinados altos que las
hacen más enanas, peinados duros y difíciles de los
que les queda el cansancio y el orgullo. A ellos les
da ahora por el pelo suelto y alto en el medio, jopos
enormes y amaricados sin nada que ver con la cara brutal
más abajo, el gesto de agresión disponible y esperando
su hora, los torsos eficaces sobre finas cinturas. Se
reconocen y se admiran en silencio sin darlo a entender,
es su baile y su encuentro, la noche de color. (Para
una ficha: de dónde salen, qué profesiones los disimulan
de día, qué oscuras servidumbres los aíslan y disfrazan.)
Van a eso, los monstruos se enlazan con grave acatamiento,
pieza tras pieza giran despaciosos sin hablar, muchos
con los ojos cerrados gozando al fin la paridad, la
completación. Se recobran en los intervalos, en las
mesas son jactanciosos y las mujeres hablan chillando
para que las miren, entonces los machos se ponen más
torvos y yo he visto volar un sopapo y darle vuelta
la cara y la mitad del peinado a una china bizca vestida
de blanco que bebía anís. Además está el olor, no se
concibe a los monstruos sin ese olor a talco mojado
contra la piel, a fruta pasada, uno sospecha los lavajes
presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos,
después lo importante, lociones, rimmel, el polvo en
la cara de todas ellas, una costra blancuzca y detrás
las placas pardas trasluciendo. También se oxigenan,
las negras levantan mazorcas rígidas sobre la tierra
espesa de la cara, hasta se estudian gestos de rubia,
vestidos verdes, se convencen de su transformación y
desdeñan condescendientes a las otras que defienden
su color. Mirando de reojo a Mauro yo estudiaba la diferencia
entre su cara de rasgos italianos, la cara del porteño
orillero sin mezcla negra ni provinciana, y me acordé
de repente de Celina más próxima a los monstruos, mucho
más cerca de ellos que Mauro y yo. Creo que Kasidis
la había elegido para complacer a la par- . te achinada
de su clientela, los pocos que entonces se animaban
a su cabaré. Nunca había estado en lo de Kasidis en
tiempos de Celina, pero después bajé una noche (para
reconocer el sitio donde ella trabajaba antes que Mauro
la sacara) y no vi más que blancas, rubias o morochas
pero blancas.
-Me dan ganas de bailarme un tango -dijo Mauro quejoso.
Ya estaba un poco bebido al entrar en la cuarta caña.
Yo pensaba en Celina, tan en su casa aquí, justamente
aquí donde Mauro no la había traído nunca. Anita Lozano
recibía ahora los aplausos cerrados del público al saludar
desde el palco, yo la había oído cantar en el Novelty
cuando se cotizaba alto, ahora estaba vieja y flaca
pero conservaba toda la voz para los tangos. Mejor todavía,
porque su estilo era canalla, necesitado de una voz
un poco ronca y sucia para esas letras llenas de diatriba.
Celina tenía esa voz cuando había bebido, de pronto
me di cuenta cómo el Santa Fe era Celina, la presencia
casi insoportable de Celina.
Irse con Mauro había sido un error. Lo aguantó porque
lo quería y él la sacaba de la mugre de Kasidis, la
promiscuidad y los vasitos de agua azucarada entre los
primeros rodillazos y el aliento pesado de los clientes
contra su cara, pero si no hubiera tenido que trabajar
en las milongas a Celina le hubiera gustado quedarse.
Se le veía en las caderas y en la boca, estaba armada
para el tango, nacida de arriba abajo para la farra.
Por eso era necesario que Mauro la llevara a los bailes,
yo la había visto transfigurarse al entrar, con las
primeras bocanadas de aire caliente y fuelles. A esta
hora, metido sin vuelta en el Santa Fe, medí la grandeza
de Celina, su coraje de pagarle a Mauro con unos años
de cocina y mate dulce en el patio. Había renunciado
a su cielo de milonga, a su caliente vocación de anís
y valses criollos. Como condenándose a sabiendas, por
Mauro y la vida de Mauro, forzando apenas su mundo para
que él la sacara a veces a una fiesta.
Ya Mauro andaba prendido con una negrita más alta que
las otras, de talle fino como pocas y nada fea. Me hizo
reír su instintiva pero a la vez meditada selección,
la sirvientita era la menos igual a los monstruos; entonces
me volvió la idea de que Celina había sido en cierto
modo un monstruo como ellos, sólo que afuera y de día
no se notaba como aquí. Me pregunté si Mauro lo habría
advertido,temí un poco su reproche por traerlo a un
sitio donde el recuerdo crecía de cada cosa como pelos
en un brazo. Esta vez no hubo aplausos, y él se acercó
con la muchacha que parecía súbitamente entontecida
y como boqueando fuera de su tango.
-Le presento a un amigo.
Nos dijimos los «encantados» porteños y ahí nomás le
dimos de beber. Me alegraba verlo a Mauro entrando en
la noche y hasta cambié unas frases con la mujer que
se llamaba Emma, un nombre que no les va bien a las
flacas. Mauro parecía bastante embalado y hablaba de
orquestas con la frase breve y sentenciosa que le admiro.
Emma se iba en nombres de cantores, en recuerdos de
Villa Crespo y El Talar. Para entonces Anita Lozano
anunció un tango viejo y hubo gritos y aplausos entre
los mostruos, los tapes sobre todo que la favorecían
sin distingos. Mauro no estaba tan curado como para
olvidarse del todo, cuando la orquesta se abrió paso
con un culebreo de los bandoneones me miró de golpe,
tenso y rígido, como acordándose. Yo me vi también en
Racing, Mauro y Celina prendidos fuerte en ese tango
que ella canturreó después toda la noche y en el taxi
de vuelta.
-¿Lo bailamos? -dijo Emma, tragando su granadina con
ruido.
Mauro ni la miraba. Me parece que fue en ese momento
que los dos nos alcanzamos en lo más hondo. Ahora (ahora
que escribo) no veo otra imagen que una de mis veinte
años en Sportivo Barracas, tirarme a la pileta y encontrar
otro nadador en el fondo, tocar el fondo a la vez y
entrevemos en el agua verde y acre. Mauro echó atrás
la silla y se sostuvo con un codo en la mesa. Miraba
igual que yo la pista, y Emma quedó perdida y humillada
entre los dos, pero lo disimulaba comiendo papas fritas.
Ahora Anita se ponía a cantar quebrado, las parejas
bailaban casi sin salir de su sitio y se veía que escuchaban
la letra con deseo y desdicha y todo el negado placer
de la farra. Las caras buscaban el palco y aun girando
se las veía seguir a Anita inclinada y confidente en
el micrófono. Algunos movían la boca repitiendo las
palabras, otros sonreían estúpidamente como desde atrás
de sí mismos, y cuando ella cerró su tanto, tanto como
fuiste mío, y hoy te busco y no te encuentro, a la entrada
en tutti de los fuelles respondió la renovada violencia
del baile, las corridas laterales y los ochos entreverados
en el medio de la pista. Muchos sudaban, una china que
me hubiera llegado raspando al segundo botón del saco
pasó contra la mesa y le vi el agua saliéndole de la
raíz del pelo y corriendo por la nuca donde la grasa
le hacía una canaleta más blanca. Había humo entrando
del salón contiguo donde comían parrilladas y bailaban
rancheras, el asado y los cigarrillos ponían una nube
baja que deformaba las caras y las pinturas baratas
de la pared de enfrente. Creo que yo ayudaba desde adentro
con mis cuatro cañas, y Mauro se tenía el mentón con
el revés de la mano, mirando fijo hacia adelante. No
nos llamó la atención que el tango siguiera y siguiera
allá arriba, una o dos veces vi a Mauro echar una ojeada
al palco donde Anita hacía como que manejaba una batuta,
pero después volvió a clavar los ojos en las parejas.
No sé cómo decirlo, me parece que yo seguía su mirada
y a la vez le mostraba el camino; sin vernos sabíamos
(a mí me parece que Mauro sabía) la coincidencia de
ese mirar, caíamos sobre las mismas parejas, los mismos
pelos y pantalones. Yo oí que Emma decía algo, una excusa,
y el espacio de mesa entre Mauro y yo quedó más claro,
aunque no nos mirábamos. Sobre la pista parecía haber
descendido un momento de inmensa felicidad, respiré
hondo como asociándome y creo haber oído que Mauro hizo
lo mismo. El humo era tan espeso que las caras se borroneaban
más allá del centro de la pista, de modo que la zona
de las sillas para las que planchaban no se veía entre
los cuerpos interpuestos y la neblina. Tanto como fuiste
mío, curiosa la crepitación que le daba el parlante
a la voz de Anita, otra vez los bailarines se inmovilizaban
(siempre moviéndose) y Celina que estaba sobre la derecha,
saliendo del humo y girando obediente a la presión de
su compañero, quedó un momento de perfil a mí, después
de espaldas, el otro perfil, y alzó la cara para oír
la música. Yo digó: Celina; pero entonces fue más bien
saber sin comprender, Celina ahí sin estar, claro, cómo
comprender eso en el momento. La mesa tembló de golpe,
yo sabía que era el brazo de Mauro que temblaba, o el
mío, pero no teníamos miedo, eso estaba más cerca del
espanto y la alegría y el estómago. En realidad era
estúpido, un sentimiento de cosa aparte que no nos dejaba
salir, recobrarnos. Celina seguía siempre ahí, sin vernos,
bebiendo el tango con toda la cara que una luz amarilla
de humo desdecía y alteraba. Cualquiera de las negras
podría haberse parecido más a Celina que ella en ese
momento, la felicidad la transformaba de un modo atroz,
yo no hubiese podido tolerar a Celina como la veía en
ese momento y ese tango. Me quedó inteligencia para
medir la devastación de su felicidad, su cara arrobada
y estúpida en el paraíso al fin logrado; así pudo ser
ella en lo de Kasidis de no existir el trabajo y los
clientes. Nada la ataba ahora en su cielo sólo de ella,
se daba con toda la piel a la dicha y entraba otra vez
en el orden donde Mauro no podía seguirla. Era su duro
cielo conquistado, su tango vuelto a tocar para ella
sola y sus iguales, hasta el aplauso de vidrios rotos
que cerró el refrán de Anita, Celina de espaldas, Celina
de perfil, otras parejas contra ella y el humo.
No quise mirar a Mauro, ahora yo me rehacía y mi notorio
cinismo apilaba comportamientos a todo vapor. Todo dependía
de cómo entrara él en la cosa, de manera que me quedé
como estaba, estudiando la pista que se vaciaba poco
a poco.
-¿Vos te fijaste? -dijo Mauro.
-Sí.
-¿Vos te fijaste cómo se parecía?
No le contesté, el alivio pesaba más que la lástima.
Estaba de este lado, el pobre estaba de este lado y
no alcanzaba ya a creer lo que habíamos sabido juntos.
Lo vi levantarse y caminar por la pista con paso de
borracho, buscando a la mujer que se parecía a Celina.
Yo me estuve quieto, fumándome un rubio sin apuro, mirándolo
ir y venir sabiendo que perdía su tiempo, que volvería
agobiado y sediento sin haber encontrado las puertas
del cielo entre ese humo y esa gente.
![](graph/linegoth.gif)
![](graph/cortazar.jpg) Gardel
Julio Cortázar, 1953
Hasta hace unos días, el único recuerdo argentino que
podía traerme mi ventana sobre la rue de Gentilly era
el paso de algún gorrión idéntico a los nuestros, tan
alegres, despreocupado y haragán como los que se bañan
en nuestras fuentes o bullen en el polvo de las plazas.
Ahora unos amigos me han dejado una victrola y unos
discos de Gardel. En seguida se comprende que a Gardel
hay que escucharlo en la victrola, con toda la distorsión,
y la pérdida imaginable; su voz sale de ella como la
conoció el pueblo que no podía escucharlo en persona,
como salía de zaguanes y de salas en el año veinticuatro
o veinticinco. Gardel-Razzano, entonces: La Cordobesa,
El sapo y la comadreja, De mi tierra. Y también su voz
sola, alta y llena de quiebros, con las guitarras metálicas
crepitando en el fondo de las bocinas verde y rosa:
Mi noche triste, La copa del olvido, El taita del arrabal.
Para escucharlo hasta parece necesario el ritual previo,
darle cuerda a la victrola , ajustar la púa. El Gardel
de los pickups eléctricos coincide con su gloria, con
el cine, con una fama que le exigió renunciamientos
y traiciones. Es más, atrás, en los patios a la hora
del mate, en las noches de verano, en las radios a galena
o con las primeras lamparitas, que él está en su verdad,
cantando los tangos que lo resumen y lo fijan en las
memorias. Los jóvenes prefieren al Gardel de El día
que me quieras, la hermosa voz sostenida por una orquesta
que lo incita a engolarse y a volverse lírico. Los que
crecimos en la amistad de los primeros discos sabemos
cuánto se perdió de Flor de fango a Mis Buenos Aires
querido, de Mi noche triste a Sus ojos se cerraron.
Un vuelco de nuestra historia moral se refleja en ese
cambio como en tantos otros cambios. El Gardel de los
años veinte contiene y expresa al porteño encerrado
en su pequeño mundo satisfactorio: la pena, la traición,
la miseria, no son todavía las armas con que atacarán,
a partir de la otra década, el porteño y el provinciano
resentidos y frustrados. Una última y precaria pureza
preserva aún del derretimiento de los boleros y el radioteatro.
Gardel no causa, viviendo, la historia que ya se hizo
palpable con su muerte. Crea cariño y admiración, como
Legui o Justo Suárez; da y recibe amistad, sin ninguna
de las turbias razones eróticas que sostienen el renombre
de los cantores tropicales que nos visitan, o la mera
delectación en el mal gusto y la canallería resentida
que explican el triunfo de un tal Alberto Castillo.
Cuando Gardel canta un tango, su estilo expresa el del
pueblo que lo amó. La pena o la cólera ante el abandono
de la mujer son pena y cólera concretas, apuntando a
Juana o a Pepa, y no ese pretexto agresivo total que
es fácil descubrir en la voz del cantante histérico
de este tiempo, tan bien afinado con la histeria de
sus oyentes. La diferencia de tono moral que va de cantar
"¡Lejano Buenos Aires, que linda que has de estar!"
como lo cantaba Gardel, al ululante "¡Adiós, pampa mía!"
de Castillo, da la tónica de ese viraje a que aludo.
No sólo las artes mayores reflejan el proceso de una
sociedad.
Escucho una vez más Mano a mano, que prefiero a cualquier
otro tango y a todas las grabaciones de Gardel. La letra,
implacable en su balance de la vida de una mujer que
es una mujer de la vida, contiene en pocas estrofas
"la suma de los actos" y el vaticinio infalible de la
decadencia final. Inclinado sobre ese destino, que por
un momento convivió, el cantor no expresa cólera ni
despecho. Rechiflao en su tristeza, la evoca y ve que
ha sido en su pobre vida paria sólo una buena mujer.
Hasta el final, a pesar de las apariencias, defenderá
la honradez, esencial de su antigua amiga. Y le deseará
lo mejor, insistiendo en la calificación:
Que el bacán que te acamala tenga pesos duraderos,
que te abrás en las paradas con cafishos milongueros,
y que digan los muchachos: "Es una buena mujer".
Tal vez prefiero este tango porque da la justa medida
de lo que representa Carlos Gardel. Si sus canciones
tocaron todos los registros de la sentimentalidad popular,
desde el encono irremisible hasta la alegría del canto
por el canto, desde la celebración de glorias turfísticas
hasta la glosa del suceso policial, el justo medio en
que se inscribe para siempre su arte es el de este tango
casi contemplativo, de una serenidad que se diría hemos
perdido sin rescate. Si este equilibrio era precario,
y exigía el desbordamiento de baja sensualidad y triste
humor que rezuma hoy de los altoparlantes y los discos
populares, no es menos cierto que cabe a Gardel haber
marcado su momento más hermoso, para muchos de nosotros
definitivo e irrecuperable. En su voz de compadre porteño
se refleja, espejo sonoro, una Argentina que ya no es
fácil evocar.
Quiero irme de esta página con dos anécdotas que creo
bellas y justas. . La primera es a la intención -y ojalá
al escarmiento- de los musicólogos almidonados. En un
restaurante de la rue Montmartre, entre porción y porción
de almejas a la marinera, caí en hablarle a Jane Bathori
de mi cariño por Gardel. Supe entonces que el azar los
había acercado una vez en un viaje aéreo. "¿Y qué le
pareció Gardel?", pregunté. La voz de Bathori -esa voz
por la que en su día pasaron las quintaesencias de Debussy,
Fauré y Ravel- me contestó emocionada: "Il était charmant,
tout á fait charmant. C`était un plaisir de causer avec
lui". Y después, sinceramente: "Et quelle voix".
La otra anécdota se la debo a Alberto Girri, y me parece
resumen perfecto de la admiración de nuestro pueblo
por su cantor. En un cine del barrio sur, donde exhiben
Cuesta abajo, un porteño de pañuelo al cuello espera
el momento de entrar. Un conocido lo interpela desde
la calle: "¿Entrás al biógrafo? ¿Qué dan?" Y el otro,
tranquilo: "Dan una del mudo…"
París, mayo de 1953
![](graph/linegoth.gif)
![](ayer/julio_cortazar.jpg) Bestiario
Entre la última cucharada de arroz con leche -poca canela,
una lástima- y los besos antes de subir a acostarse,
llamó la campanilla en la pieza del teléfono e Isabel
se quedó remoloneando hasta que Inés vino de atender
y dijo algo al oído de su madre. Se miraron entre ellas
y después las dos a Isabel, que pensó en la jaula rota
y las cuentas de dividir y un poco en la rabia de misia
Lucera por tocarle el timbre a la vuelta de la escuela.
No estaba tan inquieta, su madre e Inés miraban como
más allá de ellas, casi tomándola como pretexto ; pero
la miraban.
- A mí, créeme que no me gusta que vaya - dijo Inés.-
No tanto por el tigre, después de todo cuidan bien ese
aspecto. Pero la casa tan triste, y ese chico sólo para
jugar con ella...
- A mí tampoco me gusta - dijo la madre, e Isabel supo
como desde un tobogán que la mandarían a lo de Funes
a pasar el verano. Se tiró en la noticia, en la enorme
ola verde, lo de Funes, lo de Funes, claro que ella
mandaban. No les gustaba ,pero convenía. Bronquios delicados,
Mar del Plata carísma, difícil manejarse con una chica
consentida, boba, conducta regular con lo buen que es
la señorita Tania, sueño inquieto y juguetes por todos
lados, preguntas, botones, rodillas sucias. Sintió miedo,
delicia, olor de sauces y la u de Funes se le mezclaba
con el arroz con leche, tan tarde y a dormir, ya mismo
a la cama.
Acostada, sin luz, llena de besos y miradas tristes
de Inés y su madre, no bien decididas pero ya decididas
del todo a mandarla. Antes vivía la llegada en break,
el primer ayuno, la alegría de Nino cazador de cucarachas,
Nino sapo, Nino pescado un recuerdo de tres años atrás,
Nino mostrándole unas figuritas puestas con engrudo
en un álbum , y diciéndole grave : "Este es un sapo
y éste un pes - ca -do"). Ahora Nino en el parque esperándola
con la red de mariposas, y las manos blandas de Rema
las vio que nacían de la oscuridad, estaba con los ojos
abiertos y en vez de las cara de Nino zás las manos
de Rema, la menor de los Funes. "Tía Rema me quiere
tanto", y los ojos de Nino se hacían grandes y mojados,
otra vez vio a Nino desgajarse flotando en el aire confuso
del dormitorio, mirándola contento. Nino pescado. Se
durmió queriendo que la semana pasara esa misma noche,
y las despedidas, el viaje en tren., la legua en break,
el portón, los eucaliptos del camino de entrada. Antes
de dormirse tuvo un momento de horror cuando pensó que
podía estar soñando.
Estirándose de golpe dio con los pies en los barrotes
de bronce, le dolieron a través de las colchas, y en
el comedor grande se oía hablar a su madre y a Inés,
equipaje, ver al médico por lo de la erupciones, aceite
de bacalao y hamamelis virgínica. No era un sueño, no
era un sueño.
No era un sueño. La llevaron a Constitución una mañana
ventosa, con banderitas en los puestos ambulantes de
la plaza, torta en el Tren Mixto y gran entrada en el
andén. Número catorce. La besaron tanto entre Inés y
su madre que le quedó la cara como caminada, blanda
y oliendo a rouge y polvo rachel de Coty., húmeda alrededor
de la boca, un asco que el viento le sacó de un manotazo.
No tenía miedo de viajar sola porque era una chica grande,
con nada menos que veinte pesos en la cartera, Compañía
Sansinena de Carnes Congeladas metiéndose por la ventanilla
con un olor dulzón, el Riachuelo amarillo e Isabel repuesta
ya del llanto forzado, contenta, muerta de miedo, activa
en el ejercicio pleno de su asiento, su ventanilla,
viajera casi única en un pedazo de coche donde se podía
probar todos los lugares y verse en los espejitos. Pensó
una o dos veces en su madre, en Inés -ya estarían en
el 97, saliendo de Constitución-, leyó prohibido fumar,
prohibido escupir, capacidad 42 pasajeros sentados,
pasaban por Banfield a toda carrera, ¡vuuuúm! campo
más campo más campo mezclado con el gusto del milkibar
y las pastilla de mentol. Inés le había aconsejado que
fuera tejiendo la mañanita de lana verde., de manera
que Isabel la llevaba en lo más escondido de su maletín,
pobre Inés con cada idea tan pava.
En la estación le vino un poco de miedo, porque si el
break... Pero estaba Ahí, con don Nicanor florido y
respetuoso, niña de aquí y niña de allá, si el viaje
bueno, si doña Elisa siempre guapa, claro que había
llovido - Oh andar del break, vaivén para traerle el
entero acuario de su anterior venida a los Horneros.
Todo más a menudo, más de cristal y rosa, sin el tigre
entonces, con don Nicanor menso canoso, apenas tres
años atrás. Nino un sapo, Nino un pescado, y las manos
de Rema que daban deseos de llorar y sentirlas eternamente
contra su cabeza, en una caricia casi de muerte y de
vainillas con crema, las dos mejores
cosas de la vida.
Le dieron un cuarto arriba, entero para ella, lindísimo.
Un cuarto para grande (idea de Nino, todo rulos negros
y ojos, bonito en su mono azul ; claro que de tarde
Luis lo hacía vestir muy bien, de gris pizarra con corbata
colorada) dentro de otro cuarto chiquito con un cardenal
enorme y salvaje. El baño quedaba a dos puertas (pero
internas, de modo que se podía ir sin averiguar antes
dónde estaba el tigre), lleno de canillas y metales,
aunque a Isabel no la engañaban fácil y ya en el baño
se notaba bien el campo, las cosas no eran tan perfectas
como en un baño de ciudad. Olía a viejo, la segunda
mañana encontró un bicho de humedad paseando por el
lavabo. Lo tocó apenas, se hizo una bolita temerosa,
perdió pie y se fue por el agujero gorboteante.
Querida mamá tomo la pluma para - Comían en el comedor
de cristales , donde se estaba más fresco. El Nene se
quejaba a cada momento del calor, Luis no decía nada
pero poco a poco se le veía brotar el agua en la frente
y la barba. Solamente Rema estaba tranquila, pasaba
los platos despacio y siempre como si la comida fuera
de cumpleaños, un poco solemne y emocionante. (Isabel
aprendía en secreto su manera de trinchar, de dirigir
a las sirvientitas). Luis casi siempre leía, los puños
en las sienes y el libro apoyado en un sifón. Rema le
tocaba el brazo antes de pasarle el plato, y a veces
el Nene lo interrumpía y lo llamaba filósofo. A Isabel
le dolía que Luis fuera filósofo, no por eso sino por
el Nene tenía pretexto para burlarse y decírselo.
Comían así : Luis en la cabecera, Rema y Nino en un
lado, el Nene e Isabel del otro , de manera que había
un grande en la punta y a los lados un chico y un grande.
Cuando Nino quería decirle algo de veras le daba con
el zapato en la canilla. Una vez Isabel gritó y el Nene
se puso furioso y le dijo malcriada.
Rema se quedó mirándola, hasta que Isabel se consoló
en su mirada y la sopa juliana.
Mamita, antes de ir a comer es como en todos los otros
momentos, hay que fijarse si - Casi siempre era Rema
la que iba a ver si se podía pasar al comedor de cristales.
Al segundo día vino al living grande y les dijo que
esperaran. Pasó un rato largo hasta que un peón avisó
que el tigre estaba en el jardín de los tréboles, entonces
Rema tomó a los chicos de la mano y entraron todos a
comer. Esta mañana las papas estuvieron resecas, aunque
solamente el Nene y Nino protestaron.
Vos me dijiste que no debo andar haciendo - Porque Rema
parecía detener, con su tersa bondad, toda pregunta.
Estaba tan bien que no era necesario preocuparse por
lo de las piezas. Una casa grandísima, y en el pero
de los casos había que no entrar en una habitación ;
nunca más de una, de modo que no importaba. A los dos
días Isabel se habituó igual que Nino. Jugaban de la
mañana a la noche en el bosque de sauces, y si no se
en el bosque de sauces le quedaba el jardín de los tréboles,
el parque de las hamacas y las costra del arroyo. En
la casa era lo mismo, tenían sus dormitorios, el corredor
del medio, la biblioteca de abajo salvo un jueves en
que no se pudo ir ala biblioteca) y el comedor de cristales.
Al estudio de Luis no iban porque Luis leía todo el
tiempo, a veces llamaba a su hijo y le daba libros con
figuras ; pero Nino los sacaba de ahí, se iban a mirarlos
al living o al jardín de enfrente. No entraban nunca
en el estudio del Nene porque tenían miedo de sus rabias.
Rema les dijo que era mejor así, se los dijo como advirtiéndoles
; ellos ya sabían leer en sus silencios.
Al fin y al cabo era un vida triste. Isabel se preguntó
una noche por qué los Funes la habrían invitado a veranear.
Le faltó edad para comprender que no era por ella sino
por Nino, un juguete estival para alegrar a Nino. Sólo
alcanzaba a advertir la casa triste, que Rema estaba
como cansada, que apenas llovía y las cosas tenían,
sin embargo, algo de húmedo y abandonado. Después de
unos días se habituó al orden de la casa, a la no difícil
disciplina de aquel verano en Los Horneros. Nino empezaba
a comprender el microscopio que le regalar Luis, pasaron
una semana espléndida criando bichos en una batea con
agua estancada y hojas de cala, poniendo gotas en la
placa de vidrio para mirar los microbios. "Son larvas
de mosquito, con ese microscopio no van a ver microbios",
les decía Luis desde su sonrisa un poco quemada y lejana.
Ellos no podían creer que ese rebullente horror no fuese
un microbio. Rema les trajo un caleidoscopio que guardaba
en su armario, pero siempre les gustó más descubrir
microbios y numerarles las patas. Isabel llevaba una
libreta con los apuntes de los experimentos, combinaba
la biología con la química y la preparación de un botiquín.
Hicieron el botiquín en el cuarto de Nino, después de
requisar la casa para proveerse de cosas. Isabel se
lo dijo a Luis : "Queremos de todo : cosas.". Luis les
dio pastillas de Andreu, algodón rosado, un tubo de
ensayo. El Nene, una bolsa de goma y un frasco de píldoras
verdes con la etiqueta raspada. Rema fue a ver el botiquín,
leyó el inventario en la libreta, y les dijo que estaban
aprendiendo cosas útiles. A ella o a Nino (que siempre
se excitaba y quería lucirse delante de Rema) se le
ocurrió montar un herbario. Como esta mañana se podía
ir al jardín de los tréboles, anduvieron sacando muestras
y a la noche tenían el piso de sus dormitorios lleno
de hojas y flores sobre papeles, casi no quedaba donde
pisar. Antes de dormirse, Isabel apuntó : "Hoja número
74 : verde, forma de corazón, con pintitas marrones".
La fastidiaba un poco que casi todas las hojas fueran
verdes, casi todas lisas, casi todas lanceoladas.
El día que salieron a cazar las hormigas, vio a los
peones de la estancia. Al capataz y al mayordomo los
conocía bien porque iban con las noticias a la casta.
Pero estos otros peones, más jóvenes, estaban ahí del
lado de los galpones con un aire de siesta, bostezando
a ratos y mirando jugar a los niños. Uno le dijo a Nino
: "Pa que vaj a juntar tó esos bichos", y le dió con
dos dedos en la cabeza, entre los rulos. Isabel hubiera
querido que Nino se enojara, que demostrase ser el hijo
del patrón. Ya estaba con la botella hirviendo de hormigas
y en la costa del arroyo dieron con un enorme cascarudo
y lo tiraron también adentro para ver. La idea del formicario
la habían sacado del Tesoro de la Juventud, y Luis les
prestó un largo y profundo cofre de cristal.. Cuando
se iban, llevándolo entre los dos, Isabel le oyó decirle
a Rema : "Mejor que se estén así quietos en casa". También
le pareció que Rema suspiraba. Se acordó antes dormirse,
a la hora de las caras en la oscuridad, lo vio otra
vez al Nene saliendo a fumar al porche, delgado y canturreando,
a Rema que le levaba el café y él que tomaba la taza
equivocándose, tan torpe que apretó los dedos de Rema
al tomar la taza, Isabel había visto desde el comedor
que Rema tiraba la mano atrás y el Nene salvaba apenas
la taza de caerse, y se reían con la confusión. Mejor
hormigas negras que coloradas : más grandes, más feroces.
Soltar después un montón de coloradas, seguir la guerra
detrás del vidrio, bien seguros. Salvo que no se pelearan.
Dos hormigueros, uno en cada esquina de la caja de vidrio.
Se consolarían estudiando las distintas costumbres,
con una libreta especial para cada clase de hormigas.
Pero casi seguro que se pelearían, guerra sin cuartel
para mirar por los vidrios, y una sola libreta.
A Rema no le gustaba espiarlos, a veces pasaba delante
de los dormitorios y los veía con los formicarios al
lado de la ventana, apasionados e importantes . Nino
era especial para señalar en seguida las nuevas galerías,
e Isabel ampliaba el plano trazado con tinta a doble
página. Por consejo de Luis terminaron aceptando hormigas
negras solamente, y el formicario ya era enorme, las
hormigas parecían furiosas y trabajaban hasta la noche,
cavando y removiendo con mil órdenes y evoluciones,
avisado frotar de antenas y patas, repentinos arranques
de furor o vehemencia, concentraciones y desbandes sin
causa visible. Isabel ya no sabía que apuntar, dejó
poco a poco la libreta, dejó poco a poco la libreta
y se pasaban estudiando y olvidándose los descubrimientos.
Nino empezaba a querer volver al jardín, aludía a las
hamacas y a los petisos. Isabel lo despreciaba un poco.
El formicario valía más que todo Los Horneros, y a ella
le encantaba pensar que las hormigas iban y venían sin
miedo a ningún tigre, a veces le daba por imaginarse
un tigrecito chico como una goma de borrar, rondando
las galerías del formicario ; tal vez por eso los desbandes,
las concentraciones. Y le gustaba repetir el mundo grande
en el de cristal, ahora que se sentía un poco presa,
ahora que estaba prohibido bajar al comedor hasta que
Rema les avisara.
Acercó la nariz a uno de los libros, de pronto atenta
porque le gustaba que ella consideraran ; oyó a Rema
detenerse en la puerta, callar, mirarla. Esas cosas
las oía con tan nítida claridad cuando era Rema.
- ¿Por qué así sola ?
- Nino se fue a las hamacas. Me parece que ésta debe
ser una reina, es grandísima.
El delantal de Rema se reflejaba en el vidrio. Isabel
le vio una mano levemente alzada, con el reflejo en
el vidrio parecía como si estuviera dentro del formicario,
de pronto pensó en la misma mano dándole la taza de
café al Nene, pero ahora eran las hormigas que le andaban
por los dedos, las hormigas en vez de la taza y la mano
del Nene apretándole las yemas.
- Saque la mano, Rema - pidió
- ¿La mano ?
- Ahora está bien. El reflejo asusta a las hormigas.
- Ah. Ya se puede bajar al comedor.
- Después. ¿El Nene está enojado con Ud., Rema ?.
La mano pasó sobre el vidrio como un pájaro por una
ventana.
A Isabel le pareció que las hormigas se espantaban de
veras, que huían de reflejo. Ahora ya no se veía nada,
Rema se había ido, andaba por el corredor como escapando
de algo. Isabel sintió miedo de su pregunta, un miedo
sordo y sin sentido, quizá no de la pregunta como se
verla irse así a Rema, del vidrio otra vez límpido donde
las galerías desembocaban y se torcían como crispados
dedos dentro de la tierra.
Una tarde hubo siesta, sandía, pelota a paleta en la
red que miraba al arroyo, y Nino estuvo espléndido sacando
tiros que parecían perdidos y subiéndose al techo por
la glicina para desenganchar la pelota metida entre
dos tejas. Vino un peoncito del lado de los sauces y
los acompañó a jugar, pero era lerdo y se le iban los
tiros. Isabel olía hojas de aguaribay y en un momento,
al devolver con un revés una pelota insidiosa que Nino
le mandaba baja, sintió como muy adentro la felicidad
del verano.
Por primera vez entendía su presencia en Los Horneros,
las vacaciones , Nino. Pensó en el formicario, allá
arriba, y era una cosa muerta y rezumante, un horror
de patas buscando salir, un aire vaciado y venenoso.
Golpeó la pelota con rabia, con alegría, cortó un tallo
de aguaribay con los dientes y lo escupió asqueada,
feliz, por fin de veras bajo el sol del campo.
Los vidrios cayeron como granizo. Era en el estudio
del Nene. Lo vieron asomarse en mangas de camisa, con
los anchos anteojos negros.
- ¡Mocosos de porquería !
El peoncito escapaba. Nino se puso al lado de Isabel,
ella lo sintió temblar con el mismo viento que los sauces.
- Fue sin querer, tío.
- De veras, Nene, fué sin querer.
Ya no estaba.
Le había pedido a Rema que se llevara el formicario
y Rema se lo prometió. Después charlando mientras la
ayudaba a colgar su ropa y a ponerse el piyama, se olvidaron.
Isabel sintió la cercanía de las hormigas cuando Rema
le apagó la luz y se fue por el corredor a darle las
buenas noches a Nino todavía lloroso y dolido, pero
no se animó a llamarla de nuevo, Rema hubiera pensado
que era una chiquilina. Se propuso dormir en seguida,
y se desveló como nunca. Cuando fue el momento de las
caras en la oscuridad, vio a su madre y a Inés mirándose
con un sonriente aire de cómplices y poniéndose unos
guantes de fosforescente amarillo. Vio a Nino llorando,
a su madre y a Inés con los guantes que ahora eran gorros
violeta que les giraban y giraban en la cabeza, a Nino
con ojos enormes y huecos - tal vez por haber llorado
tanto - y previó que ahora vería a Rema y a Luis, deseaba
verlos y no al Nene, pro vio al Nene sin los anteojos,
con la misma cara contraía que tenía cuando empezó a
pegarle a Nino y Nino se iba echando atrás hasta quedar
contra la pared y lo miraba como esperando que eso concluyera,
y el Nene volvía a cruzarle la cara con un bofetón suelto
y blando que sonaba a mojado, hasta que Rema se puso
delante y él se rió con la cara casi tocando la de Rema,
y entonces se oyó volver a Luis y decir desde lejos
que ya podían ir al comedor de adentro.Todo tan rápido,
todo porque Nino estaba ahí y Rema vino a decirles que
no se movieran del living hasta que Luis verificara
en qué pieza estaba el tigre, y se quedó con ellos mirándolos
jugar a las damas. Nino ganaba y Rema lo elogió, entonces
Nino se puso tan contento que le pasó los brazos por
el talle y quiso besarla. Rema se había inclinándose
riéndose, y Nino la besaba en los ojos y la nariz, los
dos se reían y también Isabel, estaban tan contentos
jugando así. No vieron acercarse al Nene, cuando estuvo
al lado arrancó a Nino de un tirón, le dijo algo del
pelotazo al vidrio de su cuarto y empezó a pegar, miraba
a Rema cuando pegaba, parecía furioso contra Rema y
ella lo desafió un momento con los ojos, Isabel asustada
la vio que lo encaraba y se ponía delante para proteger
a Nino. Toda la cena fue un disimulo, una mentira, Luis
creía que Nino lloraba por un porrazo, el nene miraba
a Rema como mandándola que se callara, Isabel lo veía
ahora con la boca dura y hermosa, de labios rojísimos;
en la tiniebla los labios eran todavía más escarlata,
se le veía un brillo de dientes naciendo apenas. De
los dientes salió una nube esponjosa, un triángulo verde,
Isabel parpadeaba para borrar las imágenes y otra vez
salieron Inés y su madre con guantes amarillos ; las
miró un momento y pensó en el formicario: eso estaba
ahí y no se veía ; los guantes amarillos no estaban
y ella los veía en cambio como a pleno sol. Le pareció
casi curioso, no podía hacer salir el formicario, más
bien lo alcanzaba como un peso, un pedazo de espacio
denso y vivo. Tanto lo sintió que se puso a buscar los
fósforos, la vela de noche. El formicario saltó de la
nada envuelto en penumbra oscilante. Isabel se acercaba
llevando la vela. Pobres hormigas, iban a creer que
era el sol que salía. Cuando pudo mirar uno de los lados,
tuvo miedo ; en plena oscuridad las hormigas habían
estado trabajando. Las vio ir y venir, bullentes, en
un silencio tan visible, tan palpable. Trabajan allí
adentro, como si no hubieran perdido todavía la esperanza
de salir.
Casi siempre era el capataz el que avisaba de los movimientos
del tigre ; Luis le tenía la mayor confianza y como
se pasaba casi todo el día trabajando en su estudio,
no salía nunca no dejaba moverse a los que venían del
piso alto hasta que don Roberto mandaba su informe.
Pero también tenían que confiar entre ellos. Rema, ocupada
en los quehaceres de adentro, sabía bien lo que pasaba
en la planta alta y arriba. Otras veces nada, pero sin
don Roberto los encontraba afuera les marcaba el paradero
del tigre y ellos volvían a avisar. A Nino le creían
todo, a Isabel menos porque era nueva y podía equivocarse.
Después, como andaba siempre con Nino pegado a sus polleras,
terminaron creyéndole lo mismo. Eso, de mañana y tarde
; por la noche era el Nene quien salía a verificar si
los perros estaban atados o sin no habían quedado rescoldo
cerca de las casas. Isabel vio que llevaba el revólver
y a veces un bastón con puño de plata.
A Rema no quería preguntarle porque Rema parecía encontrar
en eso algo tan obvio y necesario; preguntarle hubiera
sido pasar por tonta, y ella cuidaba su orgullo delante
de otra mujer. Nino era fácil, hablaba y refería. Todo
tan claro y evidente cuando él lo explicaba. Sólo por
la noche, si quería repetirse esa claridad
y esa evidencia, Isabel se deba cuenta de que la razones
importantes continuaban faltando. Aprendió pronto lo
que de veras importaba : verificar previamente si de
veras se podía salir de la casa o bajar al comedor de
cristales, al estudio de Luis, a la biblioteca. "Hay
que fiar en don Roberto", había dicho Rema.
También en ella y en Nino. A Luis no le preguntaba porque
pocas veces sabía. Al Nene que sabía siempre, no le
preguntó jamás. Y así todo era fácil, la vida se organizaba
para Isabel con algunas obligaciones más del lado de
los movimientos, y en algunas menos del lado de la ropa
, de las comidas, la hora de dormir. Un veraneo de veras,
como debería ser el año entero.
... verte pronto. Ellos están bien. Con Nino tenemos
un formicario y jugamos y llevamos un herbario muy grande.
Rema te manda beso, está bien. Yo la encuentro triste,
lo mismo a Luis que es muy bueno. Yo creo que Luis tiene
algo, y eso que estudia tanto. Rema me dio unos pañuelos
de colores preciosos, a Inés le van a gustar. Mamá esto
es lindo y yo me divierto con Nino y don Roberto, es
el capataz y nos dice cuando podemos salir y adónde,
una tarde casi se equivoca y nos manda a la costa del
arroyo, en eso vino un peón a decir que no, vieras qué
afligido estaba don Roberto y después Rema, lo alcanzó
a Nino y lo estuvo besando, y a mí me apretó tanto.
Luis anduvo diciendo que la casa no era
para chicos, y Nino le preguntó quiénes eran los chicos
y se rieron, hasta el Nene se reía. Don Roberto es el
capataz.
Si vinieras a buscarme te quedarías unos días y podrías
estar con Rema y alegrarla. Yo creo que ella....
Pero decirle a su madre que Rema lloraba de noche, que
la había oído llorar pasando por el corredor a pasos
titubeantes, pararse en la puerta de Nino, seguir, bajar
la escalera (se estaría secando los ojos) y la voz de
Luis, lejana : "¿Qué tenés Rema ? ¿No estás bien ?",
un silencio, toda la casa como una inmensa oreja, después
de un murmullo y otra vez la voz de Luis : "Es un miserable,
un miserable...", casi como comprobando fríamente un
hecho, una filiación, tal vez un destino.
...está un poco enferma, le haría bien que vinieras
y las acompañaras. Tengo que mostrarte el herbario y
unas piedras del arroyo que me trajeron los peones.
Decile a Inés...
Era una noche como le gustaba a ella, con bichos, humedad,
pan recalentado y flan de sémola con pasas de corinto.
Todo el tiempo ladraban los perros sobre las costa del
arroyo, un mamboretá enorme se plantó de un vuelo en
el mantel y Nino fue a buscar una lupa, lo taparon con
un vaso ancho y lo hicieron
rabiar para que mostrase los colores de las alas.
- Tirá ese bicho - pidió Rema-. Les tengo un asco.
- Es un buen ejemplar - admitió Luis-. Miren como sigue
mi mano con los ojos. El único insecto que gira la cabeza.
- Qué maldita noche - dijo el Nene detrás de su diario.
Isabel hubiera querido decapitar al mamboretá , darle
un tijeretazo y ver qué pasaba.
- Dejalo dentro del vaso - pidió Nino-. Mañana lo podríamos
meter en el formicario y estudiarlo.
El calor subía, a las diez y media no se respiraba.
Los chicos se quedaron con Rema en el comedir de adentro,
los hombres estaban en sus estudios. Nino fue el primero
en decir que tenía sueño.
- Subí solo, yo voy después de verte. Arriba está todo
bien.
- Y Rema lo ceñía por la cintura, con un gesto que a
él le gustaba tanto.
-¿Nos contás un cuento, tía Rema ?
- Otra noche.
Se quedaron solas, con el mamboretá que las miraba.
Vino Luis a darles las buenas noches, murmuró algo sobre
la hora en que los chicos debían irse a la cama, Rema
les sonrió al besarlo.
- Oso gruñón - dijo, e Isabel inclinada sobre el vaso
del mamboretá pensó que nunca había visto a Rema besando
al Nene y a un mamboretá de un verde tan verde. Le movía
un poco el vaso y el mamboretá rabiaba. Rema se acercó
para pedirle que fuera a dormir.
- Tirá ese bicho, es horrible..
- Mañana, Rema.
Le pidió que subiera a darle las buenas noches. El Nene
tenía entornada la puerta de su estudio y estaba paseándose
en mangas de camisa, con el cuello suelto. Le silbó
al pasar.
- Me voy a dormir, Nene.
- Oíme: decíle a Rema que me haga una limonada bien
fresca y me la traiga aquí. Después subís no más a tu
cuarto.
Claro que iba a subir a su cuarto, no veía por qué tenía
él que mandárselo. Volvió al comedor para decirle a
Rema, vio que vacilaba.
- No subás todavía. Voy a hacer la limonada y se la
llevás vos misma.
- El dijo que ...
- Por favor.
Isabel se sentó al lado de la mesa. Por favor. Había
nubes de bichos girando bajo la lámpara de carburo,
se hubiera quedando horas mirando la nada y repitiendo
: Por favor, por favor. Rema, Rema. Cuánto la quería,
y esa voz de tristeza sin fondo, sin razón posible,
la voz de la tristeza. Por favor. Rema, Rema... Un calor
de fiebre le ganaba la cara, un deseo de tirarse a los
pies de Rema, de dejarse llevar en los brazos por Rema,
una voluntad de morirse mirándola y que Rema le tuviera
lástima, le pasara finos dedos frescos por el pelo,
por los párpados...
Ahora le alcanzaba una jarra verde llena de limones
partidos y hielo.
- Llevásela...
- Rema ...
Le pareció que temblaba, que se ponía de espaldas a
la mesa para que ella no le viese los ojos.
- Ya tiré el mamboretá, Rema.
Se duerme mal con el calor pegajoso y tanto zumbar de
mosquitos. Dos veces estuvo a punto de levantarse, salir
al corredor o ir al baño a mojarse las muñecas y la
cara. Pero oía andar a alguien, abajo, alguien se paseaba
de un lado al otro del comedor, llegaba al pie de la
escalera, volvía... No eran los pasos oscuros y espaciados
de Luis, no era el andar de Rema.
Cuánto calor tenía esa noche el Nene, cómo se habría
bebido a sorbos la limonada. Isabel lo veía bebiendo
de la jarra, las manos sosteniendo la jarra verde con
rodajas amarillas oscilando en el agua bajo la lámpara
; pero a la vez estaba segura de que el Nene no había
bebido la limonada, que estaba aún mirando la jarra
que ella le llevara hasta le mesa como alguien que mora
una perversidad infinita. No quería pensar en la sonrisa
del Nene, su hasta la puerta como para asomarse al comedor,
su retorno lento.
- Ella tenía que traérmela. A vos te dije que subieras
a tu cuarto.
Y no ocurrírsele más que una respuesta tan idiota :
- Está bien fresca, Nene.
Y la jarra verde como el mamboretá.
Nino se levantó el primero y le propuso ir a buscar
caracoles al arroyo. Isabel caso no había dormido, recordaba
salones con flores, campanillas, corredores de clínica,
hermanas de caridad, termómetros en bocales con bicloruro,
imágenes de primera comunión, Inés, la bicicleta rota,
el tren Mixto, el disfraz de gitana de los ocho años.
Entre todo eso, como delgado aire entre hojas de álbum,
se veía despierta , pensando en tantas cosas que no
eran flores, campanillas, corredores de clínica. Se
levantó de mala gana, se lavó duramente las orejas.
Nino dijo que eran las diez y que el tire estaba en
la sala del piano, de modo que podía irse en seguida
al arroyo. Bajaron juntos, saludando apenas a Luis y
al Nene que leían con las puertas abiertas. Los caracoles
quedaban en la costa sobre los trigales. Nino anduvo
quejándose de la distracción de Isabel, la trató de
mala compañera y de que no ayudaba a formar la colección.
Ella lo veía de repente tan chico, tan un muchachito
entre sus caracoles y su hojas.
Volvió la primera, cuando en la casa izaban la bandera
para el almuerzo. Don Roberto venía de inspeccionar
e Isabel le preguntó como siempre. Ya Nino se acercaba
despacio, cargando la caja de los caracoles y los rastrillos,
Isabel lo ayudó a dejar los rastrillos en el porch y
entraron juntos. Rema estaba ahí,
blanca y callada. Nino le puso un caracol azul en la
mano..
- Para vos, el más lindo.
El Nene ya comía, con el diario al lado, a Isabel le
quedaba apenas sitio para apoyar el brazo. Luis vino
el último de su cuarto, contento como siempre a mediodía.
Comieron, Nino hablaba de los caracoles, los huevos
de caracoles en las cañas, la colección por tamaños
o colores. Él los mataría solo, porque a Isabel le daba
pena, los pondría a secar contra una chapa de cinc.
Después vino el café y Luis los miró con la pregunta
usual, entonces Isabel se levantó la primera para buscar
a don Roberto, aunque don Roberto ya le había dicho
antes. Dio vuelta al porch y cuando entró otra vez,
Rema y Nino tenían las cabezas juntas sobre los caracoles,
estaban como en una fotografía de familia, solamente
Luis la miró y ella dijo : "Está en el estudio del Nene",
se quedó viendo como el Nene alzaba los hombros, fastidiado,
y Rema que tocaba un caracol con la punta del dedo,
tan delicadamente que también su dedo tenía algo de
caracol. Después Rema se levantó para ir a buscar más
azúcar, e Isabel fue detrás de ella charlando hasta
que volvieron riendo por una broma que habían cambiado
en la antecocina. Como a Luis le faltaba tabaco y mandó
a Nino a su estudio, Isabel lo desafió a que encontraba
primero los cigarrillos y salieron juntos. Ganó Nino,
volvieron corriendo y empujándose, casi chocan con el
Nene que se iba a leer el diario a la biblioteca, quejándose
por no poder usar su estudio. Isabel se acercó a mirar
los caracoles, y Luis esperando que le encendiera como
siempre el cigarrillo la vio perdida, estudiando los
caracoles que empezaban despacio a asomar y moverse,
mirando de pronto a Rema, pero saliéndose de ella como
una ráfaga, y obsesionada por los caracoles, tanto que
no se movió al primer alarido del Nene, todos corrían
ya y ella estaba sobre los caracoles como si no oyera
el grito ahogado del Nene, los golpes de Luis en la
puerta de la biblioteca, don Roberto que
entraba con perros, y Luis repitiendo: "¡Pero si estaba
en el estudio de él ! ¡Ella dijo que estaba en el estudio
de él !", inclinada sobre los caracoles esbeltos como
dedos, quizá como los dedos de Rema, o era la mano de
Rema que le tomaba el hombro, le hacía alzar la cabeza
para mirarla, para estarla mirando una eternidad, rota
por su llanto feroz contra la pollera de Rema, su alterada
alegría, y Rema pasándole la mano por el pelo, calmándola
con un suave apretar de dedos y un murmullo contra su
oído, un balbucear como de gratitud, de innombrable
aquiescencia.
![](graph/linegoth.gif)
![](ayer/cortazar-pucho.jpg) Carta
abierta a la Patria
Esta
tierra sobre los ojos, este paño pegajoso, negro de
estrellas impasibles, esta noche contínua, esta distancia.
Te quiero, país, tirado abajo del mar, pez panza arriba,
pobre sombra de país, lleno de vientos, de monumentos,
de esperpentos, de orgullo sin objeto, sujeto de asaltos,
estúpido curdela inofensivo puteando y sacudiendo banderitas,
repartiendo escarapelas en la lluvia, salpicando de
babas y estupor canchas de fútbol y ring sides. Pobres
negros. Te estás quemando a fuego lento y donde el fuego,
donde el que come los asados y tira los huesos, malandras,
cajetillas, señores y cafishios, diputados, tilingas
de apellido compuesto, gordas tejiendo a dos agujas,
maestras normales, curas, escribanos, centrofowards
livianos, Fangio solo, tenientes primeros, coroneles,
generales, marinos, sanidad, carnavales, obispos, bagualas,
chamamés, malambos, mambos, tangos, secretarías, subsecretarías,
jefes, contrajefes, truco, contraflor al resto.
Y qué carajo si la casita era un sueño, si lo mataron
en pelea, si usted lo ve, lo prueba y se lo lleva, liquidación
forzosa, se remata hasta lo último. Te quiero, país
tirado a la vereda, caja de fósforos vacía.
Te quiero, tacho de basura que se llevan sobre una cureña
envuelto en una bandera que nos legó Belgrano, mientras
las viejas lloran en el velorio, y anda el mate con
su verde consuelo, lotería de pobre.
En cada piso hay alguien que nació haciendo discurso
para algún otro que nació para escucharlos y pelarse
las manos. Pobres negros que untan las ganas de ser
blancos, pobres blancos que viven en un carnaval de
negros. Qué quiniela, hermanito, en Boedo, en Palermo
y Barracas, en los puentes, afuera, en los ranchos que
paran la mugre de la pampa, en las casas blanqueadas
del silencio del Norte, en las chapas de zinc donde
el frío se frota, en la Plaza de Mayo, donde ronda la
muerte trajeada de mentira.
Te quiero, país desnudo que sueña con un smoking, vicecampeón
del mundo en cualquier cosa, en lo que salga: tercera
posición, energía nuclear, justicialismo, vacas, tango,
coraje, puño, viveza y elegancia. Tan triste en lo más
hondo del grito, tan golpeado en lo mejor de la garufa,
tan garifo a la hora de la autopsia.
Pero te quiero, país de barro, y otros te quieren, y
algo saldrá de este sentir. Hoy es distancia, fuga,
no te metás, que vachaché, dale que va, paciencia. La
tierra, entre los dedos, la basura en los ojos, es estar
triste, ser argentino es estar lejos, y no decir mañana
porque ya basta con ser flojo ahora.
Tapándome la cara, me acuerdo de una estrella en pleno
campo, me acuerdo de un amanecer de Puna, de Tilcara
de tarde, de Paraná fragante, de Tupungato arisca, de
un vuelo de flamencos quemando un horizonte de bañados.
Te quiero país, pañuelo sucio, con sus calles cubiertas
de carteles peronistas, te quiero sin esperanzas y sin
perdón, sin vuelta y sin derecho, nada más que de lejos
y amargado. Y de noche.
[Razones de la cólera, París, 1956]
![](graph/linegoth.gif)
![](vs/cortazar77.jpg) Las
palabras
Texto inédito de Julio Cortázar
En su texto "Julio ese vigía", Vicente Zito Lema hace
referencia a un encuentro en el centro cultural de La
Villa de Madrid en 1981, donde Julio Cortázar brindó
una charla memorable sobre el valor de las palabras.
Este acto, que contó con el auspicio del Ayuntamiento
de Madrid, recordaba el quinto aniversario del golpe
militar en Argentina; tiempo más tarde fue considerado
como uno de los eventos emblemáticos de la resistencia
democrática en el exilio. Hubo dos hechos afortunados
para nosotros: que alguien haya tenido la feliz idea
de grabar la conferencia de Cortázar y que Carlos laquinandi,
un bahiense que participó de la organización, catorce
años después, nos hiciera llegar la transcripción que
hoy reproducimos por primera vez en Argentina.
Si algo
sabemos los escritores es que las palabras pueden llegar
a cansarse y a enfermarse, como se cansan y se enferman
los hombres o los caballos. Hay palabras que a fuerza
de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan
por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad. En
vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo
que fueron alguna vez, flechas de la comunicación, pájaros
del pensamiento y de la sensibilidad, las vemos o las
oímos caer corno piedras opacas, empezamos a no recibir
de lleno su mensaje, o a percibir solamente una faceta
de su contenido, a sentirlas corno monedas gastadas,
a perderlas cada vez más como signos vivos y a servirnos
de ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados.
Los que asistimos a reuniones como ésta sabemos que
hay palabras-clave, palabras-cumbre que condensan nuestras
ideas, nuestras esperanzas y nuestras decisiones, y
que deberían brillar como estrellas mentales cada vez
que se las pronuncia. Sabemos muy bien cuales son esas
palabras en las que se centran tantas obligaciones y
tantos deseos: libertad, dignidad, derechos humanos,
pueblo, justicia social, democracia, entre muchas otras.
Y ahí están otra vez esta noche, aquí las estamos diciendo
porque debemos decirlas, porque ellas aglutinan una
inmensa carga positiva sin la cual nuestra vida tal
como la entendemos no tendría el menor sentido, ni como
individuos ni como pueblos. Aquí están otra vez esas
palabras, las estamos diciendo, las estamos escuchando
Pero en algunos de nosotros, acaso porque tenemos un
contacto más obligado con el idioma que es nuestra herramienta
estética de trabajo, se abre paso un sentimiento de
inquietud, un temor que sería más fácil callar en el
entusiasmo y la fe del momento, pero que no debe ser
callado cuando se lo siente con fuerza y con la angustia
con que a mí me ocurre sentirlo. Una vez más, como en
tantas reuniones, coloquios, mesas redondas, tribunales
y comisiones, surgen entre nosotros palabras cuya necesaria
repetición es prueba de su importancia; pero a la vez
se diría que esa reiteración las está como limando,
desgastando, apagando. Digo: "libertad" digo: "democracia",
y de pronto siento que he dicho esas palabras sin haberme
planteado una vez más su sentido más hondo, su mensaje
más agudo, y siento también que muchos de los que las
escuchan las están recibiendo a su vez como algo que
amenaza convertirse en un estereotipo, en un clisé sobre
el cual todo el mundo está de acuerdo porque ésa es
la naturaleza misma del clisé y del estereotipo: anteponer
un lugar común a una vivencia, una convención a una
reflexión, una piedra opaca a un pájaro vivo. ¿Con qué
derecho digo aquí estas cosas? Con el simple derecho
de alguien que ve en el habla el punto más alto que
haya escalado el hombre buscando saciar su sed de conocimiento
y de comunicación, es decir, de avanzar positivamente
en la historia como ente social, y de ahondar como individuo
en el contacto con sus semejantes. Sin la palabra no
habría historia y tampoco habría amor; seriamos, como
el resto de los animales, mera sexualidad. El habla
nos une como parejas, como sociedades, como pueblos.
Hablamos porque somos, pero somos porque hablamos. Y
es entonces que en las encrucijadas críticas, en los
enfrentamientos de la luz contra la tiniebla, de la
razón contra la brutalidad, de la democracia contra
el fascismo, el habla asume un valor supremo del que
no siempre nos damos plena cuenta. Ese valor, que deberia
ser nuestra fuerza diurna frente a las acometidas de
la fuerza nocturna, ese valor que nos mostraría con
una máxima claridad el camino frente a los laberintos
y las trampas que nos tiende el enemigo, ese valor del
habla lo manejamos a veces como quien pone en marcha
su automóvil o sube la escalera de su casa, mecánicamente,
casi sin pensar, dándolo por sentado y por valido, descontando
que la libertad es la libertad y la justicia es la justicia,
así tal cual y sin más, como el cigarrillo que ofrecemos
o que nos ofrecen. Hoy, en que tanto en España como
en muchos países del mundo se juega una vez más el destino
de los pueblos frente al resurgimiento de las pulsiones
más negativas de la especie, yo siento que no siempre
hacemos el esfuerzo necesario para definirnos inequívocamente
en el plano de la comunicación verbal, para sentirnos
seguros de las bases profundas de nuestras convicciones
y de nuestras conductas sociales y políticas. Y eso
puede llevarnos en muchos casos sin conocer a fondo
el terreno donde se libra la batalla y donde debemos
ganarla. Seguimos dejando que esas palabras que transmiten
nuestras consignas, nuestras opciones y nuestras conductas,
se desgasten y se fatiguen a fuerza de repetirse dentro
de moldes avejentados, de retóricas que inflaman la
pasión y la buena voluntad pero que no incitan a la
reflexión creadora, al avance en profundidad de la inteligencia,
a las tomas de posición que signifiquen un verdadero
paso adelante eni la búsqueda de nuestro futuro. Todo
esto sería acaso menos grave si frente a nosotros no
estuvieran aquellos que, tanto en el plano del idioma
como en el de los hechos, intentan todo lo posible para
imponernos una concepción de vida, del estado, de la
sociedad y del individuo basado en el desprecio elitista,
en la discriminación por razones raciales y económicas,
en la conquista de un poder omnímodo por todos los medios
a su alcance, desde la destrucción física de pueblos
enteros hasta el sojuzgamiento de aquellos grupos humanos
que ellos destinan a la explotación económica y a la
alienación individual. Si algo distingue al fascismo
y al imperialismo como técnicas de infiltración es precisamente
su empleo tendencioso del lenguaje, su manejo de servirse
de los mismo conceptos que estamos utilizando aquí esta
noche para alterar y viciar su sentido más profundo
y proponerlos como consignas de su ideología. Palabras
como patria, libertad y civilización saltan como conejos
en todos sus discursos, en todos sus artículos periodísticos.
Pero para ellos la patria es una plaza fuerte destinada
por definición a menospreciar y a amenazar a cualquier
otra patria que no esté dispuesta a marchar de su lado
en el desfile de los pasos de ganso. Para ellos la libertad
es su libertad, la de una minoría entronizada y todopoderosa,
sostenida ciegamente por masas altamente masificadas.
Para ellos la civilización es el estancamiento en un
conformismo permanente, en una obediencia incondicional.
Y es entonces que nuestra excesiva confianza en el valor
positivo que para nosotros tienen esos términos puede
colocarnos en desventaja frente a ese uso diabólico
del lenguaje. Por la muy simple razón de que nuestros
enemigos han mostrado sus capacidad de insinuar, de
introducir paso a paso un vocabulario que se presta
como ninguno al engaño, y si por nuestra parte no damos
al habla su sentido más auténtico y verdadero, puede
llegar el momento en que ya no se vea con la suficiente
claridad la diferencia esencial entre nuestros valores
políticos y sociales y los de aquellos que presentan
sus doctrinas vestidas con prendas parecidas; puede
llegar el día en que el uso reiterado de las mismas
palabras por unos y por otros no deje ver ya la diferencia
esencial de sentido que hay en términos tales como individuo,
como justicia social, corno derechos humanos, según
que sean dichos por nosotros o por cualquier demagogo
del imperialismo o del fascismo. Hubo un tiempo, sin
embargo, en que las cosas no fueron así. Basta mirar
hacia atrás en la historia para asistir al nacimiento
de esas palabras en su forma más pura, para asentir
su temblor matinal en los labios de tantos visionarios,
de tantos filósofos, de tantos poetas. Y eso, que era
expresión de utopía o de ideal en sus bocas y en sus
escritos, habría de llenarse de ardiente vida cuando
una primera y fabulosa convulsión popular las volvió
realidad en el estallido de la Revolución Francesa.
Hablar de libertad, de igualdad y de fraternidad dejó
entonces de ser una abstracción del deseo para entrar
de lleno en la dialéctica cotidiana de la historia vivida.
Y a pesar de las contrarrevoluciones, de las traiciones
profundas que habrían de encarnarse en figuras como
la de Napoleón Bonaparte y de las de tantos otros, esas
palabras conservaron su sabor más humano, su mensaje
más acuciante que despertó a otros pueblos, que acompañó
el nacimiento de las democracias y la liberación de
tantos países oprimidos a lo largo del siglo XIX y la
primera mitad del nuestro. Esas palabras no estaban
ni enfermas ni cansadas, a pesar de que poco a poco
los intereses de una burguesía egoísta y despiadada
empezaba a recuperarlas para sus propios fines, que
eran y son el engaño, el lavado de cerebros ingenuos
o ignorantes, el espejismo de las falsas democracias
como lo estamos viendo en la mayoría de los países industrializados
que continúan decididos a imponer su ley y sus métodos
a la totalidad del planeta. Poco a poco esas palabras
se viciaron, se enfermaron a fuerza de ser viciadas
por las peores demagogias del lenguaje dominante. Y
nosotros, que las amamos porque en ellas alienta nuestra
verdad, nuestra esperanza y nuestra lucha, seguimos
diciéndolas porque las necesitamos, porque son las que
deben expresar y transmitir nuestros valores positivos,
nuestras normas de vida y nuestras consignas de combate.
Las decimos, si, y es necesario y hermoso que así sea;
pero ¿hemos sido capaces de mirarlas de frente, de ahondar
en su significado, de despojarlas de la adherencias,
de falsedad, de distorsión y de superficialidad con
que nos han llegado después de un itinerario histórico
que muchas veces las ha entregado y las entrega a los
peores usos de la propaganda y la mentira? Un ejemplo
entre muchos puede mostrar la cínica deformación del
lenguaje por parte de los opresores de los pueblos.
A lo largo de la segunda guerra mundial, yo escuchaba
desde mi país, la Argentina, las transmisiones radiales
por ondas cortas de los aliados y de los nazis. Recuerdo,
con asco que el tiempo no ha hecho más que multiplicar,
que las noticias difundidas por la radio de Hitler comenzaban
cada vez con esta frase: Aquí Alemania, defensora de
la cultura». Si, ustedes me han oído bien, sobre todo
ustedes los mas jóvenes para quienes esa época es ya
apenas una página en el manual de historia. Cada noche
la voz repetía la misma frase: .Alemania, defensora
de la cultura». La repetía mientras millones de judíos
eran exterminados en los campos de concentración, la
repetía mientras los teóricos hitleristas proclamaban
sus teorías sobre la primacía de los arios puros y su
desprecio por todo el resto de la humanidad considerada
como inferior. La palabra cultura, que concentra en
su infinito contenido la definición más alta del ser
humano, era presentada como un valor que el hitlerismo
pretendía defender con sus divisiones blindadas, quemando
libros en imnensas piras, condenando las formas más
audaces y hermosas del arte moderno, masificando el
pensamiento y la sensibilidad de enormes multitudes.
Eso sucedía en los años cuarenta, pero la distorsión
del lenguaje es todavía peor en nuestros tilas, cuando
la sofisticación de los medios de comunicacióxi::Ja
vuelve aún más eficaz y peligrosa puesto que aho:tánquea
los últimos umbrales de la vida individual, y de§eié
los canales de la televisión o las ondas radiales puede
invadir y fascinar a quienes no siempre son capaces
de reconocer sus verdaderas intenciones. Mi propio país,
la Argentina, proporciona hoy otro ejemplo de esta colonización
de la inteligencia por deformación de las palabras.
En momentos en que diversas comisiones internacionales
investigaban las denuncias sobre los::miles y miles
de desaparecidos en el país, y daban a.. conocer informes
aplastantes donde todas las formas de vióláción de derechos
humanas aparecían probadas y.documentadas; la junta
militar organizó una propaganda basada en el siguiente
slogan: «Los argentinos somos derechos y humanos». Así,
esos dos términos indisolublemente ligados desde la
Revolución Francesa y en nuestros días por la Declaración
de las Naciones Unidas, fueron insidiosamente separados,
y la noción de derecho pasó a tomar un sentido totalmente
disociado de su significación ética, jurídica y política
para convertirse en el elogio demagógico de una supuesta
manera de ser de los argentinos. Véase como el mecanismo
de ese sofisma se vales de las mismas palabras: como
somos derechos y humanos, nadie puede pretender que
hemos violado los derechos humanos. Y todo el mundo
puede irse a la cama en paz. Pero acaso no haya en estos
momentos una utilización mas insidiosa del habla que
la utilizada por el imperialismo norteamericano para
convencer a su propio pueblo y a los de sus aliados
europeos de que es necesario sofocar de cualquier manera
la lucha revolucionaria en El Salvador. Para empezar
se escamotea el termino «revolución«, a fin de negar
el sentido esencial de la larga y dura lucha del pueblo
salvadoreño por su libertad -otro término que es cuidadosamente
eliminado-; todo se reduce así a lo que se califica
de enfrentamientos entre grupos de ultraderecha y de
ultraizquierda (estos últimos denominados siempre como
«marxistas«), en medio de los cuales la junta de gobierno
aparece como agente de moderación y de estabilidad que
es necesario proteger a toda costa. La consecuencia
de este enfoque verbal totalmente falseado tiene por'abjeto
convencer a la población norteamedcara de que frente
a toda situación polítieaxprisideráda como inestable
en los países vecinos, el debél~de los Estados Unidos
es defender la democracia dentro y fuera de sus frcinteras,
con lo cual ya tenemos bien instalada la palabra «democta
en un contexto con el que naturalmente no tiene nada.que
ver. Y así podíamos seguir pasando revista al doble
juego de escamoteos y de tergiversaciones verbales que.como
se puede comprobar cien veces, golpea a las puertas
de nuestro propio discurso político con las armas de
la televisión, de la prensa y del cine, para ir generando
una confusión mental progresiva, un desgaste de valores,
una lenta enfermedad del habla, una fatiga contra la
que no siempre luchamos como deberíamos hacerlo. ¿Pero
en qué consiste ese deber? Detrás de cada palabra está
presente el hombre como historia y como conciencia,
y es en la naturaleza del hombre donde se hace necesario
ahondar a la hora de asumir, de exponer y de defender
nuestra concepción de la democracia y de la justicia
social. Ese hombre que pronuncia tales palabras, ¿está
bien seguro de que cuando habla de democracia abarca
el conjunto de sus semejantes sin la menor restricción
de tipo étnico, religioso o idiomático? Ese hombre que
habla de libertad, ¿está seguro de que en su vida privada,
en el terreno del matrimonio, de la sexualidad, de la
paternidad o la maternidad, está dispuesto a vivir sin
privilegios atávicos, sin autoridad despótica, sin machismo
y sin feminismo entendidos como recíproca sumisión de
los sexos? Ese hombre que habla de derechos humanos,
¿está seguro de que sus derechos no benefician cómodamente
de una cierta situación social o económica frente a
otros hombre que carecen de los medios o la educación
necesarios para tener conciencia de ellos y hacerlos
valer? Es tiempo de decirlo: las hermosas palabras de
nuestra lucha ideológica y política no se enferman y
se fatigan por sí mismas, sinoo por el mal uso que les
dan nuestros enemigos y que en muchas circunstancias
les damos nosotros. Una crítica profunda de nuestra
naturaleza, de nuestra manera de pensar, de sentir y
de vivir, es la única posibilidad que tenemos de devolverle
al habla su sentido más alto, limpiar esas palabras
que tanto usamos sin acaso vivirlas desde adentro, sin
practicarlas auténticamente desde adentro, sin ser responsables
de cada una de ellas desde lo más hondo de nuestro ser.
Sólo así esos términos alcanzarán la fuerza que exigimos
en ellos, sólo así serán nuestros y solamente nuestros.
La tecnología le ha dado al hombre máquinas que lavan
las ropas y la vajilla, que le devuelven el brillo y
la pureza para su mejor uso. Es hora de pensar que cada
uno de nosotros tiene una máquina mental de lavar, y
que esa máquina es su inteligencia y su conciencia;
con ella podemos y debemos lavar nuestro lenguaje político
de tantas adherencias que lo debilitan. Sólo así lograremos
que el futuro responda a nuestra esperanza y a nuestra
acción, porque la historia es el hombre y se hace a
su imagen y a su palabra.
www.revistavox
![](graph/linegoth.gif)
![](vs/cortazar77.jpg) Carta
sobre la muerte del Che
París, 29
de octubre de 1967
Roberto, Adelaida, mis muy queridos:
Anoche volví a París desde Argel. Solo ahora, en mi
casa, soy capaz de escribirles coherentemente; allá,
metido en un mundo donde sólo contaba el trabajo, dejé
irse los días como en una pesadilla, comprando periódico
tras periódico, sin querer convencerme, mirando esas
fotos que todos hemos mirado, leyendo los mismos cables
y entrando hora a hora en la más dura de las aceptaciones.
Entonces me llegó telefónicamente tu mensaje, Roberto,
y entregué ese texto que debiste recibir y que vuelvo
a enviarte aquí por si hay tiempo de que lo veas otra
vez antes de que se imprima, pues sé lo que son los
mecanismos del télex y lo que pasa con las palabras
y las frases. Quiero decirte esto: no sé escribir cuando
algo me duele tanto, no soy, no seré nunca el escritor
profesional listo a producir lo que se espera de él,
lo que le piden o lo que él mismo se pide desesperadamente.
La verdad es que la escritura, hoy y frente a esto,
me parece la más banal de las artes, una especie de
refugio, de disimulo casi, la sustitución de
lo insustituible. El Che ha muerto y a mí no me queda
más que silencio, hasta quién sabe cuándo; si te envié
este texto fue porque eras tú quien me lo pedía, y porque
sé cuánto querías al Che y lo que él significaba para
ti. Aquí en París encontré un cable de Lisandro Otero
pidiéndome ciento cincuenta palabras para Cuba. Así,
ciento cincuenta palabras, como sin uno pudiera sacarse
las palabras del bolsillo como monedas. No creo que
pueda escribirlas, estoy vacío y seco, y caería en la
retórica. Y eso no, sobre todo eso no. Lisandro me perdonará
mi silencio, o lo entenderá mal, no me importa; en todo
caso tu sabrás lo que siento. Mira, allá en Argel, rodeado
de imbéciles burócratas, en una oficina donde se seguía
con la rutina de siempre, me encerré una y otra vez
en el baño para llorar; había que estar en un baño,
comprendes, para estar solo, para poder desahogarse
sin violar las sacrosantas reglas del buen vivir en
una organización internacional. Y todo esto que te cuento
también me averguenza porque hablo de mí, la eterna
primera persona del singular, y en cambio me siento
incapaz de decir nada de él. Me callo entonces. Recibiste,
espero, el cable que te envié antes de tu mensaje. Era
mi única manera de abrazarte, a ti y a Adelaida, a todos
los amigos de la Casa. Y para ti también es esto, lo
único que fui capaz de hacer en esas primeras horas,
esto que nació como un poema y que quiero que tengas
y que guardes para que estemos más juntos.
Che
Yo tuve un hermano.
No nos virnos nunca
pero no importaba.
Yo tuve un hermano
que iba por los montes
mientras yo dormía.
Lo quise a mi modo,
le tomé su voz
libre como el agua,
caminé de a ratos
cerca de su sombra.
No nos vimos nunca
pero no importaba,
mi hermano despierto
mientras yo dormía,
mi hermano mostrándome
detrás de la noche
su estrella elegida.
Ya nos escribiremos. Abraza mucho a Adelaida. Hasta
siempre,
Julio
![](graph/linegoth.gif)
![](vs/cortazar77.jpg) Juego
y compromiso político
[Fragmento
de una charla entre Omar Prego y Julio Cortázar publicada
en "La fascinación de las palabras" de Omar Prego y
Julio Cortázar (1985). ©1997 Alfaguara]
Omar Prego: Hay un aspecto de tu obra que ha generado
un malentendido bastante considerable, es la noción
de juego (en su sentido más amplio y más profundo, yo
diría casi sagrado) y la de compromiso político. Yo
sé que acerca de esto se ha escrito mucho, sé que tú
has explicado en más de un texto cuál es tu posición
a ese respecto. Pero como no podemos remitir al lector
a esa bibliografía bastante cuantiosa, me parece útil
que hablemos de ello aquí y que empecemos por el principio.
Es decir, cuándo, de qué manera y por qué Julio Cortázar
asume un compromiso político. Que no es lo mismo que
ser un escritor comprometido.
Julio Cortázar: En primer lugar, es uno de los momentos
en que la biografía de una persona bifurca, toma un
nuevo rumbo, adquiere nuevas características. La verdad
es que yo era acentuadamente indiferente a las coyunturas
políticas y a la situación política en general.
OP: A pesar de que en la Argentina asumiste una actitud
claramente antiperonista.
JC: Sí, pero fue una actitud política que se limitaba
-como las actitudes políticas de la mayoría de mis amigos
y de la gente de mi generación- a la expresión de opiniones
en un plano privado y a lo sumo en un café, entre nosotros,
pero que no se traducía en la menor militancia. Es decir
que yo me sentía antiperonista pero nunca me integré
a grupos políticos o grupos de pensamiento o de estudio
que pudieran tratar de llegar a hacer una especie de
práctica de ese antiperonismo. Todo quedaba en esa época
en la opinión personal, en lo que uno pensaba. Y curiosamente
eso nos satisfacía a casi todos nosotros, nos parecía
suficiente. Incluso nuestra posición durante la guerra
civil española y durante la segunda guerra mundial.
En un caso, claro, estábamos por los republicanos, pero
ninguno de nosotros fue a combatir como voluntario a
España y ni siquiera actuó políticamente en asociaciones
republicanas en Argentina. Y naturalmente, cuando la
segunda guerra mundial éramos todos antinazis, pero
ese antinazismo no se tradujo nunca en ninguna militancia.
Las había y se podía hacer cosas en el plano práctico.
Digamos entonces que mis decisiones políticas ya estaban
tomadas y daban hacia la izquierda, pero no pasaban
de una opinión, en realidad era un punto de vista que
no se diferenciaba mucho de los puntos de vista que
yo podía tener sobre la literatura o sobre la filosofía.
En cambio, la revolución cubana me mostró, me metió
en algo que ya no era una visión política teórica, una
postura política meramente oral: esa primera visita
a Cuba me colocó frente a un hecho consumado. Yo fui
muy poco tiempo después del triunfo de la revolución
-la revolución triunfó en 1959 y yo fui en 1961- en
momentos muy difíciles en que los cubanos tenían que
apretarse el cinturón porque el bloqueo era implacable,
había problemas internos a raíz de las tentativas contrarrevolucionarias:
muy poco después se produjo eso que se llamó los alzados
del Escambray, esos grupos anticastristas que hubo que
eliminar al precio de una lucha de varios años.
OP: Es decir que por primera vez -y esto le ocurrió
a toda una generación de escritores, artistas, economistas,
periodistas- los intelectuales latinoamericanos podían
asistir al proceso de construcción del socialismo en
un país del continente.
JC: Claro. Y ese con el pueblo cubano, esa relación
con los dirigentes y con los amigos cubanos, de golpe,
sin que yo me diera cuenta (nunca fui consciente de
todo eso) y ya en el camino de vuelta a Europa, vi que
por primera vez yo había estado metido en pleno corazón
de un pueblo que estaba haciendo su revolución, que
estaba tratando de buscar su camino. Y ése es el momento
en que tendí los lazos mentales y en que me pregunté,
o me dije, que yo no había tratado de entender el peronismo.
Un proceso que no pudiendo compararse en absoluto con
la revolución cubana, de todas maneras tenía analogías:
también ahí un pueblo se había levantado, había venido
del interior hacia la capital y a su manera, en mi opinión
equivocada y chapucera, también estaba buscando algo
que no había tenido hasta ese momento.
La revolución cubana, por analogía, me mostró entonces
y de una manera muy cruel y que me dolió mucho, el gran
vacío político que había en mí, mi inutilidad política.
Desde ese día traté de documentarme, traté de entender,
de leer: el proceso se fue haciendo paulatinamente y
a veces de una manera casi inconsciente. los temas en
donde había implicaciones de tipo político o ideológico
más que político, se fueron metiendo en mi literatura.
Ése es un proceso que se puede ir apreciando a lo largo
de los años.
OP: ¿Tenés un ejemplo?
JC: Ese cuento que se llama Reunión, cuyo personaje
es el Che Guevara. Ése es un cuento que yo jamás habría
escrito si me hubiera quedado en Buenos Aires ni en
mis primeros años de París, porque no me hubiera parecido
un tema, no hubiera tenido ningún interés para mí. En
cambio, en ese momento, el tema de ese relato me resultaba
absolutamente apasionante, porque yo traté de meter
ahí, en esas 20 páginas, toda la esencia, todo el motor,
todo el impulso revolucionario que llevó a los barbudos
al triunfo.
Pero todo esto que te estoy diciendo acerca de esa especie
de entrada en la conciencia política o ideológica, que
antes había sido más bien uno de los tantos ejercicios
intelectuales y de las opiniones que uno tiene a lo
largo de la vida, no tendría demasiado sentido si no
se conectara con otra cosa. Y así como te cité Reunión
como el primer cuento que marcaría esa entrada en el
campo ideológico y por lo tanto una participación (porque
ahí yo ya entré participando), de esos mismos años debería
citar, de manera simbólica, ese otro cuento que es El
perseguidor.
OP: Yo, así, a primera vista, no veo una relación muy
clara.
JC: Bueno, en El perseguidor la política no tiene absolutamente
nada que ver, la ideología tampoco. Pero sí tiene que
ver, por primera vez en lo que yo llevaba escrito haste
ese momento, una tentativa de acercamiento al máximo
a los hombres como seres humanos. Hasta ese momento
mi literatura se había servido un poco de los personajes,
los personajes estaban ahí para que se cumpliera un
acto fantástico, una trama fantástica. los personajes
no me interesaban demasiado, yo no estaba enamorado
de mis personajes, con una que otra excepción relativa.
En El perseguidor es fácil darse cuenta de que la figura
de Johnny Carter y la de su antagonista fraternal, Bruno,
han tratado de ser vistas por el autor como si él fuera
ellos en alguna medida. El autor trata ahí de estar
lo más cerca posible de su pie, de su carne, de su pensamiento.
Y si hago esta referencia a este otro cuento es porque
en el fondo se trata de una misma operación.
La toma de conciencia ideológica, política, que me dio
la revolución cubana no se limitó solamente a las ideas.
La revolución debe triunfar y se debe hacer la revolución
porque sus protagonistas son los hombres, lo que cuenta
son los hombres. Y esa cosa aparentemente tan trivial
e incluso perogrullesca fue muy importante para mí,
porque si yo había sido indiferente a los vaivenes políticos
del mundo, era porque era indiferente a los protagonistas
de esos vaivenes políticos. Yo podía tener mucha simpatía
por los republicanos españoles y mucho odio por los
franquistas, pero era a base de criterios mentales.
No me gustaba el fascismo por razones obvias y sí me
gustaba la democracia de los republicanos. Pero yo me
quedaba afuera de la parte que correspondía a la sangre,
a la carne, a la vida, al destino personal de cada uno
de los participantes en esos enormes dramas históricos.
Entonces, en muy poco tiempo (el símbolo son estos dos
cuentos) se produce la aparición de lo que actualmente
se llama el compromiso. Es decir, que yo empiezo a darme
cuenta, a descubrir un territorio que hasta entonces
apenas había entrevisto. Lo cual no quiere decir que
yo vaya a ser un escritor de obediencia, un escritor
que se limita únicamente a defender su causa y a atacar
a la contraria, sino que voy a seguir viviendo en plena
libertad, en mi terreno fantástico, en mi terreno lúdico,
y yo sé que vos querés que hablemos de lo lúdico.
OP: Sí, pero antes me gustaría que dejáramos claro esto
que algunos llamarían «un viraje» a falta de una expresión
mejor. Yo siempre tuve la impresión de que en ti fue
algo así como el deslumbramiento en el Camino de Damasco,
salvo que vos nunca estuviste del lado de los represores,
como en cambio lo estuvo Saulo.
JC: Sí, un viraje que en realidad no lo es. Más bien
eso que consiste en tomar una conciencia directa de
los problemas ideológicos por un lado y de sus protagonistas
por otro, algo que empezaba a determinar, por lo que
a mi tocaba, eso que suele llamarse habitualmente compromiso.
Es decir, que llegó el día en que frente a una injusticia
cualquiera -hablemos en abstracto- yo tuve la necesidad
de sentarme a la máquina y escribir un artículo protestando
por esa injusticia, me sentí obligado a no quedarme
callado, sino a hacer lo único que podía hacer, que
era o hablar en público si se trataba de reuniones o
de escribir artículos de denuncia o de defensa según
los casos. Y eso, en el fondo, es lo que termina por
llamarse compromiso. O sea, que un hombre que está entregado
a la literatura, de golpe, agrega, incorpora y fusiona
preocupaciones de tipo geopolítico que se pueden manifestar
en lo que escribe literariamente o que pueden darse
separadamente, como un cuerpo ya más especializado de
escritura. Creo que ya te señalé el horror que me produce
todo «escritor comprometido» que solamente es eso. En
general, nunca he conocido un buen escritor que fuera
comprometido a tal punto que todo lo que escribiera
estuviese embarcado en ese compromiso, sin libertad
para escribir otras cosas.
OP: Un profesional del compromiso, o un comprometido
profesional.
JC: No, yo no conozco ningún gran escritor que haya
hecho eso. Estoy hablando de escritores de literatura,
no de filósofos ni de ensayistas. Alguien como Gregorio
Selser, por ejemplo, no hace otra cosa que escribir
artículos políticos, pero él no es un novelista ni un
cuentista, ni tiene interés en serlo. Ese no es mi caso,
porque yo siempre he vivido en un mundo de literatura
que al mismo tiempo es un mundo lúdico, porque para
mí es la misma cosa. Yo no podía de ninguna manera aceptar
el compromiso como una obediencia a un deber exclusivo
de ocuparme de cosas de tipo ideológico.
OP: Sería un poco el caso de Sartre, de mención inevitable
cuando se habla de este tema.
JC: El caso de Sartre me parece profundamente admirable,
porque cuando Sartre despierta a una realidad política
(un poco como en otro plano habría de sucederme a mí),
pero sin abandonar la literatura y la filosofía, comienza
a introducir elementos de la historia contemporánea,
de los problemas contemporáneos en su creación de ficción,
como es el caso de Los caminos de la libertad y La náusea.
En Los caminos de la libertad eso es más explícito,
porque el libro se va cumpliendo mientras fuera del
libro se están desarrollando esos procesos. Y creo que
Sartre, mientras tuvo una capacidad creadora pura, la
utilizó sin ninguna concesión. Sólo forzando mucho las
cosas se puede ir a buscar símbolos de tipo político
o ideológico en muchos de sus cuentos y obras de teatro.
Yo tengo la impresión de que él quería que se las considerara
como puras obras de arte, y ése es estrictamente mi
punto de vista. Cuando a mí me nace la idea de un cuento
que tiene una referencia a las desapariciones en Argentina,
escribo ese cuento con el mismo criterio literario y
la misma absorción literaria con que puedo escribir
cualquier cuento puramente fantástico, digamos La isla
a mediodía. Para mí se trata de obras literarias, sólo
que en el caso de los desaparecidos se trata de un tema
que significa mucho para mí, es ese tema espantoso de
lo que ha sucedido en Argentina estos últimos años,
y se presenta como una posibilidad de desarrollo literario
y si lo escribo igual que los cuentos puramente literarios,
hay una cosa que me complace, y es que una vez que lo
he terminado no puedo dejar de pensar que ese cuento
va a llegar a muchos lectores y que además del efecto
literario va a tener un efecto de tipo político. Ésa
me parece que es la visión del compromiso, la justa
en un escritor.
OP: O sea que las dos visiones se concilian finalmente
y se hacen una sola.
JC: Claro. Pero cuando decís eso planteás el grave problema
al que aludo en el prólogo al Libro de Manuel, que es
donde ataqué de frente el problema. Problema que consiste
en tratar de conseguir una convergencia de la historia
contemporánea -para llamarlo así- de ciertos aspectos
de la historia y su convergencia con la literatura pura.
Convergencia particularmente difícil porque en la mayoría
de los libros llamados comprometidos o bien la política
(la parte política, la parte del mensaje político) anula
y empobrece la parte literaria y se convierte en una
especie de ensayo disfrazado, o bien la literatura es
más fuerte y apaga, deja en una situación de inferioridad
al mensaje, a la comunicación que el autor desea pasar
a su lector. Entonces, ese dificilísimo equilibrio entre
un contenido de tipo ideológico y un contenido de tipo
literario -que es lo que yo quise hacer en Libro de
Manuel- me parece que es uno de los problemas más apasionantes
de la literatura contemporánea. Y me parece, además,
que las soluciones son individuales, que no hay ninguna
fórmula. Nadie tiene una fórmula para eso.
OP: Claro, porque si vamos a las fórmulas, entonces
se corre el riesgo de caer en los esquemas, que rechazás.
Yo creo que este punto quedó suficientemente ventilado
en tu carta a Roberto Fernández Retamar, publicada en
la Revista de la Casa de las Américas e incluida en
Último round, a la que podemos remitir a todo lector
interesado en estos temas. Pero ya que estamos aquí,
me gustaría que habláramos precisamente de dos cuentos
tuyos recientes, Grafitti y Segunda Vez. Yo creo que
en ellos encontraste un nuevo camino para mostrar el
rostro asumido por el horror en muchos países de nuestra
América, y que consiste precisamente en despersonalizarlo,
en hacerlo anónimo. En libros como El otoño del patriarca
o Yo, el Supremo o El recurso del método, hay siempre
un hombre de carne y hueso detrás del horror. Y entonces,
como le ocurre a García Márquez con su Patriarca, el
creador se encuentra con una criatura a la que se puede
llegar a compadecer. En cambio, en esos cuentos tuyos
no hay un hombre, por cruel que sea, sino algo que en
ningún momento puede asumir una forma (como el ser monstruoso
imaginado por Lovecraft en Las montañas de la locura,
y sé que no te gusta Lovecraft), que en un momento determinado
puede llamarse Ejército, Organizaciones Paramilitares,
Comandos de la Muerte, pero que carece de rostro.
JC: Exactamente. El horror se acentúa porque se vuelve
una especie de latencia omnímoda, una atmósfera que
flota, en donde no se pueden conocer caras ni responsabilidades
directas. Una especie de superestructura. Yo creo que
la máquina del horror tiene en el campo de la novela
dos ejemplos extraordinarios. Uno de ellos es El proceso,
de Kafka. Y aunque ahora hay toda una teoría según la
cual El proceso sería un libro cómico y que Kafka lo
consideraba como un libro cómico, nosotros por lo menos
lo leímos en una lectura dramática. Ahí ya se da el
caso de ese destino que se va cumpliendo inexorablemente,
paso a peso, sin que jamás se sepa hasta la última línea,
sin que se llegue a saber jamás cuáles eran las motivaciones
que determinaban ese destino. Muchas veces yo he pensado,
leyendo casos típicos de desaparecidos y torturados
en Argentina, que ellos han vivido exactamente El proceso
de Kafka, porque han sido detenidos muchas veces por
ser sólo parientes de gente que tenía una actuación
politica (ellos no la tenían, o la tenían de manera
muy parcial) y han sido torturados, han sido detenidos
y finalmente muchas veces ejecutados. Y esa gente, en
cada etapa de su destino, ha debido preguntarse quién
era el responsable, de dónde le venía esa acumulación
de desgracias, y no lo ha podido saber nunca porque
lo único que ha conocido es a los ejecutores, a los
torturadores. Quienes, por otra parte, tampoco sabían
quiénes eran los jefes.
El otro libro es ese a cuyo título, 1984, vamos a llegar
cronológicamente el año que viene, dentro de muy poco,
el libro de Orwell. Yo acabo de escribir un texto bastante
largo para El País de Madrid, que va a hacer crujir
los dientes de mucha gente, incluso compañeros, porque
es un artículo bastante duro, muy crítico. Ese libro
contiene la imagen del Big Brother (que finalmente no
existe, el Big Brother es un simulacro fabricado por
ese partido que tampoco se sabe lo que es) donde se
llega a un nivel totalmente infernal, a ese nivel al
que vos aludías. Sí, esos dos cuentos míos que citaste
contienen también esa mecánica del horror, el horror
sin causa definible, sin causa precisable.
OP: Que también se da, aunque en otro registro, en Satarsa,
donde todo también sucede sin que nadie sepa muy bien
por qué ocurren las cosas, cuál es su sentido último,
donde siempre alguien puede referirse a un escalón situado
por encima suyo, hasta llegar acaso a la Ley de Seguridad
del Estado.
JC: O sea, a una abstracción total.
OP: Bueno, yo te pediría que me hablaras un poco de
las similitudes que -al menos para mí -tienen Oliveira
y Andrés, el del Libro de Manuel. Te adelanto algunos
de esos elementos: el desconcierto en la búsqueda y
el sentimiento de lo lúdico, como si los dos creyeran
que lo lúdico es una especificidad de la historia. Dos
rasgos, por otra parte, que más de una vez le han sido
atribuidos a un tal Julio Cortázar.
JC: Bueno, tu pregunta es demasiado vasta y exigiría
tal vez un análisis parcializado. Pero tampoco hay por
qué complicar inútilmente las cosas. Vamos de lo más
autobiográfico, de algo que yo conozco bien, a lo más
general. Desde pequeño yo he tenido un gran sentido
del humor y me acuerdo que siendo muy niño -tendría
ocho o nueve años- me producía un gran asombro que en
ciertas conversaciones de los mayores, en circunstancias
en que todo hubiera podido arreglarse con una broma,
con una respuesta llena de humor, todo el mundo se ponía
trágico, todo el mundo se tomaba las cosas por el lado
negativo. En el mejor de los casos se hacían chistes,
los argentinos hacen muchos chistes, pero no todos tienen
sentido del humor. Mirá que esto también puede aplicarse
a la raza humana en general...
En todo caso la Argentina ha sido un país de humoristas
individuales, como Macedonio Fernández, detrás de cuya
metafísica se esconde un humor terrible. Yo, desde muy
niño, sentía que el humor era una de las formas con
las cuales era posible hacerle frente a la realidad,
a las realidades negativas sobre todo. Si cuando sucedía
algo desagradable te defendías a base de humor, salías
mejor parado que tu amigo o compañero que no disponía
de esa arma, que no veía más que lo trágico. Bueno,
de ahí a lo lúdico no hay más que un paso. Porque quien
tiene sentido del humor tiene siempre la tendencia a
ver en diferentes elementos de la realidad que lo rodea
una serie de constelaciones que se articulan y que son
en apariencia absurdas. Todas las frases del humor tienen
ese elemento de absurdo, de cosa que no funciona dentro
de una lógica aristotélica. Yo sentí que eso era una
especie de para realidad, es decir, una realidad que
está a tu disposición en la medida que vos la sepas
asumir y la sepas utilizar.
OP: Utilizabas el humor como una suerte de anticuerpo.
JC: Yo me defendía de situaciones bastante penosas mediante
el recurso del humor, un humor blanco o negro, según
las circunstancias. El humor negro también es un elemento
importante. De modo que esas asociaciones aparentemente
ilógicas que determinan las reacciones del humor y la
eficacia del humor, llevan al juego. Lo lúdico no es
un lujo, un agregado del ser humano que le puede ser
útil para divertirse: lo lúdico es una de las armas
centrales por las cuales él se maneja o puede manejarse
en la vida. Lo lúdico no entendido como un partido de
truco ni como un match de fútbol; lo lúdico entendido
como una visión en la que las cosas dejan de tener sus
funciones establecidas para asumir muchas veces funciones
muy diferentes, funciones inventadas. El hombre que
habita un mundo lúdico es un hombre metido en un mundo
combinatorio, de invención combinatoria, está creando
continuamente formas nuevas.
OP: Eso puede sonar un poco abstracto. ¿Cuáles eran
tus métodos prácticos de defensa cuando eras niño?
JC: Bueno, te doy un ejemplo. A mí, desde pequeño, me
fascinó la noción de monstruo, la idea de los animales
mitológicos: una cabeza de león, alas de águila y plumas
de pato, que naturalmente provoca la indiferencia general
de la gente. Pero a mí, te repito, me fascinaba porque
me di cuenta de que eso (la noción del monstruo, que
es el resultado de una combinación diferente de los
elementos aceptados por todos) se podía extrapolar a
operaciones mentales, a conductas. Uno podía a veces
conducirse lúdicamente, es decir, hacer un juego en
el que de alguna manera uno era el monstruo, porque
a un mismo tiempo estabas moviéndote como un león y
volando como un águila.
Para llegar a la cosa central: desde que yo empecé a
escribir (a escribir cosas publicables) la noción de
lo lúdico estuvo profundamente imbricada, confundida,
con la noción de literatura. Para mí, una literatura
sin elementos lúdicos era una literatura aburrida, la
literatura que no leo, la literatura pesada, el realismo
socialista, por ejemplo.
OP: Bueno, precisamente, de eso se trata. Es decir que
en cierta medida y hasta cierta época, se dio por aceptado
que Revolución era un concepto inseparable de realismo
socialista. De modo que tú te insurgís justamente contra
ese concepto.
JC: Sí, lo que me vale a veces enfrentamientos cordiales,
si quieres, pero enfrentamientos bastante fuertes con
compañeros revolucionarios. El Libro de Manuel fue uno
de esos ejemplos.
OP: Claro, porque Libro de Manuel, por el año en que
fue publicado, 1973, hizo las veces de pararrayos de
todas esas discrepancias que andaban flotando por ahí,
las atrajo y las concentró de manera fulminante. En
un reportaje publicado poco después de que te dieran
el Premio Médicis para extranjeros, vos dijiste lo siguiente:
«Yo no sé si llamarlo un libro político. Ésa es una
palabra que me da un poco de miedo, porque política
es una cosa muy profesional y muy precisa. Yo creo que
es un libro que una vez más continúa una especie de
apertura ideológica en la línea socialista que yo veo
para América Latina, y además una especie de pre-crítica
a todas las equivocaciones que suelen cometerse cuando
se intentan y realizan revoluciones». Y esto se compadece
perfectamente, a mi modo de ver, con otro texto tuyo,
Casilla del camaleón (La vuelta al día en ochenta mundos,
Tomo II, pp. 185-193), donde oponés precisamente el
concepto de camaleón al de coleóptero. El caleóptero
es quitinoso, rígido, poco flexible, como ciertos procesos
revolucionarios.
JC: Desgraciadamente. Desgraciadamente las revoluciones
parecen conllevar una tendencia a la estratificación
(o quitinosidad, para seguir con la imagen). En sus
formas iniciales, esas revoluciones adoptaron formas
dinámicas, formas lúdicas, formas en las que el paso
adelante, el salto adelante, esa inversión de todos
los valores que implica una revolución, se operaban
en un campo moviente, fluido y abierto a la imaginación,
a la invención y a sus productos connaturales, la poesía,
el teatro, el cine y la literatura. Pero con una frecuencia
bastante abrumadora, después de esa primera etapa las
revoluciones se institucionalizan, empiezan a llenarse
de quitina, van pasando a la condición de coleópteros.
Bueno, yo trato de luchar contra eso, ése es mi compromiso
con a las revoluciones, a la Revolución, para decirlo
en general. Trato de luchar por todos los medios, y
sobre todo con medios lúdicos, contra lo quitinoso.
El Libro de Manuel fue una tentativa de desquitinizar
esos proemios revolucionarios que vagamente se asomaban
en Argentina y que no llegaban a cuajar. Ese libro fue
escrito cuando los grupos guerrilleros estaban en plena
acción. Yo había conocido personalmente a algunos de
sus protagonistas aquí en París, y me había quedado
aterrado por su sentido dramático, trágico, de su acción,
en donde no había el menor resquicio para que entrara
ni siquiera una sonrisa, y mucho menos un rayo de sol.
Me di cuenta de que esa gente, con todos sus méritos,
con todo su coraje y con toda la razón que tenían de
llevar adelante su acción, si llegaban a cumplirla si
llegaban al final, la revolución que de ellos iba a
salir no iba a ser mi Revolución. Iba a ser una revolución
quitinizada y estratificada desde el comienzo. El Libro
de Manuel es un desafío, pero no un desafío insolente
ni negativo. Es un desafío muy cordial: vos has visto
que yo a los personajes con toda la simpatía posible.
Por ejemplo a Marcos, el jefe de ese grupo de guerrilla
urbana que está un poco de vacaciones en Europa en ese
momento. Y él mismo discute con sus amigos, si no este
problema, problemas paralelos. Yo no los atacaba, muy
al contrario. Si hubiera tenido ganas de atacarlos no
habría escrito la novela. No sólo no era un ataque,
sino que era una tentativa de ponerles en el bolsillo
un libro que tal vez los hubiera ayudado un poco.
OP: En eso que a falta de mejor palabra podemos llamar
prólogo, decis que «lo que cuénta, lo que yo he tratado
de contar, es el signo afirmativo frente a la escalada
del desprecio y del espanto, y esa afirmación debe ser
lo más solar, lo más vital del hombre: su sed erótica
y lúcida, su liberación de los tabúes, su reclamo de
una dignidad compartida en una tierra ya libre de este
horizonte diario de colmillos y de dólares». Han pasado
diez años: si no hubieras escrito entonces Libro de
Manuel,. ¿escribirías hay algo parecido?
JC: Creo que sí. Sí, escribiría algo parecido. En el
Libro de Manuel yo di un paso adelante, incluso forzándome
la mano a veces, porque estaba harto de haber discutido
en Cuba acerca de problemas de tipo erótico, por ejemplo,
y de tropezarme con la quitina. O el tema de la homosexualidad,
que ahora es también objeto de una discusión fraternal
pero muy viva con los nicaragüenses cada vez que voy
para allá. Yo creo que esa actitud machista de rechazo,
despectiva y humillante hacia la homosexualidad, no
es en absoluto una actitud revolucionaria. Ése es otro
de los aspectos que quise mostrar en Libro de Manuel.
Eso es, claro, sólo un aspecto. También hay un ataque
al lenguaje anquilosado, al lenguaje quitinizado. Allí,
a mi manera, yo libré un combate en el plano del idioma,
por que pensaba (y lo sigo pensando) que ése es uno
de los problemas más graves que hay en América Latina,
toda esa hipocresía lingüística con la que habrá que
acabar de una vez.
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