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Julio Cortázar |
El perseguidor
Final de juego (fragmento)
I
Continuidad
de los parques
[Foto:Rue des Archives / Cordon
Press]
Había empezado a leer la novela unos días
antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba
en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por
el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta
a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías,
volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque
de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta
que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones,
dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde
y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo
los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca
lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando
línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza
descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos
seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba
el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido
por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes
que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último
encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa;
ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama.
Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba
las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión
secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos.
El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada.
Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes,
y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias
que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo,
dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario
destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores.
A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido.
El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara
una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron
en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al
norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr
con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y
los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda
que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El
mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños
del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban
las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería,
una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera
habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el
puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón
de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
![](cortazar6.jpg)
No
se culpe a nadie
El frío complica siempre
las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel,
pero ahora a las seis y media su mujer lo espera en una tienda para
elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace
fresco, hay que ponerse el pull-over azul, cualquier cosa que vaya bien
con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pull-overs, irse
encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de
la ventana abierta, busca el pull-over en el armario y empieza a ponérselo
delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que
se adhiere a la lana del pull-over, pero le cuesta hacer pasar el brazo,
poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera
del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un
aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada
en punta. De un tirón se arranca la manga del pull-over y se mira la
mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pull-over
se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo
flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra
manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque
apenas la lana del pull-over se ha pegado otra vez a la tela de la camisa,
la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía
más la operación, ivvaunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse
siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria
no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo
tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pull-over
a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando
simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra
azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir
como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar
afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan
apenas por la mitad de las mangas, por más que tira nada sale afuera
y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie
de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tontería
de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del
pull-over. Si fuese así su mano tendría que salir fácilmente, pero aunque
tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos
manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse
paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante
la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse,
obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo
contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul.
Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire, al frío
de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada
en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el
cuello del pull-over, por eso lo que él creía el cuello le está apretando
de esa manera la cara, sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano
ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único
que puede hacer es seguir abriéndose paso, respirando a fondo y dejando
escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide
respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con
pelusas de lana del cuello o de la manga del pull-over, y además hay
el gusto del pull-over, ese gusto azul de la lana que le debe estar
manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez
más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las
pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el
azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le
gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera
terminar de ponerse de una vez el pull-over sin contar que debe ser
tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se
dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha,
porque esa mano por fuera del pull-over está en contacto con el aire
frío de la habitación, es como un anuncio de que ya falta poco y además
puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior
del pull-over con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier
pull-over tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la
mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pull-over
ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra
la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del
pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera
del pull-over porque sobre el pecho no se siente más que la camisa,
el pull-over debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahí arrollado
y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pull-over,
lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido
una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia
que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la
que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un
poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera
en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya
está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga
hacer bajar el pull-over que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo.
Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar
y respirar mejor hasta ponerse del todo el pull-over, pero ha perdido
la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie
de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda
de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede
reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables
tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse
el pull-over puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada
correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero
la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera
ridículo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta
obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que
él comprenda a tiempo que el pull-over se le ha pegado en la cara con
esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y
cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran
las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio,
entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es
la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la
mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse,
aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos,
como si la mano izquierda fuese una rata metida en una jaula y desde
afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de
ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera
y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe
ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse
el pull-over, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza
fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta
luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás,
girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque
ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso
seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga
yendo y viniendo sin ocuparse del pull-over, aunque su mano izquierda
le duela cada vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados,
y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos
lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pull-over
arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado
y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente
por las piernas, en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo,
arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo
porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de
rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una
vez más del pull-over y de golpe es el frío en las cejas y en la frente,
en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha
salido fuera, esa materia fría, esa delicia es el aire libre, y no quiere
abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un
tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pull-over, está de rodillas
y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre
los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los
ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando
en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar
los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es
su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro
de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pull-over y la
baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir
a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pull-over,
donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe
y lo acaricie y doce pisos.
![](cortazar6.jpg)
El
río
Y sí, parece que es así,
que te has ido diciendo no sé qué cosa, que te ibas a tirar al Sena,
algo por el estilo, una de esas frases de plena noche, mezcladas de
sábana y boca pastosa, casi siempre en la oscuridad o con algo de mano
o de pie rozando el cuerpo del que apenas escucha, porque hace tanto
que apenas te escucho cuando dices cosas así, eso viene del otro lado
de mis ojos cerrados, del sueño que otra vez me tira hacia abajo. Entonces
está bien, qué me importa si te has ido, si te has ahogado o todavía
andas por los muelles mirando el agua, y además no es cierto porque
estás aquí dormida y respirando entrecortadamente, pero entonces no
te has ido cuando te fuiste en algún momento de la noche antes de que
yo me perdiera en el sueño, porque te habías ido diciendo alguna cosa,
que te ibas a ahogar en el Sena, o sea que has tenido miedo, has renunciado
y de golpe estás ahí casi tocándome, y te mueves ondulando como si algo
trabajara suavemente en tu sueño, como si de verdad soñaras que has
salido y que después de todo llegaste a los muelles y te tiraste al
agua. Así una vez más, para dormir después con la cara empapada de un
llanto estúpido, hasta las once de la mañana, la hora en que traen el
diario con las noticias de los que se han ahogado de veras.
Me das risa, pobre. Tus determinaciones trágicas, esa manera de andar
golpeando las puertas como una actriz de tournées de provincia, uno
se pregunta si realmente crees en tus amenazas, tus chantajes repugnantes,
tus inagotables escenas patéticas untadas de lágrimas y adjetivos y
recuentos. Merecerías a alguien más dotado que yo para que te diera
la réplica, entonces se vería alzarse a la pareja perfecta, con el hedor
exquisito del hombre y la mujer que se destrozan mirándose en los ojos
para asegurarse el aplazamiento más precario, para sobrevivir todavía
y volver a empezar y perseguir inagotablemente su verdad de terreno
baldío y fondo de cacerola. Pero ya ves, escojo el silencio, enciendo
un cigarrillo y te escucho hablar, te escucho quejarte (con razón, pero
qué puedo hacerle), o lo que es todavía mejor me voy quedando dormido,
arrullado casi por tus imprecaciones previsibles, con los ojos entrecerrados
mezclo todavía por un rato las primeras ráfagas de los sueños con tus
gestos de camisón ridículo bajo la luz de la araña que nos regalaron
cuando nos casamos, y creo que al final me duermo y me llevo, te lo
confieso casi con amor, la parte más aprovechable de tus movimientos
y tus denuncias, el sonido restallante que te deforma los labios lívidos
de cólera. Para enriquecer mis propios sueños donde jamás a nadie se
le ocurre ahogarse, puedes creerme.
Pero si es así me pregunto qué estás haciendo en esta cama que habías
decidido abandonar por la otra más vasta y más huyente. Ahora resulta
que duermes, que de cuando en cuando mueves una pierna que va cambiando
el dibujo de la sábana, pareces enojada por alguna cosa, no demasiado
enojada, es como un cansancio amargo, tus labios esbozan una mueca de
desprecio, dejan escapar el aire entrecortadamente, lo recogen a bocanadas
breves, y creo que si no estuviera tan exasperado por tus falsas amenazas
admitiría que eres otra vez hermosa, como si el sueño te devolviera
un poco de mi lado donde el deseo es posible y hasta reconciliación
o nuevo plazo, algo menos turbio que este amanecer donde empiezan a
rodar los primeros carros y los gallos abominablemente desnudan su horrenda
servidumbre. No sé, ya ni siquiera tiene sentido preguntar otra vez
si en algún momento te habías ido, si eras tú la que golpeó la puerta
al salir en el instante mismo en que yo resbalaba al olvido, y a lo
mejor es por eso que prefiero tocarte, no porque dude de que estés ahí,
probablemente en ningún momento te fuiste del cuarto, quizá un golpe
de viento cerró la puerta, soñé que te habías ido mientras tú, creyéndome
despierto, me gritabas tu amenaza desde los pies de la cama. No es por
eso que te toco, en la penumbra verde del amanecer es casi dulce pasar
una mano por ese hombro que se estremece y me rechaza. La sábana te
cubre a medias, mis manos empiezan a bajar por el terso dibujo de tu
garganta, inclinándome respiro tu aliento que huele a noche y a jarabe,
no sé cómo mis brazos te han enlazado, oigo una queja mientras arqueas
la cintura negándote, pero los dos conocemos demasiado ese juego para
creer en él, es preciso que me abandones la boca que jadea palabras
sueltas, de nada sirve que tu cuerpo amodorrado y vencido luche por
evadirse, somos a tal punto una misma cosa en ese enredo de ovillo donde
la lana blanca y la lana negra luchan como arañas en un bocal. De la
sábana que apenas te cubría alcanzo a entrever la ráfaga instantánea
que surca el aire para perderse en la sombra y ahora estamos desnudos,
el amanecer nos envuelve y reconcilia en una sola materia temblorosa,
pero te obstinas en luchar, encogiéndote, lanzando los brazos por sobre
mi cabeza, abriendo como en un relámpago los muslos para volver a cerrar
sus tenazas monstruosas que quisieran separarme de mí mismo. Tengo que
dominarte lentamente (y eso, lo sabes, lo he hecho siempre con una gracia
ceremonial), sin hacerte daño voy doblando los juncos de tus brazos,
me ciño a tu placer de manos crispadas, de ojos enormemente abiertos,
ahora tu ritmo al fin se ahonda en movimientos lentos de muaré, de profundas
burbujas ascendiendo hasta mi cara, vagamente acaricio tu pelo derramado
en la almohada, en la penumbra verde miro con sorpresa mi mano que chorrea,
y antes de resbalar a tu lado sé que acaban de sacarte del agua, demasiado
tarde, naturalmente, y que yaces sobre las piedras del muelle rodeada
de zapatos y de voces, desnuda boca arriba con tu pelo empapado y tus
ojos abiertos.
![](cortazar6.jpg)
Los
venenos
El sábado tío Carlos llegó
a mediodía con la máquina de matar hormigas. El día antes había dicho
en la mesa que iba a traerla, y mi hermana y yo esperábamos la máquina
imaginando que era enorme, que era terrible. Conocíamos bien las hormigas
de Bánfield, las hormigas negras que se van comiendo todo, hacen los
hormigueros en la tierra, en los zócalos, o en ese pedazo misterioso
donde una casa se hunde en el suelo, allí hacen agujeros disimulados
pero no pueden esconder su fila negra que va y viene trayendo pedacitos
de hojas, y los pedacitos de hojas eran las plantas del jardín, por
eso mamá y tío Carlos se habían decidido a comprar la máquina para acabar
con las hormigas.
Me acuerdo que mi hermana vio venir a tío Carlos por la calle Rodríguez
Peña, desde lejos lo vio venir en el tílburi de la estación, y entró
corriendo por el callejón del costado gritando que tío Carlos traía
la máquina. Yo estaba en los ligustros que daban a lo de Lila, hablando
con Lila por el alambrado, contándole que por la tarde íbamos a probar
la máquina, y Lila estaba interesada pero no mucho, porque a las chicas
no les importan las máquinas y no les importan las hormigas, solamente
le llamaba la atención que la máquina echaba humo y que eso iba a matar
todas las hormigas de casa.
Al oír a mi hermana le dije a Lila que tenía que ir a ayudar a bajar
la máquina, y corrí por el callejón con el grito de guerra de Sitting
Bull, corriendo de una manera que había inventado en ese tiempo y que
era correr sin doblar las rodillas, como pateando una pelota. Cansaba
poco y era como un vuelo, aunque nunca como el sueño de volar que yo
siempre tenía entonces, y que era recoger las piernas del suelo, y con
apenas un movimiento de cintura volar a veinte centímetros del suelo,
de una manera que no se puede contar por lo linda, volar por calles
largas, subiendo a veces un poco y otra vez al ras del suelo, con una
sensación tan clara de estar despierto, aparte que en ese sueño la contra
era que yo siempre soñaba que estaba despierto, que volaba de verdad,
que antes lo había soñado pero esta vez iba de veras, y cuando me despertaba
era como caerme al suelo, tan triste salir andando o corriendo pero
siempre pesado, vuelta abajo a cada salto. Lo único un poco parecido
era esta manera de correr que había inventado, con las zapatillas de
goma Keds Champion con puntera daba la impresión del sueño, claro que
no se podía comparar.
Mamá y abuelita ya estaban en la puerta hablando con tío Carlos y el
cochero. Me arrimé despacio porque a veces me gustaba hacerme esperar,
y con mi hermana miramos el bulto envuelto en papel madera y atado con
mucho hilo sisal, que el cochero y tío Carlos bajaban a la vereda. Lo
primero que pensé fue que era una parte de la máquina, pero en seguida
vi que era la máquina completa, y me pareció tan chica que se me vino
el alma a los pies. Lo mejor fue al entrarla, porque ayudando a tío
Carlos me di cuenta que la máquina pesaba mucho, y el peso me devolvió
confianza. Yo mismo le saqué los piolines y el papel, porque mamá y
tío Carlos tenían que abrir un paquete chico donde venía la lata del
veneno, y de entrada ya nos anunciaron que eso no se tocaba y que más
de cuatro habían muerto retorciéndose por tocar la lata. Mi hermana
se fue a un rincón porque se le había acabado el interés por todo y
un poco también por miedo, pero yo la miré a mamá y nos reímos, y todo
aquel discurso era por mí hermana, a mí me iban a dejar manejar la máquina
con veneno y todo.
No era linda, quiero decir que no era una máquina máquina, por lo menos
con una rueda que da vueltas o un pito que echa un chorro de vapor.
Parecía una estufa de fierro negro, con tres patas combadas, una puerta
para el fuego, otra para el veneno y de arriba salía un tubo de metal
flexible (como el cuerpo de los gusanos) donde después se enchufaba
otro tubo de goma con un pico. A la hora del almuerzo mamá nos leyó
el manual de instrucciones, y cada vez que llegaba a las partes del
veneno todos la mirábamos a mi hermana, y abuelita le volvió a decir
que en Flores tres niños habían muerto por tocar una lata. Ya habíamos
visto la calavera en la tapa, y tío Carlos buscó una cuchara vieja y
dijo que ésa sería para el veneno y que las cosas de la máquina las
guardarían en el estante de arriba del cuarto de las herramientas. Afuera
hacía calor porque empezaba enero, y la sandía estaba helada, con las
semillas negras que me hacían pensar en las hormigas.
Después de la siesta, la de los grandes porque mi hermana leía el Billiken
y yo clasificaba las estampillas en el patio cerrado, fuimos al jardín
y tío Carlos puso la máquina en la rotonda de las hamacas donde siempre
salían hormigueros. Abuelita preparó brasas de carbón para cargar la
hornalla, y yo hice un barro lindísimo en una batea vieja, revolviendo
con la cuchara de albañil. Mamá y mi hermana se sentaron en las sillas
de paja para ver, y Lila miraba entre el ligustro hasta que le gritamos
que viniera y dijo que la madre no la dejaba pero que lo mismo veía.
Del otro lado del jardín ya se estaban asomando las de Negri, que eran
unos casos y por eso no nos tratábamos. Les decían la Chola, la Ela
y la Cufina, pobres. Eran buenas pero pavas, y no se podía jugar con
ellas. Abuelita les tenía lástima pero mamá no las invitaba nunca a
casa porque se armaban líos con mi hermana y conmigo. Las tres querían
mandar la parada pero no sabían ni rayuela ni bolita ni vigilante y
ladrón ni el barco hundido, y lo único que sabían era reírse como sonsas
y hablar de tanta cosa que yo no sé a quién le podía interesar. El padre
era concejal y tenían Orpington leonadas. Nosotros criábamos Rhode Island
que es mejor ponedora.
La máquina parecía más grande por lo negra que se la veía entre el verde
del jardín y los frutales. Tío Carlos la cargó de brasas, y mientras
tomaba calor eligió un hormiguero y le puso el pico del tubo; yo eché
barro alrededor y lo apisoné pero no muy fuerte, para impedir el desmoronamiento
de las galerías como decía el manual. Entonces mi tío abrió la puerta
para el veneno y trajo la lata y la cuchara. El veneno era violeta,
un color precioso, y había que echar una cucharada grande y cerrar en
seguida la puerta. Apenas la habíamos echado se oyó como un bufido y
la máquina empezó a trabajar. Era estupendo, todo alrededor del pico
salía un humo blanco, y había que echar más barro y aplastarlo con las
manos. «Van a morir todas», dijo mi tío que estaba muy contento con
el funcionamiento de la máquina, y yo me puse al lado de él con las
manos llenas de barro hasta los codos, y se veía que era un trabajo
para que lo hicieran los hombres.
-¿Cuánto tiempo hay que fumigar cada hormiguero? -preguntó mamá.
Por lo menos media hora -dijo tío Carlos-. Algunos son larguísimos,
más de lo que se cree.
Yo entendí que quería decir dos o tres metros, porque había tantos hormigueros
en casa que no podía ser que fueran demasiado largos. Pero justo en
ese momento oímos que la Cufina empezaba a chillar con esa voz que tenía
que la escuchaban desde la estación, y toda la familia Negri vino al
jardín diciendo que de un cantero de lechuga salía humo. Al principio
yo no lo quería creer pero era cierto, porque en el mismo momento Lila
me avisó desde los ligustros que en su casa también salía humo al lado
de un duraznero, y tío Carlos se quedó pensando y después fue hasta
el alambrado de los Negri y le pidió a la Chola que era la menos haragana
que echara barro donde salía el humo, y yo salté a lo de Lila y taponé
el hormiguero. Ahora salía humo en otras partes de casa, en el gallinero,
más atrás de la puerta blanca, y al pie de la pared del costado. Mamá
y mi hermana ayudaban a poner barro, era formidable pensar que por debajo
de la tierra había tanto humo buscando salir, y que entre ese humo las
hormigas estaban rabiando y retorciéndose como los tres niños de Flores.
Esa tarde trabajamos hasta la noche, y a mi hermana la mandaron a preguntar
si en la casa de otros vecinos salía humo. Cuando apenas quedaba luz
la máquina se apagó, y al sacar el pico del hormiguero yo cavé un poco
con la cuchara de albañil y toda la cueva estaba llena de hormigas muertas
y tenía un color violeta que olía a azufre. Eché barro encima como en
los entierros, y calculé que habrían muerto unas cinco mil hormigas
por lo menos. Ya todos se habían ido adentro porque era hora de bañarse
y tender la mesa, pero tío Carlos y yo nos quedamos a repasar la máquina
y a guardarla. Le pregunté si podía llevar las cosas al cuarto de las
herramientas y dijo que sí. Por las dudas me enjuagué las manos después
de tocar la lata y la cuchara, y eso que la cuchara la habíamos limpiado
antes.
Al otro día fue domingo y vino mi tía Rosa con mis primos, y fue un
día en que jugamos todo el tiempo al vigilante y ladrón con mi hermana
y con Lila que tenía permiso de la madre. A la noche tía Rosa le dijo
a mamá si mi primo Hugo podía quedarse a pasar toda la semana en Bánfield
porque estaba un poco débil de la pleuresía y necesitaba sol. Mamá dijo
que sí, y todos estábamos contentos. A Hugo le hicieron una cama en
mi pieza, y el lunes fue la sirvienta a traer su ropa para la semana.
Nos bañábamos juntos y Hugo sabía más cuentos que yo, pero no saltaba
tan lejos. Se veía que era de Buenos Aires, con la ropa venían dos libros
de Salgari y uno de botánica, porque tenía que preparar el ingreso a
primer año. Dentro del libro venía una pluma de pavo real, la primera
que yo veía, y él la usaba como señalador. Era verde con un ojo violeta
y azul, toda salpicada de oro. Mi hermana se la pidió pero Hugo le dijo
que no porque se la había regalado la madre. Ni siquiera se la dejó
tocar, pero a mí sí porque me tenía confianza y yo la agarraba del canuto.
Los primeros días, como tío Carlos trabajaba en la oficina no volvimos
a encender la máquina, aunque yo le había dicho a mamá que si ella quería
yo la podía hacer andar. Mamá dijo que mejor esperáramos al sábado,
que total no había muchos almácigos esa semana y que no se veían tantas
hormigas como antes.
-Hay unas cinco mil menos -le dije yo, y ella se reía pero me dio la
razón. Casi mejor que no me dejara encender la máquina, así Hugo no
se metía, porque era de esos que todo lo saben y abren las puertas para
mirar adentro. Sobre todo con el veneno mejor que no me ayudara.
A la siesta nos mandaban quedarnos quietos, porque tenían miedo de la
insolación. Mí hermana desde que Hugo jugaba conmigo venía todo el tiempo
con nosotros, y siempre quería jugar de compañera con Hugo. A las bolitas
yo les ganaba a los dos, pero al balero Hugo no sé cómo se las sabía
todas y me ganaba. Mi hermana lo elogiaba todo el tiempo y yo me daba
cuenta que lo buscaba para novio, era cosa de decírselo a mamá para
que le plantara un par de bifes, solamente que no se me ocurría cómo
decírselo a mamá, total no hacían nada malo. Hugo se reía de ella pero
disimulando, y yo en esos momentos lo hubiera abrazado, pero era siempre
cuando estábamos jugando y había que ganar o perder pero nada de abrazos.
La siesta duraba de dos a cinco, y era la mejor hora para estar tranquilos
y hacer lo que uno quería. Con Hugo revisábamos las estampillas y yo
le daba las repetidas, le enseñaba a clasificarlas por países, y él
pensaba al otro año tener una colección como la mía pero solamente de
América. Se iba a perder las de Camerún que son con animales, pero él
decía que así las colecciones son más importantes. Mi hermana le daba
la razón y eso que no sabía si una estampilla estaba del derecho o del
revés, pero era para llevarme la contra. En cambio Lila que venía a
eso de las tres, saltando por los ligustros, estaba de mi parte y le
gustaban las estampillas de Europa. Una vez yo le había dado a Lila
un sobre con todas estampillas diferentes, y ella siempre me lo recordaba
y decía que el padre le iba a ayudar en la colección pero que la madre
pensaba que eso no era para chicas y tenía microbios, y el sobre estaba
guardado en el aparador.
Para que no se enojaran en casa por el ruido, cuando llegaba Lila nos
íbamos al fondo y nos tirábamos debajo de los frutales. Las de Negri
también andaban por el jardín de ellas, y yo sabía que las tres estaban
locas con Hugo y se hablaban a gritos y siempre por la nariz, y la Cufina
sobre todo se la pasaba preguntando: «¿Y dónde está el costurero con
los hilos?» y la Ela le contestaba no sé qué, entonces se peleaban pero
a propósito para llamar la atención, y menos mal que de ese lado los
ligustros eran tupidos y no se veía mucho. Con Lila nos moríamos de
risa al oírlas, y Hugo se tapaba la nariz y decía: «¿Y dónde está la
pavita para el mate?» Entonces la Chola que era la mayor decía: «¿Vieron
chicas cuántos groseros hay este año?», y nosotros nos metíamos pasto
en la boca para no reírnos fuerte, porque lo bueno era dejarlas con
las ganas y no seguírsela, así después cuando nos oían jugar a la mancha
rabiaban mucho más y al final se peleaban entre ellas hasta que salía
la tía y las mechoneaba y las tres se iban adentro llorando.
A mí me gustaba tener de compañera a Lila en los juegos, porque entre
hermanos a uno no le gusta jugar si hay otros, y mi hermana lo buscaba
en seguida a Hugo de compañero. Lila y yo les ganábamos a las bolitas,
pero a Hugo le gustaba más el vigilante y ladrón y la escondida, siempre
había que hacerle caso y jugar a eso, pero también era formidable, solamente
que no podíamos gritar y los juegos así sin gritos no valen tanto. A
la escondida casi siempre me tocaba contar a mi, no sé por qué me engañaban
vuelta a vuelta, y piedra libre uno detrás de otro. A las cinco salía
abuelita y nos retaba porque estábamos sudados y habíamos tomado demasiado
sol, pero nosotros la hacíamos reír y le dábamos besos, hasta Hugo y
Lila que no eran de casa. Yo me fijé en esos días que abuelita iba siempre
a mirar el estante de las herramientas, y me di cuenta que tenía miedo
de que anduviéramos hurgando con las cosas de la máquina. Pero a nadie
se le iba a ocurrir una pavada así, con lo de los tres niños de Flores
y encima la paliza que nos iban a dar.
A ratos me gustaba quedarme solo, y en esos momentos ni siquiera quería
que estuviera Lila. Sobre todo al caer la tarde, un rato antes que abuelita
saliera con su batón blanco y se pusiera a regar el jardín. A esa hora
la tierra ya no estaba tan caliente, pero las madreselvas olían mucho
y también los canteros de tomates donde había canaletas para el agua
y bichos distintos que en otras partes. Me gustaba tirarme boca abajo
y oler la tierra, sentirla debajo de mí, caliente con su olor a verano
tan distinto de otras veces. Pensaba en muchas cosas, pero sobre todo
en las hormigas, ahora que había visto lo que eran los hormigueros me
quedaba pensando en las galerías que cruzaban por todos lados y que
nadie veía. Como las venas en mis piernas, que apenas se distinguían
debajo de la piel, pero llenas de hormigas y misterios que iban y venían.
Si uno comía un poco de veneno, en realidad venía a ser lo mismo que
el humo de la máquina, el veneno andaba por las venas del cuerpo igual
que el humo en la tierra, no había mucha diferencia.
Después de un rato me cansaba de estar solo y estudiar los bichos de
los tomates. Iba a la puerta blanca, tomaba impulso y me largaba a la
carrera como Buffalo Bill, y al llegar al cantero de las lechugas lo
saltaba limpio y ni tocaba el borde de gramilla. Con Hugo tirábamos
al blanco con la Diana de aire comprimido, o jugábamos en las hamacas
cuando mi hermana o a veces Lila salían de bañarse y venían a las hamacas
con ropa limpia. También Hugo y yo nos íbamos a bañar, y a última hora
salíamos todos a la vereda, o mi hermana tocaba el piano en la sala
y nosotros nos sentábamos en la balaustrada y veíamos volver a la gente
del trabajo hasta que llegaba tío Carlos y todos lo íbamos a saludar
y de paso a ver si traía algún paquete con hilo rosa o el Billiken.
Justamente una de esas veces al correr a la puerta fue cuando Lila se
tropezó en una laja y se lastimó la rodilla. Pobre Lila, no quería llorar
pero le saltaban las lágrimas y yo pensaba en la madre que era tan severa
y le diría machona y de todo cuando la viera lastimada. Hugo y yo hicimos
la sillita de oro y la llevamos del lado de la puerta blanca mientras
mi hermana iba a escondidas a buscar un trapo y alcohol. Hugo se hacía
el comedido y quería curarla a Lila, lo mismo mi hermana para estar
con Hugo, pero yo los saqué a empujones y le dije a Lila que aguantara
nada más que un segundo, y que si quería cerrara los ojos. Pero ella
no quiso y mientras yo le pasaba el alcohol ella lo miraba fijo a Hugo
como para mostrarle lo valiente que era. Yo le soplé fuerte en la lastimadura
y con la venda quedó muy bien y no le dolía.
-Mejor andate en seguida a tu casa -le dijo mi hermana-, así tu mamá
no se cabrea.
Después que se fue Lila yo me empecé a aburrir con Hugo y mi hermana
que hablaban de orquestas típicas, y Hugo había visto a De Caro en un
cine y silbaba tangos para que mi hermana los sacara en el piano. Me
fui a mi cuarto a buscar el álbum de las estampillas, y todo el tiempo
pensaba que la madre la iba a retar a Lila y que a lo mejor estaba llorando
o que se le iba a infectar la matadura como pasa tantas veces. Era increíble
lo valiente que había sido Lila con el alcohol, y cómo lo miraba a Hugo
sin llorar ni bajar la vista.
En la mesa de luz estaba la botánica de Hugo, y asomaba el canuto de
la pluma de pavo real. Como él me la dejaba mirar la saqué con cuidado
y me puse al lado de la lámpara para verla bien. Yo creo que no había
ninguna pluma más linda que ésa. Parecía las manchas que se hacen en
el agua de los charcos, pero no se podía comparar, era muchísimo más
linda, de un verde brillante como esos bichos que viven en los damascos
y tienen dos antenas largas con una bolita peluda en cada punta. En
medio de la parte más ancha y más verde se abría un ojo azul y violeta,
todo salpicado de oro, algo como no se ha visto nunca. Yo de golpe me
daba cuenta por qué se llamaba pavo real, y cuanto más la miraba más
pensaba en cosas raras, como en las novelas, y al final la tuve que
dejar porque se la hubiera robado a Hugo y eso no podía ser. A lo mejor
Lila estaba pensando en nosotros, sola en su casa (que era oscura y
con sus padres tan severos) cuando yo me divertía con la pluma y las
estampillas. Mejor guardar todo y pensar en la pobre Lila tan valiente.
Por la noche me costó dormirme, no sé por qué. Se me había metido en
la cabeza que Lila no estaba bien y que tenía fiebre. Me hubiera gustado
pedirle a mamá que fuera a preguntarle a la madre pero no se podía,
primero con Hugo que se iba a reír, y después que mamá se enojaría si
se enteraba de la lastimadura y que no le habíamos avisado. Me quise
dormir tantas veces pero no podía, y al final pensé que lo mejor era
ir por la mañana a lo de Lila y ver cómo estaba, o llamar por el ligustro.
Al final me dormí pensando en Lila y Buffalo Bill y también en la máquina
de las hormigas, pero sobre todo en Lila.
Al otro día me levanté antes que nadie y fui a mi jardín, que estaba
cerca de las glicinas. Mi jardín era un cantero nada más que mío, que
abuelita me había dado para que yo hiciese lo que quisiera. Una vez
planté alpiste, después batatas, pero ahora me gustaban las flores y
sobre todo mi jazmín del Cabo, que es el de olor más fuerte sobre todo
de noche, y mamá siempre decía que mi jazmín era el más lindo de la
casa. Con la pala fui cavando despacio alrededor del jazmín, que era
lo mejor que yo tenía, y al final lo saqué con toda la tierra pegada
a la raíz. Así fui a llamarla a Lila que también estaba levantada y
no tenía casi nada en la rodilla.
-¿Hugo se va mañana? -me preguntó, y le dije que sí, porque tenía que
seguir estudiando en Buenos Aires el ingreso a primer año. Le dije a
Lila que le traía una cosa y ella me preguntó qué era, y entonces por
entre el ligustro le mostré mi jazmín y le dije que se lo regalaba y
que si quería la iba a ayudar a hacerse un jardín para ella sola. Lila
dijo que el jazmín era muy lindo, y le pidió permiso a la madre y yo
salté el ligustro para ayudarla a plantarlo. Elegimos un cantero chico,
arrancamos unos crisantemos medio secos que había, y yo me puse a puntear
la tierra, a darle otra forma al cantero, y después Lila me dijo dónde
le gustaba que estuviera el jazmín, que era en el mismo medio. Yo lo
planté, regamos con la regadera y el jardín quedó muy bien. Ahora yo
tenía que conseguir un poco de gramilla, pero no había apuro. Lila estaba
muy contenta y no le dolía nada la lastimadura. Quería que Hugo y mi
hermana vieran en seguida lo que habíamos hecho, y yo los fui a buscar
justo cuando mamá me llamaba para el café con leche. Las de Negri andaban
peleándose en el jardín, y la Cufina chillaba como siempre. No sé cómo
podían pelearse con una mañana tan linda.
El sábado por la tarde Hugo se tenía que volver a Buenos Aires y yo
dentro de todo me alegré porque tío Carlos no quería encender la máquina
ese día y lo dejó para el domingo. Mejor que estuviéramos él y yo solamente,
no fuera la mala pata que Hugo se saliera envenenando o cualquier cosa.
Esa tarde lo extrañé un poco porque ya me había acostumbrado a tenerlo
en mi cuarto, y sabía tantos cuentos y aventuras de memoria. Pero peor
era mi hermana que andaba por toda la casa como sonámbula, y cuando
mamá le preguntó qué le pasaba dijo que nada, pero ponía una cara que
mamá se quedó mirándola y al final se fue diciendo que algunas se creían
más grandes de lo que eran y eso que ni sonarse solas sabían. Yo encontraba
que mí hermana se portaba como una estúpida, sobre todo cuando la vi
que con tiza de colores escribía en el pizarrón del patio el nombre
de Hugo, lo borraba y lo escribía de nuevo, siempre con otros colores
y otras letras, mirándome de reojo, y después hizo un corazón con una
flecha y yo me fui para no pegarle un par de bifes o ir a decírselo
a mamá. Para peor esa tarde Lila se había vuelto a su casa temprano,
diciendo que la madre no la dejaba quedarse por culpa de la lastimadura.
Hugo le dijo que a las cinco venían a buscarlo de Buenos Aires, y que
por qué no se quedaba hasta que él se fuera, pero Lila dijo que no podía
y se fue corriendo y sin saludar. Por eso cuando lo vinieron a buscar,
Hugo tuvo que ir a despedirse de Lila y la madre, y después se despidió
de nosotros y se fue muy contento diciendo que volvería al otro fin
de semana. Esa noche yo me sentí un poco solo en mi cuarto, pero por
otro lado era una ventaja sentir que todo era de nuevo mío, y que podía
apagar la luz cuando me daba la gana.
El domingo al levantarme oí que mamá hablaba por el alambrado con el
señor Negri. Me acerqué a decir buen día y el señor Negri estaba diciéndole
a mamá que en el cantero de las lechugas donde salía el humo el día
que probamos la máquina, todas las lechugas se estaban marchitando.
Mamá le dijo que era muy raro porque en el prospecto de la máquina decía
que el humo no era dañino para las plantas, y el señor Negri le contestó
que no hay que fiarse de los prospectos, que lo mismo es con los remedios
que cuando uno lee el prospecto se va a curar de todo y después a lo
mejor acaba entre cuatro velas. Mamá le dijo que podía ser que alguna
de las chicas hubiera echado agua de jabón en el cantero sin querer
(pero yo me di cuenta que mamá quería decir a propósito, de chusmas
que eran y para buscar pelea) y entonces el señor Negri dijo que iba
a averiguar pero que en realidad si la máquina mataba las plantas no
se veía la ventaja de tomarse tanto trabajo. Mamá le dijo que no iba
a comparar unas lechugas de mala muerte con el estrago que hacen las
hormigas en los jardines, y que por la tarde la íbamos a encender, y
si veían humo que avisaran que nosotros iríamos a tapar los hormigueros
para que ellos no se molestaran. Abuelita me llamó para tomar el café
y no sé qué más se dijeron, pero yo estaba entusiasmado pensando que
otra vez íbamos a combatir las hormigas, y me pasé la mañana leyendo
Raffles aunque no me gustaba tanto como Buffalo Bill y muchas otras
novelas.
A mí hermana se le había pasado la loca y andaba cantando por toda la
casa, en una de esas le dio por pintar con los lápices de colores y
vino adonde yo estaba, y antes de darme cuenta ya había metido la nariz
en lo que yo hacía, y justo por casualidad yo acababa de escribir mi
nombre, que me gustaba escribirlo en todas partes, y el de Lila que
por pura casualidad había escrito al lado del mío. Cerré el libro pero
ella ya había leído y se puso a reír a carcajadas y me miraba como con
lástima, y yo me le fui encima pero ella chilló y oí que mamá se acercaba,
entonces me fui al jardín con toda la rabia. En el almuerzo ella me
estuvo mirando con burla todo el tiempo, y me hubiera encantado pegarle
una patada por abajo de la mesa, pero era capaz de ponerse a gritar
y a la tarde íbamos a encender la máquina, así que me aguanté y no dije
nada. A la hora de la siesta me trepé al sauce a leer y a pensar, y
cuando a las cuatro y media salió tío Carlos de dormir, cebamos mate
y después preparamos la máquina, y yo hice dos palanganas de barro.
Las mujeres estaban adentro y hacía calor, sobre todo al lado de la
máquina que era a carbón, pero el mate es bueno para eso si se toma
amargo y muy caliente.
Habíamos elegido la parte del fondo del jardín cerca de los gallineros,
porque parecía que las hormigas se estaban refugiando en esa parte y
hacían mucho estrago en los almácigos. Apenas pusimos el pico en el
hormiguero más grande empezó a salir humo por todas partes, y hasta
por entre los ladrillos del piso del gallinero salía. Yo iba de un lado
a otro taponando la tierra, y me gustaba echar el barro encima y aplastarlo
con las manos hasta que dejaba de salir el humo. Tío Carlos se asomó
al alambrado de las de Negri y le preguntó a la Chola, que era la menos
sonsa, si no salía humo en su jardín, y la Cufina armaba gran revuelo
y andaba por todas partes mirando porque a tío Carlos le tenían mucho
respeto, pero no salía humo del lado de ellas. En cambio oí que Lila
me llamaba y fui corriendo al ligustro y la vi que estaba con su vestido
de lunares anaranjados que era el que más me gustaba, y la rodilla vendada.
Me gritó que salía humo de su jardín, el que era solamente suyo, y yo
ya estaba saltando el alambrado con una de las palanganas de barro mientras
Lila me decía afligida que al ir a ver su jardín había oído que hablábamos
con las de Negri y que entonces justo al lado de donde habíamos plantado
el jazmín empezaba a salir humo. Yo estaba arrodillado echando barro
con todas mis fuerzas. Era muy peligroso para el jazmín recién trasplantado
y ahora con el veneno tan cerca, aunque el manual decía que no. Pensé
si no podría cortar la galería de las hormigas unos metros antes del
cantero, pero antes de nada eché el barro y taponé la salida lo mejor
que pude. Lila se había sentado a la sombra con un libro y me miraba
trabajar. Me gustaba que me estuviera mirando, y puse tanto barro que
seguro por ahí no iba a salir más humo. Después me acerqué a preguntarle
dónde había una pala para ver de cortar la galería antes que llegara
al jazmín con todo el veneno. Lila se levantó y fue a buscar la pala,
y como tardaba yo me puse a mirar el libro que era de cuentos con figuras,
y me quedé asombrado al ver que Lila también tenía una pluma de pavo
real preciosa en el libro, y que nunca me había dicho nada. Tío Carlos
me estaba llamando para que taponara otros agujeros, pero yo me quedé
mirando la pluma que no podía ser la de Hugo pero era tan idéntica que
parecía del mismo pavo real, verde con el ojo violeta y azul, y las
manchitas de oro. Cuando Lila vino con la pala le pregunté de dónde
había sacado la pluma, y pensaba contarle que Hugo tenía una idéntica.
Casi no me di cuenta de lo que me decía cuando se puso muy colorada
y contestó que Hugo se la había regalado al ir a despedirse.
-Me dijo que en su casa hay muchas -agregó como disculpándose pero no
me miraba, y tío Carlos me llamó más fuerte del otro lado de los ligustros
y yo tiré la pala que me había dado Lila y me volví al alambrado, aunque
Lila me llamaba y me decía que otra vez estaba saliendo humo en su jardín.
Salté el alambrado y desde casa por entre los ligustros la miré a Lila
que estaba llorando con el libro en la mano y la pluma que asomaba apenas,
y vi que el humo salía ahora al lado mismo del jazmín, todo el veneno
mezclándose con las raíces. Fui hasta la máquina aprovechando que tío
Carlos hablaba de nuevo con las de Negri, abrí la lata del veneno y
eché dos, tres cucharadas llenas en la máquina y la cerré; así el humo
invadía bien los hormigueros y mataba todas las hormigas, no dejaba
ni una hormiga viva en el jardín de casa.
![](cortazar6.jpg)
La
puerta condenada
A Petrone le gustó el hotel Cervantes por
razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo,
casi desierto. Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba
el río en el vapor de la carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica
de Montevideo. Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo
piso, que daba directamente a la sala de recepción. Por el tablero de
llaves en la portería supo que había poca gente en el hotel; las llaves
estaban unidas a unos pesados discos de bronce con el número de habitación,
inocente recurso de la gerencia para impedir que los clientes se las
echaran al bolsillo.
El ascensor dejaba frente a la recepción, donde había un mostrador con
los diarios del día y el tablero telefónico. Le bastaba caminar unos
metros para llegar a la habitación. El agua salía hirviendo, y eso compensaba
la falta de sol y de aire. En la habitación había una pequeña ventana
que daba a la azotea del cine contiguo; a veces una paloma se paseaba
por ahí. El cuarto de baño tenía una ventana más grande, que se habría
tristemente a un muro y a un lejano pedazo de cielo, casi inútil. Los
muebles eran buenos, había cajones y estantes de sobra. Y muchas perchas,
cosa rara.
El gerente resultó ser un hombre alto y flaco, completamente calvo.
Usaba anteojos con armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora
de los uruguayos. Le dijo a Petrone que el segundo piso era muy tranquilo,
y que en la única habitación contigua a la suya vivía una señora sola,
empleada en alguna parte, que volvía al hotel a la caída de la noche.
Petrone la encontró al día siguiente en el ascensor. Se dio cuenta de
que era ella por el número de la llave que tenía en la palma de la mano,
como si ofreciera una enorme moneda de oro. El portero tomó la llave
y la de Petrone para colgarlas en el tablero, y se quedó hablando con
la mujer sobre unas cartas. Petrone tuvo tiempo de ver que era todavía
joven, insignificante, y que se vestía mal como todas las orientales.
El contrato con los fabricantes de mosaicos llevaría más o menos una
semana. Por la tarde Petrone acomodó la ropa en el armario, ordenó sus
papeles en la mesa, y después de bañarse salió a recorrer el centro
mientras se hacía hora de ir al escritorio de los socios. El día se
pasó en conversaciones, cortadas por un copetín en Pocitos y una cena
en casa del socio principal. Cuando lo dejaron en el hotel era más de
la una. Cansado, se acostó y se durmió en seguida. Al despertarse eran
casi las nueve, y en esos primeros minutos en que todavía quedan las
sobras de la noche y del sueño, pensó que en algún momento lo había
fastidiado el llanto de una criatura.
Antes de salir charló con el empleado que atendía la recepción y que
hablaba con acento alemán. Mientras se informaba sobre líneas de ómnibus
y nombres de calles, miraba distraído la enorme sala en cuyo extremo
estaban la puerta de su habitación y la de la señora sola. Entre las
dos puertas había un pedestal con una nefasta réplica de la Venus de
Milo. Otra puerta, en la pared lateral daba a una salida con los infaltables
sillones y revistas. Cuando el empleado y Petrone callaban el silencio
del hotel parecía coagularse, caer como cenizas sobre los muebles y
las baldosas. El ascensor resultaba casi estrepitoso, y lo mismo el
ruido de las hojas de un diario o el raspar de un fósforo.
Las conferencias terminaron al caer la noche y Petrone dio una vuelta
por 18 de Julio antes de entrar a cenar en uno de los bodegones de la
plaza Independencia. Todo iba bien, y quizá pudiera volverse a Buenos
Aires antes de lo que pensaba. Compró un diario argentino, un atado
de cigarrillos negros, y caminó despacio hasta el hotel. En el cine
de al lado daban dos películas que ya había visto, y en realidad no
tenía ganas de ir a ninguna parte. El gerente lo saludó al pasar y le
preguntó si necesitaba más ropa de cama. Charlaron un momento, fumando
un pitillo, y se despidieron.
Antes de acostarse Petrone puso en orden los papeles que había usado
durante el día, y leyó el diario sin mucho interés. El silencio del
hotel era casi excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba
por la calle Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un
nuevo intervalo. Sin inquietud pero con alguna impaciencia, tiró el
diario al canasto y se desvistió mientras se miraba distraído en el
espejo del armario. Era un armario ya viejo, y lo habían adosado a una
puerta que daba a la habitación contigua. A Petrone lo sorprendió descubrir
la puerta que se le había escapado en su primera inspección del cuarto.
Al principio había supuesto que el edificio estaba destinado a hotel
pero ahora se daba cuenta de que pasaba lo que en tantos hoteles modestos,
instalados en antiguas casas de escritorios o de familia. Pensándolo
bien, en casi todos los hoteles que había conocido en su vida -y eran
muchos- las habitaciones tenían alguna puerta condenada, a veces a la
vista pero casi siempre con un ropero, una mesa o un perchero delante,
que como en este caso les daba una cierta ambigüedad, un avergonzado
deseo de disimular su existencia como una mujer que cree taparse poniéndose
las manos en el vientre o los senos. La puerta estaba ahí, de todos
modos, sobresaliendo del nivel del armario. Alguna vez la gente había
entrado y salido por ella, golpeándola, entornándola, dándole una vida
que todavía estaba presente en su madera tan distinta de las paredes.
Petrone imaginó que del otro lado habría también un ropero y que la
señora de la habitación pensaría lo mismo de la puerta.
No estaba cansado pero se durmió con gusto. Llevaría tres o cuatro horas
cuando lo despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya hubiera
ocurrido, algo molesto e irritante. Encendió el velador, vio que eran
las dos y media, y apagó otra vez. Entonces oyó en la pieza de al lado
el llanto de un niño.
En el primer momento no se dio bien cuenta. Su primer movimiento fue
de satisfacción; entonces era cierto que la noche antes un chico no
lo había dejado descansar. Todo explicado, era más fácil volver a dormirse.
Pero después pensó en lo otro y se sentó lentamente en la cama, sin
encender la luz, escuchando. No se engañaba, el llanto venía de la pieza
de al lado. El sonido se oía a través de la puerta condenada, se localizaba
en ese sector de la habitación al que correspondían los pies de la cama.
Pero no podía ser que en la pieza de al lado hubiera un niño; el gerente
había dicho claramente que la señora vivía sola, que pasaba casi todo
el día en su empleo. Por un segundo se le ocurrió a Petrone que tal
vez esa noche estuviera cuidando al niño de alguna parienta o amiga.
Pensó en la noche anterior. Ahora estaba seguro de que ya había oído
el llanto, porque no era un llanto fácil de confundir, más bien una
serie irregular de gemidos muy débiles, de hipos quejosos seguidos de
un lloriqueo momentáneo, todo ello inconsistente, mínimo, como si el
niño estuviera muy enfermo. Debía ser una criatura de pocos meses aunque
no llorara con la estridencia y los repentinos cloqueos y ahogos de
un recién nacido. Petrone imaginó a un niño - un varón, no sabía por
qué- débil y enfermo, de cara consumida y movimientos apagados. Eso
se quejaba en la noche, llorando pudoroso, sin llamar demasiado la atención.
De no estar allí la puerta condenada, el llanto no hubiera vencido las
fuertes espaldas de la pared, nadie hubiera sabido que en la pieza de
al lado estaba llorando un niño.
Por la mañana Petrone lo pensó un rato mientras tomaba el desayuno y
fumaba un cigarrillo. Dormir mal no le convenía para su trabajo del
día. Dos veces se había despertado en plena noche, y las dos veces a
causa del llanto. La segunda vez fue peor, porque a más del llanto se
oía la voz de la mujer que trataba de calmar al niño. La voz era muy
baja pero tenía un tono ansioso que le daba una calidad teatral, un
susurro que atravesaba la puerta con tanta fuerza como si hablara a
gritos. El niño cedía por momentos al arrullo, a las instancias; después
volvía a empezar con un leve quejido entrecortado, una inconsolable
congoja. Y de nuevo la mujer murmuraba palabras incomprensibles, el
encantamiento de la madre para acallar al hijo atormentado por su cuerpo
o su alma, por estar vivo o amenazado de muerte.
«Todo es muy bonito, pero el gerente me macaneó» pensaba Petrone al
salir de su cuarto. Lo fastidiaba la mentira y no lo disimuló. El gerente
se quedó mirándolo.
-¿Un chico? Usted se habrá confundido. No hay chicos pequeños en este
piso. Al lado de su pieza vive una señora sola, creo que ya se lo dije.
Petrone vaciló antes de hablar. O el otro mentía estúpidamente, o la
acústica del hotel le jugaba una mala pasada. El gerente lo estaba mirando
un poco de soslayo, como si a su vez lo irritara la protesta. «A lo
mejor me cree tímido y que ando buscando un pretexto para mandarme mudar»,
pensó. Era difícil, vagamente absurdo insistir frente a una negativa
tan rotunda. Se encogió de hombros y pidió el diario.
-Habré soñado -dijo, molesto por tener que decir eso, o cualquier otra
cosa.
El cabaret era de un aburrimiento mortal y sus dos anfitriones no parecían
demasiado entusiastas, de modo que a Petrone le resultó fácil alegar
el cansancio del día y hacerse llevar al hotel. Quedaron en firmar los
contratos al otro día por la tarde; el negocio estaba prácticamente
terminado.
El silencio en la recepción del hotel era tan grande que Petrone se
descubrió a sí mismo andando en puntillas. Le habían dejado un diario
de la tarde al lado de la cama; había también una carta de Buenos Aires.
Reconoció la letra de su mujer.
Antes de acostarse estuvo mirando el armario y la parte sobresaliente
de la puerta. Tal vez si pusiera sus dos valijas sobre el armario, bloqueando
la puerta, los ruidos de la pieza de al lado disminuirían. Como siempre
a esa hora, no se oía nada. El hotel dormía las cosas y las gentes dormían.
Pero a Petrone, ya malhumorado, se le ocurrió que era al revés y que
todo estaba despierto, anhelosamente despierto en el centro del silencio.
Su ansiedad inconfesada debía estarse comunicando a la casa, a las gentes
de la casa, prestándoles una calidad de acecho, de vigilancia agazapada.
Montones de pavadas.
Casi no lo tomó en serio cuando el llanto del niño lo trajo de vuelta
a las tres de la mañana. Sentándose en la cama se preguntó si lo mejor
sería llamar al sereno para tener un testigo de que en esa pieza no
se podía dormir. El niño lloraba tan débilmente que por momentos no
se lo escuchaba, aunque Petrone sentía que el llanto estaba ahí, continuo,
y que no tardaría en crecer otra vez. Pasaban diez o veinte lentísimos
segundos; entonces llegaba un hipo breve, un quejido apenas perceptible
que se prolongaba dulcemente hasta quebrarse en el verdadero llanto.
Encendiendo un cigarrillo, se preguntó si no debería dar unos golpes
discretos en la pared para que la mujer hiciera callar al chico. Recién
cuando los pensó a los dos, a la mujer y al chico, se dio cuenta de
que no creía en ellos, de que absurdamente no creía que el gerente le
hubiera mentido. Ahora se oía la voz de la mujer, tapando por completo
el llanto del niño con su arrebatado -aunque tan discreto- consuelo.
La mujer estaba arrullando al niño, consolándolo, y Petrone se la imaginó
sentada al pie de la cama, moviendo la cuna del niño o teniéndolo en
brazos. Pero por más que lo quisiera no conseguía imaginar al niño,
como si la afirmación del hotelero fuese más cierta que esa realidad
que estaba escuchando. Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo y
los débiles quejidos se alternaban o crecían entre los murmullos de
consuelo, Petrone empezó a sospechar que aquello era una farsa, un juego
ridículo y monstruoso que no alcanzaba a explicarse. Pensó en viejos
relatos de mujeres sin hijos, organizando en secreto un culto de muñecas,
una inventada maternidad a escondidas, mil veces peor que los mimos
a perros o gatos o sobrinos. La mujer estaba imitando el llanto de su
hijo frustrado, consolando al aire entre sus manos vacías, tal vez con
la cara mojada de lágrimas porque el llanto que fingía era a la vez
su verdadero llanto, su grotesco dolor en la soledad de una pieza de
hotel, protegida por la indiferencia y por la madrugada.
Encendiendo el velador, incapaz de volver a dormirse, Petrone se preguntó
qué iba a hacer. Su malhumor era maligno, se contagiaba de ese ambiente
donde de repente todo se le antojaba trucado, hueco, falso: el silencio,
el llanto, el arrullo, lo único real de esa hora entre noche y día y
que lo engañaba con su mentira insoportable. Golpear en la pared le
pareció demasiado poco. No estaba completamente despierto aunque le
hubiera sido imposible dormirse; sin saber bien cómo, se encontró moviendo
poco a poco el armario hasta dejar al descubierto la puerta polvorienta
y sucia. En pijama y descalzo, se pegó a ella como un ciempiés, y acercando
la boca a las tablas de pino empezó a imitar en falsete, imperceptiblemente,
un quejido como el que venía del otro lado. Subió de tono, gimió, sollozó.
Del otro lado se hizo un silencio que habría de durar toda la noche;
pero en el instante que lo precedió, Petrone pudo oír que la mujer corría
por la habitación con un chicotear de pantuflas, lanzando un grito seco
e instantáneo, un comienzo de alarido que se cortó de golpe como una
cuerda tensa.
Cuando pasó por el mostrador de la gerencia eran más de las diez. Entre
sueños, después de las ocho, había oído la voz del empleado y la de
una mujer. Alguien había andado en la pieza de al lado moviendo cosas.
Vio un baúl y dos grandes valijas cerca del ascensor. El gerente tenía
un aire que a Petrone se le antojó de desconcierto.
-¿Durmió bien anoche? -le preguntó con el tono profesional que apenas
disimulaba la indiferencia.
Petrone se encogió de hombros. No quería insistir, cuando apenas le
quedaba por pasar otra noche en el hotel.
-De todas maneras ahora va a estar más tranquilo - dijo el gerente,
mirando las valijas-.La señora se nos va a mediodía.
Esperaba un comentario, y Petrone lo ayudó con los ojos.
-Llevaba aquí mucho tiempo, y se va así de golpe. Nunca se sabe con
las mujeres.
-No -dijo Petrone-. Nunca se sabe.
En la calle se sintió mareado, con un mareo que no era físico. Tragando
un café amargo empezó a darle vueltas al asunto, olvidándose del negocio,
indiferente al espléndido sol. Él tenía la culpa de que esa mujer se
fuera del hotel, enloquecida de miedo, de vergüenza o de rabia. Llevaba
aquí mucho tiempo. Era una enferma, tal vez, pero inofensiva. No era
ella sino él quien hubiera debido irse del Cervantes. Tenía el deber
de hablarle, de excusarse y pedirle que se quedara, jurándole discreción.
Dio unos pasos de vuelta y a mitad del camino se paró. Tenía miedo de
hacer un papelón, de que la mujer reaccionara de alguna manera insospechada.
Ya era hora de encontrarse con los dos socios y no quería tenerlos esperando.
Bueno, que se embromara. No era más que una histérica, ya encontraría
otro hotel donde cuidar a su hijo imaginario.
Pero a la noche volvió a sentirse mal, y el silencio de la habitación
le pareció todavía más espeso. Al entrar al hotel no había podido dejar
de ver el tablero de las llaves, donde faltaba ya la de la pieza de
al lado. Cambió unas palabras con el empleado, que esperaba bostezando
la hora de irse, y entró en su pieza con poca esperanza de poder dormir.
Tenía los diarios de la tarde y una novela policial. Se entretuvo arreglando
sus valijas, ordenado sus papeles. Hacía calor, y abrió de par en par
la pequeña ventana. La cama estaba bien tendida, pero la encontró incómoda
y dura. Por fin tenía todo el silencio necesario para dormir a pierna
suelta, y le pesaba. Dando vueltas y vueltas, se sintió como vencido
por ese silencio que había reclamado con astucia y que le devolvían
entero y vengativo. Irónicamente pensó que extrañaba el llanto del niño,
que esa calma perfecta no le bastaba para dormir y todavía menos para
estar despierto. Extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde
lo oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por
encima del miedo, por encima de la fuga en plena noche supo que estaba
bien y que la mujer no había mentido, no se había mentido al arrullar
al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse.
![](cortazar6.jpg)
Las
Ménades
Alcanzándome un programa impreso en papel
crema, Don Pérez me condujo a mi platea. Fila nueve, ligeramente hacia
la derecha: el perfecto equilibrio acústico. Conozco bien el teatro
Corona y sé que tiene caprichos de mujer histérica. A mis amigos les
aconsejo que no acepten jamás fila trece, porque hay una especie de
pozo de aire donde no entra la música; ni tampoco el lado izquierdo
de las tertulias, porque al igual que en el Teatro Comunale de Florencia,
algunos instrumentos dan la impresión de apartarse de la orquesta, flotar
en el aire, y es así como una flauta puede ponerse a sonar a tres metros
de uno mientras el resto continúa correctamente en la escena, lo cual
será pintoresco pero muy poco agradable.
Le eché una mirada al programa. Tendríamos El sueño de una noche de
verano, Don Juan, El mar y la Quinta sinfonía. No pude menos de reírme
al pensar en el Maestro. Una vez más el viejo zorro había ordenado su
programa de concierto con esa insolente arbitrariedad estética que encubría
un profundo olfato psicológico, rasgo común en los régisseurs de music-hall,
los virtuosos de piano y los match-makers de lucha libre. Sólo yo de
puro aburrido podía meterme en un concierto donde después de Strauss,
Debussy, y sobre el pucho Beethoven contra todos los mandatos humanos
y divinos. Pero el Maestro conocía a su público, armaba conciertos para
los habitués del teatro Corona, es decir gente tranquila y bien dispuesta
que prefiere lo malo conocido a lo bueno por conocer, y que exige ante
todo profundo respeto por su digestión y su tranquilidad. Con Mendelssohn
se pondrían cómodos, después el Don Juan generoso y redondo, con tonaditas
silbables. Debussy los haría sentirse artistas, porque no cualquiera
entiende su música. Y luego el plato fuerte, el gran masaje vibratorio
beethoveniano, así llama el destino a la puerta, la V de la victoria,
el sordo genial, y después volando a casa que mañana hay un trabajo
loco en la oficina.
En realidad yo le tenía un enorme cariño al Maestro, que nos trajo buena
música a esta ciudad sin arte, alejada de los grandes centros, donde
hace diez años no se pasaba de La Traviata y la obertura de El Guaraní.
El Maestro vino a la ciudad contratado por un empresario decidido, y
armó esta orquesta que podía considerarse de primera línea. Poco a poco
nos fue soltando Brahms, Mahler, los impresionistas, Strauss y Mussorgski.
Al principio los abonados le gruñeron y el Maestro tuvo que achicar
las velas y poner muchas «selecciones de ópera» en los programas; después
empezaron a aplaudirle el Beethoven duro y parejo que nos plantaba,
y al final lo ovacionaron por cualquier cosa, por sólo verlo, como ahora
que su entrada estaba provocando un entusiasmo fuera de lo común. Pero
a principios de temporada la gente tiene las manos frescas, aplaude
con gusto, y además todo el mundo lo quería al Maestro que se inclinaba
secamente, sin demasiada condescendencia, y se volvía a los músicos
con su aire de jefe de brigantes. Yo tenía a mi izquierda a la señora
de Jonatán, a quien no conozco mucho pero que pasa por melómana, y que
sonrosadamente me dijo:
-Ahí tiene, ahí tiene a un hombre que ha conseguido lo que pocos. No
solo ha formado una orquesta sino un público. ¿No es admirable?
-Sí -dije yo con mi condescendencia habitual.
-A veces pienso que debería dirigir mirando hacia la sala, porque también
nosotros somos un poco sus músicos.
-No me incluya, por favor -dije-. En materia de música tengo una triste
confusión mental. Este programa, por ejemplo, me parece horrendo. Pero
sin duda me equivoco.
La señora de Jonatán me miró con dureza y desvió el rostro, aunque su
amabilidad pudo más y la indujo a darme una explicación.
-El programa es de puras obras maestras, y cada una ha sido solicitada
especialmente por cartas de admiradores. ¿No sabe que el Maestro cumple
esta noche sus bodas de plata con la música? ¿Y que la orquesta festeja
los cinco años de formación? Lea al dorso del programa, hay un articulo
tan delicado del doctor Palacín.
Leí el artículo del doctor Palacín en el intervalo, después de Mendelssohn
y Strauss que le valieron al Maestro sendas ovaciones. Paseándome por
el foyer me pregunté una o dos veces si las ejecuciones justificaban
semejantes arrebatos de un público que, según me consta, no es demasiado
generoso. Pero los aniversarios son las grandes puertas de la estupidez,
y presumí que los adictos del Maestro no eran capaces de contener su
emoción. En el bar encontré al doctor Epifanía con su familia, y me
quedé a charlar unos minutos. Las chicas estaban rojas y excitadas,
me rodearon como gallinitas cacareantes (hacen pensar en volátiles diversos)
para decirme que Mendelssohn había estado bestial, que era una música
como de terciopelo y de gasas, y que tenía un romanticismo divino. Uno
podría quedarse toda la vida oyendo el nocturno, y el scherzo estaba
tocado como por manos de hadas. A la Beba le gustaba más Strauss porque
era fuerte, verdaderamente un Don Juan alemán, con esos cornos y esos
trombones que le ponían carne de gallina -cosa que me resultó sorprendentemente
literal. El doctor Epifanía nos escuchaba con sonriente indulgencia.
-¡Ah, los jóvenes! Bien se ve que ustedes no escucharon tocar a Risler,
ni dirigir a von Bülow. Esos eran los grandes tiempos.
Las chicas lo miraban furiosas. Rosarito dijo que las orquestas estaban
mucho mejor dirigidas que cincuenta años atrás, y la Beba negó a su
padre todo derecho a disminuir la calidad extraordinaria del Maestro.
-Por supuesto, por supuesto -dijo el doctor Epifanía-. Considero que
el Maestro está genial esta noche. ¡Qué fuego, qué arrebato! Yo mismo
hacía años que no aplaudía tanto.
Y me mostró dos manos con las que se hubiera dicho que acababa de aplastar
una remolacha. Lo curioso es que hasta ese momento yo había tenido la
impresión contraria, y me parecía que el Maestro estaba en una de esas
noches en que el hígado le molesta y él opta por un estilo escueto y
directo, sin prodigarse mucho. Pero debía ser el único que pensaba así,
porque Cayo Rodríguez casi me saltó al pescuezo al descubrirme, y me
dijo que el Don Juan había estado brutal y que el Maestro era un director
increíble.
-¿Vos no viste ese momento en el scherzo de Mendelssohn cuando parece
que en vez de una orquesta son como susurros de voces de duendes?
-La verdad -dije yo- es que primero tendría que enterarme de cómo son
las voces de los duendes.
-No seas bruto -dijo Cayo enrojeciendo, y vi que me lo decía sinceramente
rabioso-. ¿Cómo no sos capaz de captar eso? El Maestro está genial,
che, dirige como nunca. Parece mentira que seas tan coriáceo.
Guillermina Fontán venía presurosa hacia nosotros. Repitió todos los
epítetos de las chicas de Epifanía, y ella y Cayo se miraron con lágrimas
en los ojos, conmovidos por esa fraternidad en la admiración que por
un momento hace tan buenos a los humanos. Yo los contemplaba con asombro,
porque no me explicaba del todo un entusiasmo semejante; cierto que
no voy todas las noches a los conciertos como ellos, y que a veces me
ocurre confundir Brahms con Brückner y viceversa, lo que en su grupo
sería considerado como de una ignorancia inapelable. De todas maneras
esos rostros rubicundos, esos cuellos transpirados, ese deseo latente
de seguir aplaudiendo aunque fuera en el foyer o en el medio de la calle,
me hacían pensar en las influencias atmosféricas, la humedad o las manchas
solares, cosas que suelen afectar los comportamientos humanos. Me acuerdo
de que en ese momento pensé si algún gracioso no estaría repitiendo
el memorable experimento del doctor Ox para incandescer al público.
Guillermina me arrancó de mis cavilaciones sacudiéndome del brazo con
violencia (apenas nos conocemos).
-Y ahora viene Debussy -murmuró excitadísima-. Esa puntilla de agua,
La Mer.
-Será magnifico escucharla -dije, siguiéndole la corriente marina.
-¿Usted se imagina cómo la va a dirigir el Maestro?
-Impecablemente -estimé, mirándola para ver cómo juzgaba mi advertencia.
Pero era evidente que Guillermina esperaba más fuego, porque se volvió
a Cayo que bebía soda como un camello sediento y los dos se entregaron
a un cálculo beatífico sobre lo que sería el segundo tiempo de Debussy,
y la fuerza grandiosa que tendría el tercero. Me fui de ronda por los
pasillos, volví al foyer, y en todas partes era entre conmovedor e irritante
ver el entusiasmo del público por lo que acababa de escuchar. Un enorme
zumbido de colmena alborotada incidía poco a poco en los nervios, y
yo mismo acabé sintiéndome un poco febril y dupliqué mi ración habitual
de soda Belgrano. Me dolía un poco no estar del todo en el juego, mirar
a esa gente desde fuera, a lo entomólogo. Qué le iba a hacer, es una
cosa que me ocurre siempre en la vida, y casi he llegado a aprovechar
esta aptitud para no comprometerme en nada.
Cuando volví a la platea todo el mundo estaba ya en su sitio, y molesté
a la entera fila para alcanzar mi butaca. Los músicos entraban desganadamente
a escena, y me pareció curioso cómo la gente se había instalado antes
que ellos, ávida de escuchar. Miré hacia el paraíso y las galerías altas;
una masa negra, como moscas en un tarro de dulce. En las tertulias,
más separadas, los trajes de los hombres daban la impresión de bandadas
de cuervos; algunas linternas eléctricas se encendían y apagaban, los
melómanos provistos de partituras ensayaban sus métodos de iluminación.
La luz de la gran lucerna central bajó poco a poco, y en la oscuridad
de la sala oí levantarse los aplausos que saludaban la entrada del Maestro.
Me pareció curiosa esa sustitución progresiva de la luz por el ruido,
y cómo uno de mis sentidos entraba en juego justamente cuando el otro
se daba al descanso. A mi izquierda la señora de Jonatán batía palmas
con fuerza, toda la fila aplaudía cerradamente; pero a la derecha, dos
o tres plateas más allá, vi a un hombre que se estaba inmóvil, con la
cabeza gacha. Un ciego, sin duda; adiviné el brillo del bastón blanco,
los anteojos inútiles. Sólo él y yo nos negábamos a aplaudir y me atrajo
su actitud. Hubiera querido sentarme a su lado, hablarle: alguien que
no aplaudía esa noche era un ser digno de interés. Dos filas más adelante,
las chicas de Epifanía se rompían las manos, y su padre no se quedaba
atrás. El Maestro saludó brevemente, mirando una o dos veces hacia arriba,
de donde el ruido bajaba como bólidos para encontrarse con el de la
platea y los palcos. Me pareció verle un aire entre interesado y perplejo;
su oído debía estarle mostrando la diferencia entre un concierto ordinario
y el de unas bodas de plata: Ni qué decir que La Mer le valió una ovación
apenas algo menor que la obtenida con Strauss, cosa por lo demás comprensible.
Yo mismo me dejé atrapar por el último movimiento, con sus fragores
y sus inmensos vaivenes sonoros, y aplaudí hasta que me dolieron las
manos. La señora de Jonatán lloraba.
-Es tan inefable -murmuró volviendo hacia mí un rostro que parecía salir
de la lluvia-. Tan increíblemente inefable.
El Maestro entraba y salía, con su destreza elegante y su manera de
subir al podio como quien va a abrir un remate. Hizo levantarse a la
orquesta, y los aplausos y los bravos redoblaron. A mi derecha, el ciego
aplaudía suavemente, cuidándose las manos, era delicioso ver con qué
parsimonia contribuía al homenaje popular, la cabeza gacha, el aire
recogido y casi ausente. Los «¡bravo!», que resuenan siempre aisladamente
y como expresiones individuales, restallaban desde todas direcciones.
Los aplausos habían empezado con menos violencia que en la primera parte
del concierto, pero ahora que la música quedaba olvidada y que no se
aplaudía Don Juan ni La Mer (o mejor, sus efectos), sino solamente al
Maestro y al sentimiento colectivo que envolvía la sala, la fuerza de
la ovación empezaba a alimentarse a sí misma, crecía por momentos y
se tornaba casi insoportable. Irritado, miré hacia la izquierda; vi
a una mujer vestida de rojo que corría aplaudiendo por el centro de
la platea, y que se detenía al pie del podio, prácticamente a los pies
del Maestro. Al inclinarse para saludar otra vez, el Maestro se encontró
con la señora de rojo a tan poca distancia que se enderezó sorprendido.
Pero de las galerías altas venía un fragor que lo obligó a alzar la
cabeza y saludar, como raras veces lo hacía, levantando el brazo izquierdo.
Aquello exacerbó el entusiasmo, y a los aplausos se agregaban truenos
de zapatos batiendo el piso de las tertulias y los palcos. Realmente
era una exageración.
No había intervalo, pero el Maestro se retiró a descansar dos minutos,
y yo me levanté para ver mejor la sala. El calor, la humedad y la excitación
habían convertido a la mayoría de los asistentes en lamentables langostinos
sudorosos. Cientos de pañuelos funcionaban como olas de un mar que grotescamente
prolongaba el que acabábamos de oír. Muchas personas corrían hacia el
foyer, para tragar a toda velocidad una cerveza o una naranjada. Temerosos
de perder algo, retornaban a punto de tropezarse con otros que salían,
y en la puerta principal de la platea había una confusión considerable.
Pero no se producían altercados, la gente se sentía de una bondad infinita,
era más bien como un gran reblandecimiento sentimental en que todos
se encontraban fraternalmente y se reconocían. La señora de Jonatán,
demasiado gorda para maniobrar en su platea, alzaba hasta mí, siempre
de pie, un rostro extrañamente semejante a un rabanito. «Inefable»,
repetía. «Tan inefable».
Casi me alegré de que volviera el Maestro, porque aquella multitud de
la que yo formaba parte inexcusablemente me daba entre lástima y asco.
De toda esa gente, los músicos y el Maestro parecían los únicos dignos.
Y además el ciego a pocas plateas de la mía, rígido y sin aplaudir,
con una atención exquisita y sin la menor bajeza.
-La Quinta -me humedeció en la oreja la señora de Jonatán-. El éxtasis
de la tragedia.
Pensé que era más bien un título para película, y cerré los ojos. Tal
vez buscaba en ese instante asimilarme al ciego, al único ser entre
tanta cosa gelatinosa que me rodeaba. Y cuando veía ya pequeñas luces
verdes cruzando mis párpados como golondrinas, la primera frase de La
Quinta me cayó encima como una pala de excavadora, obligándome a mirar.
El Maestro estaba casi hermoso, con su rostro fino y avizor, haciendo
despegar la orquesta que zumbaba con todos sus motores. Un gran silencio
se había hecho en la sala, sucediendo fulminantemente a los aplausos;
hasta creo que el Maestro soltó la máquina antes de que terminaran de
saludarlo. El primer movimiento pasó sobre nuestras cabezas con sus
fuegos de recuerdo, sus símbolos, su fácil e involuntaria pega-pega.
El segundo, magníficamente dirigido, repercutía en una sala donde el
aire daba la impresión de estar incendiado pero con un incendio que
fuera invisible y frío, que quemara de dentro afuera. Casi nadie oyó
el primer grito porque fue ahogado y corto, pero como la muchacha estaba
justamente delante de mí, su convulsión me sorprendió y al mismo tiempo
la oí gritar, entre un gran acorde de metales y maderas. Un grito seco
y breve como de espasmo amoroso o de histeria. Su cabeza se dobló hacia
atrás, sobre esa especie de raro unicornio de bronce que tienen las
plateas del Corona, y al mismo tiempo sus pies golpearon furiosamente
el suelo mientras las personas a su lado la sujetaban por los brazos.
Arriba, en la primera fila de tertulia, oí otro grito, otro golpe en
el suelo. El Maestro cerró el segundo tiempo y soltó directamente el
tercero; me pregunté si un director puede escuchar un grito de la platea,
atrapado como está por el primer plano sonoro de la orquesta. La muchacha
de la butaca delantera se doblaba ahora poco a poco y alguien (quizá
su madre) la sostenía siempre de un brazo. Yo hubiera querido ayudar,
pero menudo lío es meterse en las cosas de la fila de adelante, en pleno
concierto y con gentes desconocidas. Quise decirle algo a la señora
de Jonatán, por aquello de que las mujeres son las indicadas para atender
esa clase de ataques, pero estaba con los ojos fijos en la espalda del
Maestro, perdida en la música; me pareció que algo le brillaba debajo
de la boca, en la barbilla. De golpe dejé de ver al Maestro, porque
la rotunda espalda de un señor de smoking se enderezaba en la fila delantera.
Era muy raro que alguien se levantara a mitad del movimiento, pero también
eran raros esos gritos y la indiferencia de la gente ante la muchacha
histérica. Algo como una mancha roja me obligó a mirar hacia el centro
de la platea, y nuevamente vi a la señora que en el intervalo había
corrido a aplaudir al pie del podio. Avanzaba lentamente, yo hubiera
dicho que agazapada aunque su cuerpo se mantenía erecto, pero era más
bien el tono de su marcha, un avance a pasos lentos, hipnóticos, como
quien se prepara a dar un salto. Miraba fijamente al Maestro, vi por
un instante la lumbre emocionada de sus ojos. Un hombre salió de las
filas y se puso a andar tras ella; ahora estaban a la altura de la quinta
fila y otras tres personas se les agregaban. La música concluía, saltaban
los primeros grandes acordes finales desencadenados por el Maestro con
espléndida sequedad, como masas escultóricas surgiendo de una sola vez,
altas columnas blancas y verdes, un Karnak de sonido por cuya nave avanzaban
paso a paso la mujer roja y sus seguidores.
Entre dos estallidos de la orquesta oí gritar otra vez, pero ahora el
clamor venía de uno de los palcos de la derecha. Y con él los primeros
aplausos, sobre la música, incapaces de retenerse por más tiempo, como
si en ese jadeo de amor que venían sosteniendo el cuerpo masculino de
la orquesta con la enorme hembra de la sala entregada, ésta no hubiera
querido esperar el goce viril y se abandonara a su placer entre retorcimientos
quejumbrosos y gritos de insoportable voluptuosidad. Incapaz de moverme
en mi butaca, sentía a mis espaldas como un nacimiento de fuerzas, un
avance paralelo al avance de la mujer de rojo y sus seguidores por el
centro de la platea, que llegaban ya bajo el podio en el preciso momento
en que el Maestro, igual a un matador que envaina su estoque en el toro,
metía la batuta en el último muro de sonido y se doblaba hacia adelante,
agotado, como si el aire vibrante lo hubiese corneado con el impulso
final. Cuando se enderezó la sala entera estaba de pie y yo con ella,
y el espacio era un vidrio instantáneamente trizado por un bosque de
lanzas agudísimas, los aplausos y los gritos confundiéndose en una materia
insoportablemente grosera y rezumante pero llena a la vez de una cierta
grandeza, como una manada de búfalos a la carrera o algo por el estilo.
De todas partes confluía el público a la platea, y casi sin sorpresa
vi a dos hombres saltar de los palcos al suelo. Gritando como una rata
pisoteada la señora de Jonatán había podido desencajarse de su asiento,
y con la boca abierta y los brazos tendidos hacia la escena vociferaba
su entusiasmo. Hasta ese instante el Maestro había permanecido de espaldas,
casi desdeñoso, mirando a sus músicos con probable aprobación. Ahora
se dio vuelta, lentamente, y bajó la cabeza en su primer saludo. Su
cara estaba muy blanca, como si la fatiga lo venciera, y llegué a pensar
(entre tantas otras sensaciones, trozos de pensamientos, ráfagas instantáneas
de todo lo que me rodeaba en ese infierno del entusiasmo) que podía
desmayarse. Saludó por segunda vez, y al hacerlo miró a la derecha donde
un hombre de smoking y pelo rubio acababa de saltar al escenario seguido
por otros dos. Me pareció que el Maestro iniciaba un movimiento como
para descender del podio, pero entonces reparé en que ese movimiento
tenía algo de espasmódico, como de querer librarse. Las manos de la
mujer de rojo se cerraban en su tobillo derecho; tenía la cara alzada
hacia el Maestro y gritaba, al menos yo veía su boca abierta y supongo
que gritaba como los demás, probablemente como yo mismo. El Maestro
dejó caer la batuta y se esforzó por soltarse, mientras decía algo imposible
de escuchar. Uno de los seguidores de la mujer le abrazaba ya la otra
pierna, desde la rodilla, y el Maestro se volvía hacia su orquesta como
reclamando auxilio. Los músicos estaban de pie, en una enorme confusión
de instrumentos, bajo la luz cegadora de las lámparas de escena. Los
atriles caían como espigas a medida que por los dos lados del escenario
subían hombres y mujeres de la platea, al punto que ya no podía saber
quiénes eran músicos o no. Por eso el Maestro, al ver que un hombre
trepaba por detrás del podio, se agarró de él para que lo ayudara a
arrancarse de la mujer y sus seguidores que le cubrían ya las piernas
con las manos, y en ese momento se dio cuenta de que el hombre no era
uno de sus músicos y quiso rechazarlo, pero el otro lo abrazó por la
cintura, vi que la mujer de rojo abría los brazos como reclamando, y
el cuerpo del Maestro se perdió en un vórtice de gentes que lo envolvían
y se lo llevaban amontonadamente. Hasta ese instante yo había mirado
todo con una especie de espanto lúdico, por encima o por debajo de lo
que estaba ocurriendo, pero en el mismo momento me distrajo un grito
agudísimo a mi derecha y vi que el ciego se había levantado y revolvía
los brazos como aspas, clamando, reclamando, pidiendo algo. Fue demasiado,
entonces ya no pude seguir asistiendo, me sentí partícipe mezclado en
ese desbordar del entusiasmo y corrí a mi vez hacia el escenario y salté
por un costado, justamente cuando una multitud delirante rodeaba a los
violinistas, les quitaba los instrumentos (se los oía crujir y reventarse
como enormes cucarachas marrones) y empezaba a tirarlos del escenario
a la platea, donde otros esperaban a los músicos para abrazarlos y hacerlos
desaparecer en confusos remolinos. Es muy curioso pero yo no tenía ningún
deseo de contribuir a esas demostraciones, solamente estar al lado y
ver lo que ocurría, sobrepasado por ese homenaje inaudito. Me quedaba
suficiente lucidez como para preguntarme por qué los músicos no escapaban
a toda carrera por entre bambalinas, y en seguida vi que no era posible
porque legiones de oyentes habían bloqueado las dos alas del escenario,
formando un cordón móvil que avanzaba pisoteando los instrumentos, haciendo
volar los atriles, aplaudiendo y vociferando al mismo tiempo, en un
estrépito tan monstruoso que ya empezaba a asemejarse al silencio. Vi
correr hacia mí un tipo gordo que traía su clarinete en la mano, y estuve
tentado de agarrarlo al pasar o hacerle una zancadilla para que el público
pudiera atraparlo. No me decidí, y una señora de rostro amarillento
y gran escote donde galopaban montones de perlas me miró con odio y
escándalo al pasar a mi lado y apoderarse del clarinetista que chilló
débilmente y trató de proteger su instrumento. Se lo quitaron entre
dos hombres, y el músico tuvo que dejarse llevar del lado de la platea
donde la confusión alcanzaba su pleno.
Los gritos sobrepujaban ahora a los aplausos, la gente estaba demasiado
ocupada abrazando y palmeando a los músicos para poder aplaudir, de
modo que la calidad del estrépito iba virando a un tono cada vez más
agudo, roto aquí y allá por verdaderos alaridos entre los que me pareció
oír algunos con ese color especialísimo que da el sufrimiento, tanto
que me pregunté si en las carreras y en los saltos no habría tipos quebrándose
los brazos y las piernas, y a mi vez me tiré de vuelta a la platea ahora
que el escenario estaba vacío y los músicos en posesión de sus admiradores
que los llevaban en todas direcciones, parte hacia los palcos, donde
confusamente se adivinaban movimientos y revuelos, parte hacia los estrechos
pasillos que lateralmente conducen al foyer. Era de los palcos de donde
venían los clamores más violentos como si los músicos, incapaces de
resistir la presión y el ahogo de tantos brazos, pidieran desesperadamente
que los dejaran respirar. La gente de las plateas se amontonaba frente
a las aberturas de los palcos balcón, y cuando corrí por entre las butacas
para acercarme a uno de ellos la confusión parecía mayor, las luces
bajaron bruscamente y se redujeron a una lumbre rojiza que apenas permitía
ver las caras, mientras los cuerpos se convertían en sombras epilépticas,
en un amontonamiento de volúmenes informes tratando de rechazarse o
confundirse unos con otros. Me pareció distinguir la cabellera plateada
del Maestro en el Segundo palco de mi lado, pero en ese instante mismo
desapareció como si lo hubieran hecho caer de rodillas. A mi lado oí
un grito seco y violento, y vi a la señora de Jonatán y a una de las
chicas de Epifanía precipitándose hacia el palco del Maestro, porque
ahora yo estaba seguro de que en ese palco estaba el Maestro rodeado
de la mujer vestida de rojo y sus seguidores. Con una agilidad increíble
la señora de Jonatán puso un pie entre las dos manos de la chica de
Epifanía, que cruzaba los dedos para hacerle un estribo, y se precipitó
de cabeza en el interior del palco. La chica de Epifanía me miró, reconociéndome,
y me gritó algo, probablemente que la ayudara a subir, pero no le hice
caso y me quedé a distancia del palco, poco dispuesto a disputarles
su derecho a individuos absolutamente enloquecidos de entusiasmo, que
se batían entre ellos a empellones. A Cayo Rodríguez, que se había distinguido
en el escenario por su encarnizamiento en hacer bajar los músicos a
la platea, acababan de partirle la nariz de una trompada, y andaba titubeando
de un lado a otro con la cara cubierta de sangre. No me dio la menor
lástima, ni tampoco ver al ciego arrastrándose por el suelo, dándose
contra las plateas, perdido en ese bosque simétrico sin puntos de referencia.
Ya no me importaba nada, solamente saber si los gritos iban a cesar
de una vez porque de los palcos seguían saliendo gritos penetrantes
que el público de la platea repetía y coreaba incansable, mientras cada
uno trataba de desalojar a los demás y meterse por algún lado en los
palcos. Era evidente que los pasillos exteriores estaban atiborrados,
pues el asalto mayor se daba desde la platea misma, tratando de saltar
como lo había hecho la señora de Jonatán. Yo veía todo eso, y me daba
cuenta de todo eso, y al mismo tiempo no tenía el menor deseo de agregarme
a la confusión, de modo que mi indiferencia me producía un extraño sentimiento
de culpa, como si mi conducta fuera el escándalo final y absoluto de
aquella noche. Sentándome en una platea solitaria dejé que pasaran los
minutos, mientras al margen de mi inercia iba notando el decrecimiento
del inmenso clamor desesperado, el debilitamiento de los gritos que
al fin cesaron, la retirada confusa y murmurante de parte del público.
Cuando me pareció que ya se podía salir, dejé atrás la parte central
de la platea y atravesé el pasillo que da al foyer. Uno que otro individuo
se desplazaba como borracho, secándose las manos o la boca con el pañuelo,
alisándose el traje, componiéndose el cuello. En el foyer vi algunas
mujeres que buscaban espejos y revolvían en sus carteras. Una de ellas
debía haberse lastimado porque tenía sangre en el pañuelo. Vi salir
corriendo a las chicas de Epifanía; parecían furiosas por no haber llegado
a los palcos, y me miraron como si yo tuviera la culpa. Cuando consideré
que ya estarían afuera, eché a andar hacia la escalinata de salida,
y en ese momento asomaron al foyer la mujer vestida de rojo y sus seguidores.
Los hombres marchaban detrás de ella como antes, y parecían cubrirse
mutuamente para que no se viera el destrozo de sus ropas. Pero la mujer
vestida de rojo iba al frente, mirando altaneramente, y cuando estuve
a su lado vi que se pasaba la lengua por los labios, lenta y golosamente
se pasaba la lengua por los labios que sonreían.
II
El
ídolo de las Cícladas
- Me da lo mismo que me escuches o no – dijo Somoza-. Es así, y me parece
justo que lo sepas.
Morand se sobresaltó como si regresara bruscamente de muy lejos. Recordó
que antes de perderse en un vago fantaseo, había pensado que Somoza
se estaba volviendo loco.
-Perdona, me distraje un momento ––dijo -Admitirás que todo esto. En
fin, llegar aquí y encontrarte en medio de.
Pero dar por supuesto que Somoza se estaba volviendo loco era demasiado
fácil.
- Sí, no hay palabras para eso - dijo Somoza-. Por lo menos nuestras
palabras.
Se miraron un segundo, y Morand fue el primero en desviar los ojos mientras
la voz de Somoza se alzaba otra vez con el tono impersonal de esas explicaciones
que se perdían enseguida más allá de la inteligencia. Morand prefería
no mirarlo, pero entonces recaía en la contemplación involuntaria de
la estatuilla sobre la columna, y era como volver a aquella tarde dorada
de cigarras y de olor a hierbas en que increíblemente Somoza y él la
habían desenterrado en la isla. Se acordaba de cómo Thérèse, unos metros
más allá sobre el peñón desde donde se alcanzaba a distinguir el litoral
de Paros, había vuelto la cabeza al oír el grito de Somoza, y tras un
segundo de vacilación había corrido hacia ellos olvidando que tenía
en la mano el corpiño rojo de su deux pièces, para inclinarse sobre
el pozo de donde brotaban las manos de Somoza con la estatuilla casi
irreconocible de moho y adherencias calcáreas, hasta que Morand con
una mezcla de cólera y risa le gritó que se cubriera, y Thérèse se enderezó
mirándolo como si no comprendiera, y de golpe les dio la espalda y escondió
los senos entre las manos mientras Somoza tendía la estatuilla a Morand
y saltaba fuera del pozo. Casi sin transición Morand recordó las horas
siguientes, la noche en las tiendas de campaña a orillas del torrente,
la sombra de Thérèse caminando bajo la luna entre los olivos, y era
como si ahora la voz de Somoza, reverberando monótona en el taller de
escultura casi vacío, le llegara también desde aquella noche, formando
parte de su recuerdo, cuando le había insinuado confusamente su absurda
esperanza y él, entre dos tragos de vino resinoso, había reído alegremente
y lo había tratado de falso arqueólogo y de incurable poeta.
«No hay palabras para eso», acababa de decir Somoza. «Por lo menos nuestras
palabras.»
En la tienda de campaña en lo hondo del valle de Skoros, sus manos habían
sostenido la estatuilla y la habían acariciado para terminar de quitarle
su falso ropaje de tiempo y de olvido (Thérèse, entre los olivos, seguía
enfurruñada por la reprensión de Morand, por sus estúpidos prejuicios),
y la noche había girado lentamente mientras Somoza le confiaba su insensata
esperanza de llegar alguna vez hasta la estatuilla por otras vías que
las manos y los ojos y la ciencia, mientras el vino y el tabaco se mezclaban
al diálogo con los grillos y el agua del torrente hasta no dejar más
que una confusa sensación de no poder entenderse. Más tarde, cuando,
Somoza se fue a su tienda llevándose la estatuilla y Thérèse se cansó
de estar sola y vino a acostarse, Morand le habló de las ilusiones de
Somoza y los dos se preguntaron con amable ironía parisiense si toda
la gente del Río de la Plata tendría la imaginación fácil. Antes de
dormirse discutieron en voz baja lo ocurrido esa tarde, hasta que Thérèse
aceptó las excusas de Morand, hasta que lo besó y fue como siempre en
la isla, en todas partes, fueron él y ella y la noche por encima y el
largo olvido.
-¿Alguien más lo sabe? - preguntó Morand.
-No. Tú y yo. Era justo, me parece - dijo Somoza-. Casi no me he movido
de aquí en los últimos meses. Al principio venía una vieja a arreglar
el taller y a lavarme la ropa, pero me molestaba.
-Parece increíble que se pueda vivir así en las afueras de París. El
silencio. Oye, pero al menos bajas al pueblo para comprar provisiones.
-Antes si, ya te dije. Ahora no hace falta. Hay todo lo necesario, ahí.
Morand miró en la dirección que mostraba el dedo de Somoza, más allá
de la estatuilla y de las réplicas abandonadas en las estanterías. Vio
madera, yeso, piedra, martillos, polvo, la sombra de los árboles contra
los cristales. El dedo parecía señalar un rincón del taller donde no
había nada, apenas un trapo sucio en el piso.
Pero poco había cambiado en el fondo, esos dos años entre ellos habían
sido también un rincón vacío del tiempo, con un trapo sucio que era
como todo lo que no se habían dicho y que quizá hubieran debido decirse.
La expedición a las islas, una locura romántica nacida en una terraza
de café del bulevar Saint-Michel, había terminado apenas encontraron
el ídolo en las ruinas del valle. Tal vez el temor de que los descubrieran
les fue limando la alegría de las primeras semanas, y llegó el día en
que Morand sorprendió una mirada de Somoza mientras los tres bajaban
a la playa, y esa noche habló con Thérèse y decidieron volver lo antes
posible, porque estimaban a Somoza y les parecía casi injusto que él
empezara -tan imprevisiblemente- a sufrir. En París siguieron viéndose
espaciadamente, casi siempre por razones profesionales, pero Morand
iba solo a las citas. La primera vez Somoza preguntó por Thérèse, después
pareció no importarle. Todo lo que hubieran debido decirse pesaba entre
los dos, quizá entre los tres. Morand estuvo de acuerdo en que Somoza
guardara por un tiempo la estatuilla. Era imposible venderla antes de
un par de años; Marcos, el hombre que conocía a un coronel que conocía
a un aduanero ateniense, había impuesto el plazo como condición complementaria
del soborno. Somoza se llevó la estatuilla a su departamento, y Morand
la veía cada vez que se encontraban. Nunca se habló de que Somoza visitara
alguna vez a los Morand, como tantas otras cosas que ya no se mencionaban
y que en el fondo eran siempre Thérèse. A Somoza parecía preocuparle
únicamente su idea fija, y si alguna vez invitaba a Morand a beber un
coñac en su departamento no era más que para volver sobre eso. Nada
muy extraordinario, después de todo Morand conocía demasiado bien los
gustos de Somoza por ciertas literaturas marginales como para extrañarse
de su nostalgia. Sólo lo sorprendía el fanatismo de esa esperanza a
la hora de las confidencias casi automáticas y en las que él se sentía
como innecesario, la repetida caricia de las manos en el cuerpecito
de la estatua inexpresivamente bella, los ensalmos monótonos repitiendo
hasta el cansancio las mismas fórmulas de pasaje. Vista desde Morand,
la obsesión de Somoza era analizable, todo arqueólogo se identifica
en algún sentido con el pasado que explora y saca a luz. De ahí a creer
que la intimidad con una de esas huellas podía enajenar, alterar el
tiempo y el espacio, abrir una fisura por donde acceder a. Somoza no
empleaba jamás ese vocabulario; lo que decía era siempre más o menos
que eso, una suerte de lenguaje que aludía y conjuraba desde planos
irreductibles. Ya por ese entonces había empezado a trabajar torpemente
en las réplicas de la estatuilla; Morand alcanzó a ver la primera antes
de que Somoza se fuera de París, y escuchó con amistosa cortesía los
obstinados lugares comunes sobre la reiteración de los gestos y las
situaciones como vía de abolición, la seguridad de Somoza de que su
obstinado acercamiento llegaría a identificarlo con la estructura inicial,
en una superposición que sería más que eso porque ya no habría dualidad
sino fusión, contacto primordial (no eran sus palabras, pero de alguna
manera tenía que traducirlas Morand cuando, más tarde las reconstruía
para Thérèse). Contacto que, como acababa de decirle Somoza, había ocurrido
cuarenta y ocho horas antes, en la noche del solsticio de junio.
-Sí- admitió Morand, encendiendo otro cigarrillo. Pero me gustaría que
me explicaras por qué estás tan seguro de que. Bueno, de que has tocado
fondo.
-Explicar… ¿No lo estás viendo?
Otra vez tendía la mano a una casa del aire, a un rincón del taller,
describía un arco que incluía el techo y la estatuilla posada sobre
una fina columna de mármol, envuelta por el cono brillante del reflector.
Morand se acordó incongruentemente de que Thérèse había pasado la frontera
llevando la estatuilla escondida en el perro de juguete fabricado por
Marcos en un sótano de Placca.
-No podía ser que no ocurriera -dijo casi puerilmente Somoza-. A cada
nueva réplica me acercaba un poco más. Las formas me iban conociendo.
Quiero decir que. Ah, necesitaría explicarte durante días enteros. y
lo absurdo es que ahí todo entra en . Pero cuando es esto.
La mano iba y venía, acentuando el ahí, el esto.
-La verdad es que has llegado a convertirte en un escultor -dijo Morand,
oyéndose hablar y encontrándose estúpido.- Las dos últimas réplicas
son perfectas. Si alguna vez me dejas tener la estatua, nunca sabré
si me has dado el original.
- No te la daré nunca -dijo Somoza simplemente- Y no creas que me he
olvidado de que es de los dos. Pero no te la daré nunca. Lo único que
hubiera querido es que Thérèse y tú me siguieran, que encontraran conmigo.
Sí, me hubiera gustado que estuvieran conmigo la noche en que llegué.
Era la primera vez desde hacía casi dos años que Morand le oía mencionar
a Thérèse como si hasta ese momento hubiera estado muerta para él, pero
su manera de nombrar a Thérèse era incurablemente antigua, era Grecia
aquella mañana en que habían bajado a la playa. Pobre Somoza. Todavía.
Pobre loco. Pero aun más extraño era preguntarse por qué a último momento,
antes de subir al auto después del llamado de Somoza, había sentido
como una necesidad de telefonear a Thérèse a su oficina para pedirle
que más tarde viniera a reunirse con ellos en el taller. Tendría que
preguntárselo, saber qué había pensado Thérèse mientras escuchaba sus
instrucciones para llegar hasta el pabellón solitario en la colina.
Que Thérèse repitiera exactamente lo que le había oído decir, palabra
por palabra. Morand maldijo en silencio esa manía sistemática de recomponer
la vida como restauraba un vaso griego en el museo, pegando minuciosamente
los ínfimos trozos, y la voz de Somoza ahí mezclada con el ir y venir
de sus manos que también parecían querer pegar trozos de aire, armar
un vaso transparente, sus manos que señalaban la estatuilla, obligando
a Morand a mirar una vez más contra su voluntad ese blanco cuerpo lunar
de insecto anterior a toda historia, trabajado en circunstancias inconcebibles
por alguien inconcebiblemente remoto, a miles de años pero todavía más
atrás, en una lejanía vertiginosa de grito animal, de salto, de ritos
vegetales alternando con mareas y sicigias y épocas de celo y torpes
ceremonias de propiciación, el rostro inexpresivo donde sólo la línea
de la nariz quebraba su espejo ciego de insoportable tensión, los senos
apenas definidos, el triángulo sexual y los brazos ceñidos al vientre,
el ídolo de los orígenes, del primer terror bajo los ritos del tiempo
sagrado, del hacha de piedra de las inmolaciones en los altares de las
colinas. Era realmente para creer que también él se estaba volviendo
imbécil, como si ser arqueólogo no fuera ya bastante.
- Por favor -dijo Morand-, ¿no podrías hacer un esfuerzo para explicarme
aunque creas que nada de eso se puede explicar? En definitiva lo único
que sé es que te has pasado estos meses tallando réplicas, y que hace
dos noches.
- Es tan sencillo - dijo Somoza-. Siempre sentí que la piel estaba todavía
en contacto con lo otro. Pero había que desandar cinco mil años de caminos
equivocados. Curioso que ellos mismos, los descendientes de los egeos,
fueran culpables de ese error. Pero nada importa ahora. Mira, es así.
Junto al ídolo, alzó una mano y la posó suavemente sobre los senos y
el vientre. La otra acariciaba el cuello, subía hasta la boca ausente
de la estatua, y Morand oyó hablar a Somoza con una voz sorda y opaca,
un poco como si fuesen sus manos o quizá esa boca inexistente las que
hablaban de la cacería en las cavernas del humo, de los ciervos acorralados,
del nombre que sólo debía decirse después, de los círculos de grasa
azul, del juego de los ríos dobles, de la infancia de Pohk, de la marcha
hacia las gradas del oeste y los altos en las sombras nefastas. Se preguntó
si llamando por teléfono en un descuido de Somoza, alcanzaría a prevenir
a Thérèse para que trajera al doctor Vernet. - Pero Thérèse ya debía
de estar en camino, y al borde de las rocas donde mugía la Múltiple,
el jefe de los verdes cercenaba, el cuerno izquierdo del macho más hermoso
y lo tendía al jefe de los que cuidan la sal, para renovar el pacto
con Haghesa.
-Oye, déjame respirar - dijo Morand, levantándose y dando un paso adelante-.
Es fabuloso, y además tengo una sed terrible. Bebamos algo, puedo ir
a buscar un.
-El whisky está ahí - dijo Somoza retirando lentamente las manos de
la estatua-. Yo no beberé tengo que ayunar antes del sacrificio.
-Una lástima - dijo Morand, buscando la botella - No me gusta nada beber
solo. ¿Qué sacrificio?
Se sirvió whisky hasta el borde del vaso.
-El de la unión, para hablar con tus palabras. ¿No los oyes? La flauta
doble, como la de la estatuilla que vimos en el museo de Atenas. El
sonido de la vida a la izquierda, el de la discordia a la derecha. La
discordia es también la vida para Haghesa, pero cuando se cumpla el
sacrificio los flautistas cesarán de soplar en la caña de la derecha
y sólo se escuchará el silbido de la vida nueva que bebe la sangre derramada.
Y los flautistas se llenarán la boca de sangre y la soplarán por la
caña de la izquierda, y yo untaré de sangre su cara, ves, así, y le
asomarán los ojos y la boca bajo la sangre.
-Déjate de tonterías - dijo Morand, bebiendo un largo trago.- La sangre
le quedará mal a nuestra muñequita de mármol. Sí, hace calor.
Somoza se había quitado la blusa con un lento gesto pausado. Cuando
lo vio que se desabotonaba los pantalones, Morand se dijo que había
hecho mal en permitir que se excitara, en consentirle esa explosión
de su manía. Enjuto y moreno, Somoza se irguió desnudo bajo la luz del
reflector y pareció, perderse en la contemplación de un punto del espacio.
De la boca entreabierta le caía un hilo de saliva y Morand, dejando
precipitadamente el vaso en el suelo, calculó que para llegar a la puerta
tendría que engañarlo de alguna manera. Nunca supo de dónde había salido
el hacha de piedra que se balanceaba en la mano de Somoza. Comprendió.
-Era previsible – dijo, retrocediendo lentamente.- El pacto con Haghesa,
¿eh? La sangre va a donarla el pobre Morand, ¿no es cierto?
Sin mirarlo, Somoza empezó a moverse hacia él describiendo un arco de
círculo, como si cumpliera un derrotero prefijado.
-Si realmente me quieres matar -le gritó Morand retrocediendo hacia
la zona en penumbra- ¿a que viene esta mise en scène? Los dos sabemos
muy bien que es por Thérèse. ¿Pero de qué te va a servir si no te ha
querido ni te querrá nunca?
El cuerpo desnudo salía ya del círculo iluminado por el reflector. Refugiado
en la sombra del rincón, Morand pisó los trapos húmedos del suelo y
supo que ya no podía ir más atrás. Vio levantarse el hacha y saltó como
le había enseñado Nagashi en el gimnasio de la Place des Ternes. Somoza
recibió el puntapié en mitad del muslo y el golpe nishi en el lado izquierdo
del cuello. El hacha bajó en diagonal, demasiado lejos, y Morand repelió
elásticamente el torso que se volcaba sobre él y atrapó la muñeca indefensa.
Somoza era todavía un grito ahogado y atónito cuando el filo del hacha
le cayó en mitad de la frente.
Antes de volver a mirarlo, Morand vomitó en el rincón del taller, sobre
los trapos sucios. Se sentía como hueco, y vomitar le hizo bien. Levantó
el vaso del suelo y bebió lo que quedaba de whisky, pensando que Thérèse
llegaría de un momento a otro y que habría que hacer algo, avisar a
la policía, explicarse. Mientras arrastraba por un pie el cuerpo de
Somoza hasta exponerlo de lleno a la luz del reflector, pensó que no
le sería difícil demostrar que había obrado en legítima defensa. Las
excentricidades de Somoza, su alejamiento del mundo, la evidente locura.
Agachándose, mojó las manos en la sangre que corría por la cara y el
pelo del muerto, mirando al mismo tiempo su reloj pulsera que marcaba
las siete y cuarenta. Thérèse no podía tardar, lo mejor sería salir,
esperarla en el jardín o en la calle, evitarle el espectáculo del ídolo
con la cara chorreante de sangre, los hilillos rojos que resbalaban
por el cuello, contorneaban los senos, se juntaban en el fino triángulo
del sexo, caían por los muslos. El hacha estaba profundamente hundida
en la cabeza del sacrificado, y Morand la tomó sopesándola entre las
manos pegajosas. Empujó un poco más el cadáver con un pie hasta dejarlo
contra la columna, husmeó el aire y se acercó a la puerta. Lo mejor
sería abrirla para que pudiera entrar Thérèse. Apoyando el hacha junto
a la puerta empezó a quitarse la ropa porque hacía calor y olía a espeso,
a multitud encerrada. Ya estaba desnudo cuando oyó el ruido del taxi
y la voz de Thérèse dominando el sonido de las flautas; apagó la luz
y con el hacha en la mano esperó detrás de la puerta, lamiendo el filo
del hacha y pensando que Thérèse era la puntualidad en persona.
![](cortazar6.jpg)
Una
flor amarilla
Parece una broma, pero somos inmortales. Lo
sé por la negativa, lo sé porque conozco al único mortal. Me contó su
historia en un bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no le costaba
nada decir la verdad aunque el patrón y los viejos clientes del mostrador
se rieran hasta que el vino se les salía por los ojos. A mí debió verme
algún interés pintado en la cara, porque se me apiló firme y acabamos
dándonos el lujo de la mesa en un rincón donde se podía beber y hablar
en paz. Me contó que era jubilado de la municipalidad y que su mujer
se había vuelto con sus padres por una temporada, un modo como otro
cualquiera de admitir que lo había abandonado. Era un tipo nada viejo
y nada ignorante, de cara reseca y ojos de tuberculoso. Realmente bebía
para olvidar, y lo proclamaba a partir del quinto vaso de tinto. No
le sentí ese olor que es la firma de París pero que al parecer sólo
olemos los extranjeros. Y tenía las uñas cuidadas, y nada de caspa.
Contó que en un autobús de la línea 95 había visto a un chico de unos
trece años, y que al rato de mirarlo descubrió que el chico se parecía
mucho a él, por lo menos se parecía al recuerdo que guardaba de sí mismo
a esa edad. Poco a poco fue admitiendo que se le parecía en todo, la
cara y las manos, el mechón cayéndole en la frente, los ojos muy separados,
y más aun en la timidez, la forma en que se refugiaba en una revista
de historietas, el gesto de echarse el pelo hacia atrás, la torpeza
irremediable de los movimientos. Se le parecía de tal manera que casi
le dio risa, pero cuando el chico bajó en la rue de Rennes, él bajó
también y dejó plantado a un amigo que lo esperaba en Montparnasse.
Buscó un pretexto para hablar con el chico, le preguntó por una calle
y oyó ya sin sorpresa una voz que era su voz de la infancia. El chico
iba hacia esa calle, caminaron tímidamente juntos unas cuadras. A esa
altura una especie de revelación cayó sobre él. Nada estaba explicado
pero era algo que podía prescindir de explicación, que se volvía borroso
o estúpido cuando se pretendía -como ahora- explicarlo.
Resumiendo, se las arregló para conocer la casa del chico, y con el
prestigio que le daba un pasado de instructor de boy scouts se abrió
paso hasta esa fortaleza de fortalezas, un hogar francés. Encontró una
miseria decorosa y una madre avejentada, un tío jubilado, dos gatos.
Después no le costó demasiado que un hermano suyo le confiara a su hijo
que andaba por los catorce años, y los dos chicos se hicieron amigos.
Empezó a ir todas las semanas a casa de Luc; la madre lo recibía con
café recocido, hablaban de la guerra, de la ocupación, también de Luc.
Lo que había empezado como una revelación se organizaba geométricamente,
iba tomando ese perfil demostrativo que a la gente le gusta llamar fatalidad.
Incluso era posible formularlo con las palabras de todos los días: Luc
era otra vez él, no había mortalidad, éramos todos inmortales.
-Todos inmortales, viejo. Fíjese, nadie había podido comprobarlo y me
toca a mí, en un 95. Un pequeño error en el mecanismo, un pliegue del
tiempo, un avatar simultáneo en vez de consecutivo, Luc hubiera tenido
que nacer después de mi muerte, y en cambio. Sin contar la fabulosa
casualidad de encontrármelo en el autobús. Creo que ya se lo dije, fue
una especie de seguridad total, sin palabras. Era eso y se acabó. Pero
después empezaron las dudas, porque en esos casos uno se trata de imbécil
o toma tranquilizantes. Y junto con las dudas, matándolas una por una,
las demostraciones de que no estaba equivocado, de que no había razón
para dudar. Lo que le voy a decir es lo que más risa les da a esos imbéciles,
cuando a veces se me ocurre contarles. Luc no solamente era yo otra
vez, sino que iba a ser como yo, como este pobre infeliz que le habla.
No había más que verlo jugar, verlo caerse siempre mal, torciéndose
un pie o sacándose una clavícula, esos sentimientos a flor de piel,
ese rubor que le subía a la cara apenas se le preguntaba cualquier cosa.
La madre, en cambio, cómo les gusta hablar, cómo le cuentan a uno cualquier
cosa aunque el chico esté ahí muriéndose de vergüenza, las intimidades
más increíbles, las anécdotas del primer diente, los dibujos de los
ocho años, las enfermedades. La buena señora no sospechaba nada, claro,
y el tío jugaba conmigo al ajedrez, yo era como de la familia, hasta
les adelanté dinero para llegar a un fin de mes. No me costó ningún
trabajo conocer el pasado de Luc, bastaba intercalar preguntas entre
los temas que interesaban a los viejos: el reumatismo del tío, las maldades
de la portera, la política. Así fui conociendo la infancia de Luc entre
jaques al rey y reflexiones sobre el precio de la carne, y así la demostración
se fue cumpliendo infalible. Pero entiéndame, mientras pedimos otra
copa: Luc era yo, lo que yo había sido de niño, pero no se lo imagine
como un calco. Más bien una figura análoga, comprende, es decir que
a los siete años yo me había dislocado una muñeca y Luc la clavícula,
y a los nueve habíamos tenido respectivamente el sarampión y la escarlatina,
y además la historia intervenía, viejo, a mí el sarampión me había durado
quince días mientras que a Luc lo habían curado en cuatro, los progresos
de la medicina y cosas por el estilo. Todo era análogo y por eso, para
ponerle un ejemplo al caso, bien podría suceder que el panadero de la
esquina fuese un avatar de Napoleón, y él no lo sabe porque el orden
no se ha alterado, porque no podrá encontrarse nunca con la verdad en
un autobús; pero si de alguna manera llegara a darse cuenta de esa verdad,
podría comprender que ha repetido y que está repitiendo a Napoleón,
que pasar de lavaplatos a dueño de una buena panadería en Montparnasse
es la misma figura que saltar de Córcega al trono de Francia, y que
escarbando despacio en la historia de su vida encontraría los momentos
que corresponden a la campaña de Egipto, al consulado y a Austerlitz,
y hasta se daría cuenta de que algo le va a pasar con su panadería dentro
de unos años, y que acabará en una Santa Helena que a lo mejor es una
piecita en un sexto piso, pero también vencido, también rodeado por
el agua de la soledad, también orgulloso de su panadería que fue como
un vuelo de águilas. Usted se da cuenta, no.
Yo me daba cuenta, pero opiné que en la infancia todos tenemos enfermedades
típicas a plazo fijo, y que casi todos nos rompemos alguna cosa jugando
al fútbol.
-Ya sé, no le he hablado más que de las coincidencias visibles. Por
ejemplo, que Luc se pareciera a mí no tenía importancia, aunque sí la
tuvo para la revelación en el autobús. Lo verdaderamente importante
eran las secuencias, y eso es difícil de explicar porque tocan al carácter,
a recuerdos imprecisos, a fábulas de la infancia. En ese tiempo, quiero
decir cuando tenía la edad de Luc, yo había pasado por una época amarga
que empezó con una enfermedad interminable, después en plena convalecencia
me fui a jugar con los amigos y me rompí un brazo, y apenas había salido
de eso me enamoré de la hermana de un condiscípulo y sufrí como se sufre
cuando se es incapaz de mirar en los ojos a una chica que se está burlando
de uno. Luc se enfermó también, apenas convaleciente lo invitaron al
circo y al bajar de las graderías resbaló y se dislocó un tobillo. Poco
después su madre lo sorprendió una tarde llorando al lado de la ventana,
con un pañuelito azul estrujado en la mano, un pañuelo que no era de
la casa.
Como alguien tiene que hacer de contradictor en esta vida, dije que
los amores infantiles son el complemento inevitable de los machucones
y las pleuresías. Pero admití que lo del avión ya era otra cosa. Un
avión con hélice a resorte, que él había traído para su cumpleaños.
-Cuando se lo di me acordé una vez más del Meccano que mi madre me había
regalado a los catorce años, y de lo que me pasó. Pasó que estaba en
el jardín, a pesar de que se venía una tormenta de verano y se oían
ya los truenos, y me había puesto a armar una grúa sobre la mesa de
la glorieta, cerca de la puerta de calle. Alguien me llamó desde la
casa, y tuve que entrar un minuto. Cuando volví, la caja del Meccano
había desaparecido y la puerta estaba abierta. Gritando desesperado
corrí a la calle donde ya no se veía a nadie, y en ese mismo instante
cayó un rayo en el chalet de enfrente. Todo eso ocurrió como en un solo
acto, y yo lo estaba recordando mientras le daba el avión a Luc y él
se quedaba mirándolo con la misma felicidad con que yo había mirado
mi Meccano. La madre vino a traerme una taza de café, y cambiábamos
las frases de siempre cuando oímos un grito. Luc había corrido a la
ventana como si quisiera tirarse al vacío. Tenía la cara blanca y los
ojos llenos de lágrimas, alcanzó a balbucear que el avión se había desviado
en su vuelo, pasando exactamente por el hueco de la ventana entreabierta.
«No se lo ve más, no se lo ve más», repetía llorando. Oímos gritar más
abajo, el tío entró corriendo para anunciar que había un incendio en
la casa de enfrente. ¿Comprende, ahora? Sí, mejor nos tomamos otra copa.
Después, como yo me callaba, el hombre dijo que había empezado a pensar
solamente en Luc, en la suerte de Luc. Su madre lo destinaba a una escuela
de artes y oficios, para que modestamente se abriera lo que ella llamaba
su camino en la vida, pero ese camino ya estaba abierto y solamente
él, que no hubiera podido hablar sin que lo tomaran por loco y lo separaran
para siempre de Luc, podía decirle a la madre y al tío que todo era
inútil, que cualquier cosa que hicieran el resultado sería el mismo,
la humillación, la rutina lamentable, los años monótonos, los fracasos
que van royendo la ropa y el alma, el refugio en una soledad resentida,
en un bistró de barrio. Pero lo peor de todo no era el destino de Luc;
lo peor era que Luc moriría a su vez y otro hombre repetiría la figura
de Luc y su propia figura, hasta morir para que otro hombre entrara
a su vez en la rueda. Luc ya casi no le importaba; de noche, su insomnio
se proyectaba más allá hasta otro Luc, hasta otros que se llamarían
Robert o Claude o Michel, una teoría al infinito de pobres diablos repitiendo
la figura sin saberlo, convencidos de su libertad y su albedrío. El
hombre tenía el vino triste, no había nada que hacerle.
-Ahora se ríen de mí cuando les digo que Luc murió unos meses después,
son demasiado estúpidos para entender que. Sí, no se ponga usted también
a mirarme con esos ojos. Murió unos meses después, empezó por una especie
de bronquitis, así como a esa misma edad yo había tenido una infección
hepática. A mí me internaron en el hospital, pero la madre de Luc se
empeñó en cuidarlo en casa, y yo iba casi todos los días, y a veces
llevaba a mi sobrino para que jugara con Luc. Había tanta miseria en
esa casa que mis visitas eran un consuelo en todo sentido, la compañía
para Luc, el paquete de arenques o el pastel de damascos. Se acostumbraron
a que yo me encargara de comprar los medicamentos, después que les hablé
de una farmacia donde me hacían un descuento especial. Terminaron por
admitirme como enfermero de Luc, y ya se imagina que en una casa como
ésa, donde el médico entra y sale sin mayor interés, nadie se fija mucho
si los síntomas finales coinciden del todo con el primer diagnóstico.
¿Por qué me mira así? ¿He dicho algo que no esté bien?
No, no había dicho nada que no estuviera bien, sobre todo a esa altura
del vino. Muy al contrario, a menos de imaginar algo horrible la muerte
del pobre Luc venía a demostrar que cualquiera dado a la imaginación
puede empezar un fantaseo en un autobús 95 y terminarlo al lado de la
cama donde se está muriendo calladamente un niño. Para tranquilizarlo,
se lo dije. Se quedó mirando un rato el aire antes de volver a hablar.
-Bueno, como quiera. La verdad es que en esas semanas después del entierro
sentí por primera vez algo que podía parecerse a la felicidad. Todavía
iba cada tanto a visitar a la madre de Luc, le llevaba un paquete de
bizcochos, pero poco me importaba ya de ella o de la casa, estaba como
anegado por la certidumbre maravillosa de ser el primer mortal, de sentir
que mi vida se seguía desgastando día tras día, vino tras vino, y que
al final se acabaría en cualquier parte y a cualquier hora, repitiendo
hasta lo último el destino de algún desconocido muerto vaya a saber
dónde y cuándo, pero yo sí que estaría muerto de verdad, sin un Luc
que entrara en la rueda para repetir estúpidamente una estúpida vida.
Comprenda esa plenitud, viejo, envídieme tanta felicidad mientras duró.
Porque, al parecer, no había durado. El bistró y el vino barato lo probaban,
y esos ojos donde brillaba una fiebre que no era del cuerpo. Y sin embargo
había vivido algunos meses saboreando cada momento de su mediocridad
cotidiana, de su fracaso conyugal, de su ruina a los cincuenta años,
seguro de su mortalidad inalienable. Una tarde, cruzando el Luxemburgo,
vio una flor.
-Estaba al borde de un cantero, una flor amarilla cualquiera. Me había
detenido a encender un cigarrillo y me distraje mirándola. Fue un poco
como si también la flor me mirara, esos contactos, a veces. Usted sabe,
cualquiera los siente, eso que llaman la belleza. Justamente eso, la
flor era bella, era una lindísima flor. Y yo estaba condenado, yo me
iba a morir un día para siempre. La flor era hermosa, siempre habría
flores para los hombres futuros. De golpe comprendí la nada, eso que
había creído la paz, el término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc
ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para alguien como nosotros,
no habría nada, no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que
no hubiera nunca más una flor. El fósforo encendido me abrasó los dedos.
En la plaza salté a un autobús que iba a cualquier lado y me puse absurdamente
a mirar, a mirar todo lo que se veía en la calle y todo lo que había
en el autobús. Cuando llegamos al término, bajé y subí a otro autobús
que llevaba a los suburbios. Toda la tarde, hasta entrada la noche,
subí y bajé de los autobuses pensando en la flor y en Luc, buscando
entre los pasajeros a alguien que se pareciera a Luc, a alguien que
se pareciera a mí o a Luc, a alguien que pudiera ser yo otra vez, a
alguien a quien mirar sabiendo que era yo, y luego dejarlo irse sin
decirle nada, casi protegiéndolo para que siguiera por su pobre vida
estúpida, su imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada
hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra.
Pagué.
![](cortazar6.jpg)
Sobremesa
El tiempo, un niño que juega
y mueve los peones.
HERÁCLITO, fragmento 59.
Carta del doctor Federico Moraes.
Buenos Aires, martes 15 de julio de 1958.
Señor Alberto Rojas,
Lobos, F.C.N.G.R.
Mi querido amigo:
Como siempre a esta altura del año, me invade un gran deseo de volver
a ver a los viejos amigos, tan alejados ya por esas mil razones que
la vida nos va obligando a acatar poco a poco. Usted también, creo,
es sensible a la amable melancolía de una sobremesa en la que nos hacemos
la ilusión de haber sido menos usados por el tiempo, como si los recuerdos
comunes nos devolvieran por un rato el verdor perdido.
Naturalmente, cuento con usted en primerísimo término y le envío estas
líneas con suficiente antelación como para decidirlo a abandonar por
unas horas su finca de Lobos donde el rosedal y la biblioteca tienen
para usted más atractivos que todo Buenos Aires. Anímese, y acepte el
doble sacrificio de subir al tren y soportar los ruidos de la capital.
Cenaremos en casa, como en años anteriores, y estaremos los amigos de
siempre, con excepción de. Pero antes prefiero dejar bien establecida
la fecha para que usted se vaya haciendo a la idea; ya ve que lo conozco
y que preparo estratégicamente el terreno. Digamos, entonces, el.
Carta del doctor Alberto Rojas.
Lobos, 14 de julio de 1958.
Señor Federico Moraes.
Buenos Aires.
Querido amigo:
Quizá le sorprenda recibir estas líneas tan pocas horas después de nuestra
grata reunión en su casa, pero un incidente ocurrido durante la velada
me ha afectado de tal manera que me veo precisado a confiarle mi preocupación.
Ya sabe que detesto el teléfono y que tampoco me apasiona escribir,
pero tan pronto pude pensar a solas en lo sucedido me pareció que lo
más lógico y hasta elemental era enviarle esta carta. Para serle franco,
si Lobos no estuviera tan alejado de la capital (un hombre viejo y enfermo
mide de otra manera los kilómetros) creo que hubiera vuelto hoy mismo
a Buenos Aires para conversar con usted de este asunto. En fin, basta
de exordios y vamos a los hechos. Pero antes, querido Federico, gracias
otra vez por la magnifica cena que nos ofreció como solamente usted
sabe hacerlo. Tanto Luis Funes como Barrios y Robirosa coincidieron
conmigo en que es usted una de las delicias del género humano (Barrios
dixit) y un anfitrión insuperable. No le extrañará, pues, que a pesar
de lo acontecido guarde todavía la satisfacción un poco nostálgica de
esa velada que me permitió alternar una vez más con los viejos amigos
y pasar revista a tantos recuerdos que la soledad va limando inapelablemente.
Lo que voy a decirle, ¿es realmente una novedad para usted? Mientras
le escribo no puedo dejar de pensar que quizá su condición de dueño
de casa lo movió anoche a disimular la incomodidad que debía haberle
producido el desagradable incidente entre Robirosa y Luis Funes. Por
lo que toca a Barrios, distraído como siempre, no se dio cuenta de nada;
saboreaba con harta fruición su café, atento a las anécdotas y a las
bromas, y siempre pronto a aportar esa gracia criolla que todos le festejamos
tanto. En resumen, Federico, si esta carta no le dice nada de nuevo,
mil perdones; de cualquier manera creo que hago bien en escribírsela.
Ya al llegar a su casa me di cuenta de que Robirosa, siempre tan cordial
con todo el mundo, se mostraba evasivo cada vez que Funes le dirigía
la palabra. Al mismo tiempo noté que Funes era sensible a esa frialdad
y que en varias ocasiones insistía en hablar con Robirosa como sí quisiera
asegurarse de que su actitud no era el mero producto de una distracción
momentánea. Cuando se cuenta con comensales tan brillantes como Barrios,
Funes y usted, el relativo silencio de los demás pasa inadvertido y
no creo que fuese fácil reparar en que Robirosa sólo aceptaba el diálogo
con usted, con Barrios y conmigo, en las raras ocasiones en que preferí
hablar a escuchar.
Ya en la biblioteca, nos disponíamos a sentarnos junto al fuego (mientras
usted daba algunas instrucciones a su fiel Ordóñez) cuando Robirosa
se apartó del grupo, fue hacia una de las ventanas y se puso a tamborilear
en los cristales. Yo había cambiado unas frases con Barrios -que se
empeña en defender las abominables experiencias nucleares- y me disponía
a ubicarme confortablemente cerca de la chimenea; en ese momento giré
la cabeza sin ninguna razón especial, y vi que Funes se apartaba a su
vez e iba hacia la ventana donde aún permanecía Robirosa. Ya Barrios
había agotado sus argumentos y miraba distraídamente un número de Esquire,
ajeno a lo que sucedía más allá. Una rareza acústica de su biblioteca
me permitid percibir con una sorprendente claridad las palabras que
se decían en voz baja junto a la ventana. Como me parece seguir oyéndolas,
las repetiré textualmente. Hubo una pregunta de Funes: «¿Se puede saber
qué te pasa, che?», y la respuesta inmediata de Robirosa: «Andá a saber
qué nombre caritativo te dan en esa embajada. Para mí no hay más que
una manera de llamarte, y no lo quiero hacer en casa ajena.»
Lo insólito del diálogo, y sobre todo su tono, me confundieron al punto
de que me pareció estar cometiendo una indiscreción y desvié la mirada.
En ese mismo momento usted terminaba de hablar con Ordóñez y lo despedía;
Barrios se refocilaba con un dibujo de Varga. Sin volver a mirar hacia
la ventana, oí la voz de Funes: «Por lo que más quieras te pido que.»,
y la de Robirosa, cortándola como un látigo: «Esto ya no se arregla
con palabras, che.» Usted golpeó amablemente las manos, invitándonos
a sentarnos cerca del fuego, y le quitó la revista a Barrios que se
empeñaba en admirar una página particularmente atractiva. Entre las
bromas y las risas, alcancé todavía a oír que Funes decía: «Por favor,
que Matilde no se entere.» Vi vagamente que Robirosa se encogía de hombros
y le daba la espalda. Usted se había acercado a ellos, y no me sorprendería
que hubiese escuchado el final del diálogo. Entonces Ordóñez apareció
con los cigarros y el coñac, Funes vino a sentarse a mi lado, y la conversación
nos envolvió una vez más y hasta muy tarde.
Mentiría, querido Federico, si no agregara que el incidente bastó para
malograrme el fin de una velada tan grata. En estos tiempos de amenazas
bélicas, fronteras cerradas y codiciables pozos de petróleo, una acusación
semejante adquiere un peso que no hubiera tenido en épocas más felices;
el hecho de que naciera de un hombre tan estratégicamente situado en
las altas esferas como Robirosa, le da un peso que sería pueril negar,
aparte del matiz de admisión que, lo reconocerá usted, se desprende
del silencio y la súplica del acusado.
En rigor, lo que pueda haber ocurrido entre nuestros amigos sólo nos
concierne indirectamente. En ese sentido estas líneas suplantan un comentario
verbal que las circunstancias no me permitieron en el momento. Estimo
demasiado a Luis Funes como para no desear haberme equivocado, y pienso
que mi aislamiento y la misantropía que todos ustedes me reprochan cariñosamente
pueden haber contribuido a la fabricación de un fantasma, de una mala
interpretación que dos líneas suyas disiparán tal vez. Ojalá sea así,
ojalá se eche usted a reír y me demuestre, en una carta que desde ya
espero, que los años me dan en canas lo que me quitan en inteligencia.
Un gran abrazo de su amigo
Alberto Rojas.
Buenos Aires, miércoles 16 de julio de 1958.
Señor Alberto Rojas.
Querido Rojas:
Si se propuso asombrarme, alégrese: triunfo completo. Aunque me resisto
a creerlo, por viejo y por escéptico, tengo que admitir sus poderes
telepáticos a menos de atribuir su éxito a una casualidad aun más asombrosa.
En fin, soy buen jugador y me parece justo recompensarlo con la plena
admisión de mi sorpresa y mi desconcierto. Pues sí, amigo mío; su carta
me llegó en el momento exacto en que yo le garabateaba unas líneas,
como hago todos los años, para invitarlo a cenar en casa dentro de un
par de semanas. Empezaba un párrafo cuando se presentó Ordóñez con un
sobre en la mano; reconocí de inmediato el papel gris que usa usted
desde que nos conocemos, y la coincidencia me hizo soltar la estilográfica
como si fuera un ciempiés. ¡Compañero, a eso le llamo yo hacer blanco
a ojos cerrados!
Pero coincidencia aparte le confieso que su broma me ha dejado perplejo.
Por lo pronto me maravilla que haya acertado con todos los detalles.
Primero, sospechó que no tardaría en enviarle una invitación para cenar
en casa; segundo (y esto ya me deja estupefacto) dio por sentado que
este año no invitaría a Carlos Frers. ¿Cómo se las arregló para adivinar
mis intenciones? Se me ocurre pensar que alguien del club pudo haberle
dicho que Frers y yo andábamos distanciados después de la cuestión del
Pacto Agrícola, pero por otra parte, usted vive aislado y sin alternar
con nadie. En fin, me inclino ante su genio analítico, si de análisis
se trata. Yo tengo más bien una impresión de brujería, admirablemente
ilustrada por el recibo de su carta en el preciso momento en que me
disponía a escribirle.
De todas maneras, querido Alberto, su habilísima invención tiene un
reverso que me preocupa. ¿Qué objeto persigue con esa acusación indirecta
contra Luis Funes? Que yo sepa, ustedes han sido siempre muy buenos
amigos, aunque la vida nos vaya llevando a todos por caminos diferentes.
Si realmente tiene algo que reprocharle a Funes, ¿por qué me escribe
a mí y no a él? En último término, ¿por qué no hacer partícipe de su
acusación a Robirosa, dadas las funciones especiales que sus amigos
más íntimos sabemos que desempeña en la Cancillería? En vez de eso ensaya
usted una complicada carambola a tres bandas, cuyo sentido prefiero
no indagar por el momento. Con toda sinceridad le confieso mi desazón
frente a una maniobra que me resisto a creer una mera broma puesto que
toca al honor de uno de nuestros' amigos más queridos. A usted lo he
tenido siempre por hombre íntegro y leal, a quien sus mismas cualidades
lo han llevado en tiempos de corrupción y venalidad a refugiarse en
una finca solitaria, entre libros y flores más puros que nosotros. Y
así, aunque me admire e incluso divierta el juego de casualidades o
de aciertos de su carta, cada vez que la releo me invade un desasosiego
en el que la definición misma de nuestra amistad parece amenazada. Perdóneme
la franqueza o si no me perdona, acláreme el malentendido y liquidemos
la cuestión.
Huelga decir que todo esto no altera en nada mi intención de que nos
reunamos en mi casa el 30 del corriente, tal como se lo anunciaba en
una carta que interrumpió la llegada de la suya. Ya he escrito a Barrios
y a Funes, que andan por las provincias, y Robirosa me ha telefoneado
aceptando la invitación. Como las obras maestras no deben quedar ignoradas,
no le extrañará que le haya hablado a Robirosa de su extraordinaria
broma epistolar. Pocas veces lo he oído reírse con tantas ganas. A mí
su carta me divierte menos que a nuestro amigo, y hasta creo que unas
líneas suyas me quitarían eso que se da en llamar un peso de encima.
Hasta esas líneas, pues, o hasta que nos veamos en casa.
Muy sinceramente.
Federico Moraes.
Lobos, 18 de julio de 1958.
Señor Federico Moraes.
Querido amigo:
Usted habla de asombro, de casualidades, de triunfos epistolares. Muchas
gracias, pero los cumplidos que sólo encubren una mixtificación no son
los que prefiero. Si encuentra un tanto fuerte el término, aplíquese
en carne propia el sentido crítico que tanto lo ha ilustrado en el foro
y la política, y reconocerá que la calificación no es exagerada. O bien,
cosa que preferiría, dé por terminada la broma si de broma se trata.
Puedo comprender que usted -y quizá el resto de los que asistieron a
la cena en su casa- traten de echar tierra sobre algo que alcancé a
saber por un azar que deploro profundamente. También puedo comprender
que su vieja amistad con Luis Funes lo mueva a fingir que mi carta es
una pura broma, a la espera de que yo pesque el hilo y me llame a silencio.
Lo que no entiendo es la necesidad de tantas complicaciones entre gentes
como usted y yo. Bastaba con pedirme que olvidara lo que escuché en
su biblioteca; ya deberían ustedes saber que mi capacidad de olvido
es muy grande apenas adquiero la certidumbre de que puede serle útil
a alguien.
En fin, pongamos que la misantropía agregue su acíbar a estos párrafos;
detrás, querido Federico, está su amigo de siempre. Un tanto desconcertado,
eso sí, porque no alcanzo a entender la razón de que quiera reunirnos
nuevamente. Además, ¿por qué llevar las cosas a un extremo casi ridículo
y referirse a una supuesta invitación, interrumpida al parecer por la
llegada de mi carta? Si no tuviese el hábito de tirar casi todos los
papeles que recibo, me complacería en devolverle adjunta su, esquela
del.
Interrumpí esta carta para cenar. Por el boletín de la radio acabo de
enterarme del suicidio de Luis Funes. Ahora comprenderá usted, sin necesidad
de más palabras, por qué quisiera no haber sido testigo involuntario
de algo que explica bien claramente una muerte que asombrará a otras
personas. No creo que entre estas últimas figure nuestro amigo Robirosa,
a pesar de la risa que según usted le produjo el contenido de mi carta.
Ya ve que a Robirosa no le faltaban razones para sentirse satisfecho
de su labor, y presumo que hasta debió complacerle que hubiera un testigo
presencial del penúltimo acto de la tragedia. Todos tenemos nuestra
vanidad, y quizá a Robirosa le duele a veces que sus altos servicios
a la nación se cumplan en el más indiferente de los secretos, por lo
demás sabe muy bien que en esta ocasión puede contar con nuestro silencio.
¿Acaso el suicidio de Funes no le da cumplidamente la razón?
Pero ni usted ni yo tenemos motivos para compartir hasta ese punto su
alegría. Ignoro las culpas de Funes; en cambio recuerdo al buen amigo,
al camarada de otros tiempos mejores y más felices. Usted sabrá decirle
a la pobre Matilde todo lo que yo, desde mi encierro, que quizá no hubiera
debido violar, siento frente a su desgracia.
Suyo,
Rojas.
Buenos Aires, lunes 21 de julio de 1988.
Señor Alberto Rojas.
De mi consideración:
Recibí su carta del 18 del corriente. Cumplo en avisarle que, en señal
de duelo por la muerte de mi amigo Luis Funes, he decidido cancelar
la reunión que había proyectado para el 30 del corriente.
Lo saluda atentamente.
Federico Moraes.
![](cortazar6.jpg)
La
banda
A la memoria de René Crevel,
que murió por cosas así.
En febrero de 1947, Lucio Medina me contó un divertido episodio que
acababa de sucederle. Cuando en septiembre de ese año supe que había
renunciado a su profesión y abandonado el país, pensé oscuramente una
relación entre ambas cosas. No sé si a él se le ocurrió alguna vez el
mismo enlace. Por si le es útil a la distancia, por si aún anda vivo
en Roma o en Birmingham, narro su simple historia con la mayor cercanía
posible.
Una ojeada a la cartelera previno a Lucio que en el Gran Cine Ópera
daban una película de Anatole Litvak que se le había escapado en la
época de su paso por los cines del centro. Le llamó la atención que
un cine como el Ópera diera otra vez esa película, pero en el 47 Buenos
Aires ya andaba escaso de novedades. A las seis, liquidado su trabajo
en Sarmiento y Florida, se largó al centro con el gusto del buen porteño
y llegó al cine cuando iba a empezar la función. El programa anunciaba
un noticiario, un dibujo animado y la película de Litvak. Lucio pidió
una platea en fila doce y compró Crítica para evitarse tener que mirar
las decoraciones de la sala y los balconcitos laterales que le producían
legítimas náuseas. El noticiario empezó en ese momento, y mucha gente
entró a la sala mientras bañistas en Miami rivalizan con las sirenas
y en Túnez inauguran un dique gigante. A la derecha de Lucio se sentó
un cuerpo voluminoso que olía a Cuero de Rusia de Atkinson, lo que ya
es oler. El cuerpo venía acompañado de dos cuerpos menores que durante
un rato bulleron intranquilos y sólo se calmaron a la hora de Donald
Duck. Todo eso era corriente en un cine de Buenos Aires, y sobre todo
en la sección vermouth.
Cuando se encendieron las luces, borrando un tanto el indescriptible
cielo estrellado y nebuloso, un amigo prolongó su lectura de Crítica
con una ojeada a la sala. Había algo ahí que no andaba bien, algo no
definible. Señoras preponderadamente obesas se diseminaban en la platea,
y al igual que la que tenía al lado aparecían acompañadas de una prole
más o menos numerosa. Le extrañó que gente así sacara plateas en el
Ópera, varias de tales señoras tenían el cutis y el atuendo de respetables
cocineras endomingadas, hablaban con abundancia de ademanes de neto
corte italiano, y sometían a sus niños a un régimen de pellizcos e invocaciones.
Señores con el sombrero sobre los muslos (y agarrado con ambas manos)
representaban la contraparte masculina de una concurrencia que tenía
perplejo a Lucio. Miró el programa impreso, sin encontrar más mención
que la de las películas proyectadas y los programas venideros. Por fuera
todo estaba en orden.
Desentendiéndose, se puso a leer el diario y despachó los telegramas
del exterior. A mitad del editorial su noción del tiempo le insinuó
que el intervalo era anormalmente largo, y volvió a echarle una ojeada
a la sala. Llegaban parejas, grupos de tres o cuatro señoritas venidas
con lo que Villa Crespo o el Parque Lezama estiman elegante, y había
grandes encuentros, presentaciones y entusiasmos en distintos sectores
de la platea. Lucio empezó a preguntarse si no se habría equivocado,
aunque le costaba precisar cuál podía ser su equivocación. En ese momento
bajaron las luces, pero al mismo tiempo ardieron brillantes proyectores
de escena, se alzó el telón y Lucio vio, sin poder creerlo, una inmensa
banda femenina de música formada en el escenario, con un canelón donde
podía leerse: BANDA DE «ALPARGATAS». Y mientras (me acuerdo de su cara
al contármelo) jadeaba de sorpresa y maravilla, el director alzó la
batuta y un estrépito inconmensurable arrolló la platea so pretexto
de una marcha militar.
-Vos comprendés, aquello era tan increíble que me llevó un rato salir
de la estupidez en que había caído -dijo Lucio-. Mi inteligencia, si
me permitís llamarla así, sintetizó instantáneamente todas las anomalías
dispersas e hizo de ellas la verdad: una función para empleados y familias
de la compañía «Alpargatas», que los ranas del Ópera ocultaban en los
programas para vender las plateas sobrantes. Demasiado sabían que si
los de afuera nos enterábamos de la banda no íbamos a entrar ni a tiros.
Todo eso lo vi muy bien, pero no creas que se me pasó el asombro. Primero
que yo jamás me había imaginado que en Buenos Aires hubiera una banda
de mujeres tan fenomenal (aludo a la cantidad). Y después que la música
que estaban tocando era tan terrible, que el sufrimiento de mis oídos
no me permitía coordinar las ideas ni los reflejos. Tenía al mismo tiempo
ganas de reírme a gritos, de putear a todo el mundo, y de irme. Pero
tampoco quería perder el filme del viejo Anatole, che, de manera que
no me movía.
La banda terminó la primera marcha y las señoras rivalizaron en el menester
de celebrarla. Durante el segundo número (anunciado con un cartelito)
Lucio empezó a hacer nuevas observaciones. Por lo pronto la banda era
un enorme camelo, pues de sus ciento y pico de integrantes sólo una
tercera parte tocaba los instrumentos. El resto era puro chiqué, las
nenas enarbolaban trompetas y clarines al igual que las verdaderas ejecutantes,
pero la única música que producían era la de sus hermosísimos muslos
que Lucio encontró dignos de alabanza y cultivo, sobretodo después de
algunas lúgubres experiencias en el Maipo. En suma, aquella banda descomunal
se reducía a una cuarentena de sopladoras y tamborileras, mientras el
resto se proponía en aderezo visual con ayuda de lindísimos uniformes
y caruchas de fin de semana. El director era un joven por completo inexplicable
si se piensa que estaba enfundado en un frac que, recortándose como
una silueta china contra el fondo oro y rojo de la banda, le daba un
aire de coleóptero totalmente ajeno al cromatismo del espectáculo. Este
joven movía en todas direcciones una larguísima batuta, y parecía vehementemente
dispuesto a rimar la música de la banda, cosa que estaba muy lejos de
conseguir a juicio de Lucio. Como calidad, la banda era una de las peores
que había escuchado en su vida. Marcha tras marcha, la audición continuaba
en medio del beneplácito general (repito sus términos sarcásticos y
esdrújulos), y a cada pieza terminada renacía la esperanza de que por
fin el centenar de budincitos se mandara mudar y reinara el silencio
bajo la estrellada bóveda del Ópera. Cayó el telón y Lucio tuvo como
un ataque de felicidad, hasta reparar en que los proyectores no se habían
apagado, lo que lo hizo enderezarse desconfiado en la platea. Y ahí
nomás telón arriba otra vez, pero ahora un nuevo cartelón: LA BANDA
EN DESFILE. Las chicas se habían puesto de perfil, de los metales brotaba
una ululante discordancia vagamente parecida a la marcha El Tala, y
la banda entera, inmóvil en escena, movía rítmicamente las piernas como
si estuviera desfilando. Bastaba con ser la madre de una de las chicas
para hacerse la perfecta ilusión del desfile, máxime cuando al frente
evolucionaban ocho imponderables churros esgrimiendo esos bastones con
borlas que se revolean, se tiran al aire y se barajan. El joven coleóptero
abría el desfile, fingiendo caminar con gran aplicación, y Lucio tuvo
que escuchar interminables da capo al fine que en su opinión alcanzaron
a durar entre cinco y ocho cuadras. Hubo una modesta ovación al finalizar,
y el telón vino como un vasto párpado a proteger los manoseados derechos
de la penumbra y el silencio.
- El asombro se me había pasado -me dijo Lucio- pero ni siquiera durante
la película, que era excelente, pude quitarme de encima una sensación
de extrañamiento. Salí a la calle, con el calor pegajoso y la gente
de las ocho de la noche, y me metí en El Galeón a beber un gin fizz.
De golpe me olvidé por completo de la película de Litvak, la banda me
ocupaba como si yo fuera el escenario del Ópera. Tenía ganas de reírme
pero estaba enojado, comprendés. Primero que yo hubiera debido acercarme
a la taquilla del cine y cantarles cuatro verdades. No lo hice porque
soy porteño, lo sé muy bien. Total, qué le vachaché ¿no te parece? Pero
no era eso lo que me irritaba, había otra cosa más profunda. A mitad
del segundo copetín empecé a comprender.
Aquí el relato de Lucio se vuelve de difícil transcripción. En esencia
(pero justamente lo esencial es lo que se fuga) sería así: hasta ese
momento lo había preocupado una serie de elementos anómalos sueltos:
el mentido programa, los espectadores inapropiados, la banda ilusoria
en la que la mayoría era falsa, el director fuera de tono, el fingido
desfile, y él mismo metido en algo que no le tocaba. De pronto le pareció
entender aquello en términos que lo excedían infinitamente. Sintió como
si le hubiera sido dado ver al fin la realidad. Un momento de realidad
que le había parecido falsa porque era la verdadera, la que ahora ya
no estaba viendo. Lo que acababa de presenciar era lo cierto, es decir
lo falso. Dejó de sentir el escándalo de hallarse rodeado de elementos
que no estaban en su sitio, porque en la misma conciencia de un mundo
otro, comprendió que esa visión podía prolongarse a la calle, a El Galeón,
a su traje azul, a su programa de la noche, a su oficina de mañana,
a su plan de ahorro, a su veraneo de marzo, a su amiga, a su madurez,
al día de su muerte. Por suerte ya no seguía viendo así, por suerte
era otra vez Lucio Medina. Pero sólo por suerte.
A veces he pensado que esto hubiera sido realmente interesante si Lucio
vuelve al cine, indaga, y descubre la inexistencia de tal festival.
Pero es cosa verificable que la banda tocó esa tarde en el Ópera. En
realidad el cambio de vida y el destierro de Lucio le vienen del hígado
o de alguna mujer. Y después que no es justo seguir hablando mal de
la banda, pobres chicas.
![](cortazar6.jpg)
Los
amigos
En ese juego todo tenía que andar rápido.
Cuando el Número Uno decidió que había que liquidar a Romero y que el
Número Tres se encargaría del trabajo, Beltrán recibió la información
pocos minutos más tarde. Tranquilo pero sin perder un instante, salió
del café de Corrientes y Libertad y se metió en un taxi. Mientras se
bañaba en su departamento, escuchando el noticioso, se acordó de que
había visto por última vez a Romero en San Isidro, un día de mala suerte
en las carreras. En ese entonces Romero era un tal Romero, y él un tal
Beltrán; buenos amigos antes de que la vida los metiera por caminos
tan distintos. Sonrió casi sin ganas, pensando en la cara que pondría
Romero al encontrárselo de nuevo, pero la cara de Romero no tenía ninguna
importancia y en cambio había que pensar despacio en la cuestión del
café, y del auto Era curioso que al Número Uno se le hubiera ocurrido
hacer matar a Romero en el café de Cochabamba y Piedras, y a esa hora;
quizá, si había que creer en ciertas informaciones, el Número Uno ya
estaba un poco viejo. De todos modos, la torpeza de la orden le daba
una ventaja: podía sacar el auto del garaje, estacionarlo con el motor
en marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse esperando a que Romero
llegara como siempre a encontrarse con los amigos a eso de las siete
de la tarde. Si todo salía bien evitaría que Romero entrase en el café,
y al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su intervención.
Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto (que Romero no dejaría
de ver, porque era un lince), y saber meterse en el tráfico y pegar
la vuelta a toda máquina. Si los dos hacían las cosas como era debido
-y Beltrán estaba tan seguro de Romero como de él mismo- todo quedaría
despachado en un momento. Volvió a sonreír pensando en la cara del Número
Uno cuando más tarde, bastante más tarde, lo llamara desde algún teléfono
público para informarle de lo sucedido.
Vistiéndose despacio, acabó el atado de cigarrillos y se miró un momento
al espejo. Después sacó otro atado del cajón, y antes de apagar las
luces comprobó que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje le
tenían el Ford como una seda. Bajó por Chacabuco, despacio, y a las
siete menos diez se estacionó a unos metros de la puerta del café, después
de dar dos vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le
dejara el sitio. Desde donde estaba era imposible que los del café lo
vieran. De cuando en cuando apretaba un poco el acelerador para mantener
el motor caliente; no quería fumar, pero sentía la boca seca y le daba
rabia.
A las siete menos cinco vio venir a Romero por la vereda de enfrente;
lo reconoció enseguida por el chambergo gris y el saco cruzado. Con
una ojeada a la vitrina del café, calculó lo que tardaría en cruzar
la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta
distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera
a la vereda. Exactamente en ese momento, Beltrán puso el coche en marcha
y sacó el brazo por la ventanilla. Tal como había previsto, Romero lo
vio y se detuvo sorprendido. La primera bala le dio entre los ojos,
después Beltrán tiró al montón que se derrumbaba. El Ford salió en diagonal,
adelantándose limpio a un tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí. Manejando
sin apuro, el Número Tres pensó que la última visión de Romero había
sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos.
[EN PROTECCION
DE LOS DERECHOS DE AUTOR FINALIZA EL FRAGMENTO DE FINAL DE JUEGO]
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